Capítulo 24

George Reese, el abogado Jack LeGrand, Theresa, Lindsey y Kyle Snow, Collin Coroway y Jet Heller estaban sentados alrededor de la larga mesa de la sala de interrogatorios.

Clevenger, North Anderson, Mike Coady y Billy Bishop los miraban desde la sala de observación.

Nadie de la sala de interrogatorios miró a nadie durante aproximadamente el primer minuto. Por fin Kyle miró furtivamente a Coroway, quien meneó la cabeza en su dirección con un paternalismo que a Clevenger le revolvió el estómago.

LeGrand miró el reloj.

Heller, con los ojos inyectados en sangre y el pelo largo y despeinado, miraba la mesa.

Theresa Snow le apartaba a Lindsey el pelo de la cara.

Reese y Coroway establecieron contacto visual y lo mantuvieron unos instantes.

Clevenger observó a Billy viendo la escena desde el espejo unidireccional, y en lugar de sentirse cohibido porque había invadido su espacio, en lugar de preocuparse por el hecho de que exponerlo a la delincuencia podía convertirlo en un delincuente, lo que sintió fue agradecimiento porque estuviera allí, porque quisiera estar allí.

– ¿Todo preparado? -le preguntó Coady a Clevenger.

Ya le había contado a Coady su plan.

– Todo preparado -respondió.

– Suerte -dijo Coady-. Si funciona, quedará en los anales.

Clevenger abandonó la sala de observación y entró en la de interrogatorios. Se sentó a la cabeza de la mesa, en el extremo opuesto a George Reese y Jack LeGrand. Collin Coroway estaba sentado a un lado, junto a Jet Heller. La familia Snow estaba sentada delante de ellos.

Clevenger miró alrededor de la mesa.

– ¿Alguien quiere empezar? -preguntó.

Reese se movió en la silla.

– No sé a qué está jugando, doctor -dijo LeGrand- pero si no tiene ninguna pregunta en concreto, a mi cliente le gustaría volver a su trabajo en el banco.

– El banco -dijo Clevenger-. Es tan buen sitio para empezar como cualquier otro. -Miró a Coroway-. El señor Reese y el Beacon Street Bank invirtieron en Snow-Coroway Engineering. ¿Es eso correcto?

– Sí, así es -respondió Coroway, sin demostrar ninguna emoción.

– Fue una inversión sustanciosa -dijo Clevenger, mirando a Reese-. ¿Es eso correcto? Reese no contestó.

– Veinticinco millones de dólares -añadió Clevenger-. Y el Beacon Street Bank no está exactamente hecho de granito. Está nadando contra una marea de préstamos en mora. Una pérdida de veinticinco millones de dólares podría mandarlo al tribunal de quiebras.

– Mi cliente no dirige una empresa pública -dijo LeGrand-. Sus activos son cosa suya. Y me gustaría que se abstuviera de insinuar que su negocio no es solvente.

– Pido excusas -dijo Clevenger, y se giró hacia Theresa Snow-. Su marido estaba a punto de inventar algo que habría resuelto los problemas financieros del señor Reese muchas veces -dijo-. Por no hablar de hacer al señor Coroway incluso más rico de lo que era. Muchísimo más rico. Pero luego todo se torció. Algo impedía a su marido avanzar. Llámelo bloqueo mental. Y cuando intentó abrirse paso… Bueno, todos sabemos -prosiguió Clevenger mientras miraba alrededor de la mesa- que John Snow tenía epilepsia. Demasiado estrés, un problema que no podía resolver, y en su mente se producía un cortocircuito. Ahora bien, quizá esos ataques fueran reales, o quizá no. En cualquier caso, lo atormentaban. De eso estamos seguros. Y ése fue uno de los motivos por los que iba a someterse a una neurocirugía. Estaba harto de sus limitaciones. -De nuevo fijó su atención en Theresa Snow-. Usted lo sabía.

Ella apenas asintió con la cabeza.

– Todos ustedes lo sabían -dijo Clevenger mientras escudriñaba al grupo. Se quedó unos segundos mirando a Heller para asegurarse de que no se venía abajo-. Así que la cuestión era cómo ayudar a John Snow a salvar ese último obstáculo creativo. ¿Cómo inspirar a un genio cuyo cerebro, o mente, no puede recorrer el último kilómetro? -Clevenger se encogió de hombros-. ¿Alguien quiere lanzar una suposición? -Esperó; nadie se lanzó-. Bueno… -Miró al otro extremo de la mesa, a George Reese-. ¿Y si se enamoraba?

Reese se giró un poco en su asiento y apartó la mirada.

