Permaneció todo el día en la fonda, encerrado en su cuarto, echado en la cama y observando las vigas gastadas del techo, con los brazos a los costados, inmóvil. De vez en cuando, se entretenía en alguno de los pensamientos que le rondaban por la cabeza, que, aferrado a un detalle más concreto, trataba de salir a flote aumentando los latidos de su corazón. Entonces él apretaba los ojos, sacudía la cabeza y se incorporaba en la cama, con el rostro entre las manos, o iba a apoyar la frente contra el cristal de la ventana, sin mirar al exterior, deseando estrellar la jofaina del agua contra la pared o hundir la puerta a patadas, pero luego, en cuanto se le pasaba, volvía a echarse en la cama, inmóvil, mirando el techo. De niño, pensó, cuando un crujido repentino poblaba la oscuridad del cuarto de pesadillas acechantes, le bastaba taparse hasta las orejas con la sábana y esperar a que el sol aclarara las ventanas trayendo un sueño exhausto y reparador, poco antes de que llegase su madre, con la leche y la escuela. Sin embargo, ¿y si hubiera ocurrido de verdad? Si una garra hubiera rasgado la sábana para absorberlo en la oscuridad o una pesada mano lo hubiera aplastado contra la cama, asesinado por los monstruos del sueño… De Luca apretó los ojos, sacudiendo violentamente la cabeza sobre la almohada, pues el miedo volvía a atravesarle el estómago en forma de un hondo escalofrío, intenso y helador, que no dejaba espacio a nada más.
Un rato antes, o mucho tiempo antes, pues nunca había sabido medir el tiempo sin reloj, llegó a pensar que tal vez fuera mejor acabar cuanto antes con todo aquello: Leonardi con su sonrisa torcida, los carabineros, como poco…; cerrar con aquella situación absurda de prisionero de incógnito, maniatado e impotente. Justo entonces alguien llamó a la puerta y él apretó la mandíbula, tieso de terror, con el corazón latiendo enloquecido, pero sólo era la Alemanita, que le preguntaba si iba a bajar a almorzar. No pudo responder, ni siquiera moverse, hasta que una arcada seca y violenta de su estómago vacío le hizo correr hasta la palangana y abrir inútilmente la boca sobre el agua estancada.
Era casi de noche cuando bajó. Creía que encontraría la sala de la chimenea desierta, como el día antes, con aquella penumbra tan sosegada, pero se quedó pasmado en el umbral, porque todas las mesas estaban ocupadas y la sala estaba llena de gente, de humo y de un murmullo compacto que no percibió hasta entonces. Vaciló, avergonzado, en la puerta, sin saber si dar media vuelta e irse, pero ya habían reparado en él, y algunos se giraban para mirarlo. La madre de la Alemanita resolvió el problema al empujarlo bruscamente por detrás al interior de la sala para poder pasar.
– ¡Anda! -exclamó un hombre con gafas, señalándolo-, ése debe de ser el ingeniero.
De Luca echó una ojeada furtiva a sus espaldas, pero el hombre ya se había levantado y estaba colocando una silla junto a la mesa, en la esquina, para él.
– ¡Siéntese con nosotros, ingeniero, estamos aquí unos amigos bebiendo un trago para celebrar que el Carlino ha vuelto hoy de Rusia!
De Luca le estrechó la mano y se sentó, murmurando «encantado», con los ojos bajos, a cada nombre que oía.
– Vaniero Bedeschi, presidente de la Asociación Partisana de Sant’Alberto, Meo Ravaglia, Franco Ricci, Carlino… y Learco Padovani, apodado Carnera.
De Luca levantó los ojos bruscamente, y sólo entonces cayó en la cuenta de que, justo enfrente de él, al otro lado de la mesa, estaba el hombre grueso de rostro delgado y nariz aguileña que había visto por la mañana. Lo miraba fijamente, con los mismos ojos que se reflejaron en el retrovisor, unos ojos negros, insistentes, tan hoscos como los de la Alemanita. De Luca sintió un escalofrío.
– ¿Sabe que yo también estudié ingeniería en la universidad? -dijo el hombre de gafas, Savioli o Saviotti, creía que le había dicho; era el alcalde-. Quería hacer la rama de ferroviaria, pero estalló la guerra, con la Resistencia, y tuve que interrumpirla. ¿Usted también es ferroviario?
– No. Mecánico -dijo De Luca, evasivo.
– Lástima. Me hubiera gustado hablar de…
– ¿Cómo es que ha venido usted por aquí? -lo interrumpió Carnera. Tenía una voz baja y clara, muy marcada, de las que se imponen enseguida sobre las demás. De Luca escondió las manos bajo la mesa para que no se notara lo nervioso que estaba.
