15:40 h
Clevenger tuvo que esforzarse por concentrarse en la carretera al salir del aparcamiento del Mass General, en dirección al club de boxeo Somerville para recoger a Billy.
Recordó la sesión con Grace de aquella mañana: sus temblores, su culpa, cómo le había preocupado que fuera a suicidarse o a matar a otra persona. La imaginó meciéndose adelante y atrás en el sillón, abrazándose. Y pensó en lo que había dicho: «No quiero hacer daño a nadie nunca más».
¿Acababa de cometer un asesinato? ¿Por eso se había derrumbado? ¿Le había pegado un tiro en el corazón al hombre al que amaba y se había quedado sola en un matrimonio que la hacía sentirse como muerta?
¿O no había hecho daño a nadie? Aunque hubiera descubierto la amnesia inminente de Snow, quizá simplemente había planeado comenzar la psicoterapia el día que él se sometía a la operación. Tal vez el hecho de que él decidiera rehacer su vida la había inspirado para rehacer la suya.
Clevenger cogió el móvil y marcó el número de la consulta para ver si Baxter había intentado ponerse en contacto con él. Contestó la secretaria del Instituto Forense de Boston, Kim Moffett, una chica de veintinueve años con la sabiduría de una anciana de ochenta.
– ¿Alguna llamada? -preguntó Clevenger.
– Llevo una hora intentando hablar contigo -le dijo.
Miró el móvil y vio que tenía mensajes en el buzón de voz. Lo había puesto en silencio antes de entrar a ver al doctor Heller.
– ¿Qué pasa?
– La mayoría de cosas pueden esperar. Pero Grace Baxter te ha llamado cinco veces.
– ¿Está bien?
– Dice que no es ninguna emergencia, pero no deja de llamar. Quiere que le dé hora para mañana por la mañana. Estás fuera todo el día en el Instituto Penitenciario de Massachusetts en Concord; tienes que evaluar la capacidad de un acusado para ser procesado. Pero le he dicho que hablaría contigo.
Clevenger tenía que visitar la prisión estatal de Concord para determinar si un hombre esquizofrénico que había matado a su padre estaba lo suficientemente cuerdo como para ser procesado. El juicio no comenzaría hasta el invierno.
– Dale hora para las ocho de la mañana -dijo-. Y llama a Concord y cambia la hora, por favor.
– Hecho. ¿Dónde estás? Se supone que tienes que estar en Somerville dentro de quince minutos.
– Estoy yendo para allá.
– North quería que te dijera que tiene información sobre un tipo llamado Collin Coroway.
– ¿Está ahí?
– No, pero puedo localizarlo. Espera.
Moffett le pasó con él.
– ¿Frank? -dijo Anderson.
– Aquí estoy.
– He comenzado investigando al socio de Snow, Collin Coroway.
– ¿Y?
– No es alguien para tomar a broma. Es ex boina verde, sirvió en Vietnam, y tiene contactos entre los agentes secretos. Su nombre aparece un montón de veces en negocios referentes a contratistas militares. Parece ser que Snow-Coroway Engineering se basa en el ingenio de Snow y los contactos de Coroway. El ochenta y cinco por ciento de su volumen de negocio está vinculado al Gobierno. Sistemas de radar, sonares, tecnología de misiles.
– Y se peleaban por si sacar la empresa a bolsa o no.
– Estaban en guerra. La típica confrontación. El tipo con cabeza para los negocios contra el tipo con la cabeza en las nubes. Coroway era el hombre de los números. Snow era el soñador. Hay que preguntarse lo encarnizada que era la batalla.
– Estoy contigo -dijo Clevenger. La lista de personas que podían desear que Snow muriera ya empezaba a crecer. Si Collin Coroway hubiera conocido el plan de Snow de cortar su relación personal, pasando a ser un competidor directo en potencia, quizá hubiera decidido terminar su sociedad con una bala-. No es el único al que hay que investigar -dijo Clevenger-. Acabo de estar en la consulta de Jet Heller. Me ha confiado un secreto: Snow tenía una aventura; con mi paciente de esta mañana, Grace Baxter.
