14 de enero de 2004
Clevenger llegó a casa de Vania O'Connor, una finca colonial en una tranquila calle residencial de Newburyport, pocos minutos antes de las ocho de la mañana. Aparcó y se bajó de la camioneta. La temperatura era de dos grados, pero con el viento, la sensación térmica era de menos veinte. Una manta fina de copos de nieve centelleaba en el aire.
La mujer de O'Connor, una guapa rubia con cabeza para los números, salía marcha atrás del camino de entrada. Trabajaba de controladora de fondos de cobertura en Boston. Bajó la ventanilla.
– Vania te está esperando -le dijo a Clevenger-. Me ha dicho que traías el café.
Clevenger levantó la taza.
– Largo, con leche y cuatro azucarillos.
– Lo necesita. Ha pasado casi toda la noche en vela. ¿Podrías recordarle…?
– Que lleve la merienda al Montessori. Me lo contó.
Ella sonrió, subió la ventanilla y se marchó.
Clevenger recorrió el sendero de gravilla que conducía a la puerta de la parte lateral de la casa. Llamó y abrió.
– ¿Vania?
– Creo que sí -dijo O'Connor.
Clevenger bajó por la estrecha escalera de hormigón a la guarida de O'Connor y lo vio encorvado sobre un teclado, escribiendo; el resplandor del monitor que tenía delante era la luz más brillante del cuarto. Hacía un año que Clevenger no iba por allí, y el lugar aún estaba más lleno de ordenadores, libros y programas, apilados sobre cualquier superficie.
Clevenger se acercó a O'Connor por detrás y miró la pantalla del ordenador, llena de números, letras, asteriscos, flechas y signos &. Dejó el café junto al teclado.
– ¿Todo eso realmente significa algo? -le preguntó.
– Ése es el problema. Parece que no quiere dejarse descifrar. -Cogió la taza, abrió la tapa y bebió un sorbo.
– Será contagioso.
O'Connor levantó la cabeza y sonrió.
– Tienes voz de cansado, tío. -Extendió la mano.
Clevenger se la estrechó.
– Pues tú tienes cara de cansado. -No era cierto. Vania O'Connor parecía lleno de energía, más joven que hacía un año.
– ¿Cómo está Billy?
– Bien.
– Recuerda que puedo detectar una línea de código defectuosa a la legua -le dijo, mirándolo con recelo-. ¿Qué pasa?
– No pasa nada. Es un reto. Eso es todo.
– ¿Había alguna posibilidad de que adoptaras a un chico que no supusiera un reto?
Clevenger pensó en ello.
– No.
– Exacto. Sería desperdiciar tu talento si al chico le fuera todo como la seda.
O'Connor tenía razón. Pero Clevenger se preguntó por qué tenía que ser así. ¿Por qué el hecho de haber sobrevivido a los traumas de su propia infancia lo unía de un modo tan inextricable a otras personas destrozadas?
– Que todo fuera como la seda de vez en cuando estaría bien.
– Créeme, no lo soportarías. Eres terapeuta a tiempo completo. Te guste o no. -Señaló con la cabeza los disquetes que Clevenger sostenía en la mano-. ¿Qué problema tenemos, compañero?
– Son los archivos que te conté. Son del portátil de John Snow. El inventor.
– El tipo que mataron, o se mató, o lo que sea.
– Sí.
– Se pasan medio telediario hablando de él. -Señaló los disquetes con la cabeza-. No crees que lo mataran por lo que hay ahí, ¿verdad?
– No lo sé. Pero no le he dicho a nadie que voy a dártelos a ti. -Vio que la cara de O'Connor perdía parte de su vivacidad-. No tienes que hacerlo.
Vania O'Connor se quedó mirando los disquetes unos segundos.
– Ya me he tomado tu café -dijo-. Cuéntamelo todo.
Clevenger le habló del Vortek.
– Así que hablamos de ingeniería, física, fuerza, cantidad de movimiento. Todo eso.
– Todo eso.
– Metamos uno.
O'Connor introdujo el disquete en su ordenador de sobremesa y seleccionó el directorio. Abrió el archivo VT1l.LNX y se quedó mirando el campo de números y letras en silencio durante un minuto más o menos.
– Bien -dijo por fin.
– ¿Lo entiendes?
