El Four Seasons
Un día de primavera, nueve meses antes
Todo parecía nuevo. Los días eran largos, el sol brillaba, y las flores del Public Garden estallaban con rosas, azules y blancos alrededor del estanque, donde las barcas flotaban bajo los árboles susurrantes.
Las ventanas de la suite estaban abiertas; las cortinas, descorridas; el viento cálido hinchaba los visillos de gasa. Tumbados en la cama desnudos, con la brisa por manta, perdidos en el ruido blanco del tráfico distante, Grace Baxter y John Snow casi podían imaginar que estaban fuera los dos juntos, tumbados en la hierba mullida del parque.
Era el turno de John en el juego que Grace le había enseñado, un juego de intuición en el que uno de ellos imaginaba lo que quería el otro, adivinaba dónde besar o tocar escuchando el cambio más mínimo en la respiración, esperando que el vello se erizara, los músculos se relajaran o tensaran. Un suspiro. Un escalofrío.
No se le había dado nada bien la primera ni la segunda ni la décima vez que habían jugado, y se habían reído juntos por ello. John no sabía percibir las necesidades de Grace. Ella tenía que cogerle la mano y colocarla donde quería que la tocase, acercarle cuando quería que la abrazara, susurrarle al oído los secretos de su excitación. Pero ahora se le daba mejor. Estaba desarrollando el mismo radar emocional y sexual que tenía Grace.
Se apoyó en un codo a su lado, transportado por la visión de su cabellera caoba desplegada sobre la sábana blanca, por el modo en que sus ojos se volvían de color esmeralda cuando el sol daba con ellos, por su largo y gracioso cuello, sus pechos perfectos, por cómo se movía su abdomen al respirar.
Tres meses de encuentros -en ocasiones una vez por semana, en otras dos- no habían menguado en absoluto su deseo de verla. Las más de cien horas que habían pasado al teléfono sólo lo habían dejado sediento de oír su voz de nuevo. La atracción que sentía por Grace lo había arrancado del aislamiento que había conocido durante la mayor parte de su vida, y le estimulaba ver cómo se derrumbaban los muros que había levantado a su alrededor.
Posó la mano en la rodilla de Baxter, sintió que presionaba el muslo contra el suyo. Subió la mano por su pierna unos centímetros. Grace deslizó la rodilla entre sus piernas y le presionó la entrepierna con el muslo. Snow se inclinó hacia ella y la besó con suavidad, dejando su boca un poco hambrienta, tal como le gustaba. Al ver que ladeaba un poco la cabeza, la besó en la línea de la mandíbula, luego en el cuello. La respiración de Grace se aceleró y soltó un suspiro a medio camino entre el dolor y el placer. Vio que extendía los omóplatos y buscó con la mano el pecho de Grace. Ella subió el pie hasta la mitad de la espinilla de Snow. También sabía qué significaba aquello. Cubriéndola de besos, se abrió paso hasta su abdomen. Ella separó las rodillas. Y siguió bajando y besándola.
Más tarde. Snow apoyó la cabeza en el estómago de Grace, que subía y bajaba con su respiración, un ritmo hipnótico. Y recordó la pregunta que le había hecho la primera vez que se encontraron en el hotel: ¿por qué se centraba tanto en lo que podía ser visto y lo que no? ¿Por qué perfeccionar radares, y diseñar métodos para eludirlos, se había convertido en el trabajo de su vida? Hasta aquel momento concreto, no había tenido la respuesta.
Era más fácil -dijo en voz baja.
– ¿Mmm? -ronroneó ella.
– Cuando cenamos en el Aujourd'hui, la primera vez que nos vimos aquí, me preguntaste por qué estaba tan interesado en detectar lo que hay ahí fuera, en el cielo, en el espacio.
– Lo recuerdo.
– Creo que quería evitar mirar en mi interior.
– ¿Por qué?
– Porque nunca estuve seguro de si había algo que ver -dijo.
Ella le pasó los dedos por el pelo.
– Claro que lo había. Tan sólo perdiste de vista quién eras, por alguna razón.
– Por alguna razón.
Pasaron unos segundos.
– ¿Cuál? -preguntó ella.
Snow lo pensó.
– De niño, fascinaba a la gente -dijo-. Me fascinaba a mí mismo, lo que podía hacer con mi cerebro.
– ¿Qué era lo que podías hacer?
– Cálculos. Resolver problemas. Ecuaciones científicas complicadas.
– Un pequeño genio -dijo ella.
– Eso decía la gente.
– ¿Tus padres estaban orgullosos de ti?
– Mucho.
– Así que lo que hacías pasaba por lo que eras.
¿Cómo podía ver directamente el corazón de las cosas?, se preguntó Snow. Y ¿cómo podía adoptar el tono de voz preciso que le daba la tranquilidad de saber que él estaba a salvo contándole su verdad?
