20:40 h
Clevenger se marchó con Anderson. Volvieron a reunirse en las oficinas de Chelsea.
– ¿Qué piensas? -preguntó Anderson, mientras se sentaba en la silla junto a la mesa de Clevenger, la misma que había ocupado Grace Baxter.
– Dos personas enamoradas, o que al menos tenían una relación íntima, han muerto con pocas horas de diferencia -dijo Clevenger-. Parece claro que hay que comenzar investigando su aventura amorosa. Alguien no pudo soportar lo que compartían, o no pudo soportar que se acabara.
– Podría ser la propia Grace. Podría ser la persona que disparó.
– Es posible -dijo Clevenger-. Pero para infligirse esas heridas, tenía que ser psicótica. -Negó con la cabeza-. Quizá estaba más enferma de lo que he intuido. Dijo que se sentía culpable. Quizá era más que eso. Quizá estaba convencida de que era mala. Quizá creyó que morir desangrada era la única forma de expiar sus pecados.
– ¿Matar a Snow podía hacer que se sintiera así? -preguntó Anderson.
Clevenger lo miró.
– Puede ser. -Parte de la elegancia de llevar a cabo evaluaciones forenses de asesinos era comprender que sus estados mentales podían quedar muy afectados por el acto de matar en sí mismo. Asesinar puede provocar que una persona sufra algo muy parecido a la manía, o incluso a la esquizofrenia paranoide; a veces durante minutos, a veces durante horas. Negó con la cabeza-. No parecía alguien que está perdiendo el contacto con la realidad.
– Hasta que tengamos algo más, confiaremos en tu intuición. Si se trata de un asesinato con suicidio, caso cerrado. Lo mismo si los dos se suicidaron. Pero si ahí fuera hay alguien culpable de un doble homicidio, los únicos que lo estamos buscando somos nosotros.
Anderson tenía razón. Ellos dos eran los únicos que buscaban en serio la verdad. Y si esa verdad incluía a un asesino que tenía el descaro suficiente como para matar a un inventor prominente y a su amante de la alta sociedad, había llegado el momento de comenzar a preocuparse por su propia seguridad.
– Deberíamos empezar a tener cuidado -dijo.
– Entendido -dijo Anderson.
– Creo que mi siguiente parada será visitar a la mujer de Snow, averiguar si sabía lo de Grace Baxter. Mañana Coady me dará el diario de Snow. Le echaré un vistazo antes de pasar a verla.
– Aún tengo que investigar a Coroway. Y tendremos que llegar a George Reese de algún modo. -De acuerdo.
– Supongo que te das cuenta de que no tenemos lo que se dice un cliente -dijo Anderson-. Tienes que realizar un informe sobre el estado mental de Snow para Coady, pero puede que éste incluso te retire el encargo si nos metemos a fondo en la teoría del doble homicidio.
Clevenger pensó en ello. Eran libres para retirarse del caso, y en parte le habría gustado. Había muchos otros casos aguardando en la oficina, por no mencionar el tiempo y la energía que requería evitar que Billy se metiera en líos. Pero sabía que si alguien había matado a Grace Baxter y a John Snow, esa persona estaría más tranquila si él y Anderson dejaban de investigar. Y eso le impediría conciliar el sueño, y también haría que regresaran las pesadillas, ésas en las que su padre estaba borracho y se ponía furioso por la noche. Al haber sido asesinado poco a poco por ese hombre, no soportaba dar vía libre a un asesino. Así era como habían encajado las piezas rotas de su psique, ésa era la persona en la que se había convertido.
– En realidad, el único cliente que hemos tenido era John Snow -dijo-. Imagino que es el único que puede despedirnos.
– Si lo hace, esperemos que sea a distancia.
