Clevenger regresó a la jefatura de policía de Boston minutos antes de las dos de la tarde. Mike Coady quería que se reunieran en su despacho antes de probar suerte con George Reese.
– Ha llamado Jeremiah Wolfe -dijo Coady-. Tiene los resultados del ADN del bebé de Grace Baxter. -Se sentó en la silla de detrás de la mesa-. Era de John Snow. Un niño.
Escuchar aquel dato recordó a Clevenger que quizá Grace Baxter estuviera lo bastante enfadada con Snow por haberla dejado como para querer eliminar cualquier rastro de él, incluida la sangre contaminada que corría por sus venas.
– De acuerdo -dijo-. Entendido. ¿Algo más?
Coady negó con la cabeza.
– ¿Quieres interrogar a Reese tú mismo, o quieres observar cómo lo hago yo desde detrás del espejo unidireccional? Tú decides.
– Creo que le sacaremos más información si lo ponemos nervioso -dijo Clevenger-. O de verdad está furioso conmigo, o querrá que lo parezca. Quizá tenga problemas para mantener una historia coherente.
– Quizá debas pensar en ese detalle confidencial que te di sobre que tuvieras cuidado. Entre los federales y Reese…
– Ya hablaremos de eso.
– ¿Cuándo? -preguntó Coady.
– Luego.
– Esto es cosa seria, Frank.
– ¿Acaso me estoy riendo?
Coady negó con la cabeza.
– Kyle Snow se ha ido a casa. Su madre ha pagado la fianza. Cien mil dólares. Para esta gente es calderilla.
– ¿Qué te ha parecido?
– Que odiaba a su viejo, eso está claro.
– Yo también odiaba al mío. Y no lo maté.
– ¿Por qué no?
– Buena pregunta -dijo Clevenger. Había fantaseado más de una vez con estrangularlo con el cinturón que utilizaba para sus palizas-. No tenía una pistola.
Coady apenas sonrió.
– A veces las oportunidades te dan idea -dijo-. La verdad es que si tratas a un niño como Snow trató a su hijo, lo mejor es no tener un arma en casa.
– Aún no puedo borrar a Kyle de ninguna lista -dijo Clevenger.
– ¿Y a Lindsey?
– Ella tenía acceso a la pistola, igual que su hermano. Sabía lo de la aventura, igual que él. Y todo su mundo estaba cambiando porque Snow estaba cambiando.
– Entonces, no la borramos -repuso Coady-. ¿Y la mujer?
– Ídem. Snow era como la piedra angular de su familia. Si él se iba, la familia se desintegraba. Y todos lo sabían, al menos inconscientemente.
– Ya te dije que generar una lista de sospechosos en un caso como éste es fácil. Lo complicado es reducirla.
– Cierto -dijo Clevenger-. Pero me alegro de tener aquí a Reese, a pesar de todo. Es el único de la lista que iba manchado de sangre cuando lo conocí.
Clevenger abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró.
Reese, que llevaba un traje gris de raya diplomática, camisa blanca y una corbata color burdeos, se levantó de la larga mesa de madera donde estaba sentado junto al abogado Jack LeGrand.
– ¿Qué coño hace usted aquí? -le preguntó a Clevenger.
– Trabajo con la policía, ¿recuerda? -contestó él-. Tengo que hacerle unas preguntas.
– ¿Que usted tiene que hacerme unas preguntas?
– Siéntese -dijo Clevenger.
Reese siguió de pie.
LeGrand puso la mano en el brazo de Reese y con suavidad, hizo que se sentara en la silla. Tendría unos cincuenta años, el pelo rojizo ondulado, los labios gruesos, las cejas largas y los ojos marrón oscuro, casi negros. Parecía un lobo meditabundo endomingado con su traje de Armani de dos mil dólares.
– Me alegro de verte, Frank -dijo, con una voz gutural que en la sala de un tribunal sonaría atronadora al instante.
Clevenger lo saludó con la cabeza y se acercó a la mesa. Sacó una silla y se sentó.
– ¿Le han leído sus derechos? -le preguntó a Reese.
– Deberían leérselos a usted -sentenció Reese furioso.
– Mi cliente no está detenido -dijo LeGrand-. Está aquí por voluntad propia.
– Vamos al grano, pues -dijo Clevenger. Miró a Reese-. ¿Cuándo descubrió que su esposa tenía una aventura con John Snow?