– Quien, por casualidad, tenía un aspecto horrible -dijo Anderson.
– Me estás leyendo la mente.
– Lo que estoy pensando da miedo. ¿Vas a volver a verla?
– Mañana a primera hora. Mientras tanto, estaría bien concretar dónde estaba Collin Coroway hoy sobre las cinco de la madrugada.
– ¿Eso no sería pisarle el terreno al detective Coady?
– Sin duda.
– Disculpa -dijo Anderson-. Siempre piso donde no debo.
– Disculpas aceptadas.
– Te llamo más tarde. -Anderson colgó.
Clevenger cogió el puente de Hanover Street para salir de Boston y llegó al club de boxeo Somerville unos minutos antes de la hora.
Billy estaba entrenando con un compañero en el cuadrilátero espartano que ocupaba la mitad del local. Del techo colgaban bombillas encendidas. Quince o veinte adolescentes más golpeaban sacos pesados, levantaban pesas y saltaban a la comba en puntos que rodeaban el cuadrilátero. El gimnasio debía de estar casi a treinta y cinco grados y olía como si hubiera absorbido el sudor de los cientos de boxeadores que habían entrenado allí. Algunos de ellos llegaron a ser Guantes de Oro como Billy; uno, Johnny Ruiz, acabó siendo campeón del mundo de los pesos pesados.
Clevenger fue hasta el fondo del local, se apoyó en la pared de hormigón y miró cómo Billy propinaba golpes a su contrincante, un chico más bajo, de hombros anchos, que retrocedía, cubriéndose.
– Enfréntate a él -le dijo desde un lado del cuadrilátero el entrenador Buddy Donovan, de sesenta y tantos años, cuyo gancho de derecha aún podía hacer crujir cuellos. Llevaba un chándal gris con las iniciales S.B.C. escritas en la sudadera-. Elige los golpes. -Vio a Clevenger y lo saludó con la cabeza.
Clevenger le devolvió el saludo y luego vio cómo Billy asestaba un buen derechazo a la mandíbula de su contrincante. Pareció que el chico iba a irse contra las cuerdas, pero en el último momento se recuperó.
No había duda de que Billy sabía boxear. Era fuerte y rapidísimo, y tenía buen alcance. Ejercitó el cuerpo hasta que su torso pareció una armadura. Pero tenía algo más aparte de músculo y reflejos. Tenía la intuición de un boxeador. Detectaba la estrategia de su contrincante y se ajustaba a ella, percibía sus debilidades y las explotaba. Había estudiado el deporte, leído libros sobre él, visto vídeos de los mejores, una y otra vez: Marciano, Listón, Ali, Frazier, Foreman, Leonard.
La idea de aprender a boxear había sido de Billy, pero Clevenger le había animado. Imaginó que sería un buen modo de liberar parte de su rabia y no ir soltándola por las calles de Chelsea.
Lo había adoptado hacía dos años, después de resolver el asesinato de su hermanita en Nantucket. Con el historial que tenía Billy de drogas y agresiones, la policía le había considerado el principal sospechoso. Pero Clevenger había demostrado que estaban equivocados. Cuando terminó su investigación del caso, el nombre de Billy quedó limpio, y su padre fue a la cárcel. A su madre le retiraron la custodia por considerarla incapaz.
Así que Billy quedó libre y debía ir a vivir con una familia de acogida, pero Clevenger tomó cartas en el asunto.
Vio que Billy encajaba un duro golpe de zurda en la frente. Sacudió la cabeza, comenzó a bailar. Sonó la campana; el asalto había acabado.
– Que no te haga retroceder, Nicky -le gritó Buddy Donovan al contrincante de Billy-. Dale golpes bajos y no pares.
