CAPÍTULO DOS

– Para mí, usted podría ser cualquiera, un desgraciado, un profesor, un ingeniero… eso, pongamos que es un ingeniero, ¿le parece bien?

De Luca no dijo nada. No había vuelto a abrir la boca desde que subió al jeep y casi se le habían sellado los labios. En cambio, Leonardi no callaba ni un momento. Le había llevado al pueblo y le había hecho entrar en una fonda, según decía un cartel colgado junto a la puerta, pues, en el interior, la fonda parecía una casa como cualquier otra. Había tres mesas de madera en el centro de una habitación y ellos estaban sentados en la más pequeña, De Luca inmóvil en la silla, con los brazos cruzados y los labios cosidos, y Leonardi echado hacia delante, hacia él, con los codos en la mesa.

– Entonces, escuche, ingeniero. Usted se parece mucho a un tal comisario De Luca que conocí cuando hacía el curso para agentes de policía, en Génova. Bueno, el comisario De Luca era un héroe para todos… El comandante de la escuela lo llamaba «el más brillante investigador de la policía italiana». Por lo visto, luego se perdió un poco en la política, porque lo he encontrado en una lista de personas buscadas por el CLN, junto con muchos nombres malsonantes de fascistas de la República de Saló… Pero dejemos al comisario De Luca, dejémoslo allá donde esté.

Leonardi se volvió hacia una puerta cerrada. Estaban solos en la sala, delante de una gran chimenea apagada, y empezaba a oscurecer porque el sol, en el exterior, descendía rápidamente.

– ¡Eh! ¿Es que no hay nadie? -gritó Leonardi hacia la puerta, luego se levantó, la abrió y volvió a gritar-. ¿No hay nadie?

Pero enseguida dio un paso atrás, pues había aparecido una muchacha en el umbral, tropezando con él. Leonardi volvió a la mesa.

– Ésta es Francesca, ingeniero, Francesca, la Alemanita…

Quiso tocarla, pero ella lo esquivó, sin mirarlo, agitando las caderas para escapar a su brazo. Fue a buscar dos vasos y una botella de encima de la chimenea. Leonardi sonrió.

– ¿Ha visto lo mona que está nuestra Francesca? ¿A que le sienta bien ese corte de pelo?

De Luca levantó los ojos y miró por primera vez a la muchacha. Era muy joven y llevaba el cabello negro cortado de forma extraña, irregular, a lo chico. Le daba un aspecto salvaje, descarado, como sus ojos, asimismo negros, que lo miraban directos, con insistencia casi maligna.

– A nuestra Francesca la llaman la Alemanita porque le gustaban mucho los cabezas cuadradas -dijo Leonardi- y así se ganó un corte gratis del barbero. ¿Verdad, Alemanita?

– Con el alemán estuve porque era guapo -dijo la muchacha, sirviendo vino en el vaso de De Luca- y yo voy con quien me da la gana. No te preocupes, no, que tú no corres peligro.

Leonardi volvió a sonreír y de pronto se puso en pie de un salto y apartó la silla, pues ella le había llenado demasiado el vaso, derramándole el vino en los pantalones.

– ¡Válgame Dios, Alemanita!

La muchacha lanzó una mirada a De Luca, una mirada rápida que era como una sonrisa, pero una sonrisa maliciosa. Salió golpeando con fuerza la suela de los zuecos contra el suelo para cubrir la voz de Leonardi, que gritaba «¡enciende la luz!», y los dejó a oscuras.

– La luz eléctrica es el único motivo de que esta casa sea una fonda, porque la Alemanita y su madre son las personas más ignorantes de la Romagna, todo el mundo lo sabe.

Leonardi apuró el vaso y se sirvió más enseguida. De Luca no bebió. Miró la botella de medio litro, de vidrio verde, con un racimo de uva en relieve en medio de un hexágono con las esquinas redondeadas. Recordaba una igual en su casa, de niño, y quiso alargar la mano para tocarla, pero Leonardi volvió a hablar.

– Es que a mí mi trabajo me gusta. Lo llevo aquí, este trabajo -se tocó la cabeza con la punta del dedo-, y creo que yo también valgo. Aunque me falta experiencia. Estaba haciendo el curso para agente cuando fue el armisticio y me largué enseguida a la montaña, con los partisanos… Hice las prácticas sólo, pero eso no basta, no bastará dentro de poco, porque, claro, todo cambiará, tal vez haya una revolución, pero la policía, eso ya se ve, seguirá siendo la misma. En Lugo han restablecido la comisaría y la han puesto a manos de los mismos de antes. ¡Y eso que el alcalde es un partisano! Créame, en un año nos mandarán a todos a casa, tanto si está Togliatti como si está De Gasperi en el Gobierno.

La luz se había encendido de repente, como un relámpago, a De Luca incluso le pareció que tenía que seguir un trueno. Pero sólo se oyó el cloc-cloc de los zuecos de la Alemanita, que dio la vuelta a la mesa con dos platos llenos de una masa roja. Puso uno delante de De Luca y el otro lo dejó caer delante de Leonardi, que de nuevo tuvo que retirarse para que no lo salpicara el tomate. Alargó un brazo, y esta vez pudo alcanzarla mientras pasaba.

– Ven pa’ cá, nena… Que siempre te escapas. ¿Qué es esto?

– Conejo, conejo en salsa.

Tenía un modo duro de pronunciar las palabras, la Alemanita, como si las pronunciara siempre con la barbilla alta y los dientes apretados.

– Conejo, ¿eh? Esto es gato, que te lo digo yo.

– Si no lo quieres, me lo llevo. Y si no me quitas inmediatamente la mano del culo se lo digo al Carnera.

Leonardi se incorporó en su silla y la sonrisa que le estiraba los labios se contrajo un poco por un instante.

– Vamos, vamos -dijo-, el gato también está bueno. Y tu culo te lo puedes quedar.

Levantó una mano para darle una palmada en el trasero mientras se alejaba, pero luego se lo pensó dos veces y se quedó con el brazo suspendido, en un medio saludo romano.

De Luca miró el conejo, el gato o lo que fuera, ahogado en tomate. No comía desde la noche, y tenía hambre, pero el olor caliente de la manteca le cerró el estómago, produciéndole una sensación casi de mareo. Leonardi, en cambio, ya estaba a medio plato.

– Algún enchufe es lo que se necesita -dijo, con la boca llena-, o bien demostrar que sabes el oficio. Por eso me interesan los Guerra. Es mi primer caso que no es político, ¿entiende a qué me refiero? No es político… y es un asunto gordo. Y yo quiero resolverlo, quiero ir a los carabineros y decirles sucedió así y asá, fueron ésos y aquí están las pruebas. Pero, como le he dicho, me falta experiencia, me falta la ayuda de… de un ingeniero. De un ingeniero como usted.

De Luca cogió el tenedor y tocó la carne, dándole vueltas en el plato. La náusea había aumentado paralelamente al hambre.

– ¿Quién es ese Carnera? -preguntó, con la voz enronquecida por el silencio, pues llevaba un rato sin hablar.

– ¿Carnera? -dijo Leonardi.

– Esa chica, la Alemanita, ha dicho que se lