08:00 h
Clevenger no llegó a dormitar más de diez minutos seguidos; en total, durmió menos de una hora. A las cinco se levantó definitivamente, llamó a una agencia de alquiler de coches del aeropuerto de Logan y encargó que le llevaran un Ford Explorer. Ya sabía adonde quería ir primero.
Llamó a la consulta de Jet Heller y habló con Sascha Monroe.
– Soy Frank Clevenger -dijo.
– Me alegra oírte.
– Lo mismo digo -dejó que pasara un instante para remarcar la inmensa conexión que ambos evidentemente tenían-. Necesito pasar a ver a Jet.
– No está.
– ¿No estará en todo el día?
– Ha dicho que volvería a las once. Ha anulado la primera intervención. Estaba programada para las seis.
– No sabía que el gran Heller anulara intervenciones.
– No había anulado ni una en los cinco años que hace que lo conozco.
– ¿Se encuentra bien?
– Deberías preguntárselo a él cuando vengas.
– Te preocupa.
– Perdió a una niña. La del aneurisma que presenció Billy.
– Ya lo sé.
– De todas formas, me parece que no es sólo eso.
– ¿Qué quieres decir?
– Todo empezó cuando perdió a John Snow. -Sascha hizo una pausa-. No sé por qué te lo cuento. No eres su psiquiatra. Y yo tampoco.
– Te preocupas por él -dijo Clevenger-. Como también te preocupabas por John Snow.
Eso sirvió para que Monroe siguiera hablando.
– No es el de siempre. No para de decir que a John lo asesinaron, vuelve sobre el tema una y otra vez. Que si he leído algo en el periódico, que si he visto algo por la televisión. Está obsesionado.
– ¿Por qué crees que es?
– ¿Con franqueza? Creo que veía en John partes de sí mismo.
– ¿Como por ejemplo…?
– La idea de superar el pasado, de olvidar a la gente que te ha hecho daño y a la gente a la que tú has hecho daño. Creo que quería curarle los ataques a John Snow, pero que estaba incluso más entregado a liberarlo de los recuerdos.
– ¿Por qué le importaba tanto?
– Creo que por lo que le pasó de joven.
Clevenger recordaba la historia: los padres biológicos de Heller lo abandonaron, hacía novillos en el colegio y los servicios sociales lo encerraron por agresión.
– Me contó que descubrir la neurocirugía le cambió la vida -añadió Clevenger.
– Se la habría cambiado cualquier cosa que le diera la oportunidad de salvar vidas. Jet no quería pegarle un tiro a aquel niño, entiéndeme. Sólo tenía once años. Era un chaval con problemas. Pero creo que en el fondo él no lo ve así. Creo que nunca se ha perdonado.
Heller no le había contado a Clevenger que los servicios sociales lo habían detenido por disparar a alguien. Le dijo que había agredido a alguien.
– ¿El niño sobrevivió? -preguntó Clevenger-. No me lo dijo.
– No -contestó Monroe-. De eso se trata. Murió.
A Clevenger apenas se le ocurría qué decir tras esa revelación. Heller había matado a alguien. Por supuesto, eso no demostraba que hubiese vuelto a matar, pero suscitaba ese fantasma. Los asesinos son distintos del resto de personas: la empatía no los frena. Quizá Heller había cambiado, o quizá no.
– Es como si Jet deseara someterse a la operación que estaba a punto de realizarle a John -siguió Monroe-; por eso le importaba tanto. Aunque salve mil vidas, no creo que nunca se perdone haber quitado una. Y creo que por una vez le gustaría vivir sin esa culpa, empezar de nuevo.
– Puedes unirte a mi gremio cuando quieras -dijo Clevenger, esperando de esta forma poner fin a la conversación sin que se notara que estaba desconcertado.
– Gracias, pero bastante trabajo tengo con poner orden en mi vida, imagínate en la de otras personas.
Eso era una invitación a profundizar en la vida de Monroe.
– Deberíamos hablar de eso algún día.
– Algún día -dijo ella-. Así que ¿te esperamos a las once?
– Eso estaría muy bien.
– Te anotaré en la agenda. Hasta luego, entonces. -Cuídate.
