– ¿Dejarlo correr? Estás loco, De Luca, pero ¿qué dices?
El jefe de la policía se levantó de la butaca y dio la vuelta al escritorio, plantándose delante de De Luca, incómodamente sentado en una silla de madera, tieso como un imputado, con los brazos cruzados sobre el pecho y mirando al suelo.
– A ver, ha habido un delito, un delito gordo, y nosotros no podemos dejarlo correr… Has hecho tanto por pasarte a la comisaría y ahora me vienes con estas chorradas… ¿Pero qué bicho te ha picado?
De Luca no dijo nada, siguió con los ojos clavados en el suelo. Detrás de él, apoltronado, con la pierna sobre el brazo de la butaca y una bota reluciente balanceándose abandonada, estaba el secretario del Partido Fascista, Vitali, que lo miraba en silencio con una sonrisa prieta en sus finos labios. El jefe volvió detrás del escritorio, pero no se sentó, permaneció en pie, imponente, con las manos metidas en los bolsillos del chaleco, sobre la curva de su tripa redonda, bajo el mentón guerrero del Duce que colgaba de la pared.
– Si tienes algún miedo -dijo, paternal-, si alguien te ha presionado o está intrigando para que la justicia quede en la sombra, nuestro deber es justamente…
– Es la firme voluntad del Duce -lo interrumpió Vitali, sin levantarse-, y nuestra también, por supuesto, que la policía desempeñe su trabajo sin obstáculos en lo que le competa. Que arreste a los ladrones y a los asesinos y que el pueblo italiano sepa que en la Italia fascista la ley, aun en tiempos difíciles, es siempre la ley. Aquí no pasa como en el sur, donde los negros y los badogliani [4] son los que cortan el bacalao… ¡Un caso tan importante como éste tiene que servir para demostrar a la gente que la policía está, y que vigila!
El jefe hizo un gesto con la mano, cabeceando gravemente, como diciendo que aquellas palabras también eran suyas. Se sentó en la butaca, que crujió bajo su peso.
– A ver si lo entiendo -dijo De Luca-, ¿qué quieren que haga?
El jefe sonrió:
– Eres uno de los mejores investigadores de la policía, lo eras antes de irte a la Muti y lo eres también ahora… Investiga, descubre al asesino.
– De forma confidencial, naturalmente…
– En absoluto, comisario -Vitali se levantó con un crujido de su uniforme y sus botas gimieron a espaldas de De Luca-, en absoluto. Tendrá usted amplia publicidad en los periódicos y todos los medios a su disposición… y todo el apoyo del partido.
Dio la vuelta también él alrededor del escritorio y se detuvo junto al jefe. Era un hombre menudo, de aspecto nervioso, con el cabello azabache alisado hacia atrás con brillantina. De Luca los miró largamente, en silencio, luego asintió.
– De acuerdo -dijo-, descubro quién ha matado a Rehinard. ¿Y luego?
– Luego lo arrestas. Le pones las esposas y lo llevas a la cárcel… es tu trabajo, ¿no?
– ¿Aunque sea un conde?
– Aunque sea un conde.
– ¿Aunque sea alemán?
Vitali hizo una mueca, estirando los finos labios:
– A un alemán no, por supuesto… pero eso es evidente.
– Es evidente… -el jefe hizo de eco-. Pero ahora basta de charlas y ponte manos a la obra. Te ocupas solamente de este caso y tienes un coche en dotación, con todos los hombres que quieras… el Federal ha puesto la Milicia a disposición para ayudar en lo que haga falta.
Vitali hizo chocar los tacones novísimos con un chasquido sonoro, inclinó la cabeza y luego se quedó rígido.
– ¡Comisario De Luca! -gritó-, ¡la Italia fascista tiene los ojos puestos en usted! ¡Saludo al Duce!
Albertini estaba quieto delante de la puerta del edificio, en la calle, y abrió mucho los ojos cuando vio a De Luca llegar en coche, seguido por un camión lleno de hombres de la Milicia, que se detuvo con un chirrido metálico de frenos, subiéndose a la acera. De Luca bajó e hizo un gesto a un militar graduado, que se acercó corriendo.
