Capítulo 9

13 de enero de 2004

Mike Coady llamó a Clevenger cuando pasaban unos minutos de las siete de la mañana para decirle que tenía luz verde para reunirse a las diez con la familia Snow en su casa de Brattle Street, en Cambridge. Antes de ir hacia allí, pasó por la comisaría de policía y recogió el sobre que Coady había dejado para él. Dentro había una copia del diario de Snow y cinco disquetes con los archivos del portátil de Snow.

Llegó a Harvard Square a las nueve y treinta y cinco y aparcó en Massachusetts Avenue, a medio kilómetro de la casa de Snow. Abrió el sobre y sacó el centenar de hojas.

Lo primero que le sorprendió fue el encabezamiento de la primera página: «Renaissance», renacimiento en francés. Lo segundo fue la letra de Snow: era tan pequeña que apenas se leía. Debía de haber mil palabras por página. Algunas estaban rodeadas con un círculo; otras, con un rectángulo; otras, subrayadas. Las frases traspasaban los márgenes, subían hasta la parte superior de la página, daban la vuelta, llenaban todo el espacio de arriba y continuaban por el otro lado, como si los pensamientos de Snow no encontraran resistencia.

Clevenger pasó las hojas y vio que en algunos puntos había dibujos esquemáticos y cálculos matemáticos que interrumpían el texto.

Entonces Clevenger se fijó en otra cosa: no había errores, ni una sola palabra tachada o escrita encima de otra. Todas aquellas letras minúsculas estaban perfectamente trazadas. En lo que parecía un caos había un orden absoluto, como un rompecabezas de cien mil piezas que encajaban para formar un laberinto perfecto.

Comenzó a leer, a veces girando la página en horizontal o al revés para seguir el texto.


RENAISSANCE

Existimos dentro de nuestro cuerpo, pero separados de él.

Por ley, se permite que una persona en pleno uso de sus facultades mentales deje morir su cuerpo, que rechace la atención médica que lo mantendría con vida, de acuerdo con sus creencias religiosas. Porque la religión de esa persona sostiene que la supervivencia del alma es primordial.

Existimos dentro de nuestro cuerpo, pero separados de él.

Un feto vive dentro de una mujer. Pero según el derecho común, esa mujer puede decidir eliminar esa parte de su biología por no concordar con su vida.

Un paso más. ¿Qué sucede si el espíritu que reside en el cuerpo de un hombre o una mujer desea deshacerse de la biología determinada que lo une a todas sus relaciones del pasado? Puesto que sólo la biología hace eso, nidos de neuronas en la circunvolución cingulada, el lóbulo temporal y el hipocampo. ¿Qué sucede si los recuerdos allí codificados ya no se corresponden con su sentido del yo? ¿Qué sucede si es consciente de esta espiritualidad con el mismo fervor con que una mujer puede saber que no es compatible con la vida que comienza a despertar en su vientre? El hombre sabe que su espíritu podría renacer si no estuviera encadenado al pasado. Sufre muchísimo por culpa de sus ataduras, incapaz de avanzar en dirección a sus sueños. ¿Por qué ese hombre merece menos preocupación que los demás? ¿Por qué no debería liberarse su alma? ¿Por qué su espíritu debe envejecer y morir con el cuerpo, cuando en verdad puede renacer eliminando simplemente los obstáculos adecuados del sistema nervioso?

Yo soy ese hombre, estrangulado por las sogas que me atan a un matrimonio sin amor, a hijos a los que no hago de padre, a amigos y a un socio que sólo son tales de nombre. Deseo liberarme de todos ellos.

Mi historia ha salido mal, y anhelo escribir otra.

Que ellos hagan su vida y yo haré la mía. Pero que me dejen comenzar de nuevo de verdad, libre del peso incluso de un recuerdo distante de ellos. Porque entonces no podrán reclamarme nada.

El hombre que conocen estará muerto.

Y yo renaceré.

La ciencia médica necesaria para lograr este renacimiento personal está próxima. ¿Tengo derecho a utilizarla? ¿Es moral separarme de mi pasado, dejar atrás limpiamente mi vida actual para comenzar otra?