Clevenger colgó. Se dirigió a los ventanales y miró el puente. El juicio de Monroe sobre Heller podía ser correcto. Su sed de liberarse de su propia conciencia podría haber alimentado un deseo extraordinario de liberar a Snow, junto con indignación si alguien acababa con su plan.
Pero había otra forma de ver a Heller. Quizá la emoción de llevar a cabo la intervención de la década se hubiese ido apagando a medida que veía de forma más clara las implicaciones morales. El trabajo de toda su vida, al fin y al cabo, se debía al deseo de reparar la vida que había quitado. Amputarle limpiamente a un hombre los hechos de su pasado podía ser considerado, a la larga, como ayudar a un fugitivo a huir de la justicia.
Heller le había contado a Clevenger mientras tomaban unas copas en el Alpine que habría operado a Snow aunque los ataques no hubiesen sido de verdad epilépticos, sino pseudoataques. Pero ¿y si no era cierto? ¿Y si Heller había deducido que no había forma de curar a Snow de los «ataques» con un bisturí, que lo único que podía hacer en el quirófano era destruir la memoria de Snow? ¿Y si pasar a los anales de la historia de esa forma le hubiese hecho sentirse como un farsante, un traidor a la profesión que adoraba? En tal caso, matar a Snow podía parecer la única salida, la única forma de defender la pureza de lo que él llamaba su religión: la neurocirugía.
Heller ya había matado una vez. El hecho de convertirse en médico, de curar a gente, ¿había sólo oscurecido su negrura esencial hasta ahora? ¿Era la historia de su vida, su karma, tan inevitable como la de John Snow?
La gravedad. Las órbitas. La implacable fuerza del pasado. ¿Alguna vez había logrado alguien liberarse?
Clevenger oyó a Billy salir de su cuarto. Se giró.
Llevaba unos vaqueros anchos, una camiseta de manga larga y una gorra de béisbol con el logotipo de una empresa de monopatines pintado con spray en la parte de delante. Se había colgado algunas cuentas de hierro en las puntas de las rastas.
– ¿Quieres que vaya a por lo que le di a Jet?
Oír a Billy usar el nombre de pila de Heller hizo que Clevenger se preguntara hasta qué punto estaba Billy molesto en realidad, hasta qué punto se tomaba todo aquello en serio. Y el hecho de que se planteara ir a verlo era aún más inquietante.
– Quiero que quede claro -le dijo Clevenger-. No hables con Jet Heller. No vayas a la consulta de Jet Heller. No cojas ninguna llamada de Jet Heller. ¿Lo has entendido?
– Yo sólo quiero hacer las cosas bien.
– Tienes que darme tu palabra de que no te acercarás a él.
Billy se encogió de hombros.
– Lo prometo -dijo, y suspiró-. ¿Alguna pista sobre qué decirle a Casey?
– ¿Qué quieres decirle?
– Que nos está jodiendo la vida a los dos.
Clevenger podría haber sonreído al oír con qué franqueza hablaba Billy pero se contuvo.
– Yo que tú ahora mismo no diría nada. Deja que se tome un tiempo para ella. Tiene que pensar en muchas cosas.
Billy asintió con la cabeza.
– ¿Estarás en casa cuando vuelva, a eso de las cinco?
– Hecho. -Observó cómo se iba-. ¡Eh, Billy! -gritó antes de que cerrara la puerta principal.
Billy se asomó por la puerta.
– Dime.
– Hoy tienes una limusina, el coche patrulla de ahí delante. No tienes más que decirle dónde dejarte.
– Genial. -Y se fue.
Clevenger descolgó el teléfono, llamó a North Anderson y lo puso al corriente de lo de Heller.
– Creo que debería ir otra vez al Mass General -dijo Anderson-, a ver si alguien puede confirmar que Heller estaba realmente dentro del hospital cuando asesinaron a Snow.
– Buena idea. ¿Qué más tienes?
– Hago todo lo que puedo para rastrear las finanzas de George Reese. He encontrado bastantes cuentas de corretaje y media docena de cuentas de mercado de dinero, por ahora. Ese tío estaba forrado, aunque perder veinticinco millones con el Vortek pudo cambiar las cosas.
– ¿A cuánto crees que asciende su fortuna?