– ¿Ya ha llegado el médico? -preguntó a Albertini.
– Ya ha llegado y ya se ha ido. Ha hablado con el inspector.
– Bien. ¿Ha aparecido el abrecartas?
– ¿El abrecartas? Ah, el arma del delito… No, ni rastro. Perdone, comisario, pero ¿quiénes son éstos?
– Están aquí para ayudarnos -dijo De Luca-, máxima colaboración. -Le señaló la puerta al sargento-. Revuélvanlo todo y tráiganme esa arma, y si no la encuentran en la casa busquen por la calle. La quiero para esta tarde. ¿Pugliese todavía está arriba?
– Pues no… Le esperaba aquí fuera para decírselo: Pugliese le espera en la Rosina.
– ¿La Rosina?
Albertini sonrió:
– Es un mesón, justo aquí delante, aquel… Venga, que le acompaño.
Cruzaron la calle y entraron en un mesón, apartando una cortina de cañas de pinta grasienta. Dentro había pocas mesas, cubiertas por un mantel a cuadros, una barra cromada y un terrible olor a frito. Todas las mesas estaban ocupadas y en un rincón se encontraba Pugliese, delante de una copa de vino tinto. Se levantó al ver a De Luca, le apartó una silla y sirvió vino en una copa vacía.
– Venga, comisario, le estaba esperando.
– ¿Se puede saber qué hace aquí? -preguntó De Luca, duro.
– Es mediodía, y para trabajar habrá que comer, ¿no? Aquí se come bien, es barato y hasta funciona el teléfono… Hágame caso, comisario, que llevo en esto siete años y he hecho todo el trabajo desde aquí.
De Luca vaciló, luego encogió los hombros y se sentó.
– No es el método que prefiero -murmuró, mientras Pugliese empujaba la copa hacia él.
– Yo me lo conozco a usté -dijo Pugliese, e hizo ademán a Albertini de que se sentara-, usté es de los que no se relajan nunca, siempre nervioso… Me recuerda al pobre comisario Lenzi, buenazo, eficiente, ¡pero con una úlcera…!
De Luca tomó la copa, mirando el vino oscuro que teñía el vidrio.
– ¿Y qué le pasó? A ese Lenzi, digo, ¿murió de úlcera?
Pugliese suspiró e hizo un gesto a una chica para que llevara una copa a Albertini:
– Era un hombre poco claro -dijo-, buenazo pero poco claro… Después del 8 de septiembre cometió algún error y acabó en el paredón. Los alemanes.
De Luca cabeceó.
– Comprendo -dijo, bajito-, pero no creo ser como él. Yo soy policía.
Llegó la chica con una copa y Albertini se volvió para mirarle el trasero mientras se alejaba. Pugliese incluso se estiró.
– Éste es otro de los motivos por los que me gusta venir a la Rosina -dijo, pero De Luca parecía pensar en otra cosa.
– ¿Ha vuelto el portero? -preguntó. Albertini sacudió la cabeza.
– No ha aparecido -dijo-, y su mujer empieza a preocuparse. Dice que desde que se casaron ha dejado de volver a comer sólo la vez que lo llamaron, después de la batalla de Caporetto.
– Hay que mandar que lo busquen.
Pugliese frunció el entrecejo.
– ¿Por qué? ¿Qué le ha dicho el jefe?
– Que encontremos a quien ha matado a Rehinard.
– Qué raro.
– Son gajes del oficio.
– Ya, pero… quería decir… ¡Joer, comisario, que ya sabe lo que quiero decir!
– Lo sé, y es verdad que es raro. Y yo creo que también es peligroso. Quieren algo que distraiga a la gente, pero no me fío de esa sabandija de Vitali. Hasta tenemos la atención de la prensa.
– ¡Su padre, nuestro nombre en los periódicos! Mira qué bonito…
La chica volvió con dos platos de espaguetis, puso uno delante de De Luca y otro se lo tendió a Pugliese, luego se alejó arrastrando las zapatillas, seguida por la mirada de Albertini.
