Capitulo 17

Kyle Snow era un chico delgado, pero fuerte, de dieciséis años, rasgos delicados, casi femeninos, y pelo negro y largo que apartaba constantemente de sus ojos azul grisáceos. Apenas podía estarse quieto. Llevaba el típico mono naranja del Departamento de Prisiones de Massachusetts. Daba golpecitos en el suelo con el pie mientras permanecía sentado a la mesa frente a Clevenger. Tenía las pupilas dilatadas. Minúsculas gotas de sudor le cubrían la frente. Necesitaba colocarse.

– Sí, le di la nota -dijo, respondiendo a la pregunta de Clevenger sobre si había entregado la nota de suicidio de Grace Baxter a su marido, George Reese-. ¿Y qué?

– ¿La leyó?

– Sí.

– ¿Cuál fue su reacción?

– Me dijo «gracias», así, muy tranquilo. No se quedó afectado ni nada. En mi opinión, ya sabía que ella hacía su vida. Seguramente él también hacía la suya.

– ¿Te preguntó algo?

– Sólo cómo la había conseguido.

– ¿Se lo dijiste?

– No.

– ¿Por qué se la llevaste? -No lo sé.

– ¿Estabas enfadado por lo de tu padre con Grace Baxter?

Kyle comenzó a dar golpecitos con los pies. Miró hacia la puerta de la sala de interrogatorios.

– ¿Van a darme algún día esa metadona?

– Un par de minutos más -dijo Clevenger. Esperó unos segundos-. ¿Estabas enfadado con tu padre?

– No especialmente.

Clevenger decidió enfocar el asunto de otro modo. -Tu padre y tú no teníais mucha relación, hasta hace poco.

– Me odiaba -sentenció Kyle con total inexpresividad-. Eso es un tipo de relación.

Clevenger lo sabía de primera mano, por su propio padre.

– ¿Tú también lo odiabas?

Kyle sonrió.

– Solía fantasear con matarlo. ¿Responde eso a su pregunta?

– Matarlo, ¿cómo?

– Pegarle un tiro. -Sonrió, meneando la cabeza con incredulidad-. Es extraño lo bien que salen las cosas.

Clevenger se quedó callado. Kyle se secó la frente.

– No me encuentro bien.

Clevenger se levantó y caminó hasta la puerta. La abrió y le hizo una señal al guardia que había sentado fuera en el pasillo.

El guardia se levantó y se acercó.

– ¿Y la metadona? -le preguntó Clevenger.

– Ya debería estar aquí, doctor -dijo el guardia-. Llamaré otra vez a la enfermería.

Clevenger volvió a entrar en la sala y se sentó frente a Kyle.

– Te vieron cerca del Mass General hacia la hora que mataron a tu padre.

– Qué lástima no haberlo sabido. Podría haber mirado. Clevenger lo miró a los ojos y le creyó. Quizá Kyle Snow había visto cómo disparaban a su padre, o quizá no. Pero no había duda de que habría disfrutado.

– ¿Sabes algo del proyecto en el que trabajaba tu padre cuando murió? -le preguntó.

– No sé qué era. Sólo sé que le creó muchas dificultades hasta hace un mes más o menos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Se ponía muy tenso cuando las cosas no iban bien. Se quedaba despierto toda la noche, caminaba inquieto arriba y abajo o paseaba por el barrio. Venía haciendo toda esa mierda. Entonces, pareció que todo cambiaba. Como si hubiera hecho un avance importante o algo así. Se notaba por su forma de andar, más ligera. Y por la frente. Podía pasarse meses con el ceño fruncido, como si intentara leer la letra pequeña de algo, pero fuera demasiado pequeña. Y cuando acababa un proyecto, también eso desaparecía. Y es lo que pasó.

– Podías interpretarle bastante bien -dijo Clevenger.

– Se pasó todos esos años sin hablarme, apenas me miraba. Yo lo observaba, intentaba comprender qué pensaba, qué le pasaba. Qué estupidez.

– ¿Por qué?

– Porque no importaba. Intentaba encontrar un modo de acceder a él. Pero no lo había. Al menos para mí.