En este punto. Snow había dejado de escribir y había llenado las páginas siguientes de dibujos y cálculos. Los dibujos eran tridimensionales y muy detallados; describían un cilindro en diversas posiciones: horizontal, en un ángulo de treinta grados, en uno de cuarenta y cinco, vertical. En una versión. Snow había dibujado flechas para indicar que el cilindro rotaba en sentido contrario a las agujas del reloj; en otra, en el sentido de las agujas del reloj; y aun en otras, sobre el eje transversal.

Los cálculos parecían largas soluciones a ecuaciones físicas. Debajo, Snow había escrito: «Toda acción provoca una reacción desigual y opuesta».

Clevenger pasó la hoja y se paró en seco. A mitad de la página de la derecha, rodeado de cálculos, había un dibujo de cinco por cinco de la cabeza y hombros de una mujer: Grace Baxter. Era obvio que Snow se había entretenido con él, dedicando tiempo a sombrear el pelo, los ojos, los labios, capturando las sutilezas de su belleza.

El retrato estaba imbuido de la emoción que no había ni en los esquemas y cálculos, ni en la redacción. Snow había puesto verdadera pasión en él.

Clevenger pasó varias páginas. Más cilindros y números, más reflexiones filosóficas.

Miró la hora. Las 10:47. Arrancó el coche y condujo hasta Brattle Street, paró delante del 119, una majestuosa casa colonial de ladrillo con dos mil metros cuadrados de terreno, detrás de cincuenta metros de muro de piedra y un sendero de entrada semicircular protegido por enormes robles. El lugar debía de valer al menos cinco millones de dólares. Fuera había aparcados una limusina Mercedes, un Land Cruiser y tres coches de policía.

Clevenger se bajó del coche y caminó hacia la puerta principal. Un policía llamado Bob Fabrizio salió de su coche y se dirigió hacia él. Clevenger lo conocía de otro caso de Cambridge en el que había trabajado: un profesor de Harvard que había asesinado a su esposa.

– ¿A qué viene este despliegue de medios? -le preguntó Clevenger.

– Misión oficial -dijo Fabrizio-. La viuda está intranquila.

– Lo suficiente como para pedir tres coches de policía.

– Cuatro. Sólo teníamos disponibles tres.

– Supongo que no podemos culparla -dijo Clevenger-. Mataron a su marido hace unas treinta horas.

– Eh, que no me importa el trabajo -dijo Fabrizio-. Pero le da al asunto un aire O. J-Jon Benet, en mi opinión.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Cuatro coches patrulla? ¿Quién se cree que va a ir a por ella? ¿El puto Mossad? Tú mismo lo has dicho: despliegue de medios. Quizá todo esto sea un gran espectáculo. Quizá quiera dar la impresión de que está muy asustada, para que nadie se centre en ella, o en el hijo.

– ¿Sabes algo sobre él?

– Como cualquier poli de Cambridge. Dos detenciones por posesión de cocaína. Una por agresión con violencia. Una amenaza malintencionada. Hizo una amenaza de bomba a su colegio privado de Connecticut. Llevaba encima un artefacto rudimentario que no habría prendido fuego ni a una pastilla de encender chimeneas. Se desestimaron todos los cargos o se aplazó indefinidamente el veredicto. Buenos abogados. En el fondo, el chico es un exaltado, pero nunca se sabe. Quiero decir que o bien el tal Snow se suicidó, o lo mató alguien que tenía acceso a su pistola. En cualquier caso, la brújula de mi intuición apunta directamente hacia aquí.

– Gracias por la consulta.

– Es gratis. Oye, ¿qué tal anda Billy?

– Bien -dijo Clevenger, un poco sorprendido por el interés de Fabrizio. A veces se le olvidaba que Billy se había hecho famoso por el caso de asesinato de Nantucket que supuso que perdiera a su hermanita. Una vez que su nombre quedó limpio, casi todas las revistas nacionales publicaron un artículo sobre él. Y cuando Clevenger lo adoptó, el frenesí de los medios de comunicación no hizo más que intensificarse.

– Me alegro -dijo Fabrizio-. Todos pensamos en él. -Volvió hacia su coche patrulla.

Clevenger se dirigió a la puerta principal y llamó al timbre. Medio minuto después, una joven muy hermosa de pelo castaño claro, liso y largo y ojos marrón oscuro abrió la puerta. Llevaba un estrecho jersey negro de cuello alto y unos Levi's aún más estrechos. Aparentaba veintidós o veintitrés años.

– ¿Es de la policía? -le preguntó.

– Sí -dijo, ofreciéndole la mano-. Frank Clevenger.

Ella se la estrechó con desgana y la soltó.

– Mamá le espera en el salón.

¿Era posible que tan sólo tuviera dieciocho años?, se preguntó.

– ¿Eres la hija de John Snow? -Lindsey.

– Siento lo de tu padre.

Se le humedecieron los ojos.

– Gracias -dijo, casi con un susurro. Se apartó-. Vaya todo recto.

Clevenger caminó por una alfombra oriental que pasaba al lado de una escalera en curva y por un pasillo revestido de madera blanca y papel de pared de franjas anchas en tonos verde oscuro y oliva. De las paredes colgaban dibujos arquitectónicos antiguos de lugares históricos de Cambridge; probablemente los había elegido la mujer de Snow, al ser la arquitecta de la familia. El pasillo acababa en un salón, encuadrado en cada lado por chimeneas de metro ochenta con repisas de piedra caliza talladas con ángeles que tocaban una trompeta. Sobre las chimeneas colgaban dos óleos espléndidos. Y, encima, el techo estaba ribeteado con molduras intrincadas de treinta centímetros de profundidad, talladas con hojas de roble y bellotas.

La sala era tan imponente que Clevenger tardó unos segundos en fijarse en una mujer esbelta de metro sesenta que estaba de pie junto a una ventana en forma de arco, mirando el parque helado que brillaba con el sol tardío de la mañana. Llevaba unos pantalones grises de franela y un sencillo jersey azul claro que casi hacía que se confundiera con el papel a rayas grises y azules de las paredes.

– Disculpe -dijo Clevenger.

Ella se volvió.

– Lo siento. No le había oído. Por favor, pase. -Señaló un par de confidentes en el centro de la habitación. Se encontraron allí.

– Soy Frank Clevenger -dijo, extendiendo la mano.

– Theresa Snow. -Le estrechó la mano con rigidez, luego la puso flácida y la dejó caer. Era elegante, aunque no guapa. Tenía los ojos del mismo azul claro que el jersey, y el pelo prematuramente gris, justo por encima de los hombros. Tenía las facciones -los pómulos y la mandíbula- angulosas, lo que hacía que pareciera que estaba muy concentrada. Sonrió un instante, pero no le sirvió para suavizar el rostro. Se sentó.

Clevenger se sentó frente a ella.

– El detective Coady me ha dicho que estaba usted ayudando en la investigación -dijo la mujer de Snow. -Así es -dijo Clevenger.

– Gracias. Estamos más agradecidos de lo que se imagina. -Entrelazó los dedos debajo de la barbilla, como si rezara.

– Necesito saber todo lo posible sobre su marido -dijo Clevenger-. Necesito entenderle, para comprender lo que pudo haberle pasado.

– Quiere decir si se suicidó o no -dijo. Soltó el aire.

– En parte.

– El detective Coady dijo lo mismo. -Se inclinó hacia delante y colocó las manos sobre una rodilla-. Tiene que creerme: mi marido jamás se habría suicidado.

Clevenger advirtió que no llevaba apenas joyas, sólo un recatado solitario y una fina alianza.

– ¿Por qué lo dice? -le preguntó él.

– Porque era un narcisista.

No era un cumplido, pero la mujer de Snow no parecía resentida. Era como si afirmara un hecho: que su marido estaba enamorado de sí mismo.

– ¿No le importaban los demás? -preguntó Clevenger.

– Sólo mientras confirmaran lo que quería creer de sí mismo y del mundo que lo rodeaba. Mi marido utilizaba a las personas como si fueran un espejo, para que reflejaran su propia imagen.

– ¿Y cuál era esa imagen? -preguntó Clevenger, mirando el cuadro que colgaba sobre la repisa de la chimenea que Snow tenía a su espalda. Era la silueta de una mujer desnuda, detrás de una cortina de encaje, que contemplaba una calle de Boston iluminada por farolas al anochecer. Le resultaba familiar, como si lo hubiera visto en un libro o algo así.

– Que era infalible, todopoderoso -dijo Theresa Snow. Se recostó en el asiento-. Le echo muchísimo de menos. No sé muy bien cómo salir adelante sin él. Pero no quiero pintarle nuestra vida en común de color de rosa. Era un hombre complicado.

– ¿Qué es lo que echará de menos?

– Su confianza. Su creatividad. Era brillante. De verdad. Una vez que has estado en compañía de una mente así, es muy difícil imaginar tener otra. Al menos para mí lo es.

Clevenger no sólo no detectó resentimiento en Theresa Snow, sino que percibió muy poco dolor. Parecía una presentadora de las noticias despidiéndose de un político famoso al que ha cubierto durante un par de décadas.

– Las personas ególatras no son inmunes al suicidio -dijo Clevenger-. A veces no pueden soportar la diferencia que existe entre cómo se ven ellas y cómo las ve el mundo.

– Eso tiene sentido para alguien a quien le importa el mundo que lo rodea -dijo ella-. Pero John no daba a nadie esa clase de poder. Nunca se preguntaba si sus pensamientos y sentimientos sobre sí mismo, o sobre cualquier otra persona, estaban justificados. Quizá por eso nunca lo vi deprimido. Siempre creía que los problemas de su vida estaban fuera de él, nunca dentro.

– ¿Tenía tendencia a enfadarse?

– Tenía carácter.

– ¿Cómo lo expresaba? -preguntó Clevenger. Volvió a mirar el cuadro.

– Haciendo sentir a la gente como si estuviera muerta -contestó.

– ¿Disculpe? -preguntó Clevenger, centrándose de nuevo en ella.

– Si no encajabas en la visión que John tenía de la realidad, no te trataba como si fueras real, así de sencillo. Al poco de casarnos, a veces discutíamos, por nada demasiado importante, y podía pasarse semanas sin hablarme. Tenía la habilidad de fingir que una persona había desaparecido de la faz de la tierra.

Lo cual era, esencialmente, lo que John Snow pretendía hacer con las personas de su vida, por cortesía del bisturí de Jet Heller. A Clevenger no le hizo falta preguntarle a Theresa Snow por qué había estado casada veinte años y pico con alguien tan ególatra. La respuesta tenía que ser que no estaba preparada psicológicamente para una relación más profunda. Vivir con Snow le había proporcionado todo lo que conlleva una familia, incluidos una casa elegante e hijos, pero todo eso venía acompañado de la garantía de que estaría sola emocionalmente. Esa clase de trueque puede funcionar a la hora de sostener un matrimonio entre dos personas limitadas, pero también puede abonar el terreno para los problemas: si Theresa Snow llegó a creer que su marido había intimado de verdad con otra persona, infringiendo su código de aislamiento mutuo, puede que sintiera que era la única perjudicada, abandonada a su soledad. Y eso pudo enfurecerla mucho.

Clevenger se preguntó cuánto sabía la mujer de Snow acerca de Grace Baxter, si es que sabía algo. Y esa pregunta hizo que se diera cuenta de por qué le resultaba tan familiar el cuadro que colgaba sobre la repisa de la chimenea. Le recordaba a Baxter. Pero no cuando la había visto muerta. Ése no era el punto de referencia. Era el dibujo que había visto en el diario de John Snow. Éste había dibujado la cabeza y los hombros de Grace desde exactamente la misma perspectiva. Había tenido el descaro suficiente como para llevar el retrato a su casa.

– ¿Le gusta? -le preguntó Theresa Snow.

– ¿Disculpe?

– El cuadro -dijo-. Parece cautivado.

– Es muy bueno.

– La encontró John. -Se giró para mirar el cuadro-. Es magnífica, ¿verdad?

¿Estaba siendo esquiva, se preguntó Clevenger, hablando en clave sobre Baxter?

– El artista es de Boston -prosiguió-. Ron Kullaway -Señaló con la cabeza detrás de Clevenger-. Ése de ahí también es suyo.

Clevenger se volvió hacia el cuadro que colgaba sobre la otra chimenea, una escena invernal de la pista de hielo del Public Garden, llena de patinadores.

– Extraordinario. -Se dio la vuelta.

– Hasta hace poco, a John no le había interesado mucho el arte. Se volvió un entendido muy deprisa. Coleccionó varias obras importantes.

– Sería agradable para ambos -dijo Clevenger, percibiendo lo falsas que habían sonado sus palabras.