– No. Pero puedo decirte por qué. Está muy encriptado, en lenguaje C++ o Visual Basic.
– Para mí, como si fuera chino.
O'Connor se rió.
– ¿Puedes descifrarlo? -le preguntó Clevenger.
– Con un poco de suerte. Y aunque lo logre, ciento cincuenta y siete archivos requerirán tiempo.
– Y dinero.
– Eso también. El suficiente como para repartirlo un poco. Conozco a un tipo que se jubiló de la NASA y que vive en una granja en Rowley. Puede que necesite su ayuda con algunos de los cálculos.
– Lo que haga falta -dijo Clevenger-. Pero yo no le enseñaría todas tus cartas. Como te he dicho, no sé si lo que hay en esos archivos mató a Snow. Y no conozco a tu amigo, o a quién conoce él. -Se metió la mano en el bolsillo y le dio a O'Connor unos cuantos billetes de doscientos dólares.
– Con eso podremos empezar -dijo O'Connor-. Pero necesitaré más.
– Cuenta con ello. Eso es lo que llevaba encima.
– No me refería a dinero -dijo O'Connor-, sino a información: la fecha de nacimiento de Snow, su número de la seguridad social, las fechas de nacimiento de sus hijos, su aniversario de bodas. Algunos de estos tipos utilizan esa clase de información como clave para desencriptar los datos.
– Te conseguiré todo lo que pueda.
– Yo tendría cuidado, Frank -dijo O'Connor, desplazándose hacia abajo en la pantalla-. Snow se preocupó mucho por ocultar a la gente lo que sea que haya tras esta clave. Quizá nadie sepa que tengo los disquetes, pero sí sabrán que tú los tienes.
Clevenger regresó a Boston para visitar a Kyle Snow en la cárcel del condado de Suffolk. Vio que North Anderson le había llamado al móvil y le telefoneó.
Anderson contestó.
– Hola, Frank.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Clevenger.
– La historia de Coroway concuerda, en parte. El guarda del aparcamiento y la cajera de la cafetería le recuerdan.
– ¿En qué no concuerda?
– He hablado con el conductor de la furgoneta de reparto del Boston Globe con la que chocó. Un tipo llamado Jim Murphy. De treinta y tantos años. Dice que Coroway estaba fuera de sí, muy afectado por un simple golpe. Coroway intentó pagarle en metálico para que no diera parte. Quinientos dólares.
– La gente hace esas cosas -dijo Clevenger-. Y Coroway dijo que tenía prisa. Que tenía que coger un avión.
– Ya. Pero Murphy se sintió muy presionado. Le dijo que no podía aceptar el trato, al ser la furgoneta del Globe y eso, pero Coroway no aceptaba un no por respuesta. Subió la oferta a mil dólares y siguió insistiendo hasta que al final Murphy llamó a la policía para dar parte. Coroway se marchó antes de que llegara el coche patrulla.
– Interesante.
– Bueno, ¿qué hago ahora? -preguntó Anderson.
– Necesitamos comprobar si Coroway ha registrado algún invento en la Oficina de Patentes de Washington -dijo Clevenger-. Quiero saber si el Vortek era realmente un fracaso o no. -Miró por el retrovisor y vio un Crown Victoria azul oscuro a unos quince metros detrás de él. Creía haber visto el mismo coche en la carretera 95 de camino a Newburyport. Tenía el mal presentimiento de que alguien lo había seguido desde Chelsea. Cambió al carril de la izquierda y aceleró a 120 kilómetros por hora.
– ¿Los inventos para el ejército se registran? -preguntó Anderson.
– Averígualo -dijo Clevenger. Recordó que Jet Heller le había preguntado si había ido a Washington para reunirse con contratistas militares-. También estaría bien intentar comprobar si Coroway vendió la licencia del Vortek a Boeing, Lockheed o alguna empresa por el estilo. -El Crown Victoria no se había cambiado de carril, pero se mantenía a la zaga. Se desplazó tres carriles y pensó tomar la siguiente salida y poner fin a su paranoia.
– Conseguiré los nombres de los miembros de los consejos de administración de las empresas más importantes de la industria -dijo Anderson-. Podemos preguntar a nuestros contactos para ver si hay algún modo de entrar. Quizá alguno de mis amigos de Nantucket pueda ayudarnos.
Anderson había sido jefe de policía de Nantucket antes de trabajar con Clevenger.
