– Nuestro Ingangaro es un auténtico mastín, comisario, cuando dice que va a encontrar a alguien lo encuentra de verdad, como a ese pobre portero. Assuntina Manna vive ahí.
Pugliese señaló una barraca de madera con el tejado de chapa, la única con puerta y una ventana de verdad, cerrada. Una fila de ropa estaba tendida a secar de una cuerda entre la barraca y los restos de un muro bombardeado, curvo y agrietado, más alto que la casa. No había nadie alrededor, ni siquiera una mujer o un niño que jugara, tal vez por culpa del coche o de la jeta de policía de Marcon, que los esperaba detrás de la ropa tendida, grueso y con las manos en los bolsillos, el sombrero calado sobre los ojos.
– ¿Pero es que esta gente no teme que se les derrumbe en la cabeza?
De Luca siguió llamando, más fuerte.
– ¡Policía, abran inmediatamente! -dijo, e iba a golpear más fuerte cuando la puerta se abrió y un joven robusto, de cabello rizado, con un viejo jersey militar, salió al umbral, cortándoles la entrada.
– Policía -dijo De Luca-. Buscamos a Assuntina Manna.
El hombre lo miró feroz, con los brazos cruzados sobre el ancho pecho.
– No está -dijo, huraño-, ya no vive aquí.
Dio un paso atrás, como para irse, pero Pugliese se adelantó y puso una mano contra la puerta, impidiéndole que la cerrara.
– Yo a este señor lo conozco -dijo-, Bruno Manna… Te han traído a comisaría varias veces, Brunetto.
Marcon también se había acercado. Le puso una mano en el brazo, pero Bruno se soltó de un tirón.
– Quíteme las manos de encima. Assuntina no está -gruñó, e intentó entrar en casa, pero estaban todos demasiado cerca. Apoyó una mano en el pecho de De Luca y le dio un empujón, y cuando éste se agarró a su brazo para no caerse, le propinó una patada en la entrepierna. De Luca gimió y cayó sobre una rodilla mientras Pugliese aferraba al hombre por el jersey, perdiendo el sombrero. Marcon se agachó y le dio un potente puñetazo en el estómago, que lo dobló en dos, luego lo aferró por el cuello, golpeándolo de nuevo, mientras Pugliese trataba de sacar las esposas. De detrás de la puerta asomó el rostro de una vieja asustada, y luego salió una chica que se puso a gritar, cogiendo a Marcon por el pelo.
– ¡Bruno! ¡Por Dios bendito! Pero ¿qué le hacen? ¡Bruno!
– ¡Escapa, Assuntina! -gritó el hombre-, ¡dejadla en paz, ella no tiene nada que ver!
– ¡Estate quieto, cabrón! -gritó Marcon, tratando de aferrarlo.
– ¡Dios santísimo! -gritó De Luca. Se levantó de golpe y agarró a Assuntina por un brazo, llevándosela a rastras, mientras Pugliese daba a Bruno una patada que lo dejó de rodillas. Hizo que la chica doblara la esquina de la casa y la puso de espaldas contra las tablas de madera, sujetándola por el brazo y sacudiéndola, pues ella no dejaba de gritar.
– ¡Basta ya, mujer, basta! ¡Sólo quiero hacerte unas preguntas!
Por fin, Assuntina se calló y entonces él la llevó detrás del muro e hizo que se sentara en una piedra. Cuando ella trató de ponerse de rodillas, con las manos juntas, la hizo sentarse de nuevo.
– Tranquilízate -le dijo-, a Bruno no le pasará nada, y a ti tampoco, cálmate. ¡No estoy aquí para arrestar a nadie, joder, a ver si lo entendéis de una vez!
Assuntina bajó la mirada y se tapó con los brazos, ahogando los sollozos. Era guapa, muy joven, de piel oscura y ojos negros, llevaba un vestido ligero de cuadritos rosas que en la lucha le había dejado al descubierto un hombro redondeado.
– Vamos a ver -le dijo De Luca-, tú eras la camarera de Vittorio Rehinard, ¿verdad?
Assuntina asintió sorbiendo un sollozo que se convirtió en suspiro, cubierta por el cabello negro y despeinado que le había caído sobre el rostro. De Luca apoyó un pie en la piedra y se inclinó hacia delante, pues todavía le dolía un poco donde había recibido la patada. Le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a levantar la cabeza para mirarlo.
– ¿Tienes voz, niña, o tengo que llevarte a comisaría?
– Era la criada del señor Rehinard -susurró Assuntina, luego se aclaró la garganta y lo repitió-, era la criada del señor Rehinard, pero no sé nada, porque me echó hace ya seis días.
– ¿Y no has vuelto a su casa?
– No -sollozó-, no, no.
– ¿Por qué te echó?
– No lo sé. Era así, al cabo de un tiempo se cansaba de las criadas y las echaba. Ya me había dicho que tarde o temprano me echaría a mí también -sollozó. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mofletes de niña. De Luca dejó que bajara el mentón y se separó de la piedra. Se iba a apoyar en el muro, pero se detuvo justo a tiempo.
– ¿Qué hacía el señor Rehinard? -preguntó-. ¿Estaba en casa, salía, veía a gente?
Assuntina se secó las mejillas con la muñeca y asintió, pero las lágrimas volvieron a salir enseguida.
– Salía todas las mañanas, tarde, y el viernes por la noche. Venía mucha gente, pero yo no conocía a nadie.
– ¿Puedes describirlos?
– Venían muchas mujeres. Y un soldado.
– ¿Qué hacían con el señor Rehinard? ¿Hablaban, le llevaban algo?