– Estoy de paso -dijo-, vengo de Bolonia y me he parado un poco aquí para…
– ¿De paso hacia dónde?
– Voy a Rímini y luego a Roma. Tengo un trabajo que…
– ¿Por qué no ha cogido el tren?
– Es que…
– Learco, perdona… -trató de terciar el alcalde, pero Carnera ni lo miró.
– ¿Tiene los documentos?
– Es que…
– Learco…
– Déjeme ver los documentos.
– ¡Learco, por Dios! -Bedeschi, el presidente de la Asociación de Partisanos, levantó una mano de golpe-, ya tenemos a Guido que dirige el cuartel de policía, ¡deja que haga él su trabajo!
Carnera no dijo nada, pero no apartó los ojos de De Luca, que trató de sonreír, incómodo, y para mantener la compostura tomó el vaso de vino tinto que otro, a su lado, le había servido.
– ¡Ay, ingeniero -dijo Savioli o Saviotti-, debería venir a trabajar aquí, no irse a Roma! Aquí sí que hay trabajo… El frente se paró en el río y durante dos meses recibimos los cañonazos de todo el mundo, alemanes, ingleses y polacos. Casi no quedaba un cristal sano en todo el pueblo. Pero nos lo hemos trabajado… ¿Ha visto la escuela, ingeniero? La estamos levantando solos, con el dinero de la cooperativa.
– ¿En serio? -preguntó De Luca, con interés exagerado. Pero Carnera no le quitaba ojo desde el otro lado de la mesa, y él lo notaba, aunque no lo mirara, lo veía con el rabillo del ojo, apoyado pesadamente en la mesa, con las manos enormes sobre los brazos, los hombros amplios y el cuello macizo, el rostro delgado y afilado, de tez oscura. Por debajo de la mesa se apretó las manos hasta hacerse daño.
– Y eso no es más que el principio, ingeniero -dijo Bedeschi, que tenía el cabello blanco y un bigotito fino sobre el labio-. En un año Sant’Alberto será mejor que antes. Y ¿sabe por qué? Pues porque aquí estamos unidos. Yo no conozco sus ideas políticas, ingeniero…
– No me interesa la política -se apresuró a decir De Luca. Bedeschi asintió, serio.
– A mí tampoco, si eso quiere decir hablar y nada más, pero cuando la política significa proyectar el futuro, entonces es justamente éste el momento propicio, porque ahora, que hemos echado a los fascistas y a los alemanes, hay que reconstruir. ¿Está de acuerdo, ingeniero?
De Luca se encogió de hombros, apurado:
– Bueno… -empezó, pero la voz profunda de Carnera lo tapó y tapó también el murmullo de la sala:
– ¡Abajo los fascistas y abajo los alemanes, eso es! Y ahora que todo ha terminado podemos volver a casa. ¿Cómo dices tú, Savioli? «Normalización»…
– La guerra ha terminado, Learco… -dijo el alcalde, duro, con voz trémula.
– Vaya, ¿ha terminado? No me había dado cuenta… porque yo veo por ahí a las mismas personas que antes y tanto aquí como en Roma las mismas caras de capullos o de curas. ¡Sólo unos zoquetes como vosotros podéis decir ciertas cosas! -y golpeó con el puño cerrado la frente del que tenía al lado, mirando al alcalde, que apartó la cabeza, instintivamente.
– Las cosas cambiarán, Learco -dijo Bedeschi, con una sonrisa indulgente-, cambiarán, ya verás, y más rápido de lo que crees… Pero hace falta un sistema adecuado.
– Yo tengo un sistema -Carnera se golpeó la chaqueta, cerca del cinturón- y hace tiempo que lo aplico.
El alcalde sacó del bolsillo un periódico doblado a lo largo y lo levantó, agitándolo.
– En L’Unità de hoy -dijo- hay un artículo de Togliatti que dice: «Queremos un estado democrático fuerte y ordenado, con un solo ejército, una sola policía…».
Carnera se levantó sobre los brazos, arrancó el periódico de manos del alcalde y lo arrojó a la mesa con violencia. De Luca lo atrapó al vuelo, deteniéndolo antes de que volcara su vaso.
– ¡Que venga aquí Togliatti! -rugió Carnera-, ¡yo también tengo un discursito que hacerle a Palmiro! Si de verdad quiere mi pistola, aquí la tiene, ¡que venga a buscarla!
