CAPÍTULO TRES

De Luca se despertó de pronto, sobresaltado.

Por la noche, en cuanto vio la cama mullida, blanda y blanca, se sintió tan cansado que cayó inmediatamente, hundiendo la cara en la almohada inmaculada. Había logrado desnudarse y meterse bajo las sábanas, pero luego, como de costumbre, había dormido con un sueño intermitente, encogido como un feto, con la respiración que a veces le fallaba y el cerebro que no quería dejar de funcionar.

La luz del sol se filtraba por los postigos entreabiertos, cayéndole sobre los párpados cerrados, y aquella oscuridad sanguínea y luminosa consiguió que se le pasara el poco sueño que le entumecía los huesos. Se levantó con un suspiro, dejando que las piernas se columpiaran largamente, inertes, desde el borde de la cama.

Bajó a la planta baja tras lavarse la cara con el agua de una jofaina y secarse con una sábana, pues no había nada más. No sabía qué hora era, su reloj de oro se lo dio a una persona, en Milán, a cambio de los documentos; pero debía de ser muy temprano, porque la casa estaba desierta. También así la cocina, inmersa en una penumbra gris y sosegada. De Luca se dio cuenta de que tenía hambre, hambre sin náuseas, por fin, y miró a su alrededor en busca de algo que comer. Trató de abrir las puertas de cristal de una alacena, pero estaba cerrada con llave, y registró ansioso los estantes inferiores: estaban vacíos. Así lo halló la Alemanita, en el suelo, furtivo y avergonzado como un ladrón.

– Ahí no hay nada -le dijo-, las llaves de esa alacena las tiene mi madre. Pero está durmiendo.

De Luca se levantó, asintiendo:

– Tenía hambre -dijo-, es decir, tengo hambre…

La Alemanita apoyó en el suelo el cubo que llevaba en la mano, un cubo metálico lleno de un revoltijo de guisantes, verdes y terrosos.

– Si gusta -dijo sin cortesía-, puedo hacerle un café.

– ¡Sí! -dijo De Luca, con énfasis, casi con un grito, y luego repitió «sí» más bajo, y tragó. La Alemanita preparó la cafetera y encendió el fogón.

– Madruga usted -dijo-. ¿Pa’ qué se ha hecho ingeniero si luego se levanta como los campesinos?

De Luca abrió los brazos:

– No puedo dormir más -dijo, como disculpándose. La Alemanita se encogió de hombros por toda respuesta y fue a abrir la ventana, colgándose hacia fuera para abrir los batientes. El sol entró en la estancia con violencia, aunque era un sol gris y enfermizo, cargado de lluvia. Tomó una silla de madera y la puso el centro de la mancha luminosa que había abierto en el suelo, luego cogió un cuenco y se sentó con él en el regazo y el cubo metálico al lado. Se quitó los zuecos y apoyó los talones en la paja de otra silla, mientras con un golpe rápido del pulgar abría una vaina y vertía en el cuenco los guisantes, pequeños y duros como balas de fusil. De Luca se quedó mirándola. Le miraba las piernas, lisas y jóvenes, rectas entre las dos sillas, que salían de los pantaloncillos cortos de militar arremangados sobre los muslos, y se sintió mal, como si algo lo presionara por dentro, algo blando y húmedo que lo aplastaba, entre el estómago y el corazón. La Alemanita se dio cuenta y lo miró con sus ojos huraños, una mirada rápida, de abajo arriba, como una cuchillada.

– Qué hace, ingeniero -dijo-, ¿mirarme las piernas? -y se rascó una rodilla, sin malicia, con las uñas cortas, por encima de la marca de una rozadura reciente.

De Luca abrió la boca, sonrojándose avergonzado, levantó las manos y dijo: «Es que…», pero el vapor empezó a silbar en la cafetera, salpicando por la válvula. La Alemanita se levantó de la silla y le puso en la mano el cuenco de los guisantes. Apartó la cafetera y vertió el café en una taza, una taza llena, luego recuperó el cuenco y volvió a su sitio, mientras De Luca se pasaba la taza de una mano a otra para no quemarse. Bebió un sorbo enseguida, sin poder contenerse, pues el olor amargo y fuerte que notaba era más fuerte que nada, más fuerte que las piernas de la Alemanita y que el líquido ardiente que le abrasaba la lengua. Se detuvo solamente por el dolor en la boca, con lágrimas en los ojos.

– Dios… -murmuró-, cuánto tiempo hacía que no tomaba café de verdad…

– Aquí siempre hemos tenido café -dijo la Alemanita, acomodándose en la silla- y nunca nos ha faltado de nada, ni siquiera en invierno, cuando el frente se detuvo en el río.

De Luca sopló el café y por encima de la taza observó su cabello corto, cortado a trasquilones. Era una mirada inocente, pero ella lo vio, y enrojeció violentamente.

– No estuve por eso con el alemán -masculló, mientras se abrochaba la blusa sobre el pecho, presionando el ojal con el pulgar-. Yo hago lo que me da la gana y a mí no me manda nadie. Ni el Carnera.

El nombre le salió como un gruñido entre los labios apretados, con las erres sonoras y marcadas, duras. De Luca iba a preguntarle algo, pero en ese momento la puerta se abrió y Leonardi apareció en el umbral, una silueta oscura y alta, a contraluz.

– Qué madrugador, ingeniero. ¿Le parece que nos vayamos? Nos espera un trabajillo.


– Pues tenía usted razón, ¿sabe? -Leonardi hablaba a toda prisa, eufórico, saltando con el jeep sobre los baches de la carretera que seguía el río. De vez en cuando se volvía hacia De Luca, que iba aferrado al tirador de la guantera-. ¿Ve lo que vale la experiencia? Dios, cuántas cosas tengo que aprender todavía… Anoche fui a buscar al médico. Fuimos a la barraca donde coloqué a los Guerra y pedí que los examinara a fondo. Con los otros tenía razón yo: un palo y se acabó, pero Delmo no, tenía usted razón en que algo había.

Se volvió hacia De Luca y lo miró con una sonrisa insistente, una sonrisa que aguardaba una pregunta. Permaneció así hasta que De Luca se apresuró a hacérsela, pues se estaban saliendo de la carretera.

– Y ¿qué había?

– Pues que al pobre Delmo no lo mataron y se acabó. Lo torturaron.

– ¿Lo torturaron?

– Pues sí, el golpe sólo lo atontó y él murió después, porque el corazón cedió a la tortura. El médico dijo que las señales eran clarísimas y que no había duda. Señales así las había visto yo también cuando uno de los nuestros volvió muerto de Bolonia, después de que lo interrogaran los de las Brigadas Negras.

– Qué raro -dijo De Luca, pero el ruido del motor cubrió su voz.

– Usted se preguntará cómo no me había dado cuenta antes -dijo Leonardi, pero esta vez no esperó la pregunta-. No eran señales como las otras, no sé, en manos y pies… éstas estaban bajo la camisa, en los músculos de la barriga. Con un cuchillo, dice el médico, y tuvo que hacerle un daño bestial… Mañana me traerá un peritaje completo. ¿Qué le parece? ¿Es importante?

– Puede que sí -dijo De Luca-, pero depende. Visto de ese modo, podría pensarse en alguien de paso, quizás de las Brigadas Negras, que quisiera dinero o comida. Pero yo no lo creo.

– ¿Por qué no?

– Pues precisamente porque lo torturaron. ¿Para qué se tortura a uno?

Leonardi se volvió hacia De Luca, que entendió en el acto, por su sonrisa hiriente, lo que iba a decirle:

– Si no lo sabe usted, ingeniero, por qué se tortura a uno…

De Luca apretó los puños en torno al tirador, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

– Yo no he torturado nunca a nadie -susurró, rígido-. En cualquier caso, se tortura a uno para enterarse de algo. La casa de los Guerra es paupérrima, se ve a primera vista, y nada lleva a pensar en dinero escondido o provisiones… Para mí que quien lo ha matado no es gente de paso, sino gente que sabía lo que quería saber.

– Gente del lugar, por tanto… Perfecto. Así nos aseguramos el apresarlos.

De Luca sonrió, sacudiendo la cabeza.

– Nos aseguramos el apresarlos… ¿Y si no logramos resolver el caso? Un porcentaje de fracasos lo tengo yo también… pequeño, eso sí, pero lo tengo.

Leonardi asintió, seguro.

– Resolveremos el caso, ingeniero, lo resolveremos. Esto me permitirá a mí tener un brillante futuro en la policía, y a usted le permitirá al menos tener algún futuro. ¿Qué me dice, ingeniero, lo resolveremos?

De Luca frunció la frente, sombrío:

– Sí, lo resolveremos -dijo-, qué remedio.

El jeep frenó bruscamente, de pronto, tanto que De Luca cayó sobre sus brazos, con un pinchazo agudo en las muñecas. Leonardi se asomó de lado y miró hacia delante, a la carretera que seguía el terraplén del margen y desaparecía tras una curva. De Luca, sentado a su derecha, no conseguía ver.

– ¿Qué pasa? -preguntó, pero Leonardi levantó un brazo. Parecía preocupado.

– Quédese aquí -le dijo, saltando del coche-. No se mueva ni diga una palabra.

De Luca asintió y se apoyó en el asiento, con los brazos cruzados, mientras Leonardi desaparecía tras la curva. Lo oyó hablar con otros y al cabo de unos minutos volvió. Leonardi subió al jeep y lo puso en marcha.

– No haga nada -le susurró-, quieto y calladito. Mire al frente, sólo al frente y ya está.

Tenía un tono gélido que lo asustó, y mientras el coche arrancaba, De Luca clavó la mirada ante sí, con el mentón levantado y el cuello tenso. Pero no pudo evitar ver con el rabillo del ojo a tres hombres parados en el arcén, ni luego mirarlos vibrar en el espejo retrovisor, dos con fusil y uno grande, de cara delgada y nariz marcada, que lo miraba, como él, a través del espejo.

– ¿Y ésos quiénes eran? -preguntó, con una punta de ansiedad-. El grandullón no dejaba de mirarme.

– Olvide que los ha visto, ingeniero -dijo Leonardi, serio-. El grande era Carnera.

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