Estaba casi oculto por la hierba alta, con la cabeza para abajo, y desde la calle se veían sólo las piernas, rectas hacia arriba, por encima del margen de la acequia, como una V. Los pantalones le habían bajado por los tobillos, descubriendo la piel blanca y desnuda por encima de los calcetines, y daba la sensación, cruda y real, de que aquellos zapatos en el aire, en esa posición cómica, eran realmente un cadáver.
De Luca se detuvo en el arcén y se asomó a la acequia. A su lado, Pugliese hacía un sonido extraño, como un silbido, respirando profundamente, con los ojos enrojecidos. Marcon lloraba desconsoladamente.
– Pasaba en bicicleta y lo he encontrado -dijo el agente de la Especial, Anaclerico-. A saber cuánto tiempo llevaba ahí, aquí nadie dice nada. Tenía esto en la espalda, lo he cogido para que no se volara.
Tendió un papel a De Luca, que lo cogió y lo agarró, dejándolo ondear al viento cálido. «Fascista de mierda», ponía. De Luca se lo enseñó a Pugliese, que lo miró de reojo y se volvió de nuevo hacia Albertini, metido en la acequia de cabeza, con los brazos abiertos en cruz en la hierba aplastada.
– Le han disparado un tiro en la nuca, pero no han sido los partisanos -dijo-, a Albertini no.
– ¿Por qué no? -preguntó De Luca.
– Porque a Albertini no lo hubieran matado los partisanos. No me haga decir más, comisario, por favor.
De Luca se agachó sobre la acequia y apartó la hierba con una mano, para ver mejor. Marcon gimió y se alejó a toda prisa.
– Pobre Albertini -suspiró Pugliese-, sin querer acabó en un asunto de tráfico muy sucio y en estos tiempos se mata a la gente por mucho menos. Pero no han sido los de Tedesco, ésos se lo hubieran cargao a usted, no a él.
De Luca asintió.
– Claro -dijo.
– Y si vamos a hacer preguntas a la Legión sin el apoyo del jefe acabaremos arrestados y muertos nosotros también.
– Claro.
– Qué trabajo de mierda. Entonces, ¿qué hacemos?
No era una pregunta retórica, aunque los dos conocían la respuesta, una respuesta que debía proceder de De Luca.
– Vamos a casa de Alfieri. Me parece que es hora de conocer a la familia, a Littorio y a su madre… Ya hemos esperado bastante.
– Pero el jefe quiere que cojamos a Sonia Tedesco. Incluso ha llamado…
De Luca se levantó con un chasquido siniestro de las rodillas que lo hizo vacilar.
– Me importa un pito el jefe -dijo enérgico, dirigiéndose hacia el coche.
– Quédate aquí fuera y no dejes salir a nadie, ¿entendido?
Marcon asintió, apoyándose en la pared junto al portal, y De Luca llamó al timbre. Esperaron sólo unos segundos.
– ¿Sí?
– Comunicación urgente del partido, abran, por favor.
La puerta se abrió y De Luca se precipitó al interior, apartando a una criada anciana que se puso a jadear del susto.
– ¡Policía! ¿Quién hay en casa?
– Está la señora, pero usted, usted…
– Y Littorio Alfieri, ¿dónde está?
– El señorito no está… Ha salido…
– ¿Dónde está la señora?
La mujer levantó una mano, señalando un patio cerrado, con una escalera que subía, dentro de una verja de hierro, abierta. Pugliese la cogió por un brazo y la obligó a seguirlo, detrás de De Luca, que ya cruzaba el patio. Subieron las escaleras bajo un vestíbulo abovedado, donde resonaba amortiguado el eco de una radio encendida, y se detuvieron delante de una puerta, Pugliese empujó a la mujer contra una pared y se metió una mano en el bolsillo, sobre la pistola. Y las piernas, y las piernas -sonaba la radio- son lo que me gusta más. De Luca abrió sin llamar y entró. Silvia Alfieri lo miró sorprendida, con la boca abierta.