– ¿Y Lindsey? -preguntó Clevenger.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Sentía lo mismo que tú por tu padre?

– Venga ya. Ella lo adoraba. Y él, a ella. Hasta que pasó todo esto.

– La aventura.

– No era sólo eso. Él estaba distinto, más humano. Que estuviera liado con Grace Baxter sólo era una parte de la historia. Que se llevara bien conmigo, tan de repente, era otra. Y al ser más persona, tuvo algunos desencuentros con mi hermana. Porque se pasara toda la noche con chicos, por ejemplo. Intentó ser más autoritario. Antes, ni siquiera se enteraba si llegaba a las cuatro o las cinco de la mañana. Se lo aseguro, a ella no le gustaban nada estos cambios.

– ¿Por qué no quería que estuvieras más unido a tu padre?

– Mire, no soy estúpido. Sólo saqué esos resultados en las pruebas. Ella no soportaba que mi padre me prestara atención. Durante todos esos años en los que él no me daba ni la hora, lo tenía para ella sola. -Se cambió de posición, nervioso en la silla-. En cierto modo, me tendió una trampa, si quiere que le diga la verdad.

Ahí había una grieta que quizá Clevenger podía abrir.

– ¿Al pedirte que le entregaras la nota a George Reese?

Asintió.

– Era evidente que mi padre descubriría que había sido yo. Eso seguramente explicaría por qué dejó de hablarme las dos últimas semanas.

– ¿Te molestó? -preguntó Clevenger.

– Estoy acostumbrado -dijo. Pero su voz dejó claro que, en el fondo, tras los últimos restos de Oxycontin, sufría muchísimo.

Llamaron a la puerta. Un enfermero la abrió y entró. Llevaba un vasito de cartón con un líquido transparente: la metadona de Snow. Se acercó y se la dio.

Kyle se la bebió y le devolvió el vaso.

– Gracias.

Clevenger esperó a que el enfermero saliera.

– Supongo que te dolió que tu padre volviera a pasar de ti, después de que por fin hubieras conectado con él.

– La verdad es que nunca llegué a creerme que hubiera cambiado -dijo, sin mucho convencimiento.

– ¿No?

– A ver, alguien desea que no hubieras nacido nunca, ¿y de repente quiere ser tu mejor amigo? Creo que no. Era la excitación del momento, y punto. Estaba flipado con Grace. Así que repartía un poco la alegría que sentía. Pero nunca fue por mí, sino por él… y por ella.

– ¿Sabías lo del retrato del salón?

– Lindsey me lo contó cuando lo descubrió. Se quedó muy afectada.

– ¿Y tú?

– Pensé que era guay, en realidad.

– ¿Guay?

– Aún no lo pilla. Mi padre ha sido siempre una máquina. Un ordenador. Datos que entran, datos que salen. El matrimonio de mis padres era una farsa. No sé cómo lo logró, pero Grace Baxter le devolvió la vida. Habría llevado su retrato pegado a la frente, si ella se lo hubiera pedido.

Clevenger se quedó mirando a Kyle varios segundos.

– En resumen -dijo al fin-, ¿te alegras de que esté muerto?

Kyle no respondió.

Clevenger esperó.

– Lo echo de menos, supongo -dijo-. Pero lo he echado de menos toda la vida. Que esté muerto es mejor, en realidad.

– ¿Por qué es mejor?

– Ya no me despreciará nunca más.

Kyle Snow acababa de plantear un móvil psicológico para cometer un asesinato. Matando a su padre, habría eliminado de su vida al hombre cuya presencia le recordaba constantemente que era defectuoso y que no lo quería. Quizá no pudo soportar el dolor que le produjo que su padre se acercara a él y luego volviera a distanciarse. Quizá aquello había bastado para arremeter contra él. Pero el modo en que Kyle parecía ser también muy consciente de sus sentimientos, y dolorosamente sincero respecto a ellos, no favorecía la teoría de que hubiera recurrido al asesinato. Y su acceso al Oxycontin significaba que contaba con un suministro estable de droga para eliminar su cólera.

– ¿Crees que tu padre se suicidó? -le preguntó Clevenger.

– Puede que disparara el arma. Pero eso es irrelevante.

