CAPÍTULO SEIS

Era una vieja casa colonial de paredes ennegrecidas y agrietadas, sin revoque ya, y estaba casi en el campo, en una zona que la ciudad había alcanzado antes de la guerra, transformándola en periferia. Tan negra, maciza y cuadrada que casi parecía un convento, aislada de las demás casas que bordeaban la calle llena de baches, sin acera. En la pared, abajo, lejos de la puerta, alguien había escrito con letras rojas chorreantes de pintura «Preparaos, asesinos».

De Luca mandó detener el coche en la esquina, a distancia, para que no bajara el vigilante que los observaba desde la puerta, con la metralleta en bandolera. Salió del coche e hizo un ademán a Pugliese para que se marchara. Cruzó la calle polvorienta con paso decidido, las manos fuera de los bolsillos, despegadas del cuerpo, y mientras se acercaba a la fachada corroída, a la puerta entornada y a los escalones agrietados, lo familiar del lugar atenuó la angustia, pesada, que lo oprimía, dejándole solamente una vaga sensación de incomodidad, oculta entre el estómago y el corazón.

– Buenos días, comandante -dijo el vigilante al reconocerlo, y lo saludó con el brazo extendido. De Luca no respondió, ni siquiera lo miró, entró directamente en el portal mientras el guardia se volvía a observarlo, dudando si detenerlo o no.

Tampoco dentro había cambiado nada: seguía habiendo poca luz, incluso con las ventanas abiertas, y un olor constante a polvo y alcohol mezclados. Puertas cerradas de madera vieja, con las cerraduras nuevas. Un tictac espaciado de dactilógrafo inexperto, con dos dedos, tac tac tac. De Luca subió las escaleras, acariciando el pasamanos, se cruzó con alguien que lo saludó con un gesto de la cabeza y se detuvo delante de un despacho de puerta tan anónima como las demás. A lo lejos, en el piso de abajo, sonó el eco de algo que parecía un grito. De Luca llamó.

– Adelante -dijo una voz con ligero acento sardo. De Luca entró sin vacilar, con un gesto decidido que había hecho cientos de veces.

– Soy yo -dijo. Sentado al escritorio, el capitán Rassetto lo miró sorprendido, con una pluma en la mano suspendida en el aire. Era un hombre delgado, oscuro, con el cabello rizado echado hacia atrás y un bigote fino y estrecho, a ras de labio. Sus ojos eran negrísimos, juntos, y daban a su rostro un aspecto agudo, de un halcón.

– ¡Hombre! -exclamó, y la nuez se movió arriba y abajo por el cuello delgado, entre la barbilla en punta y el cuello del uniforme-. Estaba convencido de que no te volvería a ver.

Desde debajo del escritorio empujó hacia delante, con la bota, una silla, que De Luca aferró por el respaldo, antes de que cayera. Rassetto lo miró sonriente, descubriendo unos dientes en punta, lobunos.

– He oído que las cosas te van bien -dijo-, te has hecho famoso. A lo mejor te promueven, a lo mejor te hacen jefe de la policía en lugar de ése. ¿Qué pasa? ¿Echabas en falta tu viejo departamento?

– Me encuentro bien en la comisaría -dijo De Luca-. Es un trabajo interesante.

Quería decir «limpio», pero no lo dijo.

Rassetto asintió. Se golpeó con la pluma los dientes blanquísimos, luego se levantó y se acercó a la ventana, con los pulgares metidos en el cinturón.

– ¿Sabes que han tirado dos bombas en el patio? -dijo, casi distraídamente-. Se vuelven cada vez más descarados, más arrogantes. Anteayer mataron a Foschini, justo aquí fuera. Te acuerdas de Foschini, ¿verdad?

De Luca guardó silencio. Rassetto se acercó al escritorio y rebuscó entre las hojas esparcidas por la mesa. Cogió una amarilla y la hizo volar hacia De Luca, que la aferró mientras planeaba, ligera, hacia el suelo.