Era realmente como en las descripciones, menuda, con gafas de aumento y el cabello negro, largo y liso. Tenía un rostro fino, de aspecto muy inteligente, móvil y nervioso como sus manos de uñas largas y sus ojos, pequeños, brillantes aun tras los cristales. Estaba de rodillas en el suelo, en una alfombra, y quemaba unos papeles en la chimenea.
– ¿Tanto frío tiene? -preguntó De Luca.
– ¿Quién es usted?
– Policía, comisario De Luca. Tengo algunas preguntas que hacerle.
– Salga inmediatamente de mi casa.
Qué bonitos los ojos negros, qué bonitos los azules…
De Luca se acercó a la chimenea y con la punta del zapato volvió a lanzar al fuego un trozo de papel quemado que había caído en la alfombra.
– Necesito algunas aclaraciones por su parte -dijo-, muchas aclaraciones.
Le tendió una mano para ayudarla a levantarse, pero ella hizo caso omiso. Se puso en pie delante de él, alisándose la falda sobre las piernas, doblando el cuello hacia atrás para mirarlo, pues era mucho más baja, y De Luca trató de imaginarla mientras golpeaba a Rehinard, primero en el corazón y luego…
– ¿Su marido no está en casa?
– Mi marido está en Milán, con el Duce, y cuando sepa de vuestra intrusión… Me está esperando y tengo mucha prisa, por tanto, si no le importa, debo pedirle que se marche.
Dos manitas deliciosas que te saben acariciar…
De Luca se sentó en una butaca, de espaldas al fuego, que empezaba a darle calor, y Silvia se giró con un gesto nervioso hacia la puerta, desde donde Pugliese y la criada los miraban en silencio.
– ¡Gianna! -dijo con una nota aguda en la voz-, ¡ve a llamar enseguida a la comisaría y pregunta por el jefe de la policía!
De Luca suspiró, tranquilo.
– ¿Tiene prisa por marcharse? -preguntó-. Pues yo la arresto por el homicidio de Vittorio Rehinard.
Silvia Alfieri abrió mucho los ojos con una expresión tan asombrada que los labios se le abrieron en una sonrisa:
– ¡Usted está loco!
De Luca se encogió de hombros:
– Tal vez. Pero para empezar me llevo sus documentos y le hago dar tal vuelta por las comisarías que antes que el jefe la encuentre, quizás la guerra haya acabado.
Mas dos piernas un poco nerviosas te enamorarán…
Silvia abrió la boca y trató de decir algo, pero le salió sólo un suspiro, deformado por esa sonrisa tensa. Apagó la radio, caminó hacia la puerta, rápida sobre sus tacones altos, y la cerró en la cara de Pugliese, luego se acercó a una mesa y sacó un cigarrillo de un bolso. Lo encendió, la llama del encendedor le brilló en las lentes.
– Sólo me faltaba usted -dijo, soplando el humo. Se sentó en una butaca, delante de De Luca, y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. Parecía que no lograra estarse quieta, pues siguió moviéndose, balanceándose, aunque se la veía más tranquila.
– ¿Qué quiere saber? -dijo.
– Ha matado a Rehinard.
– ¿Eso es una pregunta? A mí me parece una afirmación. Yo me acostaba con Vittorio, como tantas otras. Y me gustaba. -Sopló el humo y De Luca volvió la cabeza para evitarlo.
– O lo ha matado usted o ha sido su hijo. Littorio traficaba morfina con Rehinard, él la tomaba de los lanzamientos de los ingleses y Rehinard la vendía. Discutieron y él lo mató. Y además ha mandado matar a uno de mis hombres.
La sonrisa de los labios de Silvia se volvió algo más tensa, alrededor del cilindro blanco del pitillo. Cruzó las piernas, retorciendo nerviosamente un tobillo.
– O usted o él -dijo De Luca-, o los dos.
Silvia se levantó y arrojó el cigarrillo al fuego. Se apoyó en la chimenea, dándole la espalda, con la raya de las medias siempre en movimiento, como una ola.