12:35 h
Clevenger cogió el montacargas para subir al quinto piso y se dirigió a la puerta de acero de su loft. Del interior le llegaron voces y alguna que otra risa. Se preguntó si Billy habría invitado a algún amigo, algo que seguía haciendo los días de colegio, a pesar de que Clevenger le había pedido que lo dejara para los fines de semana. Intentó apartar la investigación de su mente y prepararse para un discurso paternal de tipo «Ya está bien por esta noche», y algo un poco más severo para cuando él y Billy se quedaran solos. Cuando abrió la puerta, vio a J. T. Heller sentado con Billy en la cocina, bebiendo coca-cola, como viejos colegas.
Heller se levantó y se acercó a Clevenger. Tenía un sobre grueso en la mano.
– Perdona que me haya puesto cómodo -dijo.
– No pasa nada -dijo Clevenger, sorprendido.
– He venido a traerte los informes que me pediste. El ingreso de Snow en la unidad de psiquiatría.
– Gracias.
– Quería que los tuvieras cuanto antes -dijo Heller-. Se te olvidó darme tu dirección. Me dieron ésta en la Sociedad Médica de Massachusetts. Billy me ha dicho que no tardarías en llegar. -Le alargó el sobre.
Clevenger lo cogió.
– Te lo agradezco.
– Veo que haces el mismo horario que yo. Acabo de pasarme seis horas en el quirófano.
– ¿Operas hasta tan tarde?
– No. Un tipo ha ido a ver a su neurólogo porque tenía un dolor de cabeza horrible. Lo han bajado a toda prisa a rayos, como es lógico, y le han hecho un angiograma. Un aneurisma de la hostia justo en la arteria cerebelosa superior. No había ni un segundo que perder.
– ¿Cómo ha ido?
– Cuando he abierto, ya había derrame. Si hubiera tardado una hora más en ir al hospital, no lo cuenta. Lo he cosido perfecto y he cerrado. Debería durar cien mil kilómetros más. -Guiñó un ojo y miró al techo-. Si dios quiere.
– Bien hecho.
– El día ha acabado mejor de lo que empezó, eso te lo aseguro -dijo. Pareció que aquellas palabras le devolvían el recuerdo de la mañana. De repente, parecía tan cansado como un hombre que ha perdido a un paciente y casi ha salvado a otro-. Debería irme -dijo.
– Es pronto -soltó Billy, luego bajó la mirada con timidez, como si se hubiera quitado su coraza de indiferencia.
Clevenger no estaba seguro de haberlo visto nunca tan emocionado por hablar con un adulto.
– Estoy muerto -le dijo Heller a Billy-. Otro día. Sin falta. -Le guiñó un ojo a Clevenger-. Billy y yo hemos visto que tenemos algunas cosas en común.
Billy alzó de nuevo la mirada, sonriente.
– Es genial -dijo Clevenger-. ¿Como cuáles?
– Mi camino hasta el arte de la curación estuvo lleno de baches, incluido el hecho de que me dieran en adopción.
– Y no sólo eso -dijo Billy.
Clevenger miró a Heller invitándole a completar la historia.
– Mis padres biológicos me abandonaron en el hospital
I después de que mi madre diera a luz. Se marcharon por la noche y salieron del estado. Una pareja de Brookline me llevó a su casa. Él era médico, del Mass General. Ella era enfermera. No podían tener hijos. -Miró a Billy, luego de nuevo a Clevenger-. Para serte sincero, les hice pasar un infierno durante años. No iba a clase, robaba coches. Me condenaron por agresión cuando tenía once años y pasé ocho meses en un centro de menores de los servicios sociales.
– Como yo -dijo Billy.
Hacía un año, Billy había pasado tres meses bajo la custodia del Departamento de Servicios Sociales, después de que él y un amigo se pelearan con otros tres adolescentes de cerca de Saugus. Los chicos de Saugus acabaron en urgencias.
– ¿Qué te hizo cambiar? -le preguntó Clevenger.