– De momento, a menos que tenga dinero en un paraíso fiscal, quizá treinta, treinta y cinco millones. Y no sé qué otros préstamos tiene pendientes de pago el Beacon Street Bank. Pon que algunos de sus grandes prestamistas les fallaran y añade a eso el fracaso del Vortek. No es difícil imaginar que todo estallara.
– ¿Hay alguna forma de rastrear las cuentas de verdad? Coroway me dijo que devolvió la mitad del dinero de I+D dedicado al Vortek. Era una causa demasiado perdida. Me gustaría saber si de verdad lo hizo.
– Quizá necesite que me ayude un poco Vania O'Connor, si no está asustado. Una o dos contraseñas.
– No es fácil que se asuste. Llámale.
– Sí. ¿Adónde vas?
– A la consulta de Heller.
– ¿Quieres refuerzos?
– No. No es muy probable que me ataque en el hospital. Si es el hombre que buscamos, me encontraría en un callejón oscuro o me volaría el coche.
– La gente hace cosas raras cuando se ve acorralada.
– Tendré cuidado.
– Yo he dicho lo mismo un millón de veces, pero en realidad no sé cómo se hace.
Clevenger sonrió.
– No me pasará nada. Llámame si descubres algo.
– Tranquilo, colega.
Clevenger llegó a la consulta de jet Heller a las once menos diez. Había unos seis pacientes en la sala de espera. Sascha Monroe estaba trabajando con el ordenador. Se acercó a su mesa.
– Hola -dijo. Sascha alzó la vista.
– Hola.
¿Qué había en el hecho de no conocer a una persona que te permitía preguntarte si sería la respuesta a todos tus problemas? ¿Adónde conducía un mapa del amor en última instancia? ¿Al éxtasis, a la satisfacción? ¿O a la desilusión, a la traición? Si invitaba a Sascha Monroe a formar parte de su vida, si llegaba a conocerla como persona real y completa, ¿seguiría pudiendo fantasear con ella, adorarla?
– He llegado pronto -dijo Clevenger.
– No ha venido -respondió ella con voz preocupada.
– ¿No es normal?
– ¿En Jet? Suele llamar cinco veces antes de entrar por la puerta. «Coge tal historial», «llama a tal paciente», «imprime análisis».
– En cambio, hoy, nada.
– Ni una palabra. Le he llamado a casa. Nada. Al móvil. Nada.
Eso sí que era raro.
– ¿Le suele pasar cuando pierde a un paciente? -preguntó Clevenger en voz baja para evitar que algún paciente le oyera.
– No suele perder pacientes. Cuando le pasa, no es el mismo, pero no desaparece.
– En cualquier caso, todavía no son las once.
– Ya lo sé, pero aun así…
– Vamos a esperar a ver qué pasa.
Sascha asintió, pero era evidente que estaba preocupada.
Clevenger se sentó en la sala de espera, cogió un ejemplar del Time y lo ojeó. Pasaron cinco minutos. Diez. Quince. Llegaron dos pacientes más. Un hombre que esperaba y al que le salía una cánula del cuero cabelludo miró el reloj y meneó la cabeza en señal de irritación. Clevenger miró a Sascha y vio que ella lo miraba. Ahora sí que su rostro reflejaba preocupación. Se levantó y se dirigió hacia ella.
– Algo va mal -dijo-. Lo sé.
– ¿Por qué no me acerco en coche a su casa, a ver si está?
– ¿Lo harías?
– Claro. ¿Dónde vive?
– En el 15 de Chestnut Street. En el ático. Apartamento tres.
Eso estaba en Beacon Hill, a un kilómetro y medio de allí.
– Si está, le diré que te llame.
Clevenger dejó el coche en el aparcamiento del Mass General. Chestnut Street estaba a sólo diez minutos a pie y, aunque el aire era frío, no era incómodo. Hacía sol, y no había viento. Era uno de esos días que hacen que la gente que visita Boston, que camina por los adoquines y los ladrillos viejos, decida hacer las maletas y mudarse a la ciudad.
Llegó al número 15 de Chestnut Street, un imponente edificio de tres plantas con miradores. Abrió la puerta de roble macizo que daba acceso al vestíbulo y vio el apellido Heller grabado en una placa de latón junto al timbre del tercer piso. Lo pulsó y esperó. No obtuvo respuesta. Lo pulsó de nuevo. Nada.
