El Four Seasons
Otro día de invierno, un año antes
Snow acababa de pronunciar el discurso de apertura de un congreso sobre diseño de sistemas de radar que se celebraba en el hotel Four Seasons, situado en Tremont Street. Salió del hotel. El cielo estaba oscuro. Lloviznaba. No soportaba la idea de tener que volver a entrar. Cruzó la calle y desapareció en el Public Garden.
No estaba programada otra presentación suya hasta dentro de unas horas, para una mesa de debate sobre la detección de misiles. Si se quedaba por el vestíbulo o en la recepción, tendría que hacer frente a un ingeniero tras otro que intentarían incansablemente preguntarle sobre sus conocimientos. Parecían no entender que no podía compartir lo que sabía. Había tenido un éxito espectacular como investigador en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, pero como profesor era un fracaso total. ¿Cómo iba a enseñar un momento de inspiración, una epifanía? Los hechos estaban inertes en su cerebro hasta que una fuerza superior a él les infundía vida, convirtiéndolos en semillas de ideas. Y entonces esas ideas crecían sin su consentimiento, ramificándose allí donde tenían que hacerlo. En realidad, tan sólo era alguien que plagiaba los inventos que nacían en su interior.
Pasó por delante de la pista de patinaje pública y se fijó en los rostros felices de los niños y sus padres mientras se deslizaban por el hielo. Él tenía poco tiempo para el ocio. La fuerza creativa que había en su interior lo reclamaba siete días a la semana, cincuenta y dos semanas al año. Tenía una esposa, un hijo y una hija, una casa elegante, suficiente dinero como para no tener que trabajar ni un día más. Pero la fuerza lo tenía atrapado, y eso anulaba todo lo demás.
El parque acababa en Arlington Street. La cruzó y se puso a caminar por Newbury. Recordó que a tres manzanas de allí había un café, pensó en entrar y tomarse un expreso. Pero al cabo de unos minutos, el cielo ennegreció y empezó a caer una lluvia helada. Y justo cuando comenzaba a llover, miró hacia la ventana de la fachada más cercana y vio a la mujer más hermosa que había visto en su vida.
Tendría unos treinta y cinco años, el pelo caoba y el cuerpo de una sirena; llevaba un sencillo vestido negro, y lo miraba con unos ojos de un verde imposible. Tuvo la sensación de que llevaba mirándolo un rato. Por una milésima de segundo se preguntó si sería real o un producto más de su imaginación.
Entró y se encontró rodeado por óleos espléndidos que colgaban bajo focos de luz en las paredes. Eran escenas de Boston, incluidos el Public Garden y la Commonwealth Avenue, pero el artista había conseguido algo más de ellos, deconstruyedo la dureza de la línea y de la forma para crear una ciudad ideal en la que la gente, los edificios, las calles y el cielo estaban unidos por remolinos de color, arrastrados a un mundo mucho más fascinante que la suma de sus partes.
Su mirada viajó hasta la pared del fondo, al retrato de una mujer desnuda que estaba de pie tras unas cortinas de encaje al atardecer, contemplando desde la tribuna de su casa de ladrillo la vista de Beacon Street con sus farolas.
Snow se acercó al retrato y se detuvo a unos tres metros de él. Supo al instante que era la mujer que había visto en la ventana. Se imaginó a sí mismo en el cuadro, detrás de ella, las manos en sus hombros, besándole el cuello.
– El artista es Ron Kullaway -dijo ella, deteniéndose a su lado-. Vive en Maine.
Su voz era una mezcla de fuerza e inteligencia, con un punto de vulnerabilidad.
– Es espléndido -dijo sin mirarla.
– Se está convirtiendo en uno de los grandes pintores de Estados Unidos. ¿Había visto ya su obra?
– No.
– Creo que hace que la vida merezca la pena -dijo ella-. Que merezca la pena vivirla.
Notó que le rozaba la mano muy suavemente con el dorso de la suya. ¿O había sido él?
– ¿Cómo lo consigue? -le preguntó Snow.