Pareció que Jack LeGrand se preguntaba por qué Reese tenía aspecto de no sentirse cómodo.

– La cosa es más o menos así-dijo Clevenger, sin dejar de mirar a Reese-. Su mujer llega un día a casa y le dice que ha hecho una buena venta en su galería de arte. Doscientos mil dólares. Un solo cuadro. Y resulta que es un cuadro de ella. -Se detuvo y miró un momento a Theresa Snow, quien apartó la mirada-. Está orgullosa de sí misma porque sabe que, económicamente, las cosas están bastante mal. Lo que siempre le ha importado, que resulta ser el dinero, se está acabando.

– Según usted -dijo LeGrand.

Clevenger no esperó.

– Y usted, señor Reese, como cualquier marido habría hecho, pregunta quién es el comprador. Al fin y al cabo, alguien debe de haberse prendado de su mujer. -Reese lo miró desde la otra punta de la mesa, y Clevenger siguió hablando-. Ella le cuenta que el hombre se llama John Snow, es ingeniero aeronáutico y tiene su propia empresa. Es extremadamente inteligente, pero bastante torpe para el trato social. Es raro. Parece que ella lo haya cautivado, casi embrujado. A ella le parece que podría venderle cualquier cosa. Encuentra la situación casi divertida. Y a usted el cerebro se le pone en marcha. -Miró a Reese a los ojos-. ¿Quiere seguir usted?

– Váyase a la mierda -dijo Reese.

Clevenger vio que Coroway levantaba los dedos de la mesa para indicarle a Reese que no perdiera el control. Lo miró con detenimiento.

– El señor Reese tiene un asiento en primera fila para el enamoramiento de John Snow de su mujer, porque Snow tiene la mala costumbre de confiar en su socio. Y usted nunca lo había visto tan activo, señor Coroway, como el día que lo vio por primera vez con Grace Baxter. Nunca lo había visto tan vivo. -Clevenger se detuvo-. Usted y el señor Reese idearon un pequeño plan. ¿Por qué no dejar que Grace Baxter fuera la musa de John Snow? Si ya tiene la información que necesitan, quizá se la revele a ella. Si de verdad está bloqueado, quizá ella pueda motivarlo para recorrer el último kilómetro, para llevar a cabo el último salto creativo. Después de todo, no sería el primer gran artista o intelectual al que inspirara una mujer hermosa. -Clevenger se encogió de hombros y miró de nuevo a Reese-. Ya está medio enamorado de ella. Y no es muy probable que ella se enamore de él. El hombre apenas es capaz de vestirse solo.

Clevenger pensó que Billy estaba en la sala de observación, preparado para lo que en breve vería y oiría. Se esforzó por seguir centrando la atención en el grupo sentado a la mesa.

– En realidad, nadie habría pensado jamás que Grace Baxter y John Snow pudieran tener una relación seria. -Se volvió para mirar a Theresa Snow-. Desde luego, usted no. Por eso no se opuso al plan cuando Collin Coroway se lo confió. Usted sabía que la pasión de su marido se limitaba a su ciencia. No era precisamente un romántico, no iba a quitarle una joven glamurosa a su marido multimillonario. Así que cuando colgó un retrato de Grace en su casa, usted se fijó en el premio: en el invento y el dinero que obtendrían si Snow-Coroway Engineering salía a bolsa. Hizo lo que le pareció que tenía que hacer para lograr que superara el bloqueo mental. Si su musa necesitaba un poco de espacio en la pared encima de la repisa de la chimenea, que así fuera.

Lindsey Snow miró horrorizada a su madre.

– ¿Lo sabías? ¿Desde el principio?

Su madre no respondió.

Clevenger esperó varios segundos.

– Claro que lo sabía -dijo.

A Theresa Snow se le endureció el rostro; su aspecto era horrible. Tenía la mirada dura y los dientes un poco al descubierto. Por primera vez parecía lo que era: una mujer triplemente despreciada. Primero, por el amor de su marido por la invención; después, por la adoración que sentía por su hija; y luego, por su pasión por otra mujer.

Clevenger se dirigió a Coroway.

– Y usted sabía algo más de John Snow, porque también se lo había contado. Usted sabía que lo más probable era que tras someterse a la intervención, fuera un hombre muy distinto, que empezara de nuevo. Una tabula rasa.

– No tengo por qué estar aquí sentado escuchando estas tonterías -dijo Coroway.

– Sí tiene -dijo Clevenger-. Sí tiene porque a Theresa no se la acusará de nada. Sabía que Grace Baxter estaba seduciendo a su marido. Sabía que todo estaba arreglado. Pero eso no es delito. Usted fue quien le disparó.