– Mi religión -contestó Heller-. El sistema nervioso. -Dejó flotar sus palabras en el aire unos segundos-. Comencé a ir a trabajar con mi padre, mi padre adoptivo. Era neurólogo. Me dejaba ir a verlo al hospital después del colegio, rondar por la consulta, contestar al teléfono de vez en cuando, estar alguna vez con él mientras examinaba a pacientes, a los más interesantes.
– ¿A que mola? -dijo Billy.
Clevenger imaginó que Billy pensaba que molaba mucho más que su reticencia a compartir su trabajo forense con él.
– Y acabaste haciéndote neurocirujano -le dijo a Heller-. Te gustaba lo que veías.
– Me fascinaba. Me fascinaba él. Realmente, que me dejara entrar en su vida profesional me salvó. Hasta que vi lo que podía hacer por la gente, el poder que tenía para ayudarla, no sabía que tuviéramos ese poder en nuestro interior. El poder para hacer el bien.
– Me ha dicho que puedo mirarlo en el quirófano -dijo Billy con orgullo-. Puedo verle abrir. -Dijo las últimas palabras como si lo hubieran admitido en una sociedad secreta que tuviera su propio idioma. En cierto modo, la neurocirugía era eso.
– No me he tomado tal libertad, en realidad -dijo Heller-. Le he dicho que consultaría contigo si te parecía bien.
Billy miró a Clevenger expectante.
– Por supuesto que puede -dijo Clevenger. Notó una punzada de celos, pero sabía que eran irracionales. Después de todo, era él quien se mostraba reacio a no compartir su trabajo. Billy habría estado encantado.
– Te llamaré para darte un par de fechas cuando sepa que hay un caso interesante -le dijo Heller a Clevenger.
– Me parece bien -dijo Clevenger.
– Quizá la semana que viene, si no hay cambios de horario. Voy a operar a una paciente que hace once años que está ciega. Ahora tiene treinta y tres años. Un tumor benigno en el nervio occipital. Si todo va como está previsto, y si tengo un poco de suerte, despertará, abrirá lo ojos y verá.
– Dios santo -dijo Billy.
– Dios interviene en todos los casos -le dijo Heller a Billy. Se volvió hacia Clevenger y señaló con la cabeza el sobre que tenía en la mano-. Llámame si puedo hacer algo más por ti.
– De hecho, si tienes un par de minutos -dijo Clevenger-, quería ponerte al tanto de un par de cosas sobre el caso Snow. Te acompaño a la puerta. -Vio que Billy ponía cara larga. No pretendía excluirlo. Y por supuesto, no quería que pareciera que competía con él por el tiempo de Heller. Pero tampoco quería hablar del asesinato de Grace Baxter delante de él. Intentó arreglarlo-. Pero estoy seguro de que estás tan cansado como yo -le dijo a Heller-. ¿Por qué no hablamos mañana a primera hora?
Billy se levantó de su asiento.
– Tranquilo, no os molesto más -dijo-. Tengo que irme de todas formas. -Comenzó a caminar hacia su habitación.
– Nos vemos en el hospital -dijo Heller.
– Eso -dijo Billy.
Clevenger lo vio desaparecer en su habitación.
– ¿Ha habido algún progreso en el caso? -le preguntó Heller a Clevenger.
– Sí -dijo Clevenger-. Han encontrado a Grace Baxter muerta esta tarde.
– Grace Baxter… -dijo Heller, intentando situar el nombre.
– Su marido, George Reese, es el presidente del Beacon Street Bank.
– La Grace de Snow.
Clevenger asintió con la cabeza.
– Vengo de casa de Reese en Beacon Street.
– ¿Cómo ha muerto?
– Tenía cortes en las muñecas y el cuello.
– Se ha suicidado. -Miró a Clevenger entrecerrando los ojos. Frunció ligeramente la boca-. ¿Crees que mató a Snow? ¿Qué es esto, una especie de triángulo amoroso con asesinato y suicidio? ¿Por eso he perdido a mi paciente?
