Mike Coady recogió a Kyle Snow en la casa de Brattle Street y se lo entregó a Clevenger en la jefatura de la policía de Boston. Fue de forma voluntaria, sin duda para eludir otro análisis de drogas que lo habría vuelto a mandar a la cárcel por infringir la libertad condicional.
Clevenger y él se sentaron uno frente al otro, esta vez en la misma sala de interrogatorios en la que Clevenger se había visto con George Reese. Coady miraba desde detrás del espejo unidireccional.
– Háblame de la pistola de tu padre -le dijo Clevenger.
– ¿Qué quiere saber?
Clevenger permaneció en silencio. Vio que las pupilas de Kyle eran como puntitos, a pesar de que la luz de la sala era tenue. Estaba colocado, probablemente de Percocet u Oxycontin.
– No sé de qué me habla -dijo Kyle-. No sé nada de…
– La guardaba en su armario, ¿no? En la balda de encima del perchero de las camisas.
Kyle se encogió de hombros.
– Entiendo lo que pasó, Kyle. Te hizo caso por primera vez en tu vida y luego se apartó de nuevo. Reabrió la herida. Una herida muy profunda.
– Ya le dije que no podía hacerme daño. Nunca esperé nada de él.
– Uno no va en busca de narcóticos a no ser que se sienta desnudo y vacío por dentro. Y viste la oportunidad de liberarte de ese dolor. No pudiste contenerte. No a los dieciséis años.
Kyle se apartó el pelo de la frente y se inclinó hacia Clevenger.
– Usted no sabe una mierda de mí.
– Así que le cogiste la pistola… del armario.
– ¿Eso quién lo dice?
– Dijiste que se la devolviste la noche antes de que lo asesinaran. -Clevenger miró a Kyle a la cara y vio que tenía los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa-. Pero no lo hiciste.
– ¿Se lo ha contado mi hermana?
– Eso da igual.
Kyle parecía muy enfadado.
– Menuda zorra.
– En el arma no aparecieron las huellas de tu padre -dijo Clevenger-. Si se la devolviste y él mismo se disparó, habrían aparecido. Alguien limpió la pistola. No me imagino a tu padre haciéndolo. -Alzó un poco la voz-. ¿Para qué iba tu padre a limpiar su propia arma antes de dispararse?
A Kyle se le movían sin parar los músculos de la mandíbula.
– Sabemos que fuiste la última persona que tuvo la pistola de tu padre. Sabemos que estabas cerca del Mass General la madrugada que recibió el disparo. Sabemos que lo odiabas. Todo cuadra. Por eso cuando le pedí a tu madre que nos dejara entrevistarte, dijo que no.
– Yo no lo asesiné -dijo Kyle mientras se le humedecían los ojos.
– ¿No? -Clevenger lo presionó-. Me dijiste que querías que muriera. Querías ver cómo lo mataban. Y ahora tengo que creerme que cogiste el arma y no…
– Se la cogí para que no se suicidara. Pero no pude quedármela.
– ¿Por qué no?
– Porque quería utilizarla.
– Ayúdame a entenderlo: estás muy preocupado porque quizá se suicide, ¿pero no puedes quedarte el arma porque temes matarlo tú mismo?
Tras haberlo dicho, Clevenger se dio cuenta de que podía ser perfectamente cierto. Kyle estaba igual de necesitado de su padre que de enfadado con él. De todas formas, siguió insistiendo, porque sentía que la verdad estaba a punto de salir a la luz.
– No -le dijo-. Querías usarla y la usaste. Lo mataste. Mataste a tu padre.
– ¡No! -gritó Kyle, y las lágrimas empezaron a resbalarle por la cara-. Quería matarlo, por eso la di.
– La diste -repitió Clevenger fingiendo estar enfadado-. ¿Qué hiciste, fuiste a Harvard Square y se la entregaste a un estudiante universitario? ¿Quién coño iba a cogértela?
– Collin -soltó, y se tapó la cara con las manos-. Se la di a Collin.
– Se la diste a Collin. -Clevenger hizo una pausa-. ¿Por qué? -preguntó en voz baja-. ¿Por qué a Collin?
