Capítulo 3

23:30 h

Clevenger subió a su camioneta Ford F-150 negra e inició el viaje por el puente Tobin en dirección a Boston. Había quedado con el detective Mike Coady en el depósito de cadáveres de Albany Street al mediodía. Si iba a meterse en la cabeza de John Snow, imaginó que bien podía empezar con el cadáver, la última página de la biografía, y trabajar hacia atrás.

Lo que ya conocía de Snow, lo sabía por los periódicos y la televisión. Snow era un ingeniero aeronáutico doctorado por Harvard que, tras ascender todos los rangos académicos, se había convertido, a sus treinta y dos años, en el catedrático más joven del prestigioso Laboratorio Lincoln del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Unos años después dejó el Instituto para poner en marcha Snow-Coroway Engineering, cuya sede estaba en Cambridge. Y durante las dos décadas siguientes había visto cómo sus inventos en los campos de la tecnología de radares y la propulsión de cohetes le reportaban más de cien millones de dólares gracias a empresas como Boeing y Lockheed Martin.

Pero el genio de Snow parecía pasarle factura. Sufría ataques, como si la fuerza combinada del conocimiento y de la inspiración que se arremolinaban en su mente se combinara a veces con demasiada intensidad. Y no eran ataques sutiles, de ausencia, que hacían que uno se quedara mirando al vacío. Eran tónico-clónicos, ataques generalizados que hacían que Snow se desplomara, se quedara inconsciente, emitiera grandes respiraciones, las extremidades le temblaran con violencia, apretara los dientes y, a veces, se mordiera la lengua.

Según un segmento 20/20 que le realizaron, Snow había tenido el primer ataque a los diez años mientras se esforzaba por resolver una ecuación que le había puesto su profesor de cálculo, una ecuación que habría frustrado a la mayoría de matemáticos. Cuando Snow rompió su lápiz por la mitad, el profesor se disculpó por exigirle demasiado. Pero luego vio que Snow había garabateado la respuesta correcta a pie de página, y que sus extremidades rígidas comenzaban a temblar.

Su madre y su padre se temieron lo peor, un tumor cerebral. Pero las pruebas neurológicas que le practicaron no revelaron nada. No había ni líquido, ni infarto cerebral. Un electroencefalograma dio con la respuesta: grupos de impulsos eléctricos de ondas delta y theta que cruzaban los lóbulos temporales y subían por los lóbulos frontales. Descargas de inspiración descontroladas.

John Snow tenía epilepsia. Y si bien el Dilantin la controlaba cuando era pequeño, sólo una combinación de dos medicamentos lograba controlarla a medias para cuando acabó el instituto. A los treinta y cinco años, tomaba tres medicamentos y seguía teniendo ataques. Cuanta más intensidad ponía en aquello que le apasionaba -inventar-, más sufría. Era como si su don alimentara la enfermedad. A los cincuenta, su tratamiento incluía cuatro anticonvulsivos. E incluso con este cóctel de medicinas, sufría ataques como mínimo una docena de veces al año.

Así que John Snow se propuso arreglar su cerebro estropeado. Leyó miles de libros, revistas y estudios sobre neurología y neurocirugía, se entrevistó con neurólogos y neurocirujanos de todo el mundo, buscó en Internet; todo para encontrar la respuesta a una sola pregunta: ¿qué partes de su cerebro había que extirpar para eliminar los circuitos descontrolados responsables de sus convulsiones?

Era una pregunta desalentadora porque el sistema de circuitos del cerebro está mojado. El problema tiende a filtrarse por el tejido. Cada neurona del cerebro (y hay miles de millones) gotea y absorbe constantemente iones cargados a medida que la corriente eléctrica recorre su largo axón, acabando en una colección de burbujas membranosas que contienen mensajeros químicos como la serotonina y la norepinefrina, lo que explota esas burbujas y traspasa las sustancias químicas a la siguiente neurona de la línea. Y así sucesivamente. Una reacción en cadena electroquímica alucinante que se extiende en cascada en todas direcciones.