– Creo que a John le entusiasmaba -dijo Snow, con total naturalidad-. Yo nunca llegué a entender su pasión.

Clevenger quería abrir la puerta para que Theresa Snow le dijera que sabía lo de Grace Baxter, si es que lo sabía.

– ¿Lo consideraba un buen marido, a pesar de su narcisismo? -le preguntó.

Snow se quedó mirando a Clevenger varios segundos, impasible.

– Era mi marido -dijo al fin-. No era el hombre perfecto que él imaginaba. Pero yo le perdonaba sus defectos. No esperaba que fuera normal. Era extraordinario.

Eso no respondía a la pregunta de Clevenger.

– Me preguntaba si ustedes dos se llevaban bien -insistió-. La mañana de la operación su chófer lo llevó al hospital.

– ¿Y?

– Me preguntaba por qué.

Por primera vez, Theresa Snow parecía un poco enfadada.

– Se lo pregunta por su propio marco de referencia -contestó-. Usted cree que cuando las personas se enfrentan a un peligro como el que supone una operación, sus familias deberían estar con ellos, físicamente. La mayoría de gente comparte su punto de vista. La verdad es que yo también. Pero la forma que tenía John de ver la realidad era que él era invulnerable. Jamás habría tolerado que los chicos o yo lo viéramos en un momento de debilidad, o miedo, antes o después de la operación. El apoyo que podíamos darle era dejarlo solo. Me dijo que Pavel lo llevaría, y supe que no debía insistir.

– ¿Si no, su marido fingiría que usted no existía?

– Me contenté con poder darle un beso de despedida y desearle que todo fuera bien.

– Comprendía al hombre con quien se casó.

– No estoy segura de si había alguien que le comprendiera. Le perdonaba sus limitaciones. Quizá fuera egoísta por mi parte.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Clevenger.

– Me casé con un genio. Nunca me he arrepentido. Las capacidades intelectuales de John equilibraban sus carencias en el terreno de las habilidades sociales. Literalmente, el poder de su cerebro te sobresaltaba. Era magnífico estar cerca de él. No sé cómo describirlo. Supongo que era un poco como estar cerca de cualquier otra fuerza de la naturaleza. Un amanecer. Una tormenta. Quizá como vivir en la playa, hipnotizado por unas olas que podrían arrasar los fundamentos de tu casa. Pero mi hija no aprobaba ese trueque, y también tenía que vivir en nuestra casa. Creo que esa situación le dificultaba mucho la vida.

– ¿En qué sentido?

– La presión constante por ser perfecta -dijo Snow-. Es muy afortunada. Es guapa y su mente casi iguala a la de su padre, cuando se decide a utilizarla. Él la quería con locura. Pero creo que el esfuerzo constante por satisfacerle era una carga. Últimamente no se esforzaba tanto, y las cosas no iban tan bien.

– ¿Qué cambió?

– Creo que está distraída, en el buen sentido. Se ha centrado mucho en los estudios. -Sonrió, casi con timidez-. Y puede que por fin haya descubierto a los chicos. -La sonrisa desapareció-. Solía ser la sombra de John literalmente. Hacía los deberes en su despacho de casa mientras él trabajaba en sus proyectos. Le llamaba varias veces al día a Snow-Coroway para hablar con él. Todo eso estaba fracasando.

– ¿Y su hijo? ¿Cómo le afectaba a él vivir con su marido?

– Eso es otra historia. -Una mezcla de tristeza y frustración asomó a su rostro. Soltó un suspiro-. Kyle nunca pudo ganarse el amor de su padre, hiciera lo que hiciera.

– ¿Y eso por qué?

– Tiene… diferencias de aprendizaje.

Pareció que no le gustaba pronunciar esas palabras.

– ¿Dislexia?

– Sí, y problemas de concentración.

– ¿Cómo interfería eso en la relación con su marido? -preguntó Clevenger. Ya sabía la respuesta por las pruebas psicológicas del historial médico de Snow. La importancia que éste daba a la belleza, la fuerza y la inteligencia no encajaban con un niño que tenía «diferencias de aprendizaje».