– Quizás te interese -dijo Rassetto, volviendo a la ventana. De Luca se puso a leer. Era un comunicado del Comité de Liberación Nacional, con una lista de nombres que empezaba precisamente por el de Rassetto. En quinto lugar estaba el suyo.

– ¿Te asombras? -preguntó Rassetto, sin volverse-. ¿Creías estar fuera sólo porque aquí hacías un trabajo intelectual? ¿O porque te han trasladado?

– Me asombro, sí. Yo soy policía -dijo De Luca. Rassetto se volvió, con su sonrisa triangular.

– ¿Y nosotros no? -dijo, apoyándose con las manos en el escritorio-. Mira, De Luca, tú siempre has sido bueno y has hecho un buen trabajo, por eso he apoyado tu petición cuando has querido volver a la comisaría. Pero no te hagas ilusiones, no creas que has recuperado la virginidad porque ahora persigas a ladrones de gallinas. Ya has leído las disposiciones del Comité de Liberación sobre el trato que hay que reservar a los «asesinos» de las Brigadas Negras.

– Pero yo estoy en comisaría.

– ¡Y dale!… ¿Cómo puedes ser tan ingenuo? Si esto acaba mal, si los banditen toman el puesto, en una hora estamos contra el paredón, yo en medio, tú a un lado y Valente, el dentista, al otro, como Jesús con los dos ladrones. Pero a mí me importa un pito -se incorporó, enganchando los pulgares al cinturón-, porque ganaremos. ¿Qué quieres de mí? ¿Quieres hacer carrera en el partido? ¿Quieres un carné de escuadrista de antes de la Marcha de Roma?

De Luca se estremeció y volvió a concentrarse en su caso. Dejó caer el folio entre los demás papeles, esforzándose por no mirarlo.

– Quiero un favor -dijo-. Estoy metido hasta el cuello en la mierda. Quiero información sobre Alfieri, sé que hay un legajo en el fichero.

Rassetto se quedó mirando el vacío por un momento. Parecía distraído por algo, pero De Luca sabía que estaba pensando y cuando lo hacía de esa manera, con esa media sonrisa extraña, siempre resultaba algo peligroso.

– Está bien -dijo por fin-, te doy la información. Alfieri me cae como una patada en los huevos a mí también. Pero a cambio quiero que me cuentes toda la historia y que me tengas informado de todo lo que se refiera a él. -De Luca asintió-. Escucha entonces: Fabio Alfieri es un fascista de hierro, amigo de Farinacci y de los alemanes. Es un antisemita de la escuela de Preziosi, de los más intransigentes. Pero hace un doble juego. Está en contacto con el Comité de Liberación por cuenta de los alemanes, a través de la curia, mantiene abiertas las puertas que le convienen. De vez en cuando saca a algún judío, o a algún rojo importante, y se prepara para después, el muy cabrón. Su hijo Littorio, fascista modelo, oficial de las SS, le hace de intermediario. Va a Verona dos veces al mes, de paisano. Su esposa, por su parte, va todos los viernes a casa de Tedesco, que es el gran adversario de Alfieri, más conservador que fascista, doble agente también, pero para los ingleses. Todos esos señores se están preparando para bajarse los pantalones, y entran en competencia para hacerlo de la forma más segura posible. Qué asco. -Rassetto hizo chirriar los dientes con una mueca cruel, luego volvió a su sonrisa peligrosa-. Pero últimamente la señora Alfieri ha pasado varias noches fuera de casa, he mandado que la sigan. En Via Battisti, el número no lo recuerdo. Un buen lío de familia, ¿no? Ahora habla tú.

De Luca lo contó todo, sobre todo para sí mismo, habló de Sonia y las presiones de Vitali, del portero, de la morfina y de la criada desaparecida. Dejó fuera solamente a Valeria. Había hablado tan deprisa que cuando terminó estaba sin aliento, ante la mirada divertida de Rassetto.

– Un auténtico cacao -le dijo-, enhorabuena.

– Gracias.

– De nada. Y recuerda que siempre que quieras volver con nosotros serás bienvenido.

