Capítulo 20

15 de enero de 2004

Gevenger regresó al loft a la una y diez de la madrugada. Se preparó una cafetera, cogió la copia del diario de Snow y se sentó en el sofá a leerlo. Pasó una página tras otra, deteniéndose aquí y allí para degustar la filosofía de Snow, pero vio que su atención se desviaba una y otra vez a los dibujos que había hecho de Grace. Era donde su pasión quedaba más patente.

Pasó las páginas hasta llegar al último dibujo, en el que Snow había dibujado la cara de Grace como un collage de números, letras y símbolos matemáticos. Se quedó mirándolo más de un minuto. Y, por primera vez, se le ocurrió que era posible que Grace no se hubiera interpuesto en la creatividad de Snow, ni que hubiera coexistido simplemente con ella. Quizá la hubiera estado alimentando.

¿Estaba Snow utilizando a Grace Baxter? ¿Era la primera mujer que había despertado su pasión, o simplemente era una nueva fuente de energía de la que sacar provecho? ¿Se estaba volviendo más humano, o era un vampiro que chupaba la sangre de una mujer vulnerable?

La sangre. Aquellas palabras hicieron que Clevenger volviera a pensar en la posibilidad de que Grace se hubiera cortado las carótidas. Si Snow la había consumido emocionalmente y se había desentendido de ella al poco tiempo, quizá ella había transformado el crimen psicológico de Snow en su equivalente físico, convirtiendo su cuerpo desangrado en el símbolo específico de su aventura interrumpida.

Pero aquel panorama no cuadraba con las observaciones de Lindsey y Kyle Snow acerca de que su padre era realmente otra persona. No encajaba con la valoración de Jet Heller de que Snow se había enamorado de verdad de Grace Baxter.

Bajó el diario y cerró los ojos, rindiéndose al sueño que se había negado durante demasiado tiempo. Pero se despertó sólo quince minutos después, pensando en algo que George Reese había dicho el día anterior en la comisaría de policía. Se levantó y comenzó a caminar intranquilo arriba y abajo. Quizá su memoria se la estuviera jugando, quizá le diera demasiada importancia a unas palabras producto de la ira, pero no podía quitárselas de la cabeza.

Descolgó el teléfono y llamó a Mike Coady a su casa.

– Buenos días, casi -contestó Coady medio dormido.

– Cuando interrogué a George Reese ayer, me gritó algo sobre lo doloroso que había sido encontrar a su mujer desangrándose.

– Sí.

– ¿Es eso lo que recuerdas? ¿Sus palabras exactas?

– Eso creo.

– ¿Eso crees?

– No, no. -Soltó un suspiro largo y se aclaró la garganta-. Estoy seguro. Dijo: «¿Sabes lo que es ver a tu mujer desangrándose? ¿Tienes idea, joder?».

– Así lo recuerdo yo también.

– Excelente. ¿Quieres decirme por qué es tan importante como para llamarme en mitad de la noche?

– No estaba desangrándose, Mike. Estaba muerta. Tenía las carótidas seccionadas. No podía estar viva cuando la encontró, a no ser que la encontrara segundos después del acto.

– Quizá no se dio cuenta de que estaba muerta hasta que intentó reanimarla. Quizá eso es lo que recuerda: pensar que estaba muriéndose.

– Pero sabía que ya había intentado suicidarse antes. La había visto con las venas cortadas. Gestos suicidas, simples lloviznas. Esto era un puto huracán. No entiendo cómo podría confundirlos. A menos que…

– ¿Que qué?

– Dijiste que no habías encontrado cuchillas de afeitar manchadas de sangre en el baño -dijo Clevenger. -Ni una.

– Pero Jeremiah Wolfe nos dijo que las heridas eran de dos armas distintas: algo parecido a una cuchilla que le cortó las venas y algo con una hoja un poco más gruesa, más rígida, el cuchillo de tapicero.

– Te sigo -dijo Coady, con energía renovada en su voz.

– Bueno, ¿dónde está la cuchilla?

Coady se quedó callado unos segundos.

– ¿Quién sabe? Quizá la tiró al váter. ¿Qué más da? La causa de la muerte fue la pérdida de sangre por las carótidas.

Clevenger no estaba dispuesto a compartir esa teoría. Era una pieza del rompecabezas. Y quería tener tiempo y espacio para que todo encajara. Si le contaba a Coady lo que pensaba, se enterarían otros policías y luego lo sabría el abogado de Reese, Jack LeGrand. Entonces, LeGrand tendría tiempo de pensar en una explicación convincente: que Reese tiró la cuchilla a la basura de abajo y nadie pensó en recuperarla; que los técnicos de urgencias la cogieron y la perdieron; que la cogió el propio Clevenger. Empezaría a interrogar a los agentes que respondieron a la llamada para basar el caso en un examen chapucero de la escena del crimen.