– Creo que es por lo que no refleja, más que por lo que pinta.
– La estructura -dijo Snow-. Los límites.
– Lo que nos limita. O no lo ve, o decide no hacerle caso.
Por fin Snow se permitió mirarla. Cuando lo hizo, se quedó incluso más prendado de ella.
– ¿No se lo preguntó? Debió de tardar bastante en reproducirla. -Volvió a mirar el lienzo.
Ella sonrió.
– ¿Cuánto cuesta?
– Doscientos mil.
– Para entrever que la vida merece la pena.
– Algunas personas ni siquiera consiguen eso. -Hizo una pausa-. Si puede alejarse del cuadro, ni siquiera debería considerarlo.
Retrocedió unos pasos y se volvió hacia ella.
– John Snow -dijo, extendiendo la mano.
– Grace Baxter -dijo ella, estrechándosela.
Notó que llevaba una alianza y un solitario que debía de ser de cinco quilates. En la muñeca llevaba tres pulseras de diamantes. Todas esas joyas indicaban que pertenecía a alguien, pero nada más le hizo sentir que estaba ocupada; ni el tono de su voz ni la mirada de sus ojos ni el tacto de su mano.
– ¿Cenaría conmigo esta noche? -le preguntó, soltándole la mano-. Le prometo que tomaré una decisión sobre el cuadro antes de que nos marchemos del restaurante.
Accedió a reunirse con él en el Aujourd'hui, en el piso superior del Four Seasons, después de su última exposición. Pero llegó pronto. La vio de pie al fondo de la sala escuchando sus observaciones, «Reducir la energía de rotación en vuelo». Advirtió que los hombres de la sala, incluido su socio Collin Coroway, le lanzaban miradas furtivas. Deseó poder decir algo más de lo que estaba diciendo, algo más comunicativo sobre el universo, la creatividad o el amor. Pero estaba limitado por las leyes de la física.
No pareció aburrirse ni siquiera un poquito.
– ¿Cómo llamas al trabajo que realizas? -le preguntó más tarde, mientras Snow le servía una copa de vino.
– Soy ingeniero aeronáutico. Inventor.
– ¿Y qué clase de cosas inventas, exactamente?
– Sistemas de radar. Sistemas de guiado de misiles.
Ella sonrió.
– ¿Te importa compartir conmigo lo que estás pensando?
– La verdad es que no es cosa mía. Apenas te conozco.
Sentado junto a ella, escuchando su voz, oliendo su perfume, deseó contarle la verdad absoluta.
– No es eso lo que yo siento -dijo Snow.
– No.
Sintió que algo que llevaba mucho tiempo congelado en su interior comenzaba a derretirse.
– Entonces, sí puedes compartir conmigo lo que has pensado -le dijo.
– De acuerdo… -dijo ella-. ¿Por qué crees que dedicas tanta energía a lo que puede y no puede ser visto? ¿Por qué te interesan los radares, y cómo eludirlos?
– Tengo un don para ello -contestó-. Él me eligió a mí, no yo a él.
– Pero ¿por qué? -preguntó-. ¿Por qué tienes ese «don»?
Snow parecía confuso.
– ¿Hay algo en ti, John Snow, que no quieres que vea la gente? ¿O es que no quieres mirarte a ti mismo?
En aquel instante. Snow sintió algo que no había sentido jamás. Como si alguien hubiera conectado con su verdad, una verdad incluso más profunda que su genio, una verdad del corazón.
– Tienes la respuesta, pero no estás preparado para compartirla -dijo ella.
– Quizá -dijo Snow.
– Ni siquiera lo confirmas o lo niegas. -Bebió un sorbo de vino.
– Háblame más de ti.
– Quieres que hable yo primero. De acuerdo. ¿Qué quieres saber?
– ¿Cenas con todos tus clientes?
– Vaya. -Pasó la punta del dedo por el borde de la copa de vino-. Quieres saber si eres especial.
De nuevo, Snow sintió que una fuerza casi gravitatoria accedía a su esencia.