– Usted no entiende nada de nada -dijo-, y entiende demasiado. Littorio no tiene nada que ver, esa mañana estaba de servicio en la montaña. -Volvió a coger otro cigarrillo, que encendió enseguida-. Mi marido y sus amigos son unos ilusos -dijo-, creen que pueden regatear, que pueden construirse un espacio para después, pero aquí se está destruyendo todo, no queda tiempo y ellos están demasiado comprometidos. Me hace gracia esa estúpida carrera con Tedesco a ver quién es mejor y está más dispuesto a colaborar… ¡Colaborar! En cuanto se rompa el frente, los cogerán y los pondrán a todos contra el paredón sin preguntarles siquiera cómo se llaman.
Rió, y De Luca se removió incómodo en la butaca, porque aquel tema lo molestaba. Le hizo ademán de que continuara.
– En cambio, Littorio y yo queríamos irnos a Suiza, ya mismo, pero hace falta dinero… Por eso hicimos negocios con Rehinard. Littorio le vendía la morfina; Rehinard la necesitaba siempre para todos sus tráficos, servía a todas las familias bien de la ciudad.
De Luca cruzó los brazos sobre el pecho, apoyándose en el respaldo. Bueno, aquello al menos era un punto firme.
– ¿Dónde está Littorio ahora?
Silvia sopló al aire el humo del cigarrillo y lo dispersó con la mano.
– Disuelto, volatilizado… Desertó esta mañana y se pasó a los partisanos.
– ¿Y por qué se peleó usted con Rehinard?
Silvia se encogió de hombros. Habría podido decir cualquier cosa, pero había empezado a hablar y no podía detenerse, temblaba por la tensión.
– Yo odiaba a Rehinard, pero tenía esa forma de ser tan… y era tan guapo que siempre acababa volviendo. Sabía que era un capullo, que se acostaba con todas, pero no me importaba, el nuestro era un intercambio, de igual a igual, la influencia de mi marido a cambio de sus servicios. Pero cuando le presenté a Littorio se acostó también con él… ¡Qué capullo! -Silvia Alfieri sacudió la cabeza, apretando los dientes. Arrojó a la chimenea el segundo cigarrillo-. Cuando fui a su casa el otro día era para acabar con el negocio de la morfina, pues el tiempo apretaba y queríamos marcharnos. Pero me lo encontré en el suelo. No lo maté yo; lo hubiera hecho de buena gana, pero ya estaba muerto.
– Eso tendrá que demostrarlo -dijo De Luca, pero se sentía incómodo, turbado por algo. Silvia señaló la chimenea, los folios en la alfombra y las maletas preparadas.
– ¿Y esto no le basta? -dijo con una sonrisa-, ¿de verdad me cree tan estúpida como para retorcer el pescuezo a la gallina de los huevos de oro? A no ser por ese accidente, a esta hora estaría en Suiza con Littorio en lugar de quemando documentos en la chimenea.
Eso era precisamente lo que turbaba a De Luca, y de repente se sintió exhausto. Se pasó una mano por el rostro, asado por aquel fuego absurdo a finales de abril, mientras trataba de detener y apartar una serie de pensamientos que lo atormentaban, insistentes, todos a la vez.
– ¿Por eso murieron también el portero y su mujer? -preguntó-, ¿porque la vieron salir de casa de Rehinard antes de hallarlo muerto?
– El portero me llamó esa misma mañana y quería chantajearme, el muy estúpido. Pero yo se lo conté todo a mi marido… No sabía que estuvieran muertos, y francamente me importa un comino. -Silvia se encogió de hombros y lo miró desdeñosa-. ¿Está satisfecho ahora? -le dijo. Luego se arrodilló en la alfombra y se puso de nuevo a quemar hojas de papel como si él no hubiera entrado, y entonces De Luca se levantó, volvió a encender la radio y salió calladamente por la puerta.