– John consideraba que Kyle era fundamentalmente defectuoso. Desde que nació hasta los dos años y medio, lo adoraba. Era un niño precioso. Pero cuando se hizo evidente que era distinto… Al principio John removió cielo y tierra para encontrar una solución, para arreglarle. Lo llevó al Mass General, al Johns Hopkins… Incluso a Londres, a un programa que se centra en el aprendizaje asistido por ordenador. Cuando vio que no podía convertirlo en un chico normal, comenzó a evitarle.

– ¿Cómo lo hizo?

– Mandó a Kyle a escuelas especiales, desde muy pequeño. La primera estaba en Portsmouth, New Hampshire. Tenía siete años. Los días se hacían largos, con el viaje y todo eso. Se marchaba a las siete de la mañana y no volvía hasta las siete de la tarde, a veces más tarde. Desde sexto curso, estuvo en un internado de Connecticut. Sólo ha estado aquí viviendo con nosotros las veinticuatro horas desde que acabó el instituto en junio.

Clevenger asintió con la cabeza.

– ¿Y usted no se opuso a esa educación?

– No me entusiasmaba la idea -dijo Snow-. Pero pensé, y aún lo pienso, que fue mejor para él que la otra alternativa. Le habría destrozado estar aquí la mayor parte del tiempo y ver que John no le prestaba ninguna atención.

– ¿Su marido no le habría aceptado más con el tiempo?

– John no. No.

No parecía que Theresa Snow se hubiera enfrentado nunca a su marido, ni siquiera cuando éste había desterrado a su hijo con dificultades de aprendizaje a una década de educación privada fuera del estado. Pero Clevenger sabía que al menos una vez sí le había hecho frente, al obligarle a someterse a una evaluación de su competencia mental antes de entrar en quirófano. ¿Fue porque sabía que era la última oportunidad que tenía de mantenerlo en su vida? ¿Sabía que iba a dejarla?

– ¿No se arriesgó mucho al obligar a su marido a que se sometiera a una evaluación psiquiátrica? -preguntó-. Tuvo que ser un desafío importante para la imagen que tenía de sí mismo. Podría haber cortado la relación con usted.

– Ha ido a ver al doctor Heller -le dijo-. ¿Tiene el historial médico de John?

– Sí -respondió Clevenger.

Theresa Snow asintió para sí.

– Obligarle a que se sometiera a la evaluación conllevaba ese riesgo -dijo-. Sabía que existía la posibilidad de que no volviera a hablarme nunca más. Pero tenía que saber si su conducta era racional. Se estaba jugando el habla y la vista. Y antes de tomar la decisión de operarse, llevaba un tiempo comportándose de un modo extraño, estaba casi eufórico. Fue un proceso que duraba ya meses. -Se encogió de hombros-. John no se resistió mucho a la evaluación. Estoy segura de que supo desde el principio que las pruebas demostrarían que pensaba con claridad. Si no, quizá jamás habría vuelto a saber nada de él. Era magnánimo en la victoria, mucho menos en la derrota.

– Sería duro estar enamorado de alguien así.

– No -contestó de inmediato-. Era fácil quererlo. Yo le comprendía. Invertía toda su tolerancia a la imperfección en una cosa: sus ataques. Pero apenas podía enfrentarse a eso. Cualquier otra falta de orden era inaceptable para él. Ésa es otra de las razones por las que nunca se habría suicidado. Tenía la oportunidad de liberarse de los ataques. Estaba extático.

– ¿No compartía ninguna de sus dudas respecto a la operación?

– Confiaba plenamente en el doctor Heller. Conocía los efectos secundarios potenciales, pero no creía que fuera a sufrirlos.

Clevenger asintió para sí. Había un efecto secundario que John Snow sí esperaba «sufrir»: perder la memoria.

– Si su marido no se suicidó -preguntó Clevenger-, ¿quién cree que lo mató?

Theresa Snow dudó, pero sólo unos segundos.

– Le he insistido al detective Coady en que se centre en Collin -contestó.

Frank Clevenger no esperaba obtener una respuesta tan definitiva.

– ¿Por qué Collin? -preguntó.

– John y él habían llegado a un punto muerto respecto a la empresa. Collin estaba furioso.

– Por si sacaban a bolsa Snow-Coroway o no -dijo Clevenger.

– Eso era lo principal. John nunca lo habría permitido.

– ¿Qué era lo demás?

– Un invento de John.

– ¿Qué clase de invento?