– Sí -dijo-. Supongo que sí.
– No estaría cenando aquí contigo por una comisión. Lo último que necesito es dinero. Tenían eso en común.
– ¿Qué necesitas?
Ella meneó la cabeza.
– Los dos tenemos un radar muy bueno, John. Y a los dos nos gusta volar por debajo de él.
– Estás casada -le dijo.
– Lo estoy. ¿Y tú?
Él asintió con la cabeza.
De repente, a Snow le pareció que se ponía triste, y le asombró hasta qué punto le conmovía aquella aparente tristeza. A menudo no sabía qué hacer cuando la gente se ponía emotiva, era incapaz de comprender qué estarían sintiendo o por qué, y aún se sentía más solo, más rehén aún de su mente de lo que ya era habitual. Pero con aquella mujer, no.
– No quiero ser invisible -le dijo.
Ella recorrió la sala con la mirada para asegurarse de que nadie los miraba, a continuación deslizó la mano por debajo de la de él.
El contacto con su mano hizo que la respiración de Snow se calmara, que su pulso se ralentizara. No sabía qué hacer o decir, así que retiró su mano despacio, la metió en el bolsillo de su traje y sacó un cheque por valor de doscientos mil dólares a nombre de la galería Newbury. Dejó el cheque junto a la copa de ella.
– Me quedo el cuadro -le dijo-. Pero no puede ser la última vez que nos veamos.
– Ya te he dicho que no estoy en venta.
La frialdad de su voz hizo que le entrara el pánico.
– No lo decía en ese sentido -dijo Snow-. En serio. Estas cosas no se me dan bien. -La miró a los ojos, y esta vez él deslizó la mano debajo de la de ella-. Lo que quería decir es que… No quiero que el cuadro me recuerde que logramos escondernos el uno del otro.
Ella lo miró a los ojos, vio que hablaba en serio y deslizó el pulgar en la palma de su mano.
Quedaron en el Four Seasons la semana siguiente, esta vez en una suite con vistas al Public Garden. Habían hablado por teléfono todos los días desde la cena, a veces dos o tres veces, deleitándose con compartir más y más detalles de sus respectivos mundos: el arte que rodeaba literalmente a Baxter en la galería Newbury, los inventos de Snow que tomaban forma en Snow-Coroway Engineering.
Ninguno podía arriesgarse a una relación pública, así que nadie se ofendió porque tuvieran que expresar sus arrumacos dentro del hotel.
El chófer de Snow, Pavel Blazek, un hombre en el que confiaba incondicionalmente, reservó la suite y la cargó a su propia tarjeta de crédito.
Snow llegó quince minutos antes que Baxter. Entró en el baño de mármol y se miró en el espejo. Tenía la piel, el pelo y el físico de un hombre mucho más joven. Tenía la frente ancha, la mandíbula cuadrada, la barbilla ligeramente partida. Era guapo, y lo sabía, pero lo sabía de modo objetivo, igual que conocía las propiedades del carbono o las leyes de la gravedad. Nunca había sabido para qué utilizar su físico.
Ahora, por primera vez, quería ser atractivo, para Grace. Se había puesto una camisa y una americana nuevas, cuando cualquiera de las viejas le habría servido. Se había cortado el pelo indisciplinado. Se había afeitado la barba de dos días cuando normalmente esperaba más, hasta que le picaba y le distraía del trabajo.
Se puso un vaso de agua, metió la mano en el bolsillo, sacó dos comprimidos de Dilantin y los tomó. Durante las horas que había pasado hablando por teléfono con Baxter, sólo había mencionado una vez, y de paso, haber tenido ataques de niño. Le ocultó el hecho de que nunca habían desaparecido del todo. No quería que lo considerara defectuoso.
Cruzó el dormitorio y se acercó a una ventana de vidrio cilindrado que daba al Public Garden. El día era soleado y gélido. Todo parecía vigorizador. Veía la pista de hielo, repleta de familias. Y pensó que algún día le encantaría ir a patinar allí con Grace.