Reese le devolvió la mirada, sin inmutarse.
– Mi cliente no responderá a esa pregunta -dijo LeGrand-. Estoy seguro de que lo entiendes.
– No estoy seguro de entenderlo -dijo Clevenger, a pesar de que sabía exactamente por qué LeGrand le daría a su cliente la instrucción de no responder. No tenía nada que ganar si hablaba oficialmente. La única razón por la que LeGrand permitía el interrogatorio era para hacerse una idea de en qué dirección podía ir la policía-. ¿Estás apelando a su derecho de acogerse a la quinta enmienda para no declarar en su contra? -le preguntó Clevenger.
– No me hace falta -dijo LeGrand-. No está acusado de nada. No eres miembro de un gran jurado. Esto no es un juicio. Mi cliente elige no responder, eso es todo. Quizá no le guste tu tono de voz.
Clevenger volvió a mirar a Reese.
– ¿Sabía que se veían en el Four Seasons?
– Un hotel precioso -dijo Reese-. A mí también me gusta.
– ¿Dónde encontró la nota de suicidio de su esposa? -preguntó Clevenger.
Los músculos de la mandíbula de Reese se tensaron.
– ¿Cómo tiene el valor de mencionar el suicidio de mi mujer? Si no fuera por usted, aún estaría viva.
Esas palabras seguían afectando muchísimo a Clevenger. Hizo lo que pudo para impedir que se notara.
– ¿Cuántas veces le llamó ese día para pedirle ayuda? -preguntó Reese.
LeGrand le tocó el brazo.
– De nuevo -le dijo a Clevenger-, mi cliente no hará ningún comentario sobre si halló o no una nota de suicidio ni sobre dónde la encontró o dejó de encontrar.
A Clevenger le pareció que la conversación no pasaría de ahí. Quería desconcertar a Reese, que se preguntara cuánto podía tener la policía en contra de él.
– Se reunió con Kyle Snow, ¿verdad?
– Sin comentarios -dijo LeGrand.
– ¿Le dio Kyle Snow algo en esa reunión? -preguntó Clevenger.
– No respondas -le dijo LeGrand a Reese.
– Que se acoja a la quinta enmienda -dijo Clevenger, sin apartar la mirada de Reese en ningún momento.
– No es necesario.
Clevenger siguió mirando a Reese.
– Entonces, deja que hable. No tiene nada que esconder, ¿verdad?
– Sigue -dijo LeGrand.
– La noche que su mujer fue hallada muerta, usted le dijo al agente Coady que había ido a ver a un abogado matrimonialista -le dijo Clevenger a Reese-. Dijo que por eso la nota de suicidio que se encontró en la mesita de noche de su esposa hablada de una ruptura. ¿A qué abogado fue a ver?
– Sin comentarios -dijo LeGrand.
– Tu cliente dijo que había ido a ver a un abogado matrimonialista -dijo Clevenger, mirando a LeGrand-. Deja que declare quién era, si es que fue a ver a alguno.
LeGrand sólo sonrió.
Clevenger necesitaba seguir insistiendo.
– ¿Sabía que su mujer estaba embarazada, señor Reese?
Reese frunció el ceño. Una punzada de dolor asomó a sus ojos.
LeGrand se inclinó hacia delante.
– De unos tres meses -dijo Clevenger.
– Quizá deberíamos poner fin a esto ahora mismo -dijo LeGrand, mirando a Reese.
Clevenger sabía que no le quedaba mucho tiempo.
– Cuando ella vino a verme, me dijo que se sentía prisionera de su matrimonio.
– Es usted un puto mentiroso -le espetó Reese.
Aquella reacción parecía extraña en un hombre que consideraba que su matrimonio estaba a punto de romperse.
– ¿Sabe las pulseras de diamantes que le regaló? Me dijo que era como llevar esposas.
Reese miró a Clevenger como si deseara con todas sus fuerzas saltar sobre la mesa y estrangularlo.
– Hemos terminado -le dijo LeGrand a Reese.
Reese siguió mirando a Clevenger.
– El bebé era de John Snow, por cierto -dijo Clevenger-. Nos acaba de llegar el análisis genético.
Reese cerró los ojos por un instante.
– George, de verdad creo que deberíamos irnos -dijo LeGrand.
Clevenger quería darle a Reese una información más.