– No lo sé. -Kyle hablaba ya entre sollozos-. ¿Por qué no nos deja en paz de una vez? Déjenos en paz de una vez.
Clevenger asintió. Observó a Kyle llorar tapándose la cara con las manos mientras el eco de su ruego le resonaba en la cabeza. «¿Por qué no nos deja en paz de una vez? Nos.» Y lo vio todo claro. Así es como aparece a veces la verdad: como un submarino que emerge a la superficie o un misil que aparece en la pantalla de un radar. Las raíces de la destrucción, la coherencia de una locura concreta, salían de repente a la luz.
– Entiendo -dijo.
– ¿Le crees? -le preguntó Coady a Clevenger cuando éste entró en la sala de observación.
Clevenger miró a Kyle por el espejo unidireccional.
– No creo que sea el asesino que buscamos.
– A mí también me da esa impresión, lo cual nos lleva de nuevo a Coroway. Si Kyle está dispuesto a testificar y el jurado le cree, tenemos a Coroway en el Mass General con el arma de John Snow. Tenemos un móvil, el hecho de que Coroway de repente tuviera carta blanca para vender el Vortek y sacar a bolsa Snow-Coroway, algo a lo que Snow habría opuesto resistencia. Da la casualidad de que registra el Vortek en la oficina de patentes un día después de la muerte de Snow. Lo único que no tenemos es un testigo. No podemos situarlo en ese callejón. Comprobé los registros de llamadas telefónicas del móvil de Snow. La mañana del asesinato no cogió ninguna llamada de Coroway. Y hay otro problema: no tenemos ningún móvil para que Coroway matara a Grace Baxter.
– Lo traeremos igualmente -dijo Clevenger.
– ¿Crees que podemos obtener una confesión?
– Creo que podemos obtener lo que necesitamos.
Coady lo miró con recelo. Clevenger volvió a mirar por el espejo unidireccional.
– Voy a dejarme llevar por la intuición. Necesito a todo el mundo en una sala. A los Snow, a Coroway, a Reese… y a Jet Heller.
– Escucha. Si convoco a Reese, Jack LeGrand vendrá con él. Hay que ser realistas: Reese no dirá nada con su abogado al lado. Y con el comisario ya estamos pisando terreno peligroso.
– La última vez habló mucho, y LeGrand también estaba delante.
– Te advierto que ésta será tu última oportunidad con él. ¿Estás seguro de que quieres gastarla ahora?
– Estoy seguro.
– ¿En qué estás pensando? ¿En una pequeña terapia de grupo?
– Exactamente. Y tú podrás verlo todo a través del espejo unidireccional.
Coady no respondió de inmediato.
– Más vale que funcione -dijo al fin.
Clevenger se sentó a su mesa de la consulta. Se puso a releer la copia del diario de Snow mientras esperaba que Billy volviera de su entrenamiento de boxeo. Había decidido invitarlo a observar el interrogatorio, para por fin ganarse toda su confianza.
Sonó el teléfono. Lo cogió.
– North quiere hablar contigo -dijo Kim Moffett.
– Pásamelo. -Esperó un segundo-. ¿Qué pasa?
– No sé qué sacar en limpio de esto -dijo Anderson-, pero hace dos semanas se realizó una transferencia importante y muy curiosa en la cuenta de mercado de dinero de George Reese. Y no se trata de un ingreso que cuadre con lo que pudiera obtener por recuperar su inversión en el Vortek. Es una transferencia hecha desde su cuenta.
– ¿Cuánto dinero?
– Cinco millones.
– ¿A quién?
– A Grace Baxter.
Clevenger tembló, literalmente. Cerró los ojos y se imaginó a Baxter tirando de sus pulseras de diamantes. Sus esposas. «Soy mala persona. Soy una persona horrible de verdad.»
– ¿Qué te parece? -preguntó Anderson-. ¿Una especie de pago antes de separarse?
Clevenger abrió los ojos. Sintió una tristeza enorme en el estómago: por Baxter, por Snow, por la infinidad de personas que intentan liberarse de lo que son y lo único que consiguen es hundirse en las arenas movedizas de la vida que tan desesperadamente quieren dejar atrás.
– Todas las piezas del rompecabezas encajan ya -le dijo a Anderson.