– Sí -contestó.
– Amaban tu cerebro.
– Cuando funcionaba -dijo, con una breve carcajada, pero su sonrisa desapareció rápidamente.
Ella no se rió en absoluto.
– ¿Y si no funcionaba? -le preguntó-. ¿Y si hubiera dejado de funcionar? ¿Te habrían querido de todas formas?
Snow pensó en el primer ataque que tuvo, a los diez años. Recordó cuánto le gustó estar en el hospital, que su padre y su madre hubieran pasado más tiempo con él en esa habitación de paredes blancas que en todo el tiempo anterior. Y se dio cuenta de por qué había sido así. Estuvieron a su lado porque su cerebro estaba enfermo, no porque él lo estuviera. Aquello de lo que tan orgullosos estaban sufría cortocircuitos.
– No lo sé -le dijo a Grace-. No sé si alguna vez me quisieron.
– Lo siento -dijo ella, pasándole los dedos por el pelo-. Si no estás seguro de eso, es difícil estar seguro de nada, nunca.
– No importa -dijo.
– ¿Ah, no? ¿Por qué tienes que ser tan valiente, John? Podrías derrumbarte un poco y seguiría sin pasar nada.
Una parte de Snow quería contarle a Grace el resto de la historia: que su cerebro había sufrido cortocircuitos una y otra vez; que necesitaba cuatro medicamentos para hacer que funcionara de forma fiable incluso ahora, décadas después. Pero aún quería que las cosas fueran perfectas entre ellos. No estaba dispuesto a que lo viera como una persona débil. Quizá era porque tampoco creía que lo amara. Quizá ella tenía razón en todo lo que había dicho, incluso acerca de cómo había podido responder por fin a la pregunta de si era digno o no de su amor, o del de cualquiera, incluido el suyo propio, derrumbándose un poco, dejándola acceder a sus imperfecciones, permitiéndose ser humano con ella. Pero no podía asumir el riesgo. Cerró los ojos, dejó que el movimiento de la barriga de Grace acunara su dolor y lo hiciera desaparecer.
– ¿Y tú? -le preguntó-. ¿Te han querido alguna vez? Respiró hondo de nuevo.
– No -contestó-. Creo que nunca.
– ¿Ni de pequeña?
– Tú eras un genio. Yo era guapa.
– ¿Y eso era lo único que veía la gente?
– Era muy guapa. -Se echó a reír.
Esta vez, fue Snow quien reprimió la risa.
– Tus padres tenían que saber lo inteligente que eras. Podías ver y comprender cosas que otra gente no podía.
– Quizá ése era el problema.
– ¿Qué quieres decir?
– Podía verlos a ellos.
– Y ¿qué veías? -le preguntó.
– Comienza a dársete bien.
Se le daba lo bastante bien como para notar la reticencia de Grace a decir más.
Ella le pasó un dedo por la frente, le resiguió el borde de la oreja y bajó hasta la mejilla.
– Háblame de tu esposa -le dijo.
Snow volvió a apoyarse en un codo y la miró.
– ¿A qué viene eso?
– Pensaba en ella. ¿Cómo es? ¿Cómo es vivir con ella?
No respondió de inmediato.
– Puedes decírmelo -dijo Grace.
Snow subió hacia el cabezal de la cama y se tumbó a su lado. Tuvo que pensar mucho para encontrar algo coherente que decir.
– Es mejor persona que yo -dijo.
– ¿En qué sentido?
– Ha estado al lado de mi hijo y mi hija de un modo en el que yo no he estado.
– ¿Y cómo podías estarlo? No estabas ni para ti. Tu cerebro ha estado demasiado ocupado.
– Eso no es excusa.
– Sí que lo es -dijo ella. Se inclinó y le besó en la mejilla-. ¿Aún haces el amor con ella?
– Creo que nunca lo he hecho -contestó.
Esta vez, Grace lo besó en los labios.
– ¿Y tú con tu marido? -le preguntó-. ¿Aún haces el amor con él?
– Ni siquiera estoy en la habitación. Me voy a otro sitio, mentalmente. A una playa desierta. A una carretera entre las montañas. A algún sitio donde pueda estar sola.
Snow le dio un beso en la frente con ternura.
– ¿Por qué no vienes aquí?
Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en su hombro.
– Podría intentarlo -dijo-. Si tú también lo haces. Cuando estés con ella, quiero decir. De ese modo, nos acercarán.
– Lo haré.
– Bien -dijo Grace-. Ahora, túmbate. -Mientras él se tumbaba, ella se apoyó en un codo-. Me toca -dijo. Le tocó la rodilla con la punta del dedo y luego, despacio, comenzó a subir la mano por su muslo.