14 de julio de 1948 miércoles

«Edición extraordinaria: vil atentado a Togliatti».


– Dice que han atentado contra Togliatti.

– Anda allá, no me vengas con bromas…

Pugliese se levantó de la silla porque el brigadier Bartolini no bromeaba nunca. Había llegado corriendo, perdiendo el sombrero en la cortina de cañas que marcaba el umbral del café Maldini, y allí los había encontrado a todos, al inspector Camerlo, con un sándwich de jamón levantado en el aire, al brigadier Maranzana, hincando el diente a un bocadillo de mortadela, al comisario Zecchi, que levantó la vista desde su copita de blanco de aguja.

– Hace media hora…, en Roma -jadeó, aferrándose el sombrero, que le había resbalado hasta la nuca-, ¡un estudiante le ha pegado un tiro a Togliatti cuando salía de Montecitorio!

– ¡Coño! -murmuró Pugliese-. ¿Ha muerto?

– ¡No lo sé! ¡El jefe nos llama a todos, inmediatamente! ¡Estalla la revolución!

Salieron todos arrastrando las sillas y haciendo tintinear las cañas, Maranzana con el bocadillo en la mano. Sólo Pugliese se quedó dentro. Dio la vuelta a la barra y se puso a golpear con el puño plano la puerta del baño, donde De Luca estaba escupiendo en el agujero del evacuatorio con la boca todavía contraída en la última arcada inútil y seca, como le ocurría con frecuencia cuando trataba de comer.

– ¡Comisario! ¡Salga, comisario! ¡Han atentado contra Togliatti!


– ¡El ministro del Interior, Scelba, ha dictado disposiciones taxativas para impedir manifestaciones de todo tipo! ¡Repito: disposiciones taxativas!

Giordano, el jefe de la policía, estaba de pie sobre una silla y agitaba el papel azul de un fonograma. La sala de reuniones estaba llena de funcionarios y suboficiales, y también había algún agente de uniforme, todos agolpados, sudados y sonrojados por el calor de julio y por las ventanas cerradas, pues en cuanto alguien trató de abrirlas, el jefe había gritado que no lo hicieran. Por un momento, De Luca se había preguntado por qué, pero enseguida se encontró boqueando como los demás, preocupado y asustado.

– ¡La Confederación del Trabajo, la CGIL, ha proclamado huelga general! ¡En Génova los manifestantes están desarmando a la policía y a los carabineros! ¡Hay desórdenes en Turín y en Milán! ¡Piazza Maggiore se está llenando! ¡La plaza está en ebullición!

El jefe Giordano ya ni siquiera se alisaba el cabello, y el cráneo reluciente de brillantina y sudor resplandecía descubierto por el peluquín descompuesto. Aplastado contra una pizarra que le estaba manchando la chaqueta de tiza, D’Ambrogio dio unas palmadas para llamar la atención.

– ¡Lo importante es no perder la cabeza! -chilló-. ¡Todos los funcionarios y suboficiales quedan destinados al servicio de orden público! ¡Usad las armas sólo si es necesario! ¡No perdáis la cabeza! ¡No perdáis la cabeza!


El jeep aguardaba con el motor encendido, cargado de agentes, y Pugliese, en pie sobre el estribo, tenía el respaldo del asiento delantero abatido. De Luca llegó corriendo, se cogió al brazo del inspector y saltó al interior, sin aliento.

– ¡Están llegando por Via Quattro Novembre! -jadeó-, ¡vienen a inmovilizar la comisaría! ¡Venga, venga!

El agente que iba al volante puso el motor en marcha y el jeep dio una sacudida con un gruñido furioso y salió al patio del Gobierno Civil. De Luca se había aferrado a la rueda de repuesto, casi volcado sobre los agentes de la Celere, que, agarrados con las piernas bajo los asientos, ondeaban a derecha e izquierda según las curvas. Pugliese, abrazado al respaldo, se aguantaba el sombrero aplastándolo sobre la cabeza con la mano abierta.

– ¡Dios mío, comisario! -gimió-, ¡es la revolución!

Via Quattro Novembre estaba llena de gente que corría. Los jeeps de la Celere atravesaban la muchedumbre a toda velocidad, virando de repente como moscas enloquecidas, mientras los agentes se asomaban con el brazo levantado y la porra cogida al revés para atizar con el mango, y pegaban. A media calle había un murete, pocos metros de ladrillos sueltos, que un grupo de personas estaba socavando con una tranca de hierro. De pronto, Pugliese lanzó un grito mientras el parabrisas del jeep se resquebrajaba y el agente al volante viraba a la izquierda, subiendo a la acera.

– ¡Abajo! ¡Abajo! -gritó De Luca, y soltó la rueda de repuesto, esquivando un ladrillo que rebotó en un neumático y luego en otro y abolló el chasis, y otro las sillas y las mesas del bar de la esquina de Via de’ Fusari, mientras Pugliese gemía «Virgen santa», saliendo de debajo del salpicadero con la espalda cubierta de trocitos de cristal. Detrás del jeep, un agente sentado en la acera se aguantaba la cabeza ensangrentada, y otro había hincado una rodilla en el suelo y había sacado la pistola, apuntándola al azar, hacia la multitud.