– Su banco era un inversor importante de Snow-Coroway Engineering. Lo sabemos. ¿Realmente fue tan estúpido como para presentarle a su mujer a John Snow? Era un inventor, un genio. A las mujeres les encanta eso.
Reese miró a Clevenger.
LeGrand se levantó.
– George -dijo-. Nos vamos. Ya.
Reese no se movió.
– ¿Vio al instante que acabarían siendo amantes? Dicen que a veces esas cosas pasan, ¿sabe? Que es así de evidente, desde el principio. Mapas del amor, lo llaman. Personas que están predestinadas.
– Para, Frank -dijo LeGrand.
Reese cerró los puños.
– No es una imagen agradable -dijo Clevenger-. Le quitó el dinero y luego a su mujer. Veinticinco millones y a Grace. Tiene que ser irritante. Menudo beneficio obtuvo con la inversión.
Reese se lanzó hacia Clevenger desde el otro lado de la mesa. Éste intentó echarse hacia atrás, pero Reese lo agarró por el cuello de la chaqueta con la mano izquierda y con la derecha le asestó un golpe en el labio y el mentón.
Clevenger saboreó la sangre. Se quedó mirando a Reese, pero sin intentar zafarse de él.
– Tiene un carácter explosivo, George. ¿Qué dijo Grace para hacer que perdiera los nervios? ¿Le dijo que amaba a Snow, que el hijo que llevaba dentro era suyo?
Reese le golpeó de nuevo, en la frente.
LeGrand intentaba apartar a Reese de la mesa, pero apenas podía mantenerlo al otro lado.
– ¿Quería tener el bebé? -preguntó Clevenger-. ¿Era ella en realidad la que quería dejarle?
Coady entró corriendo en la sala y ayudó a apartar a Reese de la mesa. Miró a Clevenger.
– Se acabó -le dijo-. Quiero verte en mi despacho.
Clevenger no se movió.
Reese intentó soltarse para arremeter otra vez contra él, pero Coady y LeGrand lo sujetaron.
Clevenger miró a Reese fijamente a los ojos.
– ¿Qué coño estás mirando, saco de mierda? -gritó Reese. Tenía el cuello y la cara rojísimos-. ¿Sabes lo que es ver a tu mujer desangrándose? ¿Tienes idea, joder?
– ¡Vete! -le dijo Coady a Clevenger.
Clevenger esperó unos segundos, luego se dio la vuelta y se marchó.
– Tendréis noticias nuestras -le dijo LeGrand a Coady-. Lo que acabas de presenciar es acoso, no trabajo policial. El doctor quería que pasara esto.
Clevenger estaba sentado en la silla de Coady cuando éste entró.
– ¿Qué coño ha sido eso? -preguntó Coady.
– No iba a darme nada -dijo Clevenger-. Se lo tenía que sacar yo.
Coady se sentó en la silla plegable metálica que había delante de su mesa.
– ¿Y qué has conseguido, aparte de un labio hinchado?
– No estoy seguro.
– Genial. Me habría gustado poder decirle al jefe que tenemos algo de nuestra parte cuando LeGrand nos ponga una demanda de un millón de pavos.
– He dicho que no estoy seguro de lo que tenemos. No he dicho que no tuviéramos nada. ¿Qué has visto desde la sala de observación?
– ¿Ahora me interrogas a mí? -preguntó Coady, meneando la cabeza con incredulidad.
– Vamos, compláceme.
– Te diré lo que no he visto. No le he visto confesar. No le he visto contestar ni a una sola pregunta. Le he visto estallar. He visto cómo le provocabas hasta que ha explotado.
– Sí, pero ¿cuándo?
– ¿Cuándo? Cuando te ha dado por su mujer.
– ¿El qué de su mujer?
– ¿Qué quieres decir? Que se tiraba a Snow.
Clevenger negó con la cabeza.
– No. No ha sido en ese momento. -Se levantó y se puso a caminar impaciente por el despacho.
Coady lo siguió con los ojos.
– No te hagas el Sócrates conmigo, Frank. No soy un puto estudiante de medicina.
Clevenger se detuvo y lo miró.
– No ha estallado cuando he mencionado que su mujer se acostaba con Snow. Ha sido cuando he dicho que ella lo quería.
– ¿Y?
– Que Kyle Snow me dijo que Reese se tomó la noticia sobre la aventura, incluida la nota de suicidio de Grace, con bastante tranquilidad. Casi como si ya lo supiera.