– Genial. Te llamo cuando salga de hablar con Kyle Snow. Voy camino de la cárcel. -Cogió la salida. El Crown Victoria también.
– Estupendo.
– Espera. Creo que alguien me sigue -dijo Clevenger.
– ¿Dónde estás?
– En el norte, cerca de Newburyport.
– ¿Le has dejado los disquetes a O'Connor?
– Sí. ¿Puedes llamar a alguien de la policía de Newburyport para que se pase por su casa? Vive en el 55 de Jackson Way. Puede que me hayan seguido hasta allí.
– Entendido. Quédate en la autopista. No salgas por nada.
– Demasiado tarde. Acabo de salir en Georgetown. Carretera 133.
– Vuelve a la 95. Te llamo dentro de un minuto. -Colgó.
Clevenger oyó una sirena tras él. Miró por el retrovisor y vio una luz azul que parpadeaba en el salpicadero del Crown Victoria. Distinguió las figuras de un conductor y un acompañante masculinos. Se detuvo, sacó el arma de la funda y se la colocó debajo del muslo.
El conductor se quedó sentado al volante. El acompañante, un hombre alto de unos cincuenta y cinco años, con pelo ralo y gafas, se acercó a su ventanilla.
Clevenger la bajó.
– ¿Doctor Clevenger?
– ¿Quién quiere saberlo?
– Paul Delaney del FBI.
– Un placer. Podría haber llamado a mi consulta y concertar una cita.
Delaney sonrió.
– Lo siento mucho. Voy a tener que registrar la camioneta, doctor.
– No sin una orden.
– La tengo. -Delaney se metió la mano en la chaqueta del traje. Antes de que Clevenger pudiera reaccionar, notó el cañón de una pistola presionándole la nuca-. ¿Tiene ojos en el cogote? -le preguntó Delaney-. Lea mi orden. -Hizo un gesto con la cabeza hacia el Crown Victoria.
Cinco segundos después, la puerta del copiloto de la camioneta de Clevenger se abrió y el compañero de Delaney, un hombre voluminoso de al menos metro ochenta de estatura, metió el cuerpo en el coche y comenzó a registrar la parte inferior de los asientos y después la guantera. Se sentó en el asiento del copiloto.
– Tengo que cachearle, doctor -dijo.
El teléfono de Clevenger comenzó a sonar. Miró la pantalla. Era North Anderson.
– Acabaremos enseguida -dijo Delaney-. Ya devolverá la llamada después.
El hombre gordo pasó las manos por el pecho de Clevenger, los brazos y las piernas. Encontró el arma y la levantó para que la viera su compañero.
– Déjala en la guantera -dijo su compañero.
– Si me dijeran qué buscan, quizá se lo daría -dijo Clevenger-. Podemos saltarnos el procedimiento habitual.
– Los disquetes. Se los dieron por error.
El teléfono de Clevenger volvió a sonar.
– ¿De quién fue el error?
– Del detective Coady -dijo Delaney-. Un movimiento de aficionado. Debieron entregárselos al FBL -Señaló con la cabeza el móvil de Clevenger-. Conteste, si quiere. Quizá Billy le necesite.
Clevenger sabía lo famoso que era su hijo, pero no le sentó muy bien que Delaney pronunciara su nombre.
– Si está amenazando a mi hijo, será mejor que tenga autorización para apretar el gatillo.
Delaney no pestañeó.
– Le pido disculpas. Esto no tiene nada que ver con su hijo. Siento haberle mencionado. Pero respondiendo a su pregunta, tengo autorización para apretar el gatillo si no accede al registro y opone resistencia a que le detengamos.
El teléfono dejó de sonar y volvió a empezar de inmediato.
– Supongo que esos archivos serán importantes -dijo Clevenger-. No los tengo. -Señaló el teléfono con la cabeza-. ¿Le importa? Ahora es Billy.
– Conteste.
Clevenger pulsó el botón para responder.
– ¿Frank? -dijo Anderson.
– Cinco disquetes azules. Junto a mi ordenador del loft. Ve a… -Sintió una punzada de dolor cuando Delaney le golpeó en la nuca con la culata del arma. Entonces perdió el conocimiento.