Pero no infinitamente. El cerebro también tiene estructuras de prudencia en su interior, como los estados de un país, con fronteras que son difíciles de cruzar, incluso para la electricidad.

Snow convenció a su neurólogo para que le encargara una combinación compleja de electroencefalogramas, escáneres TEP e IRM para encontrar su patología. Luego creó un programa de software que cruzaba los resultados y generaba una imagen tridimensional por ordenador de su cerebro, en la que las zonas que mayor implicación tenían en sus ataques aparecían destacadas en rojo. Las menos sospechosas eran azules. Todas juntas, incluían partes del lóbulo temporal del cerebro, el lóbulo occipital, la circunvolución cingulada, la amígdala y el hipocampo: las bases operativas del neuroterrorismo que bombardeaban a Snow.

Después, Snow escogió cuidadosamente a su neurocirujano: J. T. Jet Heller, jefe del departamento de neurocirugía del Hospital General de Massachusetts. Con sólo treinta y nueve años. Heller, brillante y desenvuelto, se había dado a conocer al separar con éxito a unos siameses unidos por la cabeza. También se había hecho famoso por la criocirugía elegante, apenas sin sangre, que extirpaba glioblastomas cerebrales sin dañar tejidos sanos.

Heller era un inconformista dispuesto a aventurarse por un paciente e intentar lo imposible, aunque ello significara chocar con el establishment del Mass General, incluido el Comité de Ética Médica. Lo había hecho por Snow, al convocar una rueda de prensa para protestar contra la decisión inicial del Comité de Ética Médica de impedir la operación de Snow basándose en que era demasiado agresiva y podía tener efectos secundarios imprevisibles, incluido el posible daño a la vista, la memoria y el habla de Snow. Heller argumentó que Snow tenía derecho a decidir si estaba dispuesto a correr el riesgo que conllevaba eliminar su enfermedad. Amenazó con dimitir del cargo si al final el Comité se negaba a darle el permiso para seguir adelante.

Presentadores de tertulias radiofónicas de Boston, como el legendario Matty Siegel de la Kiss 108, siguieron la causa de Snow. Las cartas inundaron el hospital. Profesionales de la ética médica de renombre nacional se pusieron de su lado. Y, en un cambio total de parecer poco común, el Comité de Ética se reunió y dio luz verde a la intervención.

Ahora Snow estaba muerto; una bala le había atravesado el corazón cuando quedaba menos de una hora para que entrara en quirófano. Quizá, pensó Clevenger, la entrega de Heller por conseguir que Snow tuviera su operación había dejado atrás el deseo de éste de someterse a ella. Quizá Snow se dejó arrastrar por la campaña para revocar el fallo del Comité de Ética y no supo cómo decirle a Heller que había cambiado de opinión. Pudo llegar al hospital abatido, al tener que escoger entre renunciar a la operación y seguir sufriendo ataques debilitadores, o afrontarla y correr el riesgo de quedar ciego o mudo. Quizá no pudo vivir con ninguna de las dos decisiones.

Clevenger aparcó el coche y entró en el depósito de cadáveres. La recepcionista le dijo que encontraría a Jeremiah Wolfe, el forense, en la «cámara frigorífica» donde se realizaban las autopsias. El detective Coady estaba con él.

Clevenger recorrió el pasillo de hormigón, cruzó una puerta giratoria y entró en el frío ambiente. Por un altavoz minúsculo sonaba jazz. Wolfe y Coady estaban cada uno a un lado de una mesa de acero inoxidable donde un cuerpo yacía debajo de una sábana.

– Doctor Clevenger -dijo Wolfe-. Bienvenido.

Wolfe tenía casi setenta años; era un hombre delgadísimo con gafas redondas y de pelo indisciplinado y artificialmente oscuro. Había enseñado a Clevenger más cadáveres de los que ninguno de los dos quería recordar.

– Parece que nunca encontramos una ocasión agradable para vernos -dijo Clevenger, acercándose.