Assuntina sacudió la cabeza y dejó escapar otro sollozo:
– No lo sé -dijo-, porque me mandaba a hacer recados. A veces me decía que pasara la noche fuera.
– ¿Iba una chica rubia?
– Sí, muchas veces. Una mañana la encontré fuera, en las escaleras, llorando. El señor Rehinard la hizo pasar y cuando salió estaba… no sé cómo, estaba rara.
De Luca asintió, sombrío, mordiéndose el interior de la boca. Se metió una mano en el bolsillo y se ajustó por debajo del impermeable. Pero no era eso lo que le molestaba. Quería hacer una pregunta y al final la hizo:
– ¿Iba también una señora pelirroja?
Assuntina asintió:
– La señora Valeria era la única amable conmigo. Pero había una mala, morena.
– ¿Menuda, con gafas? -preguntó De Luca. Valeria volvió a flotar en su memoria.
– Sí. El señor Rehinard la llamaba excelencia y siempre bromeaba con ella, pero una vez los oí discutir. Ella decía «deja en paz a mi hijo, mi hijo…», parecía muy enfadada.
Assuntina sorbió y se secó la nariz con el brazo desnudo, dejando una estela brillante en la piel oscura. De Luca hizo ademán de sacar un pañuelo, pero estaba tan perdido en sus pensamientos que se olvidó a medio gesto, con los dedos apenas metidos en el bolsillo. Cabeceó dos o tres veces, solitario, con la mirada en el vacío, luego se estremeció.
– Oye -dijo-, una última cosa: el señor Rehinard a ti, alguna vez te…
Assuntina apretó los dientes, los ojos y el rostro se volvieron de fuego y De Luca levantó un brazo, sacudiendo la cabeza, pues conocía esa mirada y sabía por experiencia que no conseguiría sacar nada de aquella muchacha descalza y desaliñada, sentada en una piedra.
– Qué se esperaba, comisario, son unos charnegos, unos ignorantes… -Pugliese sopló sobre el ala del sombrero, para quitarle el polvo-. Ven a la policía y se asustan. La madre de Assuntina me ha dicho que su hermano la protege desde que su novio se fue a Grecia en el cuarenta y no deja que nadie se le acerque. Cuando no está en la cárcel, digo yo, porque ese Manna es un tipejo, un perdido, con las manos muy largas y el cuchillo… Salió de la cárcel ayer. Casi hubiéramos hecho bien en llevárnoslo, ya que lo teníamos esposado…
– Olvidémoslo, Pugliese, tenemos ya bastantes problemas.
De Luca iba en el asiento trasero, hundido en el impermeable, mientras Marcon conducía, con la metralleta atravesada sobre las rodillas. Estaban volviendo a la comisaría. Pugliese intentó volverse, entorpecido por el gabán, y movió un brazo para soltarse, con esfuerzo.
– ¿Le he dicho lo de Albertini, comisario? Es que aún no ha dado noticias y empiezo a preocuparme. Llamó diciendo que casi lo arrestan y le dijeron sólo que ahora Littorio Alfieri es subteniente y que está en un campamento de la montaña, buscando partisanos. Pero que quizá se entere de algo más.
– Hay que enterarse de más.
– ¿Por qué? -Pugliese se incorporó, casi encaramándose por el asiento-. El jefe volvió a telefonear ayer por la tarde y dijo que prosiguiéramos tras la «pista Tedesco». Dijo que apretáramos, que apretáramos… -Hizo un gesto con los dedos, cerrándolos todos juntos un par de veces.
– Apretar, ¡y un huevo! -dijo De Luca. Se encontraba fatal en ese momento, no había dormido, no había comido y le parecía tener una tela de araña en el rostro. Si bajaba los párpados, le ardían los ojos-. Sonia Tedesco no es más que una pobre chica desesperada y estoy convencido de que no tiene nada que ver con la muerte de Rehinard. Para empezar, era su traficante, y no veo por qué iba a matarlo. Y luego está la historia de la copa. Si es que de verdad… -estaba a punto de decir «si es que de verdad Valeria», pero se interrumpió-, si de verdad la Suvich vio la copa, entonces Sonia ya había salido. A mí ahora se me ocurre otra cosa.
– ¿La bruja? -preguntó Pugliese, y De Luca lo miró. Había una sonrisa vaga en sus finos labios, bajo la nariz picuda, pero aquélla era la expresión más corriente en el inspector Pugliese.
– No -dijo De Luca-, podría ser, pero no sé. Pienso en la mujer del profesor, la morenita que iba siempre con Rehinard y que discute con él por su hijo. Pero ¿por qué? Dios, cuánto daría por poderla interrogar a mi manera.
– ¿A su manera? -dijo Pugliese, y De Luca volvió a observar esa sonrisa estrecha, que parecía burlarse de él. En ese momento el coche frenó bruscamente. Pugliese se deslizó por el asiento, volviéndose, y Marcon puso una mano sobre la metralleta. De Luca asomó la cabeza y vio a un militar graduado de la GNR que les hacía señal de dar media vuelta y alejarse.
– ¡Partisanos! -dijo el militar graduado, viendo de lejos el carné de Pugliese-, disparan desde un tejado y no se puede pasar.
– Doblemos por la calle Mastella -dijo Pugliese a Marcon, pero De Luca le puso una mano en un hombro, deteniéndolo.
– Espera, yo no voy a la comisaría, id vosotros. Yo voy a la Rosina, quiero moverme y llamar sin que me vigilen. Y quiero ver a Albertini. Y a Silvia Alfieri.
«Y quiero ver a Valeria», pensó, pero no lo dijo. Delante, reflejado en el espejo retrovisor, Pugliese seguía con su sonrisita estrecha.