– No lo sé -dijo Clevenger, sorprendido de nuevo por cómo Heller lo veía todo a través del prisma del interés personal. Que Snow hubiera perdido la vida no parecía ni de lejos tan importante para él como el hecho de que hubiera perdido a su paciente estrella-. No he sacado el tema cuando la has mencionado esta mañana en tu consulta -dijo Clevenger-, pero Baxter era paciente mía. Una paciente nueva. La vi una vez.
– ¿La tratabas?
– Ha venido a su primera sesión de psicoterapia esta mañana.
– Qué extraño.
– Seguramente pidió hora porque estaba deprimida después de que Snow la dejara.
– ¿Te habló de la aventura?
– No.
– Había amenazado con suicidarse si la dejaba -dijo Heller-. Creo que te lo he comentado.
– Ojalá hubiera conocido su historial psiquiátrico -dijo Clevenger; sus palabras apenas atravesaron la tensa resistencia del sentimiento de culpabilidad que tenía-. Debí preguntarle más sobre el tema.
– Te culpas de su muerte -dijo Heller, mirando fijamente a Clevenger.
¿Qué tenía Jet Heller que contribuía a la camaradería inmediata, a la confianza instantánea? ¿Era su propia disposición a abrirse? ¿Era porque carecía de límites rígidos: pasaba a verlo a altas horas de la noche, invitaba a Billy al quirófano? O quizá sólo era por lo cómodo que parecía con todo, incluida la muerte. ¿Habría algo que pusiera nervioso a un hombre que se ganaba la vida abriendo la cabeza de otras personas todos los días?
– Hay algunas preguntas que no le he hecho -dijo Clevenger. No le comentó que no estaba seguro de si Baxter se había suicidado.
– Vamos, Frank. De médico a médico. Crees que la has matado.
Clevenger se aclaró la garganta.
– Verbalizó un contrato no suicida.
Heller asintió con la cabeza.
– He perdido a veintisiete pacientes en la mesa de operaciones -dijo-. ¿Quieres saber con cuántos la fastidié yo? -Escucha, no tienes que…
– Seis. Posiblemente siete. Están muertos por culpa de mis limitaciones para curar.
Clevenger vio que estaba esforzándose por escuchar a Heller más como si fuera su psiquiatra que su paciente.
– ¿Y qué piensas al respecto? -le preguntó.
– Pienso que tengo un trabajo muy jodido, que resulta que me encanta, y pienso que soy humano, digan lo que digan de mí los periódicos. Si no puedo digerir mis fracasos, no tengo derecho a meterme en la cabeza de nadie.
Clevenger tragó saliva.
– ¿Y tú, Frank? ¿Eres humano? ¿O comienzas a creerte tu propia prensa, que puedes curar a todo el mundo, resolverlo todo? -Extendió la mano y apretó el brazo de Clevenger.
Cuando creces con un padre que no te demuestra ni pizca de amor, que un hombre te toque puede paralizarte o ablandarte. Clevenger apartó la mirada al tiempo que se le humedecían los ojos.
– Respuesta correcta, amigo -dijo Heller-. Me he ido a casa igual que como te sientes tú ahora media docena de veces, y me iré a casa sintiéndome así una docena más antes de que sea demasiado viejo como para que no me tiemble el bisturí.
Clevenger respiró hondo y lo miró de nuevo.
– Gracias -le dijo.
– Mantenme al día sobre el asunto, si no supone infringir las normas -le pidió Heller-. Y si acabas creyendo que el que lo hizo no fue Snow y necesitas más pasta para pillar a ese cabrón, pídemela. Si alguien le robó la vida, también me ha robado a mí.
– Te informaré si surge algo importante -dijo Clevenger. Tuvo que recordarse que en realidad no conocía demasiado a Jet Heller-. Y que no esté clasificado. Lo entiendes, ¿no?