– He pedido también para usté, comisario, si no lo quiere lo devuelvo.
De Luca sacudió la cabeza. No había desayunado, pero como siempre cuando se sentaba a la mesa se le pasaba el hambre, como el sueño por la noche, para volver en el momento más inoportuno. En ese momento sentía náuseas. Cogió el plato y se lo pasó a Albertini, que se lo agradeció con una inclinación, luego se quitó el impermeable y lo dejó en una silla cercana, con cuidado, pues llevaba la pistola en el bolsillo. Bebió un sorbo de vino tinto y aguardó con una mueca a que se manifestara el ardor de estómago y luego, obstinado, bebió otro.
– Hay que mandar que busquen al portero -dijo. Pugliese suspiró enrollando con el tenedor una enorme maraña de espaguetis.
– Qué malas costumbres tiene usté, comisario.
– Es raro que haya desaparecido así -continuó De Luca-, no me gusta. Y también hay que buscar a la criadita. Y hay que ir al Partido Fascista Republicano a recoger toda la información sobre el tal Rehinard.
A Albertini se le escapó una sonrisa, que ocultó detrás de la servilleta.
– ¿Va usted, comisario? Es que si voy yo a preguntar ciertas cosas me echan a patadas…
– Tenemos carta blanca, ¿no? Máxima colaboración, lo ha dicho Vitali… Y si no colaboran, tanto mejor, así acabamos antes. ¿Qué ha dicho el médico?
Pugliese levantó una mirada suplicante a De Luca, que estaba bebiendo otro sorbo de vino, con los ojos cerrados.
– ¿Lo quiere saber ahora mismo? Está bien… Tras un primer examen, a ojo de buen cubero, Rehinard ha muerto por un golpe de arma blanca en el corazón, bastante preciso, que lo ha matado en el acto. El segundo golpe, en la ingle, se realizó después, y era superfluo. Habrá muerto no hace más de cuatro o cinco horas, a lo largo de la mañana… El doctor Martini acierta siempre en esto de la hora. En fin, en un par de días podrá decirle más. Pero ¿por qué no come algo en lugar de beber tanto vino en ayunas? ¿Prefiere los espaguetis sin tomate?
De Luca levantó una mano, mirando fijamente el vaso.
– En cuanto acabes -le dijo a Albertini-, corre al partido y pregunta por Rehinard, petición del comisario De Luca, por orden de Vitali. Luego llama a la comisaría y pon una orden de busca y captura para… ¿cómo se llama el portero?
– Galimberti, Oreste Galimberti.
– Para ése, oficinas de policía, comisarías, Guardia Nacional, Política, todo, hasta la Muti.
Albertini apuró la copa, echó un último vistazo al trasero de la chica que pasaba y salió.
– ¿En quién podemos confiar del equipo? -preguntó De Luca al cabo de poco. Pugliese le sirvió más vino, pues le tendía la copa.
– En todo el mundo -dijo-, son todos buenos chicos y patriotas sinceros.
– No me refería a eso. Me huele a chamusquina, Pugliese…
– Bueno, si se refiere a chicos espabilados y discretos entonces en Albertini, aunque es un poco cabeza loca, e Ingangaro, el calvo de esta mañana. Y también Marcon, el que estaba de guardia, no es muy espabilado pero sabe hacer bien su trabajo.
– Bien. -De Luca miró la sombra rojiza que teñía la copa por donde había bebido-. Encargad la criada a Ingangaro, que controle a los evacuados y que se dé una vuelta por los pisos del edificio, que pregunte por Rehinard.
– Muy bien. ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos nosotros? ¿Nos tomamos un café café?
– Eso por descontado. Luego llamamos a Tedesco para pedirle una cita para hoy… Un momento, ¿cómo van a tener café de verdad en este sitio?
– La leche, comisario, ¿es que no descansa nunca? Acábese el vino y déjeme a mí, no se preocupe…