– Seguramente tienes razón -le dijo Clevenger a Coady-. Deja que piense más en ello. -Quería cambiar de tema antes de que Coady se encariñara del que tenían entre manos-. ¿Has averiguado algo sobre mi camioneta?

– Kyle Snow no se movió de su casa anoche. Confirmado por su madre. Parecía creíble. No he podido localizar a Coroway.

– Ya es casi una costumbre.

– Me alegro de que tengas un coche patrulla abajo. ¿A Billy le parece bien que lo vigilemos?

Clevenger se acercó a la habitación de Billy. La puerta estaba un poco entreabierta. Quería mirarlo mientras dormía, la dicha secreta de todos los padres decentes del mundo. Abrió la puerta sólo unos centímetros y se asomó. Y vio que Billy no estaba.


* * *

Bajó a la calle y se acercó al coche patrulla que había aparcado en frente, en la oscuridad. El agente, un hombre con cara de niño que no podía tener más de veinticinco años, bajó la ventanilla.

– Buenos días, doctor Clevenger.

– Buenos días. Billy no está en casa. ¿Le ha visto salir?

El policía miró nervioso por la ventanilla del copiloto, luego por el retrovisor, como si comprobara en aquel momento dónde podía estar. No era buena señal.

– Creía que estaba arriba -dijo.

Billy conocía tres formas distintas de salir del edificio, pero Clevenger no imaginaba por qué querría marcharse sin que lo vieran. Y no saberlo hizo que se le acelerara el corazón.

– Gracias -dijo.

Subió corriendo al loft, marcó el móvil de Billy, pero no le contestó. Fue a su cuarto y encendió la luz. La cama estaba sin hacer. Había estado durmiendo, o al menos metido dentro, antes de salir. Quizá le había llamado algún amigo con la genial idea de ir a una sesión golfa. Pero cuando Billy se tomaba esas libertades teniendo clase al día siguiente, nunca se quedaba por ahí hasta tan tarde.

Volvió a llamar a Coady y le dijo que comunicara a la policía de Chelsea que si alguien veía a Billy lo llevara a casa. Luego, volvió a llamar al móvil de Billy. Nada. Bajó a la calle otra vez, fue a la tienda 24 horas de la esquina. Kahal Ahmad, que hacía el turno de noche, le dijo que no había visto a Billy

Clevenger no podía hacer mucho más. Regresó al loft y se sirvió otra taza de café. Luego se sentó de nuevo en el sofá y se lo bebió mientras miraba la estructura de acero del puente Tobin, que cruzaba el cielo negro azulado y se adentraba en Boston, y los faros esporádicos que serpenteaban por entre sus vigas de hierro. Echó la cabeza hacia atrás y pensó en echar una cabezadita.

Se despertó al oír que se abría la puerta del piso. Miró la hora. Las dos y cinco de la madrugada. Se levantó.

Billy entró en el salón; parecía preocupado.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Clevenger.

Miró entrecerrando los ojos en la distancia, como hacía siempre que luchaba con su conciencia, como si intentara pensar en algún modo de salir de un aprieto o eludir la verdad.

– El coche de policía está ahí en frente por algo -dijo Clevenger-. Si tienes que ir a algún sitio, deja que te lleven. Sólo hasta que resolvamos el caso.

Billy asintió.

– No quería que nadie me siguiera.

– ¿Adónde? ¿Dónde has estado?

– Con Casey.

Casey Simms, su ex novia de diecisiete años de Newburyport. Clevenger notó que la tensión desaparecía de sus músculos. Quizá Billy había vuelto con ella. O quizá habían decidido dejarlo definitivamente para siempre. En cualquier caso, parecía un drama adolescente normal y corriente.

– ¿Quieres que hablemos de ello? -le preguntó.

– Se ha jodido todo -dijo Billy.

– ¿Qué? ¿Qué ha pasado?

– De todo.

– ¿Crees que esta vez habéis terminado definitivamente?

Se encogió de hombros y bajó la cabeza.

Algo le preocupaba de verdad.

– ¿Qué pasa? ¿Te ha hecho daño? ¿No querías que se acabara? Créeme, he pasado por eso. Puedes contármelo.

– Por esto no has pasado. No por lo mismo que yo. No lo creo, en cualquier caso. -Apartó la mirada.

Clevenger registró la advertencia. No parecía que fuera una simple ruptura.