Billy vio a Clevenger.
– Ha llegado el doctor -gritó, y se acercó a su rincón.
– Pinta bien -dijo Clevenger.
Billy le guiñó un ojo.
La verdad era que parecía peligroso. Se había hecho rastas en el pelo rubio largo y sucio. Un tatuaje en la espalda rezaba: «Deja que sangre», con letras verdes y negras de cinco centímetros de alto, y las palabras dibujadas sobre las cicatrices de las palizas que le había propinado su padre.
Hacer de padre de Billy era como cogerle de la mano mientras caminaba por una cuerda floja sobre las llamas de su atormentado pasado. A veces parecía caminar bastante seguro y progresar bien. Otras, parecía estar destinado a caer en picado en ese infierno, a formar parte de él.
Lo más inquietante era que no tenía miedo. De niño, estar asustado no le había servido de nada; recibía la paliza de todas formas. Y la capacidad de tener miedo es uno de los ingredientes principales de la empatía. Hay que ser capaz de permitirse sufrir para poder imaginar el dolor de los demás.
Donovan tocó la campana para iniciar el siguiente asalto. Billy se dirigió saltando al centro del cuadrilátero. Su contrincante se acercó a él y se agachó, acechante. Billy saltaba de un pie a otro. Esperó hasta que el chico estuvo a su alcance, luego le asestó tres rápidos golpes de zurda que rebotaron en el casco protector.
El chico se acercó un paso más y soltó un derechazo que alcanzó a Billy en el hombro, lo que hizo que se tambaleara hacia un lado.
– Es más fuerte que tú -gritó Donovan a Billy-. Sigue moviéndote.
Billy miró a Donovan y comenzó a bailar de nuevo. Pero no toleraba que lo llamaran débil, y mucho menos considerarse como tal. Se quedó quieto, dio un paso hacia su contrincante y se plantó. Justo en ese momento, recibió un gancho de izquierda en la nariz. La sangre le bajaba por los labios.
– Te he dicho que te muevas -dijo Donovan-. No puedes enfrentarte a él directamente.
Algo nuevo asomó a los ojos de Billy. La visión estratégica, la búsqueda de una oportunidad, había desaparecido; la había reemplazado algo que parecía puro odio. Era como si el sabor de la sangre hubiera despertado en él algo primitivo e innato. Bajó los guantes a la cintura y avanzó un paso más hacia su contrincante. El chico soltó un derechazo directo que habría puesto fin al combate de haberle alcanzado, pero Billy se echó hacia atrás y el golpe le rozó la barbilla. Entonces Billy se agachó con rapidez, y comenzó a lanzar derechazos y zurdazos con la ferocidad de un luchador callejero. Algunos de los golpes los soltaba a lo loco, pero logró conectar los suficientes con los hombros, la cabeza y el cuello del chico como para hacer que se tambaleara.
– Volved a vuestros rincones. Hemos acabado -gritó Donovan, y se subió al cuadrilátero.
Clevenger se acercó.
Billy lanzó un gancho de zurda que falló y un fuerte cruzado de derecha que golpeó en la oreja izquierda del chico, que cayó rodilla en tierra.
– ¡He dicho que basta! -gritó Donovan, más fuerte esta vez. Empujó a Billy hacia las cuerdas-. Cuando digo que hemos acabado, hemos acabado. ¿Entendido?
Billy se frotó los ojos con los guantes, como un niño pequeño que se despierta de un sueño.
– Lo siento -dijo. Se llevó un guante a la nariz y miró la sangre.
– Date una ducha y cálmate, por el amor de dios -dijo Donovan. Se volvió y se dirigió hacia el otro chico, que ya se había puesto de pie, pero que aún se tambaleaba un poco.
Billy miró a Clevenger, de pie a un lado del cuadrilátero.
– Vístete -le dijo Clevenger-. Te llevaré a casa.
Donovan se acercó a Clevenger mientras Billy caminaba hacia los vestuarios.