– Gracias -repitió De Luca, y se levantó. Salió del despacho con el recuerdo volátil de la hoja amarilla que planeaba ligera, forzadamente ignorada entre sus pensamientos. En el piso de abajo, confuso, resonó otro grito lejano.


Era casi la hora del toque de queda cuando llegó a la ciudad, y anochecía rápidamente. No había llamado a Pugliese para que lo fuese a recoger, prefirió caminar solo, sombrío y silencioso, con las manos en los bolsillos, por las calles cada vez más desiertas y oscuras, entre las farolas oscurecidas por el apagón. Hacía calor, el verano estaba llegando por fin, y hacía viento, un viento tibio a ráfagas polvorientas, que le pegaba el impermeable abierto a las piernas.

De Luca reflexionaba, presa completamente de un montón de pensamientos que se agolpaban y se solapaban, huyendo a su tentativa de ponerlos en orden. El folio amarillo, Sonia, Silvia, Valeria… Había llamado a Valeria dos veces ese día, sin encontrarla, y decidió ir a verla, aunque había llamado hacía diez minutos. La esperaría bajo su casa, quizás, pero necesitaba verla, de verdad, aunque sólo fuera para hablarle o para que lo miraran aquellos ojos oblicuos de bruja, de reflejos rojos. Se puso a caminar más rápido, siguiendo pasivamente el ruido uniforme de sus pasos. Un hombre en bicicleta, encorvado, lo adelantó pedaleando con prisas. La cola de una patrulla dobló la esquina, sin verlo, muy por delante de él, y De Luca metió una mano bajo el impermeable para coger el carné en caso de que alguien lo detuviera, pero, cuando quiso sacarlo, el carné se le resbaló de la mano. Se inclinó a recogerlo con un suspiro de fastidio, y entonces vislumbró a un hombre detrás de él, con un gabán corto, que se detenía bruscamente delante de un escaparate cerrado para atarse un zapato. El corazón empezó a latirle con fuerza. De Luca se volvió y reanudó su camino, nervioso. Más adelante, a la izquierda, un movimiento rápido desapareció tras una esquina. De Luca se puso rígido y metió una mano en el bolsillo, sobre la pistola. Se esforzó por no volverse, los músculos del cuello empezaron a dolerle, aceleró el paso, aguzando los oídos para escuchar el ritmo de los pasos que lo seguían. Cuando vio al hombre de la bicicleta quieto al fondo de la calle, examinando la cadena, no le cupo la menor duda y un escalofrío helado le recorrió el espinazo, estremeciéndolo dentro de su impermeable. Giró bruscamente a la derecha por la primera calle que encontró y se echó a correr lo más rápido que pudo. Oyó un silbido a su espalda y un ruido rápido de pasos que lo perseguía mientras giraba de nuevo a la derecha y luego a la izquierda, sin saber adónde iba. Desembocó en una placita y se sintió perdido, pues sólo había una larga fila de edificios de puertas cerradas a un lado y, delante, una calle completamente descubierta. Miró a su alrededor, jadeante, los pasos se acercaban, y de pronto reconoció algo familiar, una terraza por encima de él: la casa de Valeria. Empujó la puerta, que se abrió golpeando contra el muro con un ruido sordo, y subió las escaleras corriendo, aferrándose a la barandilla. Llegó a la puerta de Valeria y se puso a golpear con el puño cerrado, desesperado.

– ¡Dios mío -pensó en voz alta-, que esté en casa!

Dejó de golpear y escuchó, con la boca abierta, conteniendo la respiración. De las escaleras le llegó un ruido de pasos, suelas que se arrastraban sobre el mármol, y entonces sacó del bolsillo la pistola, sin dejar de golpear con la otra mano.

– ¡Voy, voy! -dijo un voz desde detrás de la puerta, amortizada por los golpes-, ¿quién es?

De Luca dejó de golpear. Descorrió el obturador de la pistola y los pasos se detuvieron en un silencio cauto.

– ¡Abre! -gritó a la puerta-, ¡soy yo, abre!