Se despertó temblando, desplomado en el asiento del copiloto de su camioneta, en una esquina vacía del aparcamiento de un supermercado Shaw's en el centro comercial Georgetown Plaza. Se sentía como si alguien hubiera estado jugando a fútbol con su cabeza. Se pasó la mano por el cuero cabelludo, notó algo pegajoso y se miró los dedos. Tenía sangre. Delaney, o como fuera que se llamara en realidad, lo había noqueado con la pistola. Miró la hora. Las nueve cuarenta. Había estado inconsciente unos veinte minutos. Buscó el móvil, pero no lo encontró.
Abrió la puerta de la camioneta y se tambaleó hasta un teléfono público que había fuera de Shaw's. Metió 75 centavos y llamó a Anderson.
– ¿Dónde estás? -preguntó Anderson.
– En el Georgetown Plaza. Me han dejado inconsciente, me han traído aquí en mi camioneta y se han ido. ¿Estás bien?
– Sí. Parece que tenían tres equipos. Uno llegó al loft antes que yo y cogió los disquetes. También se llevaron tu ordenador.
– ¿Billy está bien?
– Sí. Le he llamado al móvil. Se había marchado del loft justo después de ti.
– ¿Y Vania?
– Han debido de seguirte hasta su casa. Se han llevado todo su software y hardware, incluidos los disquetes. Pero está bien, físicamente. Iba a llevar a su hija pequeña a la guardería cuando han saqueado el sótano.
– ¿Dónde está ahora?
– Se ha abrigado bien y se ha ido a navegar.
– Venga ya.
– En serio. El tipo debe de ser una especie de maestro zen. Ha dicho que no podía hacer mucho hasta que el FBI le devolviera su propiedad. Su barco aún está en el agua.
– ¿Dónde estás?
– En la consulta. Han pasado por aquí después de estar en el loft.
– ¿Se han llevado los ordenadores?
– Los ordenadores y todos los disquetes. Han revisado los expedientes, pero no parece que hayan encontrado nada interesante. Querían el BlackBerry de Kim, pero los ha mandado a la mierda, básicamente. Le han echado un vistazo y se han ido.
– No les culpo -dijo Clevenger. Sonrió, a pesar de todo, lo cual provocó que una punzada de dolor le recorriera la cabeza, de la base del cráneo a la frente. Cerró los ojos.
– ¿Estás ahí?
– Aquí estoy.
– ¿Puedes conducir, o quieres que vaya a buscarte?
– Puedo conducir. Voy a ver a Coady. Él tenía que saber que iba a pasar esto. Luego iré a ver a Kyle Snow a la cárcel de Suffolk.
– Me pondré a trabajar en el asunto del consejo de administración y todo eso.
– Nos vemos en la consulta. ¿A la una está bien?
– Te veo allí.
El sargento de la recepción de la policía de Boston acompañó a Clevenger al despacho de Coady y luego desapareció mientras éste se levantaba de detrás de una mesa metálica gris en la que se amontonaban los expedientes.
Clevenger se acercó a la mesa. Tenía la cabeza a punto de estallar. Le dolían los ojos cuando los movía.
– ¿Sabías que iba a pasar esto? -Se agarró al borde de la mesa para mantener el equilibrio.
– ¿Que si lo sabía?
– ¿Me pediste ayuda para mantenerme a raya? ¿Te preocupaba que Theresa Snow me contratara para investigar de verdad el caso?
Coady no respondió.
– ¿Alguien te pagó? -le presionó Clevenger-. ¿Coroway?
Coady se levantó.
– Pasas demasiado tiempo con tarados.
– ¿Cuándo metiste en esto al FBI?
A Coady se le enrojeció el cuello.
– He sido sincero contigo desde el principio. ¿Vas a seguir…?
– ¿Quieres venderme la historia del doble suicidio otra vez? ¿O quizá estás dispuesto a conformarte con asesinato y suicidio?
– No intento venderte nada. ¿Qué clase de numerito estás montando, de todos modos? En cualquier caso, eres tú quien me ha vendido.
– Ya. Estoy boicoteando tu magnífica investigación.
– No soy yo quien tiene contactos en Washington -soltó Coady furioso.
– ¿De qué coño hablas?
– Sabes exactamente de lo que… -Se calló y miró hacia la puerta.