Miró la hora. Casi las cuatro. Llegaría en cualquier momento. En parte estaba emocionado, y en parte preocupado. Porque todavía se preguntaba si Baxter era real o algo que había ideado él. Se había permitido compartir con ella más pensamientos y sentimientos que con cualquier otro ser humano. ¿Era porque Grace era su alma gemela, o porque él deseaba ser la clase de hombre que podía tener un alma gemela? Con su matrimonio pendiente de un hilo, ¿se había creado un motivo para ponerle fin? ¿Tenía el potencial para ser plenamente humano, o estaba fingiendo que lo tenía?
Llamaron a la puerta. Se quedó inmóvil, se apoderó de él el miedo a que su mujer lo hubiera seguido o, peor aún, su hija o su hijo. Pero era un miedo irracional; era imposible que supieran dónde estaba. Blazek jamás traicionaría su confianza. En aquel momento, entre esas cuatro paredes, era libre. Con aquel pensamiento en mente respiró hondo y se dirigió a la puerta.
Como un acto de fe, no miró por la mirilla antes de extender la mano y abrir la puerta.
Ahí estaba Grace Baxter, vestida con lo que le había pedido que se pusiera: el sencillo vestido negro que llevaba el día que la vio por primera vez.
Notó que se le aceleraba el corazón. Una sensación nueva. Una sensación que le gustaba.
Grace alargó la mano. Él le tomó ambas y caminó hacia atrás mientras ella lo seguía al salón, mirando a su alrededor.
– Supongo que habrá que conformarse -bromeó, asimilando la amplitud del lugar, de casi cien metros cuadrados, con tapices orientales, paredes artesonadas, techo inclinado, molduras y lámparas de cristal. Miró a través de las puertas cristaleras que se abrían al dormitorio, vio la cama de matrimonio con sus almohadas, sábanas y edredón de blancura prístina. Se soltó y se acercó a la ventana que daba al parque. Luego se quitó los zapatos con gracilidad y se apoyó en el marco de la ventana, justo detrás de las finas cortinas.
Casi le pareció estar con ella detrás de las cortinas de encaje de su casa, cuando Kullaway la pintó desnuda. Y justo cuando imaginaba la escena, ella se llevó la mano a la nuca, se desató el vestido y lo dejó caer al suelo. Se apoyó en el marco de la ventana. Estaba desnuda y era perfecta, el pelo caoba le acariciaba los hombros delicados, la espalda se estrechaba en una cintura esbelta y luego se arqueaba ligeramente por encima de las partes de su cuerpo que tanto quería acariciar. Tenía las piernas tonificadas, pero no musculosas. Era todo lo que había imaginado. Era perfecta. Se acercó a ella, casi pensando que desaparecería en cuanto la tocara. Pero cuando lo hizo, ella se volvió, lo rodeó con sus brazos y lo besó. Y luego Snow sintió que perdía el sentido del espacio y del tiempo y que ganaba algo más importante, algo que había estado latente y que ahora despertaba: la pasión por otra persona. Se apretó contra ella y la besó aún con más intensidad.
Ella se apartó, sin aliento.
– Desvístete para mí -le dijo.
La mujer de Snow nunca lo había visto desvestirse, apenas lo había visto desnudo. Sus relaciones sexuales eran algo que el uno robaba al otro debajo de las sábanas por la noche. Se desabotonó despacio la camisa, se la quitó y la dejó caer al suelo. Se desabrochó el cinturón y los pantalones, dudó, y se bajó la cremallera. Se acercó a Grace.
Ella levantó la mano.
– Acaba.
Tenía vergüenza, y debió de notársele.
– No pasa nada -dijo-. Sólo quiero verte todo.
Snow se quitó los pantalones, los calcetines y los calzoncillos y se quedó desnudo delante de ella.
– Realmente no tienes ni idea de lo magnífico que eres, ¿verdad? -le preguntó Grace, acercándose a él. Le besó el cuello, las orejas, el pecho; luego se arrodilló-. Aquí dentro, hacemos lo que queramos.