Salió afuera y se dirigió a la parte trasera del edificio. Había tres aparcamientos. En el que correspondía al tercer piso había un Aston Martin rojo. Ciento cincuenta de los grandes. Tenía que ser el de Heller. Levantó la vista y vio que las persianas de su piso estaban bajadas.
Volvió a la parte de delante y se dirigió a la entrada. Pulsó el timbre del primer piso. Transcurrieron algunos segundos hasta que contestó una mujer con acento extranjero.
– ¿Sí? ¿Qué desea?
– Mensajero -dijo Clevenger.
– ¿Para la señora Webster?
– Mensajero -repitió Clevenger.
Cuando la gente puede hacer algo para evitar un conflicto, por ejemplo pulsar un botón o abrir un pestillo, por lo general lo hace. Por eso los allanadores de moradas no suelen tener que derribar puertas.
– Mensajero -volvió a decir.
– ¿De UPS?
– Mensajero.
Se oyó el portero automático. Empujó, abrió la puerta y subió por las escaleras hasta la tercera planta.
La puerta de Heller estaba un poco entreabierta. Con todo, Clevenger utilizó la aldaba, grande y de latón. Nadie respondió. Empujó la puerta para abrirla y entró.
Las persianas estaban bajadas, y el sol de última hora de la mañana no pasaba de un resplandor filtrado y sombrío. La arquitectura del piso era espectacular. Había una chimenea de piedra muy alta, columnas acanaladas y relucientes suelos de madera noble, pero estaba casi vacío. Los únicos muebles que había en la sala grande de delante eran un sofá de piel negra y una pantalla plana de televisor de 50 pulgadas montada en la pared de enfrente. Había un óleo de Mark Rothko, que probablemente valdría quinientos mil dólares, apoyado en la guardasilla de la otra pared. En la cocina, encima de la isla central de granito negro había una escultura de acero inoxidable retorcido.
– ¿Jet? -gritó Clevenger.
Nadie respondió.
Se adentró más en el piso, hasta la chimenea de piedra, y creyó oír un movimiento al final de un pasillo que parecía conducir a los dormitorios.
– ¿Jet?
Los sonidos cesaron. Cogió el pasillo, dejó atrás una puerta cerrada y se dirigió a una que estaba abierta a unos seis metros. Ya casi había llegado cuando oyó pasos detrás de él y giró sobre sus talones.
Heller estaba en el pasillo, vestido con vaqueros y una sudadera gris de Harvard con el cuello desgarrado y en forma de uve. Llevaba una pistola en la mano. Estaba pálido y agotado y no iba afeitado.
– ¿Frank? ¿Qué haces aquí? -le preguntó. Se inclinó en la dirección de Clevenger, con la frente surcada de arrugas y los ojos inyectados en sangre-. Ésta es mi casa -dijo, y hasta eso lo dijo con algo de inseguridad.
Clevenger estaba a cuatro metros y medio y notaba el olor a whisky que despedía. Dobló la pantorrilla y notó la pistola atada con correa.
– Esto está algo vacío -dijo, forzando una sonrisa-. ¿Te mudas a otra casa?
– Nunca he llegado a instalarme aquí del todo -dijo Heller-. Vivo en el trabajo.
Clevenger sabía que Heller no mentía. Podía permitirse un ático de cinco millones de dólares, pero no tenía ningún interés en amueblarlo. Vivía por y para la neurocirugía.
– He pasado por la consulta. Sascha ha intentado ponerse en contacto contigo. Está preocupada porque no coges las llamadas. Por eso he venido.
– Le gustas.
– Es muy buena persona.
– ¿Muy buena? Es un once en una escala del uno al diez, Frank. Tenías que haberte puesto las pilas.
¿Estaba intentando distraerlo? ¿Y por qué hablaba de él en pasado?
– Uno nunca sabe qué le deparará el futuro -dijo Clevenger.
Heller levantó la pistola.
A Clevenger se le ocurrió hacerse con la suya, pero Heller no llegó a apuntarle. Sostenía el arma delante del pecho, la dirigía a los lados y miraba la pistola como un pájaro herido.