Valeria abrió la puerta y De Luca se precipitó al interior, empujándola a un lado.

– ¡Cierra! -susurró, jadeante. Ella abrió la boca, pero vio la pistola y se asustó. Cerró enseguida la puerta y pasó la cadena. De Luca la cogió por un brazo y tiró de ella, más allá de la puerta de cristales, hasta el salón. La cerró también y puso una silla delante, mientras Valeria lo miraba con los ojos muy abiertos.

– Pero ¿qué ocurre? -le preguntó-, ¿qué pasa?

– Teléfono -dijo De Luca. Ella se lo señaló, sobre una mesilla, y él levantó el auricular, marcó un número sin dejar la pistola. Mientras esperaba, se asomó a la ventana, con cautela: en la calle estaba el hombre del gabán, apoyado a una pared.

– ¿Pugliese? ¡Gracias a Dios, creía que ya no le encontraría! ¡Necesito ayuda, tres hombres me siguen, quieren pelarme vivo! ¡Llame a alguien y venga enseguida!

Le dio la dirección y colgó, lanzando otro vistazo al exterior. El hombre del gabán estaba hablando con el de la cazadora, y miraban hacia arriba. Valeria se acercó, cogiéndolo por un brazo, y se asomó ella también.

– ¿Quiénes son? -preguntó.

– Hombres de Tedesco, creo. O de Alfieri.

– Tal vez partisanos.

De Luca volvió un poco la cabeza, con un gesto tenso, luego miró fuera de nuevo.

– No, no creo… No sé. Me parece que no.

– Siéntate. No van a subir por la ventana.

Lo empujó al sofá y se sentó a su lado, casi de rodillas. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

– Estás temblando -dijo. De Luca guardó la pistola. Se mordió un labio, nerviosísimo.

– He tenido miedo -dijo-, me he librado por los pelos.

Ella se acercó, le pasó un brazo por los hombros, haciéndole doblar la cabeza a un lado, maternal, pero él estaba demasiado nervioso, se levantó enseguida y se puso a caminar por la estancia.

– Quiero preguntarte una cosa -dijo sin mirarla-, ¿estuviste en casa de Rehinard esa mañana?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Porque quiero saberlo. ¿Estuviste con él esa mañana?

Valeria suspiró:

– Sí. Estuve en su casa. Pero no lo maté.

– ¿Por qué fuiste?

– Porque lo conocía, iba a menudo.

– ¿Por qué?

– Pero ¿esto qué es?, ¿un interrogatorio?

– Exacto. -De Luca la miró, sentada derecha en el sofá, en bata, observándolo con aquellos ojos suyos, fría. No aguantó su mirada y se puso de nuevo a caminar de un lado para otro-. ¿Estuviste con él? -le preguntó.

– Eso a ti no te importa.

– ¡Claro que me importa! ¡A Rehinard lo han matado y yo soy policía!

Valeria se levantó de golpe y un mechón rojo de cabello le cayó sobre los ojos:

– ¡Si quieres desahogarte porque has tenido miedo -masculló-, hazlo con otro! Sí, estuve con él. Era muy guapo y yo soy una mujer adulta, y libre. También he estado contigo, ¿no? ¿Tengo que justificarlo también?

Le dio la espalda y De Luca se quedó en silencio con la vista baja. Miraba el borde de la bata, ondeante sobre sus tobillos desnudos por encima de los talones redondos, que las pantuflas dejaban al descubierto.

– Cuando fuiste a su casa -preguntó con calma, dominando su voz-, ¿entraste en el estudio?

– Sí.

– En la mesita baja, ¿qué era lo que había?

Valeria siguió dándole la espalda, en silencio, como si reflexionara.

– Había dos copas -dijo tras un minuto que pareció eterno-, y una estaba manchada de pintalabios. Le tomé el pelo por eso. No era celosa, él no me importaba nada.

Fuera, en la calle, un coche se detuvo con un chirrido de frenos. De Luca corrió a la ventana y vio a Pugliese y Albertini salir del coche, y a Marcon quedarse en el estribo, con la metralleta en los brazos.