– ¿Qué quieres decir?

– Aunque apretara él el gatillo, nosotros lo matamos. Lindsey, yo, su socio Collin. -Sonrió-. ¿Ha visto a Collin?

– Sí-dijo Clevenger.

– Menuda pieza. ¿Sabía que le contó a Lindsey que Grace y mi padre eran amantes?

– Sí -dijo Clevenger.

– Bien. Está haciendo los deberes. Así es como yo lo veo: con Grace, mi padre volvió a la vida durante una temporada, comenzó a respirar por primera vez. Como si volviera a nacer, algo así. Y nosotros le cortamos el aire, le asfixiamos.

– Le empujasteis al suicidio.

– Ahí está. Y por eso he dicho eso de que todo era tan raro. Quería matarlo y no tuve que hacerlo.

Clevenger asintió. Tenía lógica. Collin Coroway, Lindsey y Kyle creían que habían conspirado para convertir la vida de John Snow en un sinvivir. Quizá eso fue lo que al final le empujó a operarse. Quizá, por una vez, pensó realmente que podía renacer en el amor de Grace Baxter. Y cuando le echaron la soga al cuello, decidió que sólo podría ser libre con la ayuda del bisturí.

Pero una pregunta importante seguía pendiente: si Grace Baxter amaba a John Snow lo suficiente como para escribir una nota de suicidio cuando lo perdió, si ella era su mapa del amor y él era el de ella, ¿por qué ese amor tan grande no había bastado para superarlo todo? ¿Por qué destapar su aventura le pondría fin?

Faltaba una pieza del rompecabezas.

Clevenger miró fijamente a Kyle y se vio reflejado en él. Y si bien sabía que estaba allí para investigar dos muertes, que Kyle era un sospechoso y no un paciente suyo, no pudo evitar ver el mundo de dolor en el que vivía. En realidad, lo notaba en su interior. Así era su don, y la cruz que cargaba. Era permeable al sufrimiento de los demás. Era lo que le había empujado a la bebida, las drogas y el juego para olvidar. Y era lo que le impedía levantarse e irse en aquel momento. Porque ya tenía todo lo que quería de Kyle Snow. Pero ahora sentía la necesidad de darle algo a cambio.

– Crees que el hecho de que tu padre ya no esté, hará que te sientas mejor, ¿no es así? -le preguntó Clevenger.

– Más o menos.

– Pues te equivocas.

– La única persona que siempre se ha preocupado por mí ha sido mi madre. Ahora somos una familia monoparental. Ya me siento mejor.

– Quizá sí, durante una semana. Tal vez dos. Pero la verdad es que borrar a tu padre de la faz de la tierra no cambia el hecho de que aún esté dentro de ti.

– Nunca me ha ido ese rollo New Age.

– Por eso consumes Oxys, por cierto. Las tomas para alimentar la parte de ti que es tu padre, la parte que cree que no sirves para nada, que nunca debiste nacer.

– Ahí fuera hay mucho Oxy

Clevenger sonrió para sí. Hubo un tiempo en que él pensaba igual: que mientras tuviera alcohol y coca suficiente, no tenía ningún problema.

– No hay suficiente Oxycontin en el mundo para aplacar ese sentimiento. No a largo plazo. El único modo de conseguirlo es comenzar a pensar, y a sentir, por ti mismo.

Kyle puso los ojos en blanco y apartó la mirada.

– Mi padre utilizaba un cinturón para convencerme de que no debía vivir. En realidad, creo que fue más fácil enfrentarse a eso que al hecho de ser ignorado. Cuando te ignoran, empiezas a preguntarte incluso si existes. Yo lo sabía, sólo por los moratones… -Cerró los ojos, recordó. Cuando los abrió, Kyle lo miraba fijamente-. Bueno, ¿qué se te da bien? -le preguntó Clevenger-. ¿Por qué estás en este planeta?

– Se me da muy bien conseguir que me detengan. Eso se lo aseguro.

Clevenger siguió mirándolo. Diez segundos, quince. «Vamos -pensó para sí-, abandona ya.» Diez segundos más. Estaba a punto de darse por vencido, dejarlo estar, cuando Kyle habló por fin.