– Todos tenemos nuestros códigos -dijo Heller-. Nunca te pediría que infringieras los tuyos. -Señaló la habitación de Billy con la cabeza-. A tu hijo le irá bien, por cierto. Tiene muy buen corazón. -Se encogió de hombros-. Nunca se sabe, debajo de esa mata de pelo y los piercings podría ser neurocirujano.
– Nunca se sabe.
– Buenas noches.
– Buenas noches.
Heller se dio la vuelta y salió.
Clevenger caminó hacia el cuarto de Billy. La puerta estaba cerrada. No salía luz por debajo. O estaba dormido, o fingía estarlo. Clevenger se quedó ahí quieto unos segundos; quería entrar y despertarlo, intentar que se le diera mejor compartir el entusiasmo de Billy por Heller y verlo operar. Pero sabía que obtendría la respuesta de siempre: «Más tarde, ¿vale? Estoy molido».
Se dirigió a su mesa frente a los ventanales que daban al puente Tobin, se sentó y abrió el sobre que le había dado Jet Heller. Pasó las hojas hasta llegar al informe de ingreso y al reconocimiento médico, escritos por un tal doctor Jan Urkevic, y leyó la sección titulada «Historial de enfermedades actuales».
El doctor Johnathan Snow, de 54 años de edad, casado y padre de dos hijos, epiléptico, queda ingresado para una evaluación de sus capacidades antes de someterse a una neurocirugía que supone riesgos potenciales muy graves, incluida la ceguera y la pérdida del habla. El paciente ingresa voluntariamente y declara ceder a los deseos de su familia, en especial de su mujer, al someterse a esta evaluación. «Necesita saber qué pienso racionalmente, que al decidir si seguir o no adelante con la operación, he sopesado los beneficios y riesgos que ésta conlleva, aunque no está de acuerdo con mi postura.»
El doctor Snow describe la intervención programada como «experimental». El doctor J. T. Heller extirpará partes concretas de su cerebro en un intento de eliminar los focos de los ataques responsables de la epilepsia que padece el doctor Snow, una enfermedad que él describe como «una cadena perpetua, estando la prisión en mi interior». Declara: «Mi cerebro es defectuoso. Sufre un cortocircuito cuando mi mente genera las mejores ideas. Mis vías neuronales no pueden con la corriente eléctrica que genera mi imaginación».
Al afirmar lo anterior, el doctor Snow comprende que está utilizando una metáfora para describir su estado. Es plenamente consciente de que eliminar de su cerebro los focos de los ataques, aunque esta operación le cure la epilepsia, puede o no resultar en un aumento de la función intelectual. Está dispuesto a aceptar los riesgos de la operación (que enumera con precisión), experimente o no beneficios en este terreno.
El doctor Snow es doctor en ingeniería aeronáutica y trabaja de inventor en una empresa de la que es cofundador (Snow-Coroway Engineering). No hay indicios de que no sea apto para realizar tareas que requieran memoria, concentración o tomar decisiones racionales.
Clevenger pasó a la sección titulada «Historial psiquiátrico pasado» y observó que Snow negaba haber sufrido enfermedades psiquiátricas en el pasado, o haber hecho terapia con un psiquiatra. Debajo de «Examen del estado mental», Urkevic había anotado que Snow declaraba no haber tenido pensamientos suicidas u homicidas ni alucinaciones. En sus conclusiones, consideraba a Snow capaz, a espera de las pruebas psicológicas.
Clevenger pasó las hojas hasta que encontró un «Informe de pruebas psicológicas» realizado por el doctor Kenneth Sklar. Formaba parte del historial médico que proporcionaría la mejor ventana a su intelecto y su vida emocional interior, incluyendo cualquier deseo consciente e inconsciente de morir que pudiera tener. La evaluación incluía una batería de pruebas: pruebas objetivas de inteligencia, perfil de la personalidad y pruebas objetivas de manchas de tinta.