Heller se levantó y fulminó a Coroway con la mirada.

– Eres un cabrón hijo de…

Clevenger puso una mano encima del brazo de Heller. Coroway no dijo nada.

– Mire, Collin, puede que todos los presentes sean culpables de algo, pero irá a la cárcel solo. Porque actuó solo.

– Yo le di el arma -dijo Kyle Snow con la voz temblorosa.

Clevenger lo miró y luego volvió a mirar a Coroway.

– Kyle le dio el arma de su padre. Y se siente muy culpable de haberlo hecho, porque en el fondo sabía con exactitud qué haría usted con ella. Había pensado muy seriamente en hacerlo él mismo.

Coroway miró a Kyle.

– Los asesinos se conocen entre ellos-le dijo Clevenger a Coroway-. Usted mordió el anzuelo. Le utilizó.

– Jamás podrá demostrar nada de todo esto -dijo Coroway.

– Podemos y lo haremos -replicó Clevenger.

– No veo que mi cliente esté en una situación legal complicada -dijo Jack LeGrand, y en su voz se adivinaba cierto nerviosismo-. Si no tiene inconveniente, nosotros nos vamos.

– Yo esperaría -dijo Clevenger, y señaló a Lindsey y a Kyle-. Mire, estos chavales habían sufrido mucho con su padre. Y no tenían ninguna intención de perderlo por culpa de Grace Baxter. Así que Lindsey mandó a su hermano que llevara la carta de despedida de Baxter al Beacon Street Bank para que el señor Reese leyera que su mujer no quería vivir sin su amante, John Snow. -Clevenger miró a Reese a los ojos-. Esa fue la nota que colocó junto a la cabecera de la cama tras matar a su esposa. También mordió el anzuelo.

– Esto se ha acabado -dijo Jack LeGrand mientras se levantaba.

Reese no se movió. En el fondo todo el mundo quiere oír la verdad.

LeGrand volvió a sentarse lentamente.

– Miren, el plan salió bien -siguió Clevenger-. John Snow y Grace Baxter se veían una y otra vez en una suite del hotel Four Seasons. Ustedes se enteraron pronto de que Snow no ocultaba nada. Era cierto: no daba con la solución final para el Vortek. Pero Grace le infundió una energía que él no sabía que tuviera. Y, literalmente, su mente usó esa energía para atravesar la barrera creativa que había impedido que el Vortek fuera ya una realidad. La utilizó para avanzar intelectualmente como no lo había hecho jamás. Superó el umbral de ataques porque ella hacía que estuviera tranquilo. Grace estaba tan metida en su intelecto e intuición que cuando por fin resolvió el problema con el que tanto había peleado, escribió la solución en el diario en forma de retrato de ella. Dibujó su pelo, sus ojos, su nariz y sus labios con un collage de números y símbolos matemáticos; ecuaciones que daban como resultado la invención que tanto le había costado encontrar.

– No sabía que el diario seguía considerándose una prueba -dijo LeGrand.

– Resulta que tengo una fotocopia que hizo mi hijo antes de que el FBI interviniera -dijo Clevenger-. Y también consta como prueba el registro de la transferencia de cinco millones que el señor Reese realizó a la cuenta de su esposa como pago por seducir a John Snow. Recibió el dinero el día después de que el Vortek se patentara.

– Muy interesante -dijo LeGrand-, pero en realidad lo único que demuestra su teoría es que mi cliente y su mujer estaban completamente comprometidos el uno con el otro. Ella habría hecho cualquier cosa por él, y viceversa. La única persona que tenía un motivo de verdad para matar a Grace era la señora Snow, la mujer de John. Es a la única persona a la que él traicionó.

Theresa Snow no respondió.

– Eso podría ser cierto si el plan hubiese salido tan bien como su cliente creía que saldría -dijo Clevenger-. Pero salió demasiado bien. No sólo John Snow se enamoró de Grace Baxter, sino que ella se enamoró de él. Esperaba un hijo suyo. Y quería tener al bebé.

Lindsey Snow se estremeció. Theresa Snow se dio literalmente la vuelta. Reese se puso en pie.

– ¡Eso es mentira! -dijo.

LeGrand lo cogió e hizo que se sentara de nuevo. Clevenger observaba cómo Reese intentaba controlarse.