– No se me da mal el dibujo -dijo, y toda la bravata de chico duro se evaporó al pronunciar aquellas palabras, que dejaron tras ellas a una persona que parecía terriblemente vulnerable. Un cervatillo asustado-. Supongo que lo heredé de mamá.

– ¿Qué clase de dibujo?

– Arquitectónico, como ella. Se me da bastante bien. Bueno, eso creo.

– ¿Lo sabe ella?

– No.

– Quizá deberías decírselo.

– Sí, quizá sí -dijo sin ningún entusiasmo.

Clevenger sabía qué problema tenía Kyle Snow con esa sugerencia. Era el amor de su padre el premio con el que había soñado en silencio. Buscar de manera activa el afecto de su madre significaría que había perdido el de su padre, definitivamente.

– Kyle, voy a decirte algo sin andarme con rodeos, porque no creo que exista la posibilidad real de que pases cien horas con un psiquiatra para entenderlo: tu padre era incapaz de querer a nadie. Adoraba la belleza y la perfección. Adoraba su propia mente. Pero no podía comprenderse a sí mismo, ni a nadie, incluida tu hermana. Quizá Grace Baxter podría haberlo arreglado, quizá no. Resultó ser demasiado tarde.

Kyle bajó la mirada a la mesa y se encogió de hombros.

– Así que ahora tienes que quererte a ti mismo -prosiguió Clevenger-. No te queda otra opción. Tienes que pensar en el talento que tienes, en el don que puedes ofrecer al mundo que te rodea. Y tienes que aprovechar la oportunidad de ofrecerlo. Y si lo haces, estarás demasiado ocupado como para ir buscando Oxycontin. Porque ya no estarás ocupado odiándote.

– Lo que usted diga.

Clevenger sintió el impulso de tomar cartas en el asunto como padre sustituto de Kyle. ¿Era porque aquel chico le necesitaba de verdad?, se preguntó. ¿O porque Clevenger deseaba que alguien hubiera hecho lo mismo por él? En cualquier caso, no pudo resistirse.

– En cuanto acabe la investigación -le dijo a Kyle-, me gustaría echar un vistazo a lo que hayas dibujado. Tengo algunos amigos en estudios de arquitectura. Estoy seguro de que estarán dispuestos a hablarte de este mundo.

– Siempre que no me haya detenido por asesinato, quiere decir -dijo Kyle.

Clevenger oyó una pregunta muy escondida en ese comentario aparentemente brusco, una pregunta sobre hasta qué punto iba Clevenger a hacerle de padre. ¿Lo entregaría a la policía si resultaba que era culpable? Y al escuchar aquello, le quedó claro lo importante que era no fingir que Kyle era su paciente, y menos aún su hijo. Estaba corriendo el mismo peligro que con Lindsey Snow: perderse dentro de la dinámica emocional de la familia Snow. Miró a Kyle a los ojos.

– Si tengo que detenerte por asesinato, amigo mío, tendrás todo el tiempo del mundo para dibujar -le dijo-. Y seguiré queriendo echar un vistazo a tus dibujos.


* * *

North Anderson estaba esperando a Clevenger en el vestíbulo de la prisión cuando salió. Clevenger se acercó a él.

– Coady me ha dicho que estarías aquí -dijo Anderson-. He descubierto algo que deberías saber.

– ¿Qué? -preguntó Clevenger.

– He comenzado a revisar los consejos de administración de los contratistas militares, esperando encontrar a alguien que conociera, para que nos ayudara a investigar el Vortek. No he visto a nadie que me resultara familiar. Eso sirve para Lockheed, Boeing y Grumman. Luego he decidido pasarme por la tesorería del estado, para mirar los archivos corporativos y verificar su propio consejo de administración.

– ¿Y?

– Ninguna sorpresa, en realidad. Están Coroway, Snow, un ángel inversor de Merrill Lynch, y un profesor de Harvard, ese genio informático que se llama Russell Frye. El único inusual es Byron Fitzpatrick, quien resulta que fue secretario de Estado de la administración Ford. Pero imagino que este tipo seguramente estará en mil consejos.