– Tiene el don, Doc. Algún día podrá ser profesional, si lo quiere de verdad. Sólo tiene que aprender a controlarse.
– Sí.
– Porque alguien con más ojo que Nicky lo hubiera noqueado cuando se ha puesto a dar golpes a lo loco.
Parecía que la pérdida de control de Billy preocupaba a Donovan por razones muy distintas a las suyas.
– Tampoco ha podido dejarlo cuando se lo has dicho -le dijo.
– Yo no le daría mucha importancia a eso. Estos chicos son puro nervio, no pueden controlarse. Eso llega con la edad y la experiencia.
– Esperemos -dijo Clevenger.
– Llevo mucho tiempo en esto -dijo Donovan. Le dio una palmada en el hombro y se fue hacia los vestuarios.
Clevenger se dirigió a la entrada, observando a los otros chicos sudar con sus ejercicios de entrenamiento. Le habría gustado creer que Donovan tenía razón, que Billy no era distinto a ellos, que los frenos de su sistema nervioso de dieciocho años sólo patinaban a veces. Pero Clevenger sabía más sobre Billy que Donovan. Conocía su historial de violencia fuera del cuadrilátero, las veces que había dejado a chicos sangrando en las aceras, con la mandíbula rota y una conmoción.
Sabía algo más sobre Billy, porque lo sabía sobre sí mismo. Cuando eres el objetivo de un padre cruel, esa crueldad se filtra en tu propia psique. La conservación de la energía rige la mente igual que los planetas. Absorber la cólera de un hombre significa literalmente eso. Puedes sentirla y luchar para eliminarla, o puedes intentar fingir que no existe, en cuyo caso crecerá más y más hasta que, a través de la depresión o la agresión, se apropie de cada rincón de tu alma.
Mientras Clevenger esperaba a Billy en la camioneta, su mente volvió de nuevo a Grace Baxter. Pensó en llamarla para asegurarse de que mantenía la cita. Pero le preocupó que lo tuviera rato al teléfono, y trataba de concentrarse totalmente en Billy cuando estaban juntos.
Billy salió del club con las galas de un adolescente, una camiseta negra Aéropostale, pantalones militares anchos y bajos de cadera y unas Nike de bota, sin atar. Se había vuelto a poner los tres aros de plata en la oreja izquierda y el collar de cuero con cuentas de hierro. Caminaba con un aire arrogante que era fingido, como un chico que imitara al tipo duro de una película.
Entró en la camioneta y se quedó con la vista al frente.
– Gracias por venir a recogerme.
– De nada.
Frank Clevenger salió marcha atrás, cogió Broadway en dirección a la carretera 99 y a las carreteras secundarias de Chelsea.
– He roto con Casey -dijo Billy.
Durante los dos últimos años, Billy había salido con Casey Simms, una chica de diecisiete años de Newburyport, un pueblo a una hora hacia el norte por la 95. Clevenger se preguntó si anunciar la ruptura era su forma de explicar por qué había perdido los nervios en el cuadrilátero.
– Me coge por sorpresa -dijo Clevenger-. Parecía que os llevabais bien.
– Se ha vuelto pesadita, de repente. Muy celosa.
– De repente. ¿Tienes idea de por qué?
– Es una chica -dijo Billy, sin apartar la vista de la carretera.
– ¿Lo llevas bien? La ruptura, quiero decir.
Claro.
Eso era todo el acceso a la vida emocional de Billy que Clevenger conseguía últimamente.
– ¿Tiene algo que ver con la ruptura el hecho de que siguieras pegando a ese chico después de que Donovan pusiera fin al combate?
Billy se encogió de hombros.
– No le he oído.
Clevenger lo miró.