– De acuerdo… Quizá lo sabía. Muchos tipos se centran en la cuestión del amor cuando descubren que su mujer les engaña. «¿Lo quieres?», preguntan. Es el tópico, ¿no?
– Sí -dijo Clevenger-. Pero normalmente, cuando ya han preguntado eso, se quedan tristes, no furiosos. Buscan recuperar a la mujer, salvar la relación. -Respiró hondo y soltó el aire-. Sabía que estaban juntos, Mike. Lo que no sabía era que estaban enamorados. Y esa parte es lo que ha hecho que George Reese se pusiera tan furioso como para arremeter contra mí, y quizá tanto como para matar a su esposa.
– ¿Cómo nos ayuda eso ahora?
– Eso permite que me introduzca en su cabeza -dijo Clevenger-. Hace que piense como él.
– Genial, Frank. -Coady se frotó los ojos con las bases de las manos-. Déjame darte ese detalle confidencial, ¿vale? Tienes la mandíbula y el labio hinchados, y un verdugón en la nuca. Retírate ahora que vas perdiendo.
– Si alguien me quisiera ver muerto, lo más probable es que no estuviera hablando contigo en estos momentos.
– ¿Realmente quieres confiar en las probabilidades en cuanto a tu vida se refiere? Sé que lograste dejar la bebida. Es una verdadera inspiración para algunos de estos polis. Por el departamento se dice que también venciste al juego. Pero quizá no lo hayan entendido bien.
Clevenger bajó la cabeza e intentó pensar en por qué le molestaba tanto llevar guardaespaldas. Y como la mayoría de conexiones que explican el dolor que sentimos en nuestro corazón, fue incapaz de recordarlo. No podía ver la verdad porque era demasiado grande y la tenía justo delante. Era tan grande como le había parecido su padre, descollando sobre él cuando era niño. Y reconocerla habría significado recordar lo vulnerable y aterrado que estaba entonces, lo impotente que se sentía, lo mucho que necesitaba amor y protección, y que no había conocido ninguna de las dos cosas.
– No me gusta la idea -dijo-. No quiero que Billy lo vea. -Negó con la cabeza, porque sabía que no estaba dando ninguna explicación-. No quiero, y punto.
15:50 h
Clevenger había dejado el móvil en la camioneta. Salió de la comisaría de policía de Boston y consultó el buzón de voz. Billy le había dejado un mensaje a las 15:12.
– Me han dicho que me buscabas -decía-. Me voy al gimnasio.
Qué raro, estaba previsto que la operación de la niña de nueve años se alargara hasta la noche. Clevenger se preguntó si comprobar que Billy estaba en el quirófano le había arruinado la experiencia, por tratarlo como un niño delante de Heller. Llamó a Billy al móvil, pero no le contestó. Decidió ir al gimnasio a verlo.
Cuando entró, Billy estaba en el cuadrilátero, arrinconando a su oponente. El otro chico era larguirucho, aunque musculoso, y al menos quince centímetros más alto que Billy Soltó un corto que alcanzó a Billy en un lado de la cabeza y luego otro que le dio de lleno en la nariz.
Billy siguió presionando.
Clevenger se apoyó en la pared de hormigón y saludó con la cabeza a Buddy Donovan, el entrenador de Billy. Donovan le devolvió el saludo.
El otro chico estaba contra las cuerdas. Se agachó un poco y se inclinó a un lado y a otro mientras Billy soltaba una serie de zurdazos y derechazos, la mayoría sin ton ni son. Cuando pudo, el chico soltó sus propios puñetazos y le asestó un par de golpes rápidos.
Clevenger esperó la inevitable explosión apenas controlada, el modo que tenía Billy de acabar una pelea.
El otro chico lanzó un gancho de derecha que alcanzó a Billy en un lado del cuello.
Billy retrocedió.
Donovan miró a Clevenger y se encogió de hombros. Se acercó al cuadrilátero.
– ¿Qué haces ahí dentro, Bishop? -gritó-. Lo tienes donde quieres. ¿A qué esperas?
Billy lanzó lo que pareció una serie de puñetazos desganados. Dos dieron en el blanco, lo que obligó a su oponente a cubrirse de nuevo. Pero ninguno parecía tener demasiada sustancia. Entonces Billy retrocedió otro paso.