– Han llegado -dijo-, voy a bajar. No tengas miedo, nadie vendrá a molestarte.

Valeria se encogió de hombros. Él aguardó, hubiera querido oírle decir «quédate», hubiera querido pedírselo, pero él no lo dijo y ella no se lo pidió. Salió a las escaleras, donde lo esperaba Pugliese, apoyado a la pared, con la pistola en la mano.


Lo dejaron delante del portalón de la pensión donde vivía y aguardaron a que abriera, Marcon en pie sobre el estribo del coche, metralleta en mano, mirando la calle, y Pugliese con la pistola, asomado a la ventanilla. Sólo cuando él hizo ademán de marcharse, insistiendo, se alejaron.

Ahora que el miedo se le había pasado, De Luca había vuelto a pensar y se convenció de que se trataba de hombres de Tedesco. Lo había discutido con Pugliese, en el coche, y él estaba de acuerdo con que el profesor no tenía interés en eliminarlo, puesto que prácticamente trabajaban para él. Pero también Pugliese había dejado caer una pregunta, a media voz, casi con las mismas palabras de Valeria: «¿Y si fueran partisanos?». De Luca no había contestado.

Subió la escalera de la pensión agarrado a la barandilla, a oscuras debido al apagón, y rebuscó en un bolsillo para coger la llave de su cuarto. Se sentía agotado y pensó que por fin, en cuanto tocara la cama, se quedaría dormido como un tronco. Pero cuando llegó al descansillo un ruido extraño, un suspiro o un sollozo, hizo que se aplastara contra la pared, y el corazón volvió a latirle enloquecido. Advirtió una forma clara, derrumbada junto a la puerta, sentada. La reconoció enseguida, aun en la oscuridad, y detuvo la mano en su bolsillo, sobre la culata de la pistola.

– ¡Madre de Dios! -murmuró De Luca, recobrando el aliento-, ¡qué susto me has dado!

Sonia Tedesco estaba sentada en el suelo, abrazándose las rodillas, dobladas bajo un impermeable blanco. Lo miraba con los ojos muy abiertos y parecía temblar.

– ¿Qué haces tú aquí? -le preguntó De Luca, pero ella no contestó. Temblaba de verdad. De Luca abrió la puerta con la llave, luego la tomó por un brazo y la levantó. Entraron en la habitación, que no era más que un dormitorio de aspecto desangelado, con una mesa y una silla y una pequeña butaca en un rincón. Sonia se sentó en la butaca, subió las piernas, envolviéndose en el impermeable y se quedó mirándolo, encogida, con los ojos abiertos como una lechuza.

– He tenido demasiadas emociones por hoy -dijo De Luca-, y no tengo ganas de jugar a adivinanzas.

– Un hombre me está siguiendo -dijo Sonia, de repente. De Luca sonrió, cansado.

– ¿En serio? -dijo irónico-, qué raro…

Cogió la silla por el respaldo y la acercó a la butaca, se sentó delante de Sonia, como en un interrogatorio. Ella se echó para atrás, encogiéndose todavía más dentro del impermeable. Estaba pálida y tenía el cabello húmedo, pegado a la frente. Había algo raro en ella y De Luca lo notó al cabo de unos minutos: eran los ojos, muy abiertos, no entrecerrados como de costumbre, que le daban un aire menos sensual y más infantil y asustado.

– No fui yo -dijo, y De Luca abrió los brazos:

– Empiezo a creerlo.

– Y entonces ¿por qué siempre hay alguien que me sigue? Hay alguien que nos espía a mí y a Alberto, y todos nuestros amigos nos evitan… Y los periódicos…

Se removió en la butaca y metió una mano en un bolsillo del impermeable, rápida y torpe, luego en el otro, y sacó algo que le resbaló de la mano y cayó al suelo con un ruido pesado. Quiso inclinarse a recogerlo, pero De Luca fue más rápido y le detuvo el brazo, instintivamente, antes aun de darse cuenta de que era una pequeña automática.

– Dios mío -murmuró-, entonces es una costumbre.