– A Snow le dispararon a bocajarro en el corazón -dijo Heller-. Imagínate qué terror. -Negó con la cabeza y respiró hondo-. He visto cómo disparaban a un hombre, Frank. Es algo horrible. De verdad -miró a Clevenger-. ¿Tú lo has visto alguna vez?
– Sí.
– Lo siento.
Clevenger quería dejar de hablar de matar a gente.
– ¿Por qué no has ido al trabajo? -le preguntó a Heller.
– Estoy trabajando -dijo él-. Pero es otro tipo de trabajo. -Señaló con la cabeza la puerta abierta que había junto a él-. ¿Quieres echar un vistazo?
– Claro -dijo Clevenger, y se dirigió lentamente hacia Heller-. ¿Te importa bajar el arma? A veces ocurren accidentes.
– En absoluto -dijo Heller. Desapareció del pasillo y entró en la habitación.
Clevenger se llevó la mano a la pantorrilla, desenfundó la pistola y se la colocó en la cintura, sujeta por el vaquero y debajo del jersey negro de cuello alto. Luego se dirigió a la puerta. Una parte de él se preguntaba por qué seguía allí. Podía salir y volver con Anderson o Coady, pero creía que no había ninguna posibilidad de que Heller soltara prenda si lo I hacía. Y aún no tenían nada en contra de él para detenerlo.
Llegó a la entrada de la habitación y se detuvo, paralizado por lo que vio. Heller estaba sentado a una mesa hecha con una puerta y dos caballetes metálicos y observaba un monitor de ordenador en el que resplandecían números, símbolos y letras. Tenía el arma al lado del teclado. El resto de metros cuadrados de la mesa, las paredes y el suelo estaba cubierto de folios y de libros.
– Si pisas algo, da igual -dijo Heller, sin apartar la mirada del monitor.
Clevenger miró hacia abajo y vio que los folios que tenía a los pies eran páginas de una clave informática. Los libros eran manuales sobre física e ingeniería aeronáutica. Evitó pisar todos los que pudo. Miró con más detenimiento las paredes y vio que había páginas del diario de John Snow pegadas con cinta adhesiva una al lado de otra, una fila tras otra.
– ¿Qué haces? -preguntó Clevenger.
– Devolver la vida a mi paciente -dijo Heller.
– Ya… -¿Se había vuelto loco?-. ¿Cuánto tiempo llevas con eso?
Heller miró las ventanas cerradas con las persianas bajadas.
– No sé. -Se volvió y miró a Clevenger-. ¿Qué deja un hombre cuando muere?
– Lo que ha hecho en vida. Lo que ha dejado atrás.
– Su legado -dijo Heller-. John Snow sólo ha dejado eso. Su trabajo, por ejemplo. Y la respuesta a una pregunta: «¿Era o no era un cobarde? ¿Me falló, o no me falló?».
– ¿Y cuál es el diagnóstico, de momento? -preguntó Clevenger, atento a lo lejos que tenía Heller la mano de la pistola.
– No era un rajado. Estaba dispuesto a llegar hasta el final.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque llevaba su idea más preciada en la bolsa de viaje negra que encontraron junto a su cadáver. Un hombre que se dispone a abandonar el mundo no se lleva el trabajo consigo.
– No sé si lo entiendo.
– Mira.
Heller se levantó, cogió la pistola y se hizo a un lado. A Clevenger no le gustó la idea de sentarse dando la espalda a Heller. No si tenía el arma en la mano.
– Otra vez con el arma -dijo. Heller la dejó encima de la mesa, pero se quedó a una distancia desde la cual la tenía al alcance.
– Ni siquiera sé por qué la cogí de la caja fuerte. No la soporto. No sé por qué la compré, para empezar. -Alguna idea tendrás.
– Quizá para comprobar que nunca la usaré. Algo así como un alcohólico que guarda una botella de whisky en la repisa de la chimenea durante diez años para comprobar que puede resistirse, que no sólo está sobrio, sino más que sobrio.
– A lo mejor tú también deberías probarlo. Parece que lleves todo el día bebiendo.
– No dejes que tu enfermedad te ciegue, Frank. No soy alcohólico. Es sólo que sufro. Me hace el efecto de la anestesia. Dos, tres, cuatro días y me pondré bien. Luego no beberé más.