– ¿Me he perdido algo? -preguntó Donovan, mirándolo desde abajo en un lado del cuadrilátero-. ¿Ha lanzado un golpe fantasma, u hoy no tienes ganas de pelear? ¿Quizá crees que ya estás listo para hacerte profesional? Te aburren los amateurs. ¿Es eso?
Billy lo miró. Al hacerlo, encajó un duro derechazo en la barbilla que le hizo tambalearse.
– Buen golpe, Jackie -le dijo Donovan al otro boxeador-. Creo que es todo tuyo. Hoy se está dando un pequeño respiro. Pero ten cuidado.
El chico dio dos pasos hacia Billy con los músculos de los brazos tensos, a punto. Se inclinó hacia la derecha, listo para lanzar un gancho de derecha, pero justo al hacerlo, Billy le asestó un único gancho de izquierda salido de la nada y cayó rodilla en tierra.
Donovan miró al chico y vio que luchaba por no desplomarse.
– Atrás, Billy. Ya no puede seguir -gritó.
Billy ya se había dado la vuelta y caminaba hacia su rincón. Cogió su toalla, separó las cuerdas y saltó fuera del cuadrilátero.
Clevenger se acercó a él.
– Creía que no estabas prestando atención. Supongo que me equivocaba.
Billy se encogió de hombros.
– Parece que tú también has bajado la guardia.
Clevenger se tocó el labio.
– Un sospechoso al que no le ha gustado mi línea de investigación. ¿No se suponía que tenías que estar en quirófano hasta la noche?
– Me aburría. -Se secó el sudor de la cara-. Tengo algo para ti en la taquilla. ¿Vienes conmigo?
– Claro. ¿Qué es?
– Ven.
Clevenger lo siguió a los vestuarios.
Billy comenzó a pulsar los números de su combinación.
– Tendremos que hablar en algún momento de las clases que te has perdido hoy -dijo Clevenger.
Billy dejó de pulsar botones un segundo, y comenzó de nuevo.
– Entiendo que te encante la cirugía. Creo que es genial. En serio. Pero no puede afectar a los estudios.
– Da igual -dijo Billy, mirando la cerradura con los ojos entornados-. Ya te he dicho que me aburría. -Volvió a marcar números.
Saltarse las clases no daba igual, y a Clevenger no le gustó el modo en que Billy parecía pasar del tema.
– Ya hablaremos cuando lleguemos a casa -dijo.
Billy se encogió de hombros y abrió la taquilla.
A Clevenger tampoco le sentó bien que se encogiera de hombros.
– También tenemos que hablar de mi ordenador y tú, de que miraras mis archivos.
Billy meneó la cabeza con incredulidad.
– ¿Crees que te estoy espiando?
– No he dicho eso. Billy se volvió y lo miró.
– Claro que sí.
– No hace falta que hablemos de ello ahora.
– No quieres que me acerque a tus cosas. Ya lo capto.
– Yo no miro tus cosas. Y espero que tú no mires las mías. Eso es todo.
– Guay -dijo Billy-. Quizá deberíamos dibujar una línea que divida el piso.
– ¿A qué viene eso?
Billy metió la mano en la taquilla, sacó un fajo de papeles y se los tiró a Clevenger.
Éste los cogió. Era el diario de John Snow.
– ¿De dónde lo has sacado?
– De tu mesa -dijo Billy-. Lo cogí y me lo guardé en la chaqueta cuando los federales vinieron al loft. Pero no te preocupes. No volveré a violar tu espacio personal nunca más.
Clevenger no sabía muy bien qué decir. Billy tenía que respetar su espacio.
– Mira, te lo agradezco -dijo-. En serio. Es una gran ayuda para el caso Snow. Pero está el tema de la convivencia y el respeto…
– Ningún problema -dijo Billy-. Hecho. -Cerró la taquilla-. Vámonos.
No se dijeron nada durante el trayecto a casa. Cuando llegaron al loft, eran las cinco de la tarde pasadas y ya había oscurecido. Billy se fue directo a su cuarto y cerró la puerta.
Clevenger pensó en darle algo de tiempo para que se relajara de lo que fuera que lo hubiera herido tanto. Se dirigió a su mesa y tocó el espacio vacío donde había estado su ordenador. Abrió los cajones. Habían confiscado todos sus disquetes, incluso los que aún estaban sin estrenar. Abrió el archivador, vio que habían sacado todos los papeles y que los habían vuelto a guardar de cualquier forma; también los habían revisado.
Escuchó los mensajes telefónicos y llamó a Kim Moffett para que lo pusiera al día. No había nada urgente.