– El problema fue que nadie, y eso lo incluye a usted, señor Reese, tuvo en cuenta el hecho de que John Snow era un individuo extraordinario. No era un figurín, no era un atleta. Se sentiría perdido en esas fiestas lujosas que organizan ustedes. Pero tenía un cerebro maravilloso. Era un genio. Un inventor. Tenía una imaginación tan poderosa que apenas le cabía en el cerebro. Y eso fue lo que sedujo tanto a su mujer. Porque la verdad es que a ella el dinero nunca la satisfizo. El dinero tenía secuestrado lo mejor de ella. Pero ella era mucho más profunda de lo que usted sabía. De lo que ella sabía. Ni siquiera el pago de los cinco millones que le había prometido hizo que olvidara a John Snow. -Clevenger observó cómo ese dato se introducía en la psique de Reese-. El día que su mujer no fue al cóctel del banco, usted volvió a casa. Ya había leído la espantosa verdad en su carta de despedida. Amaba a Snow. No quería vivir sin él. Y cuando aquella noche la encontró en la cama con las muñecas abiertas, un día después del asesinato de Snow, no pudo soportarlo más. No iba a morir por aquellas heridas, usted lo sabía. Su mujer ya había jugado antes a los suicidios. Pero esta vez había una diferencia. Esta vez usted ya la había perdido, por otro hombre. Por un hombre muerto. Así que cogió el cuchillo de tapicero y le cortó el cuello.

– Más le vale tener pruebas que lo confirmen… -empezó a decir LeGrand.

– Las heridas eran de dos hojas distintas -le interrumpió Clevenger-. La del cuchillo de tapicero que usó su cliente para cortarle las carótidas a su mujer y la de algo más fino, como una cuchilla de afeitar, que usó ella para lacerarse las muñecas.

El rostro de LeGrand perdió toda compostura.

– La policía no encontró ninguna cuchilla de afeitar ensangrentada porque el señor Reese se deshizo de ella antes de que llegara. -Clevenger hizo una pausa-. A mí me cuadra todo. Y a un jurado también le cuadrará.

– Los mató a los dos -soltó bruscamente Coroway mientras señalaba a Reese-. Kyle entregó la carta de despedida de Grace y el arma de John a la misma persona: George Reese. Él mató a John. Y luego mató a su mujer porque se habían enamorado y en teoría no debían. Yo hice lo mismo que Theresa. Sólo ayudé a mantener viva la fantasía entre ellos. No soy culpable de ningún crimen.

Clevenger lo miró y meneó la cabeza.

– Usted es la piedra angular de este arco, porque una vez hubo conseguido lo que quería de su socio, es decir, el Vortek, le contó la verdad. Le dijo que le habían tendido una trampa. Que se había enamorado de una actriz. Porque en lo más profundo usted lo odiaba, Collin. Odiaba su intelecto. Odiaba el hecho de que él fuera un genio y usted llevara las cuentas. ¿Y encima tener que pensar que acabaría con Grace Baxter? No. Eso no podía soportarlo. Le dijo que lo que él consideraba amor era sólo una artimaña. Lo destrozó. Y entonces fue cuando él dijo adiós. Entonces fue cuando le dijo que dejaba a todo el mundo, que la operación no sólo acabaría con los ataques. Se llevaría todo su dolor porque no se acordaría de ninguno de ustedes.

Heller se agarraba al borde de la mesa. Tenía los nudillos blancos.

– No sé de qué está hablando -dijo Coroway.

– ¿Cómo iba usted a dejar libre por el mundo a un hombre con los conocimientos que John Snow tenía sobre armas? Podía compartir sus secretos de empresa. Podía montar su propio negocio y hacer que usted cerrara. Al final todo se redujo a una cuestión de dinero. Así pues, aquella mañana usted fue al Mass General y se las ingenió para encontrarse con él en aquel callejón -prosiguió Clevenger-. Le disparó a bocajarro directamente al corazón. Lo mató antes de que tuviera la oportunidad de renacer.

Heller salió disparado de la silla, se dirigió a Coroway y lo lanzó contra la pared. Empezó a estrangularlo. Lindsey Snow gritó.

– ¿Quién era usted para quitarme a mi paciente? -gritó Heller-. ¿Es usted Dios?

Clevenger y Kyle Snow acudieron rápidamente e intentaron apartar a Heller, que no hacía más que apretar el cuello de Coroway.

– ¡Íbamos a hacer historia! -gritó furioso.

Se abrió la puerta. Por el rabillo del ojo, Clevenger vio entrar a Mike Coady y a Billy. Coady había desenfundado el arma.

– Doctor Heller -dijo Billy-. No.

Heller lo miró. Luego se miró las manos.

– Por favor -dijo Billy.

Heller soltó poco a poco a Coroway, que cayó al suelo jadeando en busca de aire. Coady bajó el arma.

– Da la casualidad de que llevo dos pares de esposas -dijo Coady mientras miraba a George Reese y las levantaba-. No hay diamantes en ninguna. Tendrá que arreglárselas con éstas.

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