– John casi había acabado de inventar un sistema que haría que los objetos voladores fueran invisibles a los radares. Lo llamó Vortek.

– ¿Objetos voladores? ¿Se refiere a aviones?

– El sistema estaba diseñado específicamente para misiles. Por lo que John me contó, aparte de moverse hacia delante, los misiles hacen tres cosas más en realidad: rotan, giran sobre el eje transversal y se mueven de un lado a otro. Los radares funcionan identificando cualquiera de estos tres movimientos. John había desarrollado una serie de giroscopios capaz de eludirlos a todos. La empresa esperaba obtener unas ganancias extraordinarias de los contratistas militares.

– Pero…

– John tenía dudas. Era inventor, y le encantaba que su cerebro hubiera generado una idea tan elegante como el Vortek, pero vio que estaba creando un monstruo. Sabía que, en última instancia, causaría la muerte de muchísimas personas. No estaba dispuesto a vender la propiedad intelectual.

– ¿Tenía poder de veto?

– Todas las decisiones importantes de Snow-Coroway requerían dos firmas: la suya y la de Collin.

– Y en el caso de que su marido muriera…

– Sus ideas pasaban a ser propiedad de la empresa. Todo el control pasaba a manos de Collin.

– En otras palabras -dijo Clevenger-, ahora Collin Coroway es libre de seguir adelante con el proyecto.

– Sí. Y John estaba convencido de que el Vortek generaría unas ganancias superiores a los mil millones de dólares. La oferta pública inicial de acciones de la empresa sería un éxito rotundo. Ahora no hay nada que impida a Collin sacar a bolsa la empresa.

Clevenger notó cómo Theresa Snow presionaba para que el rumbo de la investigación cambiara y se centrara en Collin Coroway. ¿Podía ser porque no quería que las sospechas recayeran sobre ella? ¿O sobre su hijo?

– ¿Estaba usted de acuerdo con su marido? -le preguntó-. ¿Creía que su invento debía mantenerse en secreto?

– Por supuesto.

– Es una posición muy moral, y muy cara. A Theresa Snow no se le escapó qué insinuaba Clevenger con aquel comentario.

– ¿Me está preguntando si cambiaría la vida de mi marido por una herencia mayor? -No pretendía…

– Es una buena pregunta -dijo con rotundidad-. Le daré una respuesta muy directa. Entre las acciones que tenía mi marido de Snow-Coroway, nuestros otros bienes y su seguro de vida, espero heredar ciento cincuenta millones de dólares, aproximadamente. No menos de ciento veinte, en todo caso. Puedo arreglármelas para vivir con eso.

Clevenger sintió el impulso de preguntarle si los hijos de Snow estaban representados en el testamento; en particular, el hijo a quien nunca había sido capaz de amar. Pero se contuvo.

– ¿Le importaría que hablara un rato con Kyle y Lindsey los próximos días? -le preguntó.

– ¿Para?

– Estoy seguro de que tendrán su punto de vista sobre su marido. En este tipo de evaluaciones se acostumbra a realizar un historial familiar. No hablar con ellos sería muy extraño.

– Adelante, entonces. Haremos todo lo posible para que la investigación transcurra sin problemas. -Apretó la mandíbula, lo que dio mayor dureza a sus rasgos-. Quienquiera que matara a John, me arrebató a mi marido. Pero nos arrebató a todos los frutos de su inteligencia. Si esa persona es Collin, no quiero que obtenga ninguna recompensa. Quiero que lo pague.

– ¿Ha sugerido al detective Coady que tome en cuenta a algún otro sospechoso? -le preguntó Clevenger.

– No. Si Collin puede demostrar que no estaba cerca del Mass General la madrugada de ayer, no tengo ni idea de quién pudo hacerlo. Tendré que confiar en que la policía y usted lo averigüen.

– ¿Cree que Collin podría intentar hacerle daño? -preguntó Clevenger-. He visto los coches patrulla fuera.

– Es una tontería, ya lo sé -dijo-. No veo por qué alguien tendría algún motivo para querer hacernos daño a mí o a los chicos. Pero la verdad es que ya no sé qué esperar. John hacía que el mundo pareciera muy predecible y razonable, casi como si pudiera inventar su futuro, y el nuestro, sin que interviniera nadie más. Es obvio que se equivocó.

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