Clevenger se volvió y se quedó sin habla. Junto a la puerta estaba la hermosa doctora Whitney McCormick, la psiquiatra forense del FBI, la mujer que lo había arriesgado todo con él para atrapar al Asesino de la Autopista, alias Jonah Wrens. La mujer que aún visitaba sus sueños.
Mike Coady pasó por delante de ella, salió por la puerta y la cerró.
– Le he preguntado a North dónde podía encontrarte -dijo McCormick, con voz suave, casi vulnerable-. Le he hecho prometer que no te lo dijera.
– Y no me lo ha dicho. -No podía dejar de mirarla. Tenía treinta y seis años, era delgada y tenía el pelo rubio, liso y largo y los ojos marrones oscuros. La gente diría que era guapa. Pero para Clevenger era más que preciosa. Era la llave que abría algo encerrado en su interior.
Vio que llevaba el mismo pintalabios rosa pálido que la primera vez que la había visto, hacía un año. Recordó lo asombrado que se quedó aquel día al ver que no renunciaba ni a un ápice de su femineidad mientras le ponía al corriente de la carnicería que Wrens dejaba a su paso por las carreteras del país.
– Vuelvo a trabajar en la Agencia -dijo-. Desde el mes pasado.
McCormick había dimitido de su cargo de psiquiatra forense en jefe después de que su supervisor directo, un hombre llamado Kane Warner, director de la Unidad de Ciencias de la Conducta del FBI, descubriera que ella y Clevenger habían sido amantes mientras intentaban localizar a Wrens.
– ¿En el mismo cargo? -preguntó Clevenger.
Ella negó con la cabeza.
– Tengo el antiguo puesto de Kane.
– Me dejas impresionado. -Se preguntó si el padre de McCormick, que era ex senador, había tenido algo que ver con el hecho de que hubiera sustituido al hombre que la había presionado para dimitir.
– ¿Forma parte de tu trabajo hacerme una pequeña terapia después de que me hayan noqueado con una pistola por hacer el mío?
– No estoy de servicio -dijo.
Clevenger asintió. Qué fácil sería acercarse a ella, tomarla en sus brazos y besarla. La atracción que sentía por ella era magnética. Le tranquilizaba. Su pulso se ralentizaba en su presencia. Su ansiedad por el mundo y el lugar que ocupaba en él desaparecían por completo. Pensó en su antiguo profesor, John Money, en su teoría del «mapa del amor». Quizá McCormick era el suyo.
Pero ni siquiera un mapa del amor te hacía superar limpiamente todos los obstáculos. Uno de ellos era que Whitney estaba tan unida a su padre que era posible que no hubiera sitio para intimar de verdad con otro hombre. Otro era que volvía a trabajar para una agencia de la ley con la que Clevenger había entrado en guerra en más de una ocasión. Y el mayor obstáculo de todos era que Clevenger se había comprometido a hacerle de padre a Billy Bishop, lo que le dejaba poco tiempo para el amor.
– Entonces, ¿a qué has venido?
– A facilitarte las cosas.
– ¿Cómo?
– Haciendo que te olvides de los disquetes, para empezar.
– Pensaba que no estabas de servicio.
– Quiero estar aquí -dijo-. Nadie me ha enviado. Pero deberías saber que esos disquetes han sido confiscados porque tienen consecuencias para la seguridad nacional. No es nada personal.
– Es complicado no tomarse como algo personal que te noqueen con una pistola.
Ella sonrió.
– Lo que trato de decirte es que nadie intenta impedir que encuentres al asesino de John Snow. El objetivo de esta operación no era ése, sino evitar una filtración.
– ¿Han sacado los disquetes del laboratorio de pruebas de la comisaría?
– Esos disquetes no existen. No volverás a verlos ni a oír hablar de ellos -dijo-. Ni de ellos, ni del diario.
Clevenger había dejado sus fotocopias del diario junto al ordenador. No había duda de que el FBI también las había cogido.
– ¿Por qué estás metida en esto? -preguntó Clevenger-. Normalmente, una investigación de asesinato en Boston no llegaría a la unidad de ciencias del comportamiento de Quantico.
– No estoy metida yo, sino mi padre.
– Vaya… -McCormick había sido parte esencial de la Comunidad de Inteligencia antes de presentarse al cargo de senador. Al parecer, seguía siéndolo-. ¿Por qué no me sorprende? -preguntó Clevenger.
– No empieces. No necesito que juegues al psicoanalista conmigo.