– Gajes del oficio. El detective Coady -dijo Wolfe, señalando con la cabeza a un hombre corpulento que estaba al otro lado de la mesa; un tipo de unos cuarenta y cinco años, pelirrojo y de tez rubicunda, que llevaba un traje azul oscuro. Mediría uno setenta y era ancho de espaldas.

– Gracias por venir, doctor -dijo Coady.

Clevenger estrechó la mano rolliza de Coady. Luego miró el rostro sin vida de Snow; toda la energía que había animado su mente ingeniosa y su cuerpo atlético se había marchado quién sabe adónde. Parecía veinte años mayor que el hombre algo descuidado, pero sorprendentemente guapo, que Clevenger había visto por televisión unos días antes. Tenía los ojos aparentemente clavados en algo muy lejano, faltos de la inteligencia evidente que habían desprendido; la piel, ya gris como el pergamino seco; la cabeza de pelo plateado, salpicada de sangre.

– Tiene incluso peor aspecto de lo que es habitual -dijo Clevenger.

– Es por culpa de la Glock -dijo Coady. Señaló con la cabeza una bala ensangrentada del nueve que había en una bandeja de acero inoxidable junto a la mesa.

– Perdió casi el setenta por ciento del volumen sanguíneo -dijo Wolfe.

Quizá eso explicaba lo vacío que parecía Snow. Pero Clevenger tuvo la sensación de que faltaba algo más. No había nada en su expresión que transmitiera que descansaba en paz. Al principio, Clevenger desechó la observación y se dijo que estaba sacando más conclusiones de las que debería de los labios apretados, la mandíbula rígida y los ojos escrutadores de Snow, que seguramente sólo estaba viendo el comienzo del rigor mortis. Pero la sensación que notaba en el estómago no desapareció. Porque a pesar de que era médico, a pesar de que había estudiado física, epidemiología y bioquímica mucho antes que psiquiatría, el científico que llevaba dentro no había asfixiado al poeta. Y no podía negar que tenía el convencimiento de que aún quedaba trabajo por hacer antes de que John Snow pudiera descansar realmente en paz. Quizá ésa era la sensación que North Anderson había tenido en la oficina: que la historia de Snow aún estaba inacabada.

– ¿Os parece bien esta música, o queréis que ponga otra cosa? -preguntó Wolfe.

Clevenger y Coady se miraron. Coady se encogió de hombros.

– Creo que nos parece bien -dijo Clevenger.

– Tomad nota -dijo Wolfe-. En urgencias hicieron un esfuerzo hercúleo para salvar al doctor Snow. -Los miró para comprobar que habían asimilado la advertencia. Entonces retiró la sábana.

– Dios santo -dijo Coady

Un agujero del tamaño de un puño, del puño de Jet Heller, perforaba el pecho de Snow. El ventrículo izquierdo de su corazón, hinchado y azul oscuro por el bombeo manual de Heller, sobresalía por la herida abierta. La anatomía estaba tan deformada, y la piel tan negra por los moretones, que casi no había rastro de la patología asociada a la causa de la muerte de Snow: un agujero de bala por encima de la primera costilla.

– Los médicos intentaron salvarle realizando una incisión en la pared torácica y bombeando su corazón manualmente -dijo Wolfe-. Como podéis ver, estiraron los tejidos y éstos se desgarraron. Tengo claro el punto de entrada de la bala, justo por encima de la primera costilla. -Utilizó un puntero metálico para señalar el lugar-. Estoy seguro de que atravesó el ventrículo derecho del corazón y se alojó en la tercera vértebra torácica. Pero para hacer una conjetura con cierta base acerca de que la herida fuera autoinfligida, necesitaría saber el ángulo exacto de la trayectoria de la bala. Eso me indicaría si otra persona empuñó la pistola en paralelo al suelo, o si el doctor Snow, apuntando el cañón hacia arriba, se disparó a sí mismo.

– ¿Por qué no puedes establecerlo? -preguntó Coady-. El ángulo.

– Porque la postura de la víctima también es una variable. Y no la sé. El doctor Snow podía estar de pie en posición erguida o inclinado hacia la izquierda, o hacia la derecha. Podía estar de rodillas, suplicando por su vida. Sin saber en qué posición se encontraba cuando recibió el disparo, no puedo hacer una extrapolación a partir de sus heridas y determinar una trayectoria clara de la bala.