No dijeron nada hasta llegar a la comisaría. Pugliese conducía en silencio, absorto, como si escuchara el ruido del coche, y Marcon mostraba su acostumbrada expresión impenetrable, bajo el ala del sombrero. De Luca no tenía ganas de hablar, apretaba los dientes, temblando con una rabia fría que le dolía en los músculos, como si tuviera fiebre. Sentía la necesidad de moverse, de actuar, de hacer algo, pero no sabía qué, desorientado por una serie de ideas que se amontonaban, todas juntas, fastidiosas.
Cuando se detuvo delante del edificio gris de la policía, Pugliese apagó el motor y se volvió.
– Se lo pregunto de nuevo, comisario. ¿Qué hacemos?
De Luca se encogió de hombros, con un movimiento rápido y tenso que le hizo daño en el cuello, luego sacudió la cabeza, apretando los labios en una expresión cruel.
– ¡No, ni hablar! -murmuró-, ¡a los asesinos de Albertini y Galimberti no los podemos coger ya, pero al de Rehinard lo quiero! ¡Porque aunque a nadie le importe, a mí sí!
Marcon dijo algo, señalando al exterior por la ventanilla, pero De Luca estaba tan absorto en sus pensamientos que no lo oyó, y Pugliese miraba a De Luca con una ceja arqueada y una mueca de curiosidad.
– Hemos sido los instrumentos de una lucha política y hemos topado con un tráfico de estupefacientes que no podemos tocar -dijo De Luca-, pero Rehinard es otra cosa. Todavía nos queda mucho por hacer, podemos pedir otra pericia forense y órdenes de registro y hacer que los sigan a todos, pero esta vez en serio…
Marcon volvió al coche con un periódico en la mano y se lo pasó a Pugliese a través de la ventanilla.
– Y todavía hay que interrogar a gente, examinarlos… Hay que controlar a los informadores, y ese maldito abrecartas que no aparece…
– Hemos resuelto el caso, comisario.
De Luca se interrumpió con la boca abierta y levantó los ojos hacia Pugliese.
– ¿El caso? ¿Quién lo ha dicho?
– Lo dice el periódico, la edición extraordinaria de la tarde. Lo hemos hecho muy bien, y en sólo tres días.
Pugliese arrojó el periódico al asiento trasero y De Luca lo miró sin entender. Al principio vio sólo una mancha blanca, informe, extrañamente familiar, pero cuando pudo enfocarla se dio cuenta de que eran dos cuerpos en una cama, sobre una sábana blanca, justamente. No entendió que se trataba de Sonia Tedesco hasta que leyó el título. «Pero ¿qué significa esto?», se preguntó.
– ¿Qué significa esto? -dijo en voz alta.
– Significa -dijo Pugliese leyendo por encima de su hombro, a la vez que él- que la pequeña Sonia Tedesco y su novio, «acosados por la vigilancia del brillante comisario De Luca», se han envenenado esta tarde, lo cual «demuestra inequívocamente su culpabilidad en el homicidio» de ese hijo de puta de Vittorio Rehinard. Enhorabuena, comisario, el caso está cerrado. ¿Qué opina? ¿Recibiremos un encomio?
De Luca cogió el periódico y lo arrojó por la ventanilla, con rabia.
– ¿Por qué? -preguntó-, ¿por qué se han matado?
– A lo mejor estaban desesperados, comisario. ¿Cómo iban a encontrar morfina con media comisaría continuamente detrás? Pero el periódico no habla de morfina, habla de orgías y ritos blasfemos. No creo que vayan a darnos otra autopsia.
De Luca se cogió el rostro con las manos, suspirando, soplando entre los dedos todo el vigor vibrante que la rabia le había metido en el cuerpo poco antes. Nunca se había sentido tan cansado, embotado, y habría querido apagarse, como un aparato de radio, y no encenderse hasta el día siguiente, tras una noche de sueño, con las válvulas frías.
– El jefe querrá verle -dijo Pugliese-, y Vitali también.
– Pues yo no quiero verlos a ellos.
De Luca hizo ademán a Pugliese de que bajara del coche y se puso al volante.
– Pero ¿qué les digo si le buscan?