Se metió una mano en la chaqueta y sacó una pistola, dejándola con estrépito sobre la mesa.
– ¡Contigo no se puede hablar! -masculló el alcalde, tieso contra el respaldo de la silla.
De Luca tragó saliva, incómodo. El ambiente se estaba caldeando, a pesar de que Bedeschi agitara las manos, sonriente; y él tenía miedo. Hubiera querido levantarse y marcharse, pero no era posible, así que abrió el periódico y pasó la mirada por los negros titulares, fingiendo interesarse por las noticias: «El cierre del congreso de los Comités de Liberación Nacional: La Italia del Norte por la Constituyente Republicana» y, más abajo, «Hoy a las 3.30 en la bahía de Tokio la firma de la rendición nipona», y luego «“Siete de noviembre”: relato de Vasco Pratolini, Empiezan a volver los prisioneros italianos de Rusia, Fiesta del pueblo…». Pasó la página y se detuvo en «Crimen por celos: aplasta el cráneo de su marido con una barra de hierro» y estaba a punto de leerlo de verdad, con interés, cuando una columnilla aislada, abajo a la izquierda, captó su atención. Leyó el titular con los ojos antes de que la mente lograra asimilar el sentido de las palabras: «Arrestado verdugo fascista» decían las letras más grandes, y debajo, en cursiva: «El capitán Rassetto, reconocido en Pavía. ¿Cuántos criminales de la escuadra política se esconden todavía?».
De Luca cerró el periódico de golpe, tan rápidamente que arrancó la página. Carnera dejó de hablar, levantando los ojos hacia él, y Bedeschi le puso una mano en el brazo:
– ¿Qué le ocurre, ingeniero? ¿Se encuentra mal? Se ha puesto pálido…
– No es nada -dijo De Luca-, es la tensión, el calor…
– ¡Entonces tome un vaso de vino!
Le sirvieron un vaso de tinto y, aunque sacudía la cabeza, tuvo que beberlo, mientras Carlino le empujaba el codo para que lo apurara. Carnera sonreía, mirándolo fijamente. Se estiró a lo largo de la mesa y le sirvió otro, y cuando De Luca quiso apartar el vaso, él sirvió también a los demás y alzó su vaso:
– Por el pueblo -dijo. De Luca repitió «por el pueblo» junto con los demás y bebió. Acababa de dejar el vaso en la mesa, cuando ya volvía a estar lleno.
– Por el progreso -dijo el alcalde, y De Luca repitió «por el progreso». El vaso se llenó en un abrir y cerrar de ojos.
– Por Carlino, que ha vuelto de Rusia -dijo Bedeschi.
– Por Carlino, eso.
– Ahora le toca a usted, ingeniero -dijo Carnera, alargándole la botella-. Haga un brindis, oigamos.
De Luca cogió la botella, pero la mano le resbaló sobre el vidrio y logró que no cayera agarrándola por el cuello. Estaba mareado. El murmullo de la sala se había hecho más fuerte, casi insoportable, y el humo parecía una niebla compacta que lo empañaba todo. Carnera lo miraba fijamente, lejano, con los ojos huraños clavados en los suyos.
– Por la salud -logró decir De Luca, pero no dio tiempo a que lo cogieran y cayó hacia atrás, derribando la silla.
Lo despertó un dolor seco, como un bastonazo en la cabeza, que le resonó entre las orejas y le hizo abrir los ojos, con la clara sensación de estar todo ensangrentado. Sin embargo, estaba sentado en la cama, ileso, y la Alemanita trataba de aguantarlo derecho.
– Si sigue cayéndose así, ingeniero, acabará por abrirse la cabeza. ¿Por qué bebe, si no lo aguanta?
– ¡Ay, Dios…! -murmuró De Luca. Cerró los ojos, bajando la barbilla sobre el pecho, pero ella le levantó la cabeza, bruscamente.
– Aguante derecho, ingeniero, si no, ¿cómo voy a quitarle la camisa? ¿Es que quiere acostarse vestido?
De Luca levantó el mentón, dócil como un niño, y soportó las cosquillas de aquellos dedos que se movían rápidos en torno al cuello. La Alemanita acabó de desabrocharle la camisa, la sacó de los pantalones tirando fuertemente y luego trató de levantarle los brazos para quitarle también las mangas, pero él perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, de través sobre la cama.
– Muy bien -dijo ella bruscamente-, ¡pues ahí se queda, adiós muy buenas!
De Luca oyó el ruido de los zuecos alejarse e hizo un esfuerzo por levantarse. No quería quedarse solo, con la cabeza doblada hacia atrás, en aquel cuarto que daba vueltas.