– Quizá -dijo Clevenger-, pero también es presidente de InterState Commerce, la empresa que Coroway visitó ayer en Washington.

– Entonces tenemos trabajo que hacer. Porque mi siguiente parada fue una visita a mi colega del departamento de hacienda de Massachusetts. Le pedí que mirara las declaraciones del impuesto de sociedades de Snow-Coroway de los últimos cinco años. Adivina quién compró el diez por ciento de la empresa en 2002.

– Soy psiquiatra, no parapsicólogo.

– El Beacon Street Bank.

La contundencia de la información hizo que Clevenger retrocediera un paso.

– Pagaron veinticinco millones por el diez por ciento de la empresa.

Clevenger recordó que Collin Coroway le había dicho que la cantidad que se había dedicado originalmente a los fondos de I+D del Vortek era de veinticinco millones de dólares. ¿Era sólo una coincidencia?

– Así que imagino que Reese y el Beacon Street estaban muy interesados en que el Vortek saliera al mercado -añadió Anderson.

– Entonces querría a Snow con vida -dijo Clevenger.

– Al menos hasta que el Vortek estuviera acabado. Creo que sería conveniente que yo también fuera a Washington, a echar un vistazo por la oficina de patentes. He preguntado a un par de abogados de patentes que conozco: la naturaleza real de cualquier patente de misiles estará clasificada. Pero Snow y Coroway aparecerían en el registro si hubieran presentado alguna.

– Ten cuidado. Es obvio que estamos pisándole el terreno a alguien.

– ¿Lo dices porque ese federal te ha noqueado?

Clevenger se tocó la nuca dolorida.

– Por eso y porque Whitney McCormick ha volado hasta aquí para intentar pararme los pies. Vuelve a trabajar en el FBI.

Anderson esbozó una gran sonrisa.

– ¿Cuánto pensabas tardar en decírmelo?

– Estaba en la comisaría de policía cuando he ido a ver a Coady.

– Eso sí que es un verdadero avance en el caso. En tu caso, al menos. Ya fue muy difícil decirle adiós una vez. Podría haber vuelto para quedarse, amigo mío.

– Tiene otros planes.

– Quizá. Pero creo que eres tú quien ha de tener cuidado -dijo Anderson.

– Recuérdamelo.


* * *

Clevenger llamó a las oficinas del Instituto Forense de Boston para hablar con Kim Moffett.

– He alquilado tres ordenadores -dijo-. Gastos de empresa. Espero que no te importe.

– ¿Importaría que me importara?

– Imagino que se quedarán una temporadita con los nuestros.

– Bien pensado.

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Soy todo oídos.

– ¿Van a mirar nuestros archivos personales, correos electrónicos y todo eso?

– Si tienen una orden de registro -dijo Clevenger-. Puede que aunque no la tengan. ¿Por?

– Por nada.

– Vamos.

– Es que está mi anuncio de Match.com con las respuestas -dijo Moffett.

– ¿Y?

– Es privado. Me da vergüenza.

– Serán discretos. Pero quizá será mejor que en el futuro te ocupes de esas cosas en tu tiempo libre -dijo Clevenger-. La semana pasada pediste un aumento porque tenías mucho trabajo.

– No recibo demasiadas respuestas a mi anuncio. Tardo dos segundos en comprobarlo.

– Estoy seguro de que te llueven las ofertas. Y eso del tiempo era broma.

– Contigo nunca se sabe. Siempre tienes la misma voz.

– Es por mi formación psiquiátrica. ¿Algún mensaje?

– Sólo de Billy.

– ¿Me ha dejado un mensaje en la oficina? -preguntó Clevenger.

– Me ha dicho que te había llamado al móvil, pero que no había podido hablar contigo.

– ¿Cuál es el mensaje?

– No ha ido a clase para asistir a otra operación del doctor Heller.

– ¿Cómo?

– Creo que no quería decírtelo en persona; en persona por teléfono, quiero decir. Por eso ha llamado aquí.

– ¿Ha dicho algo más?

– Sólo que es un caso muy importante y que por eso sabía que no te importaría. Ha dicho que podía estar todo el día, y parte de la noche.

– ¿En serio?