– ¿De qué se trata? -preguntó Clevenger-. Sea lo que sea, Billy, no estás solo. Mientras yo esté aquí, no lo estarás.

Billy respiró hondo y de nuevo miró entrecerrando los ojos a algo que estaba muy, muy lejos.

– Dice que está embarazada -dijo-. Se ha hecho la prueba.

Clevenger intentó ocultar su propia sorpresa y decepción, que debían de ser una milésima parte de lo que sentía Billy, el pánico de ver que su vida tomaba una dirección inesperada, saltándose los caminos que pensaba que lo llevarían a un futuro más seguro.

– ¿Lo saben sus padres?

Negó con la cabeza.

– ¿Qué piensas tú? -le preguntó.

– Yo quiero que lo pierda -dijo, enfadado-. Pero ella no quiere.

Clevenger asintió.

– ¿De cuánto está?

– De cuatro semanas.

– Vale.

– Vale, ¿qué? -dijo Billy, con un nudo en la garganta.

– Nada, eso. Ven aquí.

Billy se acercó a él, pero se detuvo a unos pasos.

Clevenger le puso la mano en el ancho hombro y le tocó el cuello poderoso con los dedos.

– Todo se arreglará. Eso quería decir. Pase lo que pase, lo resolveremos juntos. Juntos saldremos adelante. -Lo atrajo hacia él y lo abrazó unos segundos, pero lo soltó cuando vio que los brazos de Billy se quedaban rígidos.

– Tengo que dormir un poco -le dijo, evitando mirarlo a los ojos. Se marchó a su cuarto y cerró la puerta.


* * *

Billy apagó la luz sobre las tres de la mañana.

Clevenger se quedó despierto en la cama. Recordó la cara de Billy cuando le había dicho que Casey estaba embarazada. Parecía asustado, aterrorizado. Y Clevenger quería asegurarse de que comprendía que su vida podía seguir adelante, incluso con la intrusión de acontecimientos sobre los que no tenía ningún control, aunque uno de esos acontecimientos fuera el nacimiento de un hijo o una hija en el decimoctavo año de su vida.

Mucho antes de oír hablar de John Snow o de Grace Baxter, Clevenger ya sabía que el riesgo de que una persona cayera en una depresión e incluso se suicidara era mayor cuando sentía que le habían secuestrado la vida, que era el pasajero de un avión con destino a un lugar al que no quería ir de ningún modo.

A veces, cuando hacerle de padre a Billy se hacía muy complicado, cuando los recuerdos de la brutalidad de su propio padre eran más nítidos, cuando llegaba a preguntarse si aquel lunático habría borrado una parte esencial dentro de él, esa parte que tenían los demás y que les permitía sentirse cómodos en el mundo y los unos con los otros, él mismo se sentía secuestrado. Y había fantaseado más veces de las que recordaba con la idea de enrolarse en uno de los petroleros gigantescos que entraban y salían del puerto de Chelsea, aceptar cualquier trabajo que pudieran ofrecerle y desaparecer.

Pensó en John Snow, en cómo él había encontrado la determinación necesaria para liberarse de su mujer, sus hijos y su socio, pero también de una mujer de la que se había enamorado profundamente, una mujer que llevaba en su vientre a un hijo suyo. Para la mayoría, la fuerza de ese vínculo era como la gravedad. Mantenía a hombres y mujeres dando vueltas los unos alrededor de los otros durante décadas, a veces totalmente aterrorizados, pero dando vueltas sin parar, estación tras estación, año tras año.

Algo explosivo debió de apartar a John Snow de la órbita de Grace Baxter, algo más poderoso que su amor. O al menos algo que parecía más poderoso.

Clevenger vio que la luz del cuarto de Billy volvía a encenderse. Le costaba conciliar el sueño tanto como a él. Un minuto después, oyó sus pasos en el salón, que se dirigía a los ventanales que daban al puente Tobin y se detenía allí.

Clevenger quería salir de la cama y estar con él, pero recordó la rigidez con la que Billy había recibido su abrazo. Y tenía que admitir que había cosas que uno no podía hacer por su hijo, como borrar sus errores. Podías sufrir con él, pero no en su lugar.

Billy volvió a moverse. Pero esta vez sus pasos se acercaban.

Llamó al marco de la puerta.

– Hola, colega -dijo Clevenger. Se apoyó en un codo y encendió la lámpara de la mesita-. Pasa.

Billy se quedó donde estaba. Parecía estar peor que hacía una hora; más pálido, incluso más asustado.

– Una noche dura -dijo Clevenger-. Creo que ninguno de los dos va a dormir mucho. Quizá deberíamos ponernos los vaqueros e ir a Savino's a comernos unas tortitas.