– Francesca -murmuró-, Francesca…
La puerta, recién cerrada, volvió a abrirse. Francesca subió a la cama de rodillas, con un suspiro. Se puso a tirar hasta que pudo sacarle una manga, luego levantó los ojos y se vio reflejada en el espejo del armario, junto a la cama.
– ¡Uy, mira! -dijo sorprendida, con una sorpresa infantil que la hizo sonreír con una sonrisa de verdad. De Luca también levantó la cabeza y se vio en el espejo, un rostro pálido, hirsuto y maltrecho, con los ojos tan abiertos como los de un búho. La Alemanita arqueó la espalda, alisándose la blusa sobre las caderas y levantó la barbilla, mientras se observaba, volviendo la cabeza a un lado y otro.
– Estás guapa -dijo De Luca, sin malicia, y ella se encogió de hombros, tocándose el cabello corto.
– Estás guapa igualmente -dijo él-, aun así.
Ella lo miró indiferente y él se sintió avergonzado, medio borracho y medio vestido, ridículo. Intentó quitarse el resto de la camisa, pero todo su peso se apoyaba en el codo que no debía. La Alemanita sonrió, luego se inclinó sobre él, pasándole un brazo por la espalda para levantarlo y sacarle la otra manga. Por el cuello abierto de la blusa, De Luca notó su olor cálido, fuerte, un poco ácido, y se estremeció, con un suspiro. Ella se dio cuenta.
– No me parece que estés en forma para ciertas cosas -dijo, maliciosa-; además, como lo sepa el Carnera, te mata.
– ¡Basta ya con el Carnera ese!
De Luca se incorporó de un tirón que lo dejó sin aliento. Se dio un impulso sobre la cama hacia la almohada, hasta apoyar los hombros en la cabecera de madera. Ella quedó lejos, mirándolo, con las manos apoyadas y las rodillas dobladas, balanceando las piernas.
– No quería que me quedara aquí contigo -dijo-. Te subió hasta aquí cuando te caíste y luego cerró la puerta. Pero yo he venido igualmente.
– Gracias. ¿Y por qué has vuelto?
La Alemanita se encogió de hombros:
– Pues porque sí. Yo hago lo que me da la gana. Y con quien me da la gana.
– Incluso con los alemanes.
– Con quien me da la gana, sí… a mí no me compra nadie. Una vez me hizo un regalo…
– ¿El alemán?
Ella alargó la pierna y le dio un empujón, ruda, con un pie:
– El alemán no…, el Carnera. Pero lo tiré al río. Yo no quiero atarme. Soy libre.
– Así se hace, Francesca -De Luca suspiró, cansado, apoyando la nuca en el borde de la cabecera-, así se hace, Alemanita. Tú al menos sabes quién eres y qué quieres. Yo en cambio ya no lo sé. No sé nada. Ni siquiera si seguiré vivo mañana.
Cerró los ojos y pensó que tal vez así se dormiría, pero ella se movió, haciendo crujir la sábana, y se le acercó, tanto que sintió su respiración, fresca, en una oreja.
– Vete, por favor -murmuró, doblando la cabeza sobre un hombro para no notar las cosquillas que le provocaban un escalofrío por el espinazo.
– Yo hago lo que me da la gana -dijo la Alemanita. Le tocó el pecho con la mano abierta, una caricia fría y rugosa que bajó hacia la barriga y lo hizo jadear y temblar como si tuviera fiebre.
– Por favor -murmuró De Luca, con los ojos apretados-. Por favor, Francesca, por favor… Estoy sucio, cansado y desesperado, llevo dos días sin comer y tiemblo como una hoja… y no te gusto. ¿Por qué? ¿Por qué?
– Porque sí -dijo ella. Le tomó una mano y la guió por la blusa, entre los botones abiertos, luego tomó la otra y la presionó entre las piernas, lisas y frescas. De Luca abrió los ojos, con un suspiro entrecortado. Cerró los dedos sobre la tela caliente de sus pantaloncillos y trató de besarla en los labios, presionando el rostro de ella contra el suyo, pero ella se soltó de golpe. Le dio un empujón, le abrió los pantalones y lo apretó, arrancándole un gemido, luego hizo deslizar los suyos por las piernas y se deshizo de ellos rápidamente con una patada. Montó sobre él y, mientras él murmuraba «Francesca, ay, Dios, Francesca…», empezó a moverse, rápida, mirándolo fijamente, con la barbilla alta y sus ojos hoscos, fríos y hoscos, fijos en los suyos.