Coady negó con la cabeza.

– Te olvidas de Chuck Stuart. Entonces dijiste que estabas seguro al 99,9 por ciento de que se había disparado él mismo. ¿Por qué ahora es distinto?

Coady se refería al famoso caso de Charles Stuart. En 1989, Stuart había asesinado a su esposa Carol, que estaba embarazada, y se había pegado un tiro en el abdomen antes de aparcar su coche en un peligroso barrio de Boston. Después declaró que un hombre negro los había asaltado de camino al hospital cuando iban a una clase de preparación al parto y que luego abrió fuego contra ellos.

– Primero, sabíamos que Stuart iba sentado al volante en el momento del «asalto». La bala se encontró en el asiento de atrás. Segundo, en este caso tenemos un daño iatrogénico importante.

– Por favor, cuidado con las esdrújulas, profesor -dijo Coady-. Fui al zoo de Massachusetts. -Universidad de Massachusetts, matrícula de honor, Pi Beta Kapa, licenciado en derecho penal y sociología, pero Coady nunca mencionaba nada de eso. No necesitaba que los chicos del cuerpo pensaran que era distinto a ellos.

– Iatrogénico -dijo Clevenger-. Causado por los trabajadores del hospital. -Señaló con la cabeza el ventrículo izquierdo hinchado de Snow-. El masaje cardíaco.

– Bien -dijo Coady-. Genial. ¿Qué pasa con el guante que llevaba Snow? -preguntó Wolfe-. ¿No dijiste que tenía quemaduras de pólvora?

– Sí que hay restos de pólvora en la piel -dijo Wolfe-. Pero, de nuevo, las muestras quedaron contaminadas por el vertido de fluidos en urgencias: sangre, preparados intravenosos, antisépticos. No puedo decir qué es más probable, que la pólvora se depositara cuando el doctor Snow cogió el arma y disparó, o que fuera cuando otra persona apretó el gatillo y él intentó apartar el arma.

– Así que me estás diciendo que no tenemos nada -dijo Coady.

– Tenemos exactamente lo que teníamos cuando hablamos por teléfono -dijo Wolfe-. Nada concluyente.

Clevenger se inclinó para mirar más de cerca las uñas de Snow, que brillaban bajo los fluorescentes.

– Se hizo la manicura -dijo-. Lleva las uñas arregladas, apenas tiene arañazos.

– Si se hizo la pedicura -dijo Coady, mirando los pies de Snow-, al menos sabríamos algo concluyente sobre él.

Wolfe no hizo caso del comentario de Coady.

– ¿Quiere compartir con nosotros lo que está pensando, doctor? -le preguntó.

– ¿Por qué un hombre que estaba tan deprimido como para pegarse un tiro se haría la manicura un día, dos, a lo sumo, antes de suicidarse? -preguntó Clevenger.

Coady frunció la boca y asintió.

– En mi primer año en el cuerpo, me llamaron para que fuera a la torre Hancock. Un tipo trajeado en una fiesta de Navidad amenazaba con tirarse de la azotea. Llevaba pajarita, gemelos, toda la parafernalia. Apuesto a que llevaba las uñas perfectas.

– De acuerdo -dijo Clevenger.

– Yo no soy psiquiatra -dijo Coady-, pero por lo que sé, el comportamiento de la gente puede ser muy contradictorio. Un tipo quiere tanto a su mujer que la mata cuando ella le dice que va a dejarle. La mata porque no puede soportar la idea de estar sin ella. No tiene sentido, ¿no? Porque no va a salir de paseo con ella si ella está en una caja, y él, cumpliendo la perpetua.

– No tiene sentido, aparentemente -dijo Clevenger.

– Aparentemente, cierto. Pero cuando alguien como tú indaga un poco más, o mucho más, quizá las piezas empiezan a encajar. Tú puedes meterte en la mente del asesino. En su realidad. Por eso te llamé. Si haces eso con Snow, imagino que comprenderemos por qué se pegó un tiro en ese callejón, a pesar de que llevara las uñas arregladas y todo eso. Entonces podré quitarme de encima a la prensa y pasar a un caso que tenga una víctima de verdad.