Billy no respondió.

– Podríamos ver un DVD -intentó Clevenger.

– Tengo que contarte algo más -dijo Billy.

A Clevenger se le cayó el alma a los pies. Se sentó en el borde de la cama.

– Te escucho.

– Te he mentido.

Clevenger esperó.

– No miré sólo los archivos de tu ordenador -dijo Billy. Bajó la vista al suelo y luego volvió a mirar a Clevenger-. Saqué copias.

– ¿De los disquetes? ¿Sacaste copias?

– De los disquetes y del diario.

Clevenger tuvo una sensación de fatalidad inminente. Lo que había llevado a Billy a su puerta, fuera lo que fuera, le preocupaba lo suficiente como para eclipsar el pánico de haber dejado embarazada a su novia-. ¿Por qué ibas a sacar copias de los disquetes? -le preguntó.

– Para Jet -dijo Billy.

– ¿Disculpa?

– Las saqué para el doctor Heller. Se las di a él.

Clevenger se había puesto de pie.

– ¿Le diste las copias a Heller? ¿Te lo pidió él?

– Me pidió que le contara todo lo que pudiera averiguar sobre el caso Snow.

– ¿Te dijo por qué quería que lo hicieras?

– Me dijo que quería saber quién había matado a su paciente. Quería ayudar a encontrar al asesino. Dijo que quien había matado a Snow había matado a todos aquellos que habrían venido tras él, a todos los que habrían podido someterse a la operación que iban a realizarle a él.

Parecía un motivo noble, y difícil de creer. La explicación más sencilla era que a J. T. Heller le preocupaba estar implicado en el asesinato de Snow y quería estar al tanto de la investigación. Eso no significaba que fuera culpable, pero le hacía escalar posiciones rápidamente en la lista de sospechosos.

– Lo siento -dijo Billy.

Parecía que lo decía en serio, pero que lo sintiera no arreglaba nada.

– ¿Por qué lo hiciste? -le preguntó Clevenger.

– No lo sé. Nunca nadie se ha portado tan bien conmigo como tú. Como esta noche. Pensé que me echarías o algo así. Pero no lo has hecho. Así que quería contarte la verdad sobre lo que hice.

El Clevenger psiquiatra comprendía dos cosas acerca de Billy: que era indudable que estaba poniendo a prueba el amor de Clevenger, y que era vulnerable a los planes de otros hombres que se relacionaban con él de un modo paternal. Si Jet Heller hubiera sido corredor de apuestas, seguramente Billy se habría pasado horas y horas cogiendo boletos en un bar de Chelsea en lugar de sujetando los retractores en el quirófano del Mass General.

Pero otra parte de Clevenger, la más vulnerable, quizá la más humana, aún sentía las cosas a un nivel más visceral que cerebral. Y esa parte suya estaba furiosa por haber sido traicionada por alguien a quien tanto se había esforzado en ayudar.

– Me has mentido -dijo-. Y has puesto en peligro la investigación de un asesinato.

– ¿Quieres que me marche? -preguntó Billy.

Clevenger lo miró y vio que aquella pregunta no se refería a irse de la habitación, sino a irse del loft. Billy estaba poniendo a prueba los límites de su amor por él, pero también su capacidad de poner límites, de moldear la personalidad de Billy en la medida en que eso fuera posible a la edad de dieciocho años.

– No quiero que te marches -le dijo Clevenger-. Te quiero. Que esto no funcionara sería, sin duda, lo peor que podría pasarme en la vida. -Se quedó callado unos segundos para que aquellas palabras calaran en él-. Pero si vas a robarme y a dinamitar mi trabajo, no nos quedará otra salida. -Miró a Billy fijamente a los ojos-. No podrás seguir viviendo aquí.

– No volverá a suceder. Nunca.

Clevenger asintió.

– No hablarás con Jet Heller. ¿Entendido? No tenía ningún derecho a utilizarte de ese modo. No es tu amigo. Y no sé por qué quería seguir la investigación tan de cerca. En realidad, no lo conozco de nada. Y tú tampoco.

– De acuerdo -dijo Billy.

Clevenger se preguntó si sólo lo decía para complacerle. Pero que Billy le hubiera trasladado de forma voluntaria la información sobre Heller lo dejó más tranquilo. Había asumido esa responsabilidad.

– Intenta dormir un poco -dijo-. Lo superaremos. Y pensaremos en cómo afrontar el tema de Casey.

– Sé que no merezco que me ayudes.

– ¿Sabes qué? -dijo Clevenger-. Ya va siendo hora de que dejes de intentar demostrarlo.

Загрузка...