Empujó a Sonia contra la butaca y recogió la pistola, manteniéndola en la palma de la mano con una breve sensación de miedo rezagado, un estremecimiento veloz que se desvaneció de inmediato. Quizás, efectivamente, las emociones eran demasiadas por esa noche.

– Me gustaría beber algo -dijo Sonia, evitando mirarlo.

– A mí también, pero no hay nada. Bueno, a lo mejor algo sí hay…

Se acercó a la mesa, abrió un cajón y encontró una botella casi vacía de Arzente. Lo sirvió en un vaso y bebió un sorbo, luego se lo llevó a Sonia y se quedó mirándola mientras se lo bebía de un trago. Sonrió cuando vio que le había quedado la marca roja de la copa en las mejillas, como a los niños.

– No fui yo -repitió ella. De Luca suspiró, tomó la silla y la giró, montando como a caballo, pero se levantó de inmediato porque realmente se parecía demasiado a un interrogatorio. Se sentó en la cama, los muelles chirriaron.

– Menuda historia -dijo al perfil inmóvil de Sonia, lleno de curvas, bajo el flequillo húmedo-. Cualquier cosa que hago, está mal. Si te sigo a ti, tu padre manda que me maten, pero si no te sigo será Vitali quien lo haga. Si investigo soy hombre muerto, si no investigo soy hombre muerto igual, ¿es que se puede trabajar así?

El perfil de Sonia permaneció en silencio, pero De Luca no buscaba ninguna respuesta.

– Mi problema es que nací curioso, siempre lo he sido… Todo tiene que quedar claro, cada cosa en su sitio, hasta los mínimos detalles, con un cómo y un porqué racionales, si no enloquezco. Por eso no puedo arrestarte y hacer como si nada, porque sé que la investigación no acabaría ahí… pero a la vez no puedo dejarte ir y tengo que mandar que te sigan, pues hay una guerra de titanes a tu alrededor, y a mi alrededor, y un pobre policía demasiado curioso desaparece como si nada. En serio, ¿es que se puede trabajar así?

Le quitó el vaso de las manos y apuró el último sorbo, echando la cabeza hacia atrás. Ella parecía no escucharlo siquiera y justamente por eso De Luca continuó hablando, como para sí.

– Cuando me llamaron a la sección especializada de la Muti no lo pensé dos veces. Porque allí se trabaja bien, ¿entiendes? -No lo entendía, ni siquiera lo escuchaba-. Allí era todo muy eficiente, estaban los mejores investigadores, los mejores ficheros, había fondos… El trabajo de policía es así desde siempre y es lo que he hecho siempre. A un policía no se le piden preferencias políticas, se le pide sólo que haga bien su trabajo. Por eso estoy convencido de que esos tíos de antes eran gente de tu padre, y no partisanos.

– ¿Y la lista de Rassetto? -se preguntó en silencio, con malicia, como si hablara otro.

Sonia se movió, volvió lentamente la cabeza hacia él y de nuevo lo miró con los ojos entornados, aunque su frente parecía todavía empapada de sudor.

– ¿Quieres hacer el amor conmigo? -dijo de repente, casi distraídamente, y él se quedó un momento pasmado porque estaba pensando en algo totalmente distinto. Antes de que pudiera responder, Sonia se levantó y De Luca alargó un brazo, pues parecía que se fuera a caer. Pero mantuvo el equilibrio, tambaleante, y se ciñó el impermeable. Miró a su alrededor como si no supiera dónde se encontraba.

– Ese hombre se ha escondido -dijo-, pero me está espiando… me está espiando…

Dio un paso hacia De Luca, luego bruscamente cambió de dirección y rápida, aunque un poco insegura sobre los tacones, se acercó a la puerta.

– No puedes salir -dijo De Luca-, hay toque de queda… -Pero lo dijo en voz baja, sin convicción, y ella pareció no oírlo. Salió del cuarto dejándolo solo, sentado en la cama, cansado, cansadísimo, pero con la absoluta certeza de que tampoco aquella noche lograría dormir.

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