– ¡No! -gritó De Luca-, ¡no!

Luego alguien disparó dos tiros, el agente contestó, contestaron las metralletas de la Celere, al aire, al suelo, contra las paredes, a todas partes, la multitud dio un bandazo, dobló a la derecha, a la izquierda, y luego enloqueció y volvió a la carga.

Todo estaba cerrado, quieto. Las tiendas con las persianas bajadas sobre los escaparates y las ventanas cerradas a cal y canto. Los tranvías y trolebuses, abandonados. Los trenes inmóviles en las vías. El vestíbulo de la estación lleno de gente que, sorprendida por la huelga repentina, dormía por el suelo, apoyada en las maletas. Era casi de noche, pero todavía hacía calor.

Delante de la estación, sentado en el estribo del jeep, Pugliese comía de una lata metálica. Rascaba la cuchara contra el fondo y se la metía en la boca lamiéndola con un sorbido rápido y fino, y cada vez De Luca arrugaba el ceño, molesto.

– ¿Está seguro de que no quiere nada, comisario? Hay también para usted, pido que se lo traigan…

– No, gracias.

De Luca estaba en el asiento del conductor con las rodillas levantadas, encajadas contra el volante, y la cabeza echada hacia atrás, por encima del respaldo. La tensión del día y aquella posición tan poco natural le causaba dolor en los hombros, y el anillo duro del volante le estaba marcando las piernas, cortándole la circulación. Pero no tenía fuerzas para moverse.

– Comisario -dijo Pugliese, metiendo la cuchara en la lata y apoyándose en el guardabarros curvado del jeep-, ¿qué cree que pasará si se muere? ¿La revolución?

– No -dijo De Luca-, no se puede hacer la revolución en Italia. Los marines están preparados para desembarcar en Livorno, y eso lo saben hasta los comunistas. Encontrarán un acuerdo.

– Sí, pero estamos jodidos… Me refiero a nosotros.

– Sí, estamos jodidos.

– Zecchi dice que esta mañana han traído a diecisiete agentes al hospital de Sant’Orsola. Cree que hemos arrestado al menos a doscientas personas. Han incendiado la sede del Uomo Qualunque y han devastado las de los Monárquicos y del Movimiento Socialista. En Piazza della Mercanzia han pegado a los agentes de guardia en la sede de los Liberales. Pero ¿cómo coño se le ocurre a ese Pallante disparar precisamente a Togliatti? Y eso que había estudiado en un seminario…

– Como Abatino.

– Eso no se le olvida, ¿eh, comisario?

De Luca trató de encogerse de hombros, pero un pinchazo en el cuello lo hizo saltar. Levantó la cabeza, forzando los músculos doloridos.

– No -dijo-. No se me olvida. Ya no es secretario de su Comité, ahora tiene un despacho en el centro y no se sabe exactamente lo que hace. Pero todavía tiene el almacén, con los perros y un hombre siempre de guardia, y yo estoy convencido de que allí están todavía las fotografías. Allí, en Via del Porto, en la caja fuerte empotrada.

De Luca pensó en el cuarto amueblado que tenía alquilado desde hacía un mes. Antes estaba en una pensión de Via Saragozza, como un estudiante. Se encontraba cerca de la comisaría, e iba solamente cuando decidía intentar dormir, pero luego se informó entre los compañeros y los mozos de los bares hasta encontrar otro, un cuarto desangelado con una cama y tres muebles con la superficie velada de polvo. La entrada estaba en una callejuela estrecha, con un nombre altisonante, Via Strazzacappe, pero la ventana daba a Via del Porto. En la cajonera, junto a la ventana, intacto desde hacía tres meses y todavía plegado al tamaño del bolsillo del gabán, estaba el cuadrado de papel oficial. Una dolorosa punzada le contrajo el estómago con un borbotón tan fuerte que lo oyó también Pugliese.

– No se haga mala sangre, comisario. Yo me preocuparía más por esa manía que tiene de no comer nunca. Puede ser una enfermedad nerviosa… con perdón. Yo, por mi parte, estoy tranquilo. Cuando he cumplido con mi deber me siento satisfecho, comisario…

– ¡No hemos cumplido con nuestro deber, Pugliese! -De Luca se separó del asiento, bajando las rodillas-. ¡Ese tipo no está en la cárcel! ¡No está en la cárcel!

Se masajeó las piernas, repentinamente invadidas por miles de hormigas, mientras Pugliese lo miraba sin decir nada. Luego se volvieron los dos, pues estaba llegando una Guzzi violácea de la policía, con un agente en pie que agitaba en alto una mano enguantada de blanco.

– Ya estamos otra vez -dijo De Luca, y se hizo a un lado en el asiento para dejar sitio al conductor y a los demás agentes, que se colgaban del jeep, con las porras cruzadas en la bandolera.

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