– ¿Y si necesito esos disquetes para resolver mi caso de asesinato?
– Hablamos de tecnología de misiles, Frank. Un montón de datos altamente encriptados. Ecuaciones matemáticas. ¿Qué importa que los veas o no?
– No lo sé. Eso es lo que me molesta.
– Pues moléstate -dijo McCormick-. Pero sigue con otra cosa.
– ¿O?
– No querrás ser parte del problema en un asunto de seguridad nacional. Hoy en día, sobre todo.
Aquello era una advertencia bastante clara.
– Y nadie te ha dicho que me lo dijeras.
– No. Ya te has llevado un golpe en la cabeza. Quiero ahorrarte que te estrelles contra un muro de piedra.
– Capto el mensaje -dijo.
Parecía verdaderamente preocupada de que Clevenger desoyera su consejo.
– Ya te he entendido -dijo él-. ¿De acuerdo? Ella asintió.
– ¿Qué me dices? ¿Estás por aquí esta noche? Podríamos quedar para cenar.
– Estaré por aquí, si es lo que quieres.
– ¿A las nueve? Quiero asegurarme de que Billy está en casa y tranquilito.
– ¿Ahora está en casa a las nueve?
– Casi nunca. Pero siempre tengo la esperanza.
– Bien por ti, y por él también.
– ¿Dónde te recojo?
– Estoy en el Four Seasons.
Clevenger tuvo que sonreír ante la coincidencia.
– ¿Qué?
– Nada. Reservaré mesa en el Aujourd'hui.
Se quedaron unos segundos en silencio. Entonces McCormick se acercó y se detuvo a medio metro de él.
– Hasta luego -dijo.
No hizo falta que dijera nada más. Su olor formaba parte de su encaje perfecto. La atrajo hacia él.
Clevenger encontró a Coady sirviéndose una taza de café de una destartalada cafetera eléctrica Mr. Coffee que había fuera de la sala de interrogatorios.
– Disculpa lo que te he dicho en tu despacho -le dijo-. Parece que los dos estamos atrapados en algo que no podemos acabar de controlar.
– Eso ya lo veremos -dijo Coady echando tres sobres de sacarina en el café.
– ¿Qué quieres decir?
Coady se apoyó en la encimera agrietada de formica.
– Puto FBI -dijo-. Llevan demasiado tiempo agobiando a este departamento. Es increíble que aún pasen estas cosas.
– ¿Qué piensas hacer al respecto?
– No voy a dejarlo, eso seguro. -Miró a su alrededor, para comprobar que nadie le escuchaba-. Hay un par de cosas que tienes que saber.
– Dispara.
– Kyle Snow fue visto en el centro de Boston a las tres y diez de la madrugada que mataron a su padre. Compró diez pastillas de Oxycontin a su camello.
– ¿Cómo lo sabes?
– Kyle le delató cuando lo amenacé con dejarlo en la carcel el resto de la libertad condicional. Fui a ver al tipo, un estudiante de la Universidad de Boston. Un tipo legal. Me dijo lo que le había vendido a Kyle, y cuándo.
– ¿Cómo sabes que es de fiar?
– Se las vendió en la tienda 24 horas que hay en la esquina de Chestnut y Charles. Kyle sale en la cinta de la cámara de seguridad comprando un sándwich y un cartón de leche después de cerrar el trato.
– ¿De verdad la gente se come esos sándwiches?
– Los compran, pero no sé si tienen el valor de comérselos.
– Así que lo tenemos aproximadamente a cuatro manzanas de la escena, una hora y media antes de que pasara todo, más o menos -dijo Clevenger.
Coady asintió.
– Segundo tema: voy a hacer pasar a George Reese para interrogarle cuando acabe la jornada laboral. Sin advertencias. Así mandamos un aviso a esta gente. Lo esposaré y lo arrastraré a comisaría. ¿Estás libre?
Éste era un Mike Coady totalmente nuevo. A veces, cuando presionas a alguien, descubres quién es esa persona en realidad.
– Sabes que sí -dijo Clevenger.
– ¿El FBI viene de Washington y se lleva pruebas de mi caso? ¿Sin avisar? ¿Sin respetarme? Si se lo consiento una sola vez, pronto ni yo mismo me respetaré.
– Me preocupas.
– ¿Por?
– Empezamos a pensar del mismo modo.