Comenzó a leer.
PROCEDIMIENTOS DE EVALUACIÓN:
Entrevista
Test de Rorschach de manchas de tinta 95 Test de apercepción temática (TAT)
MMPI-2
WAIS-III (Escala de inteligencia de Wechsler para adultos)
Test Bender-Gestalt (TBG) con memoria. Escala de evaluación de demencia-2
OBSERVACIONES DE CONDUCTA:
Visité al doctor Snow en mi consulta del edificio Ellison 7 en el Hospital General de Massachusetts para realizarle todas las pruebas. Es un hombre alto y atractivo que se mostró afable a lo largo de todas nuestras sesiones. Su flujo de ideas era normal y mostró una ausencia marcada de ansiedad (ver más abajo). Tenía curiosidad por la razón de cada una de las pruebas que se le realizaban, pero no era indiscreto. Sí que mostró una tendencia a cuestionar que este evaluador estuviera cualificado para el examen psicológico, incluyendo preguntas sobre mi historial académico y años de experiencia. Dicho esto, se mostró dócil y comunicativo en todos los aspectos.
RESULTADOS DE LAS PRUEBAS:
Los resultados del test WAIS-III realizado al doctor Snow revelan que es un hombre extremadamente brillante e intelectual. Su razonamiento verbal y no verbal alcanza niveles sumamente dotados y tiene un coeficiente intelectual que se sitúa en los niveles de genio, en 165.
El WAIS también reveló una capacidad para pensar en función de los datos, así como de un modo más abstracto. En otras palabras, su pericia técnica no limita su creatividad. Esta dualidad es sumamente inusual y sin duda explica que el doctor Snow domine una disciplina científica compleja y luego sea capaz de aplicar esa disciplina de una forma nueva e «ingeniosa».
Los resultados de las pruebas de personalidad proyectiva y objetiva (incluyendo el MMPI), sin embargo, sí revelaron ciertas limitaciones. Exhibe una marcada tendencia a la autocrítica y la crítica a los demás. Piensa muchísimo más en sus déficits que en sus puntos fuertes y se centra de modo similar en los fracasos de los demás. Define a muchos de los personajes de las historias que se le presentaron como «imperfectos» o «no útiles». Las personas están sujetas a modelos de conducta ideales, más que realistas. Alaba la inteligencia, pero sólo cuando refleja genialidad. Denigra cualquier nivel inferior de inteligencia. Valora mucho los ideales de belleza física. Exagera los defectos físicos.
Estos temas siguieron manifestándose en el Rorschach. El doctor Snow pensaba que muchas de las tarjetas representaban el «caos» o «una tormenta», lo que indica su incomodidad con las pautas simétricas pero generadas al azar. Sobre una de las tarjetas con más colores dijo: «Quizás un jardín. No muy bien concebido. Una mezcolanza. Una cosa encima de la otra».
Curiosamente, el desorden no provocaba que el doctor Snow sintiera ansiedad, sino un mayor nivel de activación más cercano a la irritabilidad. Vinculó esa emoción a la que experimenta al inventar. Declaró que pensar en la solución correcta a un problema requiere rechazar las erróneas, incluidas las que estrictamente son correctas, pero mediocres. Dijo que estas ideas imperfectas «hacen que me enfade, lo suficiente como para que las destruya, sobre todo cuando son mías». Es una sensación de la que disfruta y que vincula directamente a la aparición de su genio creativo.
Este énfasis en la necesidad de alcanzar la perfección y el orden puede provocar que el doctor Snow piense de manera meditabunda y ensimismada. Espera que las personas «saquen lo mejor de sí mismas» e impidan que sus emociones controlen su intelecto. Cuando no lo hacen, las considera «débiles» o «defectuosas», en particular si el comportamiento de éstas le provoca un estrés adicional.