– Le he dicho que sonaba muy impreciso -dijo Moffett-. Que papá no lo había autorizado, ¿sabes?

– ¿Ha llamado Heller para preguntar si me parecía bien?

– No. Quizá trató de llamarte al móvil.

– Lo comprobaré. ¿Qué más?

– John Haggerty tiene un caso para ti. Un alegato de enajenación mental. Quiere mandarte el expediente.

– Dile que me lo mande. Pero tardaré un tiempo en poder comenzar a trabajar.

– Se lo diré.

Después de que Clevenger colgara, comprobó los mensajes de voz de su móvil. Tenía un mensaje de Mike Coady diciéndole que le llamara, pero ninguno de Heller. Era obvio que tendría que poner límites respecto a cuándo podía ir Billy al Mass General.

Marcó el número de Coady y le pasaron con él.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– He detenido a George Reese un poco antes.

Clevenger miró la hora. La una y veinte.

– ¿Por qué?

– Iba al aeropuerto de Logan. He hecho que lo siguieran a la terminal internacional. Tenía reserva para un vuelo a Madrid.

– ¿Unas pequeñas vacaciones después de perder a Grace? -El billete era sólo de ida.

– Quizá no le guste atarse a un vuelo de regreso.

– Bueno, ahora sí que lo tenemos bien atado. Al menos de momento. Jack LeGrand está en la celda con él.

LeGrand era el rey del derecho penal de Nueva Inglaterra, un abogado defensor que luchaba por todos los casos como un gladiador y que ganaba muchos más de los que perdía. Clevenger había trabajado con él en un par de casos hacía unos años.

– Saluda a Jack de mi parte.

– Me gustaría que te pasaras por aquí más temprano que tarde. No sé cuánto tiempo podré retener a Reese sin acusarle de algo. Y no estoy listo para hacerlo.

– Llegaré antes de una hora -dijo Clevenger.

– Ahora te veo.

Desde Storrow Drive, Clevenger salió por Back Bay y se dirigió al Mass General. Quería asegurarse de que al menos Billy decía la verdad sobre por qué se saltaba las clases.

Dejó el coche en el aparcamiento y subió a la planta de quirófanos. La recepcionista, una mujer voluminosa de mejillas rubicundas y unos sesenta años, le dijo que Heller estaba operando y le confirmó que un joven había entrado a quirófano con él.

– Soy su padre -dijo Clevenger-. ¿Sabe de qué caso se trata?

– Un aneurisma en la arteria basilar -le dijo-. Llevan ahí dentro tres horas. Como mínimo les quedan cinco más.

La arteria basilar recorría la base del cerebro. Formaba parte del polígono de Willis, la mayor red de vasos que alimentan la corteza cerebral. Sujetar un aneurisma en esa zona era extremadamente arriesgado.

– La paciente es una niña de nueve años -dijo la recepcionista.

A Clevenger se le cayó el alma a los pies. -Nueve años.

La tragedia de una niña sometiéndose a ocho horas o más de neurocirugía hizo que se diera cuenta de hasta qué punto las enfermedades eran completamente imparciales y tremendamente injustas. Le preocupó cómo reaccionaría Billy si la pequeña no salía adelante.

– Está en buenas manos -dijo la recepcionista-. El doctor Heller hace todo lo posible por un paciente. Siempre se lo toma como algo personal. Se lleva el trabajo a casa, ¿sabe?

– Es lo que he oído decir de él -dijo Clevenger. Era difícil centrarse en las habilidades quirúrgicas de Heller cuando sus aptitudes sociales parecían estar tan en duda. No había tenido la decencia de informar a Clevenger de que había vuelto a invitar a Billy al Mass General.

Pensó en pedir que llamaran a Billy para que saliera del quirófano y llevarlo a casa en aquel preciso instante, sólo para enseñarle que no podía decidir por su cuenta saltarse el instituto y jugar a los médicos. Pero no quería avergonzarlo delante de Heller.

– ¿Podría decirle que me he pasado por aquí para asegurarme de que estaba bien? -le preguntó Clevenger.

– Puede esperarlo, si quiere. Seguro que querrá tomarse un descanso dentro de poco.

– Yo no lo tendría tan claro -dijo Clevenger.

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