– En serio -dijo Billy, mirándolo-. Sé lo que piensas: que estaba proyectando mi frustración por Casey en Nicky. Pero no voy a echar la culpa de mi comportamiento a esa dinámica inconsciente. -Se volvió hacia Clevenger y esbozó su sonrisa más encantadora-. En otras palabras, tendría que haberle escuchado, y asumo toda la responsabilidad. ¿Te parece bien, Doc?
Billy siempre encontraba el modo de quitar importancia a sus problemas. Pero Clevenger no se los tomaba tan a la ligera.
– Si vuelves a desoír a Donovan, te quedas sin boxeo todo el verano, campeón -le dijo Clevenger-. Si respetas el deporte, genial. Si es una excusa para buscar pelea, lo dejas.
– Captado -dijo Billy, volviéndose y mirando de nuevo por el parabrisas. Pasaron quince, veinte segundos en silencio-. ¿Vas a coger el caso de ese tipo del callejón del Mass General? Ahora dicen que quizá no se mató, después de todo.
– ¿Quién lo dice?
– Un periodista de la radio. Lo he oído mientras calentaba.
Clevenger había renunciado a intentar ocultarle a Billy su trabajo forense. Pensaba que no era muy saludable para él centrarse en la violencia, pero tampoco creía que fuera muy saludable crecer con un padre que le mantenía en secreto su ocupación. Y si Billy lo veía trabajando con la policía, tal vez estaría más predispuesto a respetar la ley.
– La policía de Boston me ha contratado hoy. Quieren que les ayude a averiguar si Snow se suicidó o no.
– Guay -dijo Billy con excitación-. ¿Qué piensas?
– Es demasiado pronto para pensar nada.
Billy asintió para sí.
– Se supone que iban a operarle del cerebro, ¿no?
– Sí.
– ¿Podría haber muerto?
– En una operación de neurocirugía siempre existe esa posibilidad.
– Entonces seguro que no se mató.
Clevenger lo miró.
– ¿Por qué no?
– Porque, como se dice, la libertad es no tener nada que perder. Suicidarte es algo que siempre puedes hacer. Si crees que es probable que mueras de todas formas, ¿por qué no jugársela? Quizá no despiertes nunca. O quizá despiertes y te sientas mejor, como si fueras otra persona. -Hizo una pausa-. Yo solía desear eso. ¿Tú no?
– ¿Despertarme siendo otra persona, o no despertarme?
– Las dos. Cualquiera. Lo que fuera.
Clevenger miró a Billy, que lo miró a los ojos por primera vez desde que se había subido a la camioneta. Tenía la costumbre de abrirse de repente. Era una sensación agradable cuando pasaba, pero no ocurría a menudo, y nunca parecía durar mucho.
– Sí -admitió Clevenger-. Cualquiera.
– ¿Y no me dijiste una vez que cuando peor se sienten las personas que más deprimidas están es por la mañana? -preguntó.
– Muchas de ellas.
– Eso es porque cuando se levantan, siguen siendo exactamente la misma persona que eran la noche anterior. Pero a este tipo iban a cortarle el cerebro. Podría haber pasado cualquier cosa.
Lo que decía Billy era muy sencillo y muy lógico. Snow intentaba liberarse, dejar atrás su vida y empezar de cero. Puesto que el suicidio siempre era una opción, ¿no habría esperado al menos a ver cómo salía la operación? Como inventor, ¿el hecho de reinventarse a sí mismo no suponía una oportunidad embriagadora?
– Es una forma muy interesante de verlo -dijo Clevenger-. Puede que tengas razón. -Su instinto le decía que cambiara de tema. No quería que Billy pensara en el asesinato o en el suicidio-. Volviendo a Casey -dijo-. ¿De verdad no tienes idea de por qué le preocupa tanto que puedas irte con otras chicas?
– He estado saliendo por ahí -dijo Billy-. No es lo que ella piensa. -Volvió a mirar al frente.
Clevenger imaginó que eso sería todo lo que podría sacarle.
– Podemos hablar luego -dijo.
– Sí -dijo Billy-. Luego está bien.