– Dígales que estaba cansado y me he ido a casa. Me lo merezco, ¿no? He resuelto un caso en tres días.
De Luca soñaba que dormía y se despertó de pronto con el ruido metálico de una puerta que se cerraba y que lo arrancó de su incómoda duermevela, dolorosamente. Abrió los ojos a la luz empañada, se preguntó por un momento dónde estaba y la puerta de cristales de colores le recordó que se hallaba en la antesala del piso de Valeria, sentado en el sofá donde se había quedado dormido con la cabeza apoyada en un brazo. Un movimiento tras los cristales, una sombra confusa, le dio a entender que acababa de entrar alguien.
– Valeria -llamó De Luca, moviendo el brazo entumecido. Entró en el piso y ella pasó por delante de él, indiferente, dándole la espalda para desaparecer en el interior de un cuarto. Él la siguió y se detuvo en el umbral, pues era el dormitorio, y ella se estaba desabrochando la chaqueta del traje.
– La puerta estaba abierta -dijo De Luca a su espalda, indiferente-, me he quedado a esperarte y me he dormido. Debe de ser tarde.
– Es casi de madrugada -dijo Valeria, sin volverse. Dejó caer la chaqueta sobre la cama y empezó a desabotonarse la blusa, pero se detuvo enseguida-. Estoy muy cansada -dijo- y quiero acostarme. ¿Puedes marcharte, por favor?
– Me gustaría hablar contigo -dijo De Luca, y se dio cuenta de que había sonado como un lamento.
– Pues yo no quiero hablar contigo. No quiero verte nunca más. -Valeria volvió a desabotonarse la blusa. Desde detrás, De Luca le veía sólo los hombros que se movían y el cuello blanco, despejado del cabello pelirrojo recogido en la nuca. Ella se levantó y se agachó sobre los talones, quitándose los zapatos-. ¿Todavía estás ahí? -preguntó.
De Luca no dijo nada. Las ventanas del dormitorio estaban cerradas y casi reinaba la oscuridad, una penumbra gris y pesada que le había despertado el absurdo deseo de echarse también en la cama, como aquella chaqueta descompuesta, acurrucarse como un feto y dormir al menos cien mil años. Pero dio un paso adelante, apretando los dientes sobre la fuerza de la rabia sorda que lo estaba dominando y, con un gesto seco y decidido, barrió la superficie de una cajonera, arrojándolo todo por el suelo. Valeria se giró de golpe, con aire asustado.
– ¡Estás loco! -susurró.
– Quizás -dijo De Luca-. O quizás sólo cansado.
– Entonces vete a casa. O vuelve a la comisaría, a por otra medalla.
– Eres una estúpida.
– Y tú un asesino -murmuró Valeria. Él le soltó un repentino bofetón, un golpe rápido y corto, con el dorso de la mano, que le hizo girar la cabeza sobre un hombro. Ese gesto descargó toda su rabia y De Luca se sintió vacío y ridículo, con el brazo abandonado al costado y los dedos de la mano ardiendo. Valeria permaneció con la cabeza vuelta hacia un lado, respirando fuerte entre los labios entreabiertos, el seno subía y bajaba bajo la blusa abierta.
– A Sonia es como si la hubieras matado tú -masculló-, y también a ese otro desgraciado.
– Ha muerto tanta gente en este asunto… -dijo De Luca.
– Sí, y ¿por qué? ¿Por un cabrón como Rehinard? Qué asco… Pero ahora tu caso se ha terminado, ¿no? Tendrás que encontrar otra cosa para olvidar los puntos de racionamiento.
De Luca sacudió la cabeza.
– Todavía está todo por descubrir -dijo De Luca-, y yo tengo muchas preguntas que hacerte.
– No quiero decirte nada.
– Tienes que hacerlo.
– ¿Por qué? ¿Qué vas a hacerme? ¿Atarme a una silla y quemarme con un cigarrillo, como hacías antes?