Las historias del test de apreciación temática del doctor Snow lo confirman. Por ejemplo, generó el siguiente relato al ver un dibujo de un niño observando un violín:
Está pensando en Mendelssohn, lo que hacía con un violín, y se pregunta si puede componer música así. Siempre hay esperanza. Quizá tenga el don. Y sólo podrá averiguarlo tocando. Pero hay que tener mucho valor. Porque ¿quién quiere de verdad descubrir que sirve para la banda de música del instituto?
Cuando puse en entredicho este tipo de idea elitista, justificó sus sentimientos diciendo que reflejaban los de la sociedad en su totalidad, «aunque a nadie le interese admitirlo». En sus palabras:
¿Por qué no retransmiten partidos de baloncesto del parque del barrio? Porque a nadie le interesa. Son irrelevantes. Lo que importa de verdad es la NBA, y después sólo el equipo que gana el campeonato, y después sólo la superestrella de ese equipo. Eso es lo que fomentan todos los partidos de barrio, los partidos del instituto y los partidos de la liga universitaria de Estados Unidos. Toda esa energía está dirigida a alcanzar la cima, como un sistema de raíces, para que podamos ser testigos por la CBS de un triple a dos segundos de la conclusión del último partido de las finales y ponernos en pie, lo cual es una forma de adoración: adoración de la grandeza, que es tan sólo un reflejo de Dios.
El doctor Snow ve su trabajo exactamente del mismo modo. Rechaza el proceso en grupo, es su crítico más duro y compara su rendimiento con el de gente como Benjamin Franklin, Albert Einstein y Bill Gates.
RESUMEN
Como conclusión, podría decir sin ningún género de dudas que es probable que otro hombre tolerara la epilepsia que sufre el doctor Snow y rechazara los riesgos de la operación a la que ha aceptado someterse. Siempre ha considerado que sus ataques eran «un punto débil enorme», hasta llegar al extremo de etiquetarlos de «grotescos». Pero esta forma severa de juzgar su patología no alcanza el nivel de falsa ilusión y no debería afectar a su capacidad para acceder a someterse a una intervención diseñada para ponerle remedio. El intelecto, la memoria y la concentración del doctor Snow están intactos. No hay ningún indicio claro que sugiera una alteración del razonamiento o una enfermedad psicótica. Lo considero capaz.
En caso de que el Comité de Ética deniegue al doctor Snow la operación, me preocuparía el impacto que eso tendría sobre su estado mental. Hay alguna posibilidad de que rechazara la noción de vivir el resto de sus días con esta enfermedad.
Más que nunca, a Clevenger le resultó muy difícil creer que Snow acabara solo en un callejón la madrugada de su operación, por falta de valor. Ni Urkevic ni Sklar habían detectado síntomas ni antecedentes de depresión que pudieran explicar que se hubiera vuelto un suicida. No padecía ansiedad. Tenía una imagen positiva de sí mismo, quizá incluso presuntuosa, y dirigía su ira hacia sus imperfecciones, muchas de las cuales estaba a punto de eliminar. No sólo iban a extirparle las partes del cerebro responsables de sus ataques, sino también las partes de la memoria responsables de mucho de su sufrimiento, las partes que lo ataban a relaciones defectuosas. Tenía que estar eufórico.
Sonó el teléfono. Respondió.
– Clevenger al habla.
– ¿Cómo lo llevas? -preguntó Mike Coady.
Clevenger oyó algo sincero en el tono de Coady.
– Regular -contestó.
– Bien. Eso está bien. -Hizo una pausa-. Estoy en el depósito de cadáveres con Jeremiah Wolfe. Le está realizando la autopsia a Grace Baxter.
– ¿Y?
– Tenía comida en el estómago. Comió menos de una hora antes de morir.
Algo que no cuadraba exactamente con un pánico suicida; aunque tampoco lo descartaba por completo. Se preguntó por qué le había llamado Coady en realidad.