– No intentas obligar a nadie a actuar -dijo Wolfe.

– Claro que no -dijo Coady.

Al menos Coady no fingía tener una mente abierta, pensó Clevenger.

– Veo que tu teoría preferida es que Snow se suicidó -dijo-. ¿Tienes también una teoría de por qué lo hizo?

– Como ya le he dicho al profesor -dijo Coady-, creo que no tuvo agallas de someterse a la operación. Se rajó.

– Un momento de cobardía. Se me ha pasado por la cabeza -dijo Frank Clevenger. Asintió para sí-. Pero si se pegó un tiro en un impulso, ¿cómo explicas que llevara un arma con él?

– Tenía licencia de armas. Querría llevar una pistola cuando saliera del quirófano.

– ¿Por qué?

– Era rico -dijo Coady-. Tenía una empresa que hacía negocios con contratistas militares. Snow…

– Podía haberse sentido amenazado -dijo Wolfe-. Ya sé que mi trabajo no es hacer especulaciones.

– Todo es posible -dijo Coady, con sequedad.

– ¿Cogió él el coche para ir al hospital? -preguntó Clevenger.

– No -contestó Coady-. Tenía chófer desde hacía diecisiete años. Un inmigrante checo llamado Pavel Blazek. Dice que lo dejó en la esquina de Staniford Street, a dos manzanas de donde se pegó el tiro, unos quince minutos antes de que el 911 recibiera la llamada.

– ¿Y Snow estaba casado, tenía familia? Creo que leí que sí. Su mujer es una arquitecta bastante conocida.

– Tenía mujer y dos hijos: un chico de dieciséis años y una chica de dieciocho.

– Pero fue solo al hospital para someterse a la operación. Parece que los Snow no eran precisamente una familia muy unida.

– Escucha, un caso como éste puede generar muchos sospechosos -dijo Coady-. Encuentran a un hombre muerto en un callejón. No hay testigos. Si descubrimos que hay una docena de personas que lo odiaban a muerte, la mitad no tendrá coartada. Puede que parezca que a tres o cuatro les va mejor con él muerto que vivo. Pero eso no quiere decir que lo mataran. El hecho sigue siendo que la bala salió de su propia arma.

– ¿Llevaba algo más aparte de la pistola cuando lo encontraron? -preguntó Clevenger.

– Un maletín negro de piel con un ordenador portátil y una especie de libreta o diario. Páginas y páginas de garabatos y dibujos. Están etiquetando todas las pruebas en la comisaría.

– ¿Puedo verlas?

– Cuando quieras. Te sacaré una copia del diario y de los archivos del ordenador.

– Podría pasar a recogerlas mañana.

– Muy bien -dijo Coady. Se aclaró la garganta-. Una cosa: sé que la prensa no te deja en paz desde el caso del Asesino de la Autopista.

– No hay ninguna necesidad de… -comenzó a decir Wolfe.

– Ya me están acosando del Globe, del Herald y de todas las cadenas de la ciudad -le interrumpió Coady-. Me gustaría evitar tener pegados al culo a Geraldo Rivera, Larry King y otros, si fuera posible. Si tienes que decirme algo, que quede entre tú y yo.

– No haré ningún comentario -dijo Clevenger.

– Excelente -dijo Coady-. Te lo agradezco.

– No hay problema -dijo Clevenger-. Hay una cosa que ya puedo decirte ahora: si no fue un suicidio, pronto podrías tener otro cadáver en tus manos. Porque si el doctor Snow no se llevó el arma al pecho y se lo agujereó, lo mató alguien que no tiene ningún problema para disparar una Glock a quemarropa mientras su víctima lo observa. Alguien lleno de ira. Y no hay ninguna razón para pensar que ya no está enfadado.

– Gracias por la advertencia -dijo Coady con frialdad.

– Que quede entre tú y yo.

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