Cogió el diario de John Snow, hielo para el labio y se sentó en el sofá. Pasó las hojas hasta llegar al dibujo de Grace Baxter; su rostro era un collage de números, letras y símbolos aritméticos. Se quedó mirándolo, pensando en el modo tan absoluto en que Baxter se había infiltrado en la mente de Snow, en cómo la energía de ella se entrelazaba con el espíritu creativo de él. Era increíble, pensó, que una persona pudiera penetrar de un modo tan absoluto en otra. Era increíble también que Snow quisiera zafarse de ese abrazo, incluso después de que Grace dejara claro en su nota que no podría sobrevivir sola, que consideraba que ellos dos eran una sola persona.
Unos minutos después, llamaron a la puerta del loft.
Clevenger se levantó y caminó hacia la entrada.
– ¿Quién es? -preguntó.
– Jet -dijo Heller.
Clevenger abrió la puerta.
Heller, que llevaba unos vaqueros, un jersey negro de cuello alto y sus botas de cocodrilo negras, se agarraba al marco de la puerta para mantenerse en pie. Estaba pálido y apestaba a whisky.
– ¿Cómo lo lleva? -preguntó.
– Bien, supongo. ¿Por qué?
– Se ha marchado del quirófano antes de que pudiera hablar con él.
– ¿Se ha marchado sin más?
Heller asintió.
– Era una causa perdida, pero…
– ¿Qué era una causa perdida?
– La niña. No quedaba nada de la arteria. Había diez milímetros que eran como papel de fumar. He intentado salvarla, salvar a la niña, pero… -Cerró los ojos.
– ¿Ha muerto?
Abrió los ojos y miró fijamente a Clevenger.
– Nueve años, joder.
– Lo siento. No sabía… Billy no me lo ha dicho. -Le puso una mano en el hombro-. Entra.
Heller se quedó quieto.
– Quizá si hubiera entrado por el paladar y hubiera subido desde allí. -Ahora miraba a través de Clevenger, a algo que estaba más allá de ellos-. He diseccionado hacia abajo. -Se tocó la coronilla-. A través del seno sagital. Tiene sentido si vas a insertar una grapa, pero es muy complicado colocar un injerto, ¿sabes?
– Vamos, pasa -dijo Clevenger.
Heller soltó el marco de la puerta y se balanceó un poco.
Clevenger lo agarró y lo llevó adentro.
Se sentaron uno frente a otro en el sofá.
– Billy está en su cuarto -dijo Clevenger-. Creo que está durmiendo.
– Tenía una oportunidad, ¿sabes? -dijo Heller en voz baja-. Dios estaba ahí dentro conmigo. Podía sentirlo. Creo que la he cagado.
– ¿No fuiste tú quien me dijo que somos humanos? Yo no soy neurocirujano, pero recuerdo lo suficiente de la Facultad de Medicina como para saber que, por lo general, un aneurisma de diez milímetros en la arteria basilar no es curable, guíe quien guíe el bisturí.
– No me hice un nombre gracias a lo que pasa «por lo general» -dijo Heller-. Y tú tampoco. -Se tapó la cara con la mano y se masajeó las sienes con el pulgar y los dedos-. Tuve que decírselo a la madre y al padre. Esperaban la buena noticia. Se lo vi en la cara. Salí pronto. Imaginaron que había ido mejor de lo esperado.
– ¿Cómo se han quedado cuando se lo has dicho?
Heller alzó la vista y lo miró.
– ¿Que cómo se han quedado? Han muerto con ella. Es así. Puede que aún no lo sepan. Pero lo sabrán. Lo sabrán cuando acabe el velatorio, y el entierro, cuando todo el mundo se vaya a su casa y ellos se miren el uno al otro y vean que sus vidas no son nada.
Por alguna razón, Clevenger pensó fugazmente en Grace Baxter, y en la sensación que tenía de que sería incapaz de salir adelante sin Snow.
– Matarte a beber tampoco resolverá nada -le dijo a Heller-. Hay muchas otras personas que confían en ti.
Heller sonrió.
– «Jet Heller irá al infierno y volverá para salvarle la vida.» -Se rió con aire taciturno.
Clevenger se quedó en silencio unos segundos.
– No estoy seguro de que sea el mejor momento para hablar con Billy de lo que ha pasado -dijo.