– Decidió comer por última vez, ¿y qué? -dijo.
– Estoy seguro de que pasa.
– Sin duda.
– Pero es extraño, a pesar de todo. No entendía adonde quería llegar Coady, o por qué no iba directamente al grano.
– De acuerdo, es extraño.
– Así que Jeremiah ha examinado más atentamente el contenido de su estómago. Ha encontrado un trozo de pastilla y la ha comparado con una de esas fotos de los libros de consulta de los médicos.
– Un libro de referencia médica -dijo Clevenger.
– Resulta que el fragmento de pastilla que ha encontrado concuerda con una píldora vitamínica, una cosa llamada Materna.
A Clevenger se le cayó el alma a los pies.
– Es una vitamina prenatal -dijo en voz baja.
Coady no contestó de inmediato.
– Los ultrasonidos demuestran que está… que estaba de tres meses. Quizá un poco más.
– De tres meses -repitió Clevenger.
– Así que, no sé, quizá haya algo de cierto en lo que has dicho. No soy psiquiatra, pero no me imagino a una mujer tomando una de esas vitaminas antes de suicidarse. Y no puedo citar estadísticas; pero, para empezar, no creo que las mujeres embarazadas se suiciden con tanta frecuencia.
– No, no lo hacen.
– Porque tienen ganas de que llegue el parto y todo eso, ¿verdad? Tienen otra vida en la que pensar.
A Clevenger le pareció que a Coady se le entrecortaba la voz al final de la frase. Quiso darle la oportunidad de expresar lo que sentía.
– No creo que nunca me acostumbre a este trabajo -manifestó.
Coady rechazó la invitación.
– Pero está la nota de suicidio.
– Me gustaría tener una copia.
– Te la haré. -Se aclaró la garganta-. No tengo ninguna prueba sólida que implique a George Reese en la muerte de su esposa -dijo-. Y sigo creyendo que de ahí a pensar que cometió un doble homicidio en un período de veinticuatro horas hay un gran paso. Sería un plan increíblemente estúpido, y él no lo es. Sigo viendo a Snow solo en ese callejón.
Clevenger no quería discutir el tema.
– George Reese no es el único que podía estar furioso por lo de la aventura -dijo-. Aún no me he entrevistado con ningún miembro de la familia Snow.
– ¿Cuándo lo harás?
– Me gustaría que fuera mañana.
– Lo arreglaré. Puedo interrogar a Reese cuando quiera. Pero cuanto más sepamos sobre la relación de su esposa con John Snow por otras fuentes, mejor.
– Parece que estamos de acuerdo -dijo Clevenger.
Coady tampoco aceptó esa rama de olivo.
– Una cosa más -dijo-. Reese te ha amenazado cuando te has ido.
– ¿Qué ha dicho exactamente?
– Que deberías estar tú de camino al depósito de cadáveres, no su mujer.
– Gracias por contármelo.
– Puedo ofrecerte protección policial basándome en esas palabras -dijo Coady-. Es un hombre de recursos.
– Gracias, pero no -dijo Clevenger.
– Ya he pensado que no la aceptarías. -Su voz fue apagándose-. Tres, tres meses y medio, no se puede salvar a un bebé, ¿verdad? Quizá cuatro.
Clevenger cerró los ojos. Se dio cuenta de que a Coady le preocupaba haber podido hacer algo para salvar al bebé de Grace. Era un pensamiento irracional -ni siquiera sabía que estaba embarazada en aquel momento-, pero eran los pensamientos irracionales los que tenían el poder de atormentarte.
– No -dijo Clevenger-. El niño no habría sobrevivido. -Sabía que Coady necesitaría algo aún más definitivo que aquello cuando las dudas volvieran de noche; quizá no esa noche, quizá dentro de seis semanas, o seis años-. Imposible -dijo-. Del todo.
– Claro -dijo Coady, recobrándose. Se aclaró la garganta-. Hablamos mañana.