– Ya te lo preguntaré el día número cuatro -dijo Clevenger mientras se dirigía a la mesa. Se sentó en la silla de Heller y se inclinó para mirar el monitor. La pantalla estaba llena de líneas de números, letras y símbolos matemáticos-. ¿Qué estoy mirando? -preguntó.
– A Grace Baxter.
Clevenger alzó la vista y miró a Heller, que sonrió de forma misteriosa.
– No hables en clave -dijo-. Yo también estoy cansado, por el amor de dios.
Heller le masajeó los hombros.
– Ya lo sé, colega. -Señaló la pantalla con la cabeza-. He ideado una simulación informática para analizar el último dibujo que hizo Snow de Grace en su diario, el que hizo con un collage de números y símbolos matemáticos. Me ha ayudado un poco un amigo del Instituto Tecnológico de California. Dale a F1 mientras mantienes pulsadas las teclas control y suprimir.
Clevenger hizo lo que Heller le pedía. Mientras se echaba atrás en la silla, las líneas de la clave de la pantalla empezaron a moverse. Los números, las letras y otros símbolos se unían y alejaban entre sí y, de forma gradual, iban reorganizándose en una versión luminosa del retrato que Snow había dibujado de Grace.
– La tenía metida en la mente hasta lo más profundo -dijo Heller-. Estirada como un gato sobre los hemisferios derecho e izquierdo de su cerebro. Pulsa F2, control, suprimir.
Clevenger hizo lo que Heller le dijo. El retrato empezó a desmontarse y se convirtió de nuevo en las líneas de la clave que Clevenger había visto ya.
– El retrato contiene la respuesta al resto de cosas -dijo Heller mientras señalaba las páginas pegadas a las paredes-. ¿Cómo creas un objeto volador que sea puro impulso hacia delante e invisible a los radares?
Clevenger siguió mirando el monitor y se dio cuenta de que Snow había acabado el trabajo sobre el invento que durante tanto tiempo le había sido esquivo. Acercó de nuevo las manos al teclado, pulsó F1, control, suprimir. Mientras miraba, los números, las letras y los símbolos volvieron a moverse hacia su sitio y recrearon el retrato de Grace Baxter.
La pasión de Snow por Grace y su espíritu creativo se habían fusionado, y el resultado había sido lo que Collin Coroway y George Reese querían de él: el Vortek.
– En realidad, ¿a qué has venido? -preguntó Heller.
Clevenger lo miró.
– Has dicho que estabas preocupado por mí. Era mentira. ¿Cuál es el verdadero motivo?
– ¿Dónde conseguiste los CD y el diario? -le preguntó Clevenger. Heller tardó unos segundos en responder.
– Conozco a gente de la policía -respondió Heller.
Era una mentira admirable, desde un determinado punto de vista. Heller no estaba delatando a Billy. ¿Era porque se preocupaba por él, o porque creía que podía seguir utilizándolo?
– No vuelvas a ponerte en contacto con mi hijo. ¿Entendido?
– Quieres mantenerlo alejado de lo que haces. ¿Qué hay de malo en que se acerque? Te quiere.
– No es asunto tuyo. No te acerques a él.
– Billy necesita algo para tener la mente y el corazón ocupados. En su interior hay oscuridad. Lo veo. Porque lo veo en mí.
– Mantente alejado, o…
– ¿O me matarás? -Se rió entre dientes-. Quizá nos parezcamos más de lo que crees.
– No somos iguales -dijo Clevenger-. Lo tuyo con este caso es obsesión. Lo mío, trabajo.
Heller volvió a mirar la pantalla del ordenador.
– John Snow era paciente mío. Su vida estaba en mis manos.
Clevenger pensó en lo que le había dicho Sascha Monroe: que Heller soñaba con volver a nacer con la conciencia tranquila, que liberar a Snow de su pasado era como liberarse a sí mismo.
– Lo trágico es que podrías haber sido una especie de modelo para Billy -dijo Clevenger-. Podrías haberle ayudado a encontrar un nuevo lugar en la vida, si no lo hubieses utilizado.
– De vez en cuando, a todos nos utilizan, Frank. Incluso cuando trabajas en nombre de Dios, estás sólo prestado.
Clevenger dio media vuelta y se fue.