– No soy un gran modelo a seguir ahora mismo, ¿verdad? Entendido. -Asintió con la cabeza y se levantó-. ¿Sabes? Si te interesa saber mi opinión, creo que entiendo por qué te dedicas a lo que te dedicas.
– Quizá puedas darme una pista -dijo Clevenger, poniéndose en pie.
– Es muy sencillo. El modelo de enfermedad. Si logras encontrar el patógeno responsable de un asesinato, es decir, la persona retorcida, puede que seas capaz de evitar que muera otro buen hombre. Y eso es lo que hacemos, Frank. Luchar contra la muerte. Todos los días. Hoy ella ha ganado. Y también ganó cuando algún monstruo le pegó un tiro a John Snow. Pero si puedes descubrir quién lo mató, aislar ese patógeno, podrás eliminarlo de la faz de la tierra.
– O ponerlo en cuarentena. En la cárcel.
– Dios no ve las cosas así, amigo mío. Ojo por ojo. Es la única forma de ganar la batalla. No hay que tener miedo a extirpar el mal.
Clevenger estaba convencido de que los buenos tenían que operar a un nivel más alto que los asesinos, para que la sociedad pudiera identificar quién era quién. Pero sabía que no era el lugar ni el momento de discutir de política social.
– Yo no lo veo así -dijo, y lo dejó ahí.
– Ya lo sé, ya conozco ese aspecto tuyo -dijo Heller-. El doctor Gandhi. -Se balanceó, pero recuperó el equilibrio.
– ¿Por qué no te quedas a dormir aquí?
Heller negó con la cabeza.
– Tengo un taxi esperándome. Estoy bien. -Extendió la mano-. Buenas noches, amigo.
Clevenger se la estrechó y la soltó.
– Le contaré a Billy lo de la chica.
– Tienes suerte -dijo Heller-. De ser su padre. Es algo maravilloso. Nunca había pensado demasiado en tener un hijo. Billy hace que sienta que debería tener uno.
Clevenger sabía que Heller estaba borracho, pero ni el alcohol explicaba lo que sonaba como un apego irracional. Lo conocía desde hacía tan sólo unos días.
– Ten cuidado de camino a casa -le dijo Clevenger.
– Sí -dijo Heller. Se volvió, fue hacia la puerta y la abrió-. Dile a Billy que lo siento. Le resarciré.
– Me aseguraré de que sepa que no habrías podido hacer nada.
– Gracias -dijo Heller. Salió y cerró la puerta.
Clevenger fue al cuarto de Billy. Estaba a punto de llamar a la puerta cuando ésta se abrió.
Billy estaba al otro lado. Le temblaba el labio.
– Hola, colega -dijo Clevenger-. ¿Lo has oído?
– No me aburría -se las apañó para decir, reprimiendo las lágrimas.
– ¿Qué quieres decir?
– En el quirófano, no me aburría.
– De acuerdo… -dijo Clevenger-. ¿Qué te ha pasado entonces?
Una lágrima comenzó a resbalarle por la mejilla.
– Tenía… Tenía miedo. Tenía miedo por esa niña.
Clevenger notó que se le ponía la carne de gallina. Lo que no habían conseguido criarse con un padre sádico, vivir la muerte de una hermana, enfrentarse a un sinfín de chicos que le doblaban la edad en peleas callejeras y subirse al cuadrilátero una y otra vez, lo habían logrado un par de visitas al quirófano con Jet Heller. Billy tenía miedo, y no sólo por sí mismo, sino por otra persona. Sentía empatía por otro ser humano. Era una especie de milagro. Quizá Dios sí había estado en la sala de operaciones con Jet Heller aquel día. Quizá la niña no era la única a la que podía curar.
– Ven aquí -le dijo Clevenger, abriendo los brazos.
Billy avanzó hacia él y enterró la cara en el hombro de Clevenger.
Él lo abrazó con fuerza.
– ¿Cómo puede pasar algo así? -preguntó Billy entre sollozos-. Era tan pequeña.
Clevenger quería darle una respuesta, quería protegerlo del hecho de que la muerte es caprichosa, que la entropía es la fuerza más poderosa del mundo, que el amor del mejor padre no puede proteger al niño más inocente de un aneurisma, un cáncer, un accidente de tráfico o un asesinato. Quería protegerlo, pero lo quería demasiado para mentirle.
– No lo sé -dijo-. Ojalá lo supiera, Billy, pero no lo sé.