– ¡Yo eso no lo he hecho nunca! -gritó De Luca, apretando los puños-, ¡no era yo quien hacía esas cosas! ¡Yo sólo hacía mi trabajo de policía, y ya está!
Valeria lo miró con una sonrisa. Tenía una luz maligna en los ojos, ocultos por un mechón de cabello rojo que le había caído sobre la frente cuando De Luca la pegó.
– Eso cuéntaselo a los partisanos -susurró.
De Luca se sentó en la cama, apoyando los brazos en las rodillas. Suspiró, agotado.
– A casa de Rehinard -dijo, obstinado- fuisteis tres mujeres aquella mañana, que sepamos nosotros. Primero Sonia y por último Silvia Alfieri, pero Rehinard ya estaba muerto. Podrías haberlo matado tú.
Valeria no respondió. Se limitaba a mirarlo con esa luz insoportable en los ojos rojos y esa curva irónica en los labios, impenetrable. De Luca levantó los ojos hacia ella, bruja desgreñada a punto de acostarse, con la blusa abierta y la falda a medio desabrochar. Alargó el brazo y la cogió por la muñeca tirando de ella hacia sí.
– Dame al menos un motivo -le pidió mientras ella trataba de no perder el equilibrio y caer encima de él-, dame al menos un motivo para descartar que lo mataras tú.
Valeria se echó hacia atrás, soltándose el brazo con un tirón violento.
– ¡Dame un motivo tú! -gritó-. ¿Por qué tenía que ser yo? ¡Dame tú una razón, es tu trabajo! Rehinard me era completamente indiferente… Ni siquiera lo odiaba, porque ni eso se merecía. Si estaba vivo o muerto me interesaba sólo cuando iba a verlo, ¡pues lo que sabía hacer él no lo sabía hacer nadie!
De Luca bajó los ojos, sonrojándose sin querer. Ella acabó de desabotonarse la falda y luego dio un paso para salir del círculo de tela que había caído al suelo. Se puso a preparar la cama, como si él no estuviera.
– ¿Dónde estuviste anoche? -preguntó De Luca evitando mirarla, sintiendo su fragancia cerca, el frufrú de su combinación. Hubiera querido alargar un brazo y tocarla, acariciarla, pero ya no tenía el valor de hacerlo.
– Salí -dijo ella-, pero esta vez no maté a nadie. Aunque si quieres puedes arrestarme por facilitar un aborto.
De Luca levantó la cabeza y ella lo miró por encima del hombro, agachada sobre el embozo de la cama.
– Tranquilo -dijo con desdén-, no era para mí, era para una niña, su novio la había metido en un lío. -Sonrió, y sacudiendo la cabeza volvió a arreglar la almohada-. Mira qué casualidad, era precisamente la criada de tu amigo Rehinard.
De Luca se quedó rígido mientras la ola helada de un escalofrío le atravesaba el cuerpo, poniéndole la carne de gallina.
– ¿Assuntina? -dijo, con voz ronca.
– Sí, Assuntina, para ella también soy como una tía. A su novio lo cogieron los alemanes hace unos días, ella quería un médico y yo la llevé.
– Su novio lleva cuatro años en el frente -murmuró De Luca. Valeria dejó de hacer la cama y se volvió hacia él, con el rostro cada vez más petrificado.
– No -dijo-, no, por favor.
De Luca se levantó de golpe, agitó un puño en el aire, con los labios apretados, y se golpeó en la frente, con fuerza.
– Qué estúpido -dijo entre dientes-. ¡Dios, qué estúpido he sido!
Dio un paso hacia la puerta y ella trató de cogerlo por un brazo, rozándole la tela del impermeable con los dedos, sin lograr detenerlo.
– ¿Adónde vas? -le preguntó-. ¿Qué vas a hacer?
Pero él parecía no oírla, sacudía la cabeza y seguía murmurando: «Qué estúpido» para sí, como un idiota. Ella lo vio salir, luego intentó correr detrás de él, descalza y en combinación, hasta las escaleras, pero era demasiado tarde, y oyó la puerta de entrada que se cerraba.