CAPÍTULO CINCO

Sangiorgi era un hombre menudo, de aspecto nervioso. Tenía todo el cabello blanco, a pesar de que parecía todavía joven, y estaba llenando una carretilla de cal con una pala, que golpeaba contra el borde a cada palada, para despegar todo el polvo del hierro. Leonardi tuvo que llamarlo dos veces, pues, entre el ruido del horno y ese clan repetido, no lograba que lo oyera.

– Ah, Guido… -dijo Sangiorgi. Clavó la pala en medio de la carretilla y se quitó el pañuelo que llevaba en torno al cuello, para secarse el sudor, luego señaló una silla, cerca de la pared de una caseta, que tenía colgada del respaldo un capazo de paja del que asomaba el cuello de una botella.

– Total, aunque pare no pasa nada -dijo-. No tengo sacos que llenar, tengo la cal, pero no los sacos, y así tengo que llenar una a una las carretillas. ¿Te parece forma de trabajar?

Sacó la botella de la cesta y sirvió un poco de vino en un vaso, que hizo rotar con un movimiento rápido de muñeca, para lavarlo, luego lo derramó al suelo y lo llenó hasta la mitad. Lo tendió a Leonardi, pero él indicó a De Luca.

– Primero el ingeniero -dijo.

– Ah, perdone… Ingeniero, ¿eh? ¿Ha visto mi horno? ¿Qué le parece?

– Está bien -dijo De Luca, y metió de inmediato los labios en el vaso, porque no sabía decir más.

– Es una de las pocas cosas que se salvaron de la guerra, pero falta de todo, porque la mitad del pueblo se ha quedado debajo de los bombardeos y la otra mitad se la han llevado los alemanes. Lo poco que se ha salvado, por milagro, hay que reconocerlo, se lo han llevado los polacos… Como los sacos de arpillera, malditos sean… Déjeme beber, ingeniero, si no me enfado y me sube la tensión.

Se sirvió un vaso de vino mientras De Luca se presionaba el estómago con la mano, por un dolor agudo y repentino que le hizo apretar los dientes. Leonardi no se dio cuenta, aguardó a que Sangiorgi acabara de beber y luego cogió el vaso.

– Quería preguntarte una cosa -dijo, distraídamente, como quien no quiere la cosa-. Una cosa sobre el conde.

Sangiorgi dejó de servir, levantando la botella.

– Ese capullo -dijo, serio. Leonardi asintió.

– Sí, desde luego, era un cerdo y un fascista… pero quería preguntarte una cosa. ¿Qué pasó aquella noche? ¿Qué fue lo que pasó?

Sangiorgi lanzó una ojeada a De Luca y luego miró fijamente a Leonardi, que sonrió desenvuelto.

– ¿Qué? ¿A mí no me das de beber?

– No lo sé… A ti no sé si te voy a dar de beber. ¿Qué pasa, Guido? ¿Me quieres meter en líos?

Leonardi sacudió la cabeza. Puso una mano en la botella y se dobló hacia el vaso.

– Me conoces -dijo-, pasamos una semana, ¿te acuerdas?, juntos en aquel refugio, encerrados, con los alemanes rodeándonos… y ¿quién te llevó en brazos cuando te rompiste la pierna?

Sangiorgi suspiró, un suspiro breve, que le salió de los labios como un quejido.

– Sí… ya lo sé… pero ¿y éste? A ti te conozco, pero a él no…

Leonardi apoyó una mano en el hombro de De Luca, zarandeándolo. De Luca no se lo esperaba y se tambaleó, dando un paso de lado para no caer.

– Yo sí que conozco al ingeniero, puedes fiarte, Sangio, que te lo garantizo yo. Lo que digas quedará entre los tres.

– Virgen santa, Guido -murmuró Sangiorgi-, menudas historias sacas… -Se sentó en una silla, con la botella ni una mano y un vaso en la otra-. Además, yo tampoco sé nada. No fue como las otras veces. Al principio sí, llegamos con la moto y el coche, un Topolino, para cargar con ese capullo de espía, pero después… después sucedió algo.

– ¿Quiénes estaban? -preguntó De Luca, y Leonardi le lanzó una mirada seria, pero Sangiorgi siguió hablando y sacudió la cabeza:

– Los de siempre… Estábamos Pietrino y yo, en la moto. Y Carnera, claro.

De Luca abrió la boca para hablar, pero Leonardi le apretó fuertemente un brazo, hasta hacerle casi daño.

– Pietrino encerró a la Linina abajo, en la cocina -prosiguió Sangiorgi-, y yo fui a ver a los perros, porque con Carnera sobraba para bajar al conde… Y sin embargo, de repente, Carnera baja y nos dice que nos vayamos. Pero cómo, digo yo, tenemos que esperar al camión para cargar con las cosas que necesitamos en el pueblo, pero él nada, venid mañana con el camión, montad en la motocicleta y largaos… Ya sabes cómo es Carnera cuando manda: hay que obedecer. Entonces nos fuimos, y yo no sé más.

– ¿Y no preguntaste nada sobre lo que había pasado?

Sangiorgi levantó la cabeza hacia Leonardi, con una mueca de enfado:

– ¿Acaso tú preguntaste? Además, sí, lo intenté… Pregunté a Pietrino al día siguiente y él me dijo que quien hace según qué cosas acaba con un tiro en la cabeza. Y yo dije adiós muy buenas y hasta otra. -Se sirvió un vaso de vino, lo levantó como para brindar y lo vació de un trago. De Luca hizo un gesto a Leonardi de que se acercara.

– ¿Qué es eso del camión? -susurró. Sangiorgi lo oyó y se puso en pie de golpe.

– ¿Por qué? -dijo-. ¿Se ha quejado alguien? ¡Hicimos como siempre, pregúntaselo a la Piera, que tiene todos los recibos en la sección!

Leonardi levantó la mano, asintiendo:

– Claro, claro, nadie lo pone en duda… es que el ingeniero no conoce algunas costumbres. Mire, los bienes del fascista ajusticiado se reparten entre las familias que pasan necesidad… como una especie de daños y perjuicios por la guerra. Hay un comité para eso, y Sangiorgi es el presidente.

– Entonces ya sabemos para quién fue el broche.

Leonardi chasqueó los dedos.

– ¡Claro! -dijo, y se volvió hacia Sangiorgi, pero se interrumpió en cuanto vio su expresión perpleja.

– ¿Qué broche? -preguntó Sangiorgi.

– El broche del conde…

– No había ningún broche.

De Luca miró a Leonardi, que había palidecido y miraba fijamente a Sangiorgi.

– Había dos armarios, fusiles, dinero y libros que fueron a la biblioteca, pero ningún broche.

– ¿Está seguro? -preguntó De Luca. Sangiorgi cuadró los hombros y sacó el mentón con expresión agresiva. Parecía que se hubiera puesto de puntillas.

– ¡Pues claro que estoy seguro! -dijo. Leonardi alargó un brazo delante de De Luca, como si quisiera separarlos.

– Vale, Sangio, vale… No pasa nada. Nos hemos equivocado. Vamos, ingeniero… -Lo empujó, pero De Luca se resistió.

– Un momento -dijo-. Falta uno, el que vio la criada… No ha hablado de él.

– Claro, Baroncini… Óyeme, Sangio, ¿dónde estaba Baroncini?

Sangiorgi se encogió de hombros:

– ¿Y yo qué sé? Con nosotros no estaba… Carnera no lo quiso nunca en su GAP [5], y tenía razón, porque es un tipejo…, pero alguien podría decir que hablo por envidia, porque él se ha comprado dos camiones nuevos y yo sigo llenando carretillas.

Puso el tapón a la botella y la metió en el capazo junto al vaso, luego hizo un ademán a un hombre, quieto al lado de la carretilla con un cubo en la mano. Se detuvo al cabo de dos pasos, volviéndose hacia Leonardi.

– Hazme un favor, Guido, un favor muy gordo… No quiero volver a verte.


Sentado al volante, con los labios contraídos y las cejas arrugadas, Leonardi miraba fijamente algo en el capó del jeep. En cambio, De Luca miraba a lo alto y se acariciaba el mentón, absorto, como si escuchara el ruido de los dedos que pasaban por la piel, áspera por la barba. De repente, Leonardi levantó un brazo y descargó el puño sobre el volante. De Luca saltó en el asiento.

– ¿Qué pasa? -preguntó, alarmado.

– Nada, nada… pensamientos míos. -Leonardi se inclinó sobre el salpicadero y tocó las llaves, pero se volvió a incorporar, sin ponerlo en marcha-. Así no puede ser, ingeniero, no puede ser… Este asunto se complica demasiado. ¡Y eso que no parecía más que un robo, me cago en diez!

– Y en efecto lo es -dijo De Luca para sí, siguiendo el hilo de su pensamiento-. Porque a los Guerra los mataron por ese broche, y no sólo: a Delmo lo torturaron y lo mataron por el broche y a los demás únicamente porque se encontraban allí con él. La pregunta ahora es ¿de dónde sale ese broche? El tal Carnera…

– Olvide a Carnera, ingeniero, ya se lo he dicho…

– Bueno, olvidémoslo… Pues el otro, Pietrino…

– Olvide también a Pietrino, ingeniero.

– Olvidemos a Pietrino… entonces sucedió lo siguiente: una mañana, Delmo Guerra se despertó y se dio cuenta de que el ratoncito Pérez le había dejado un magnífico broche bajo la almohada…

– ¡Venga, por favor!

– Venga, por favor… ¿Cómo pretende resolver este caso si quita de en medio a todos los sospechosos? Brigadier Leonardi, ¡ese broche no llegó nunca al comité porque alguien se lo metió antes en el bolsillo!

– ¡Mierda! -dijo Leonardi, y soltó otro puñetazo en el volante, tan fuerte que la mano le resbaló de lado, cortándose en el salpicadero.

– Estoy de acuerdo con usted, brigadier, perfectamente de acuerdo -murmuró De Luca. Se quedó mirando a Leonardi, que se lamía la mano herida. Luego dijo-: ¿Y pues?

– ¿Y pues qué?

– ¿Tiene intención de proseguir con la investigación? Si quiere llevar algo concreto a los carabineros…

Leonardi lo miró de reojo, sombrío y rabioso:

– Ya tengo algo que llevarles, ingeniero -dijo, y puso en marcha el coche, dejando a De Luca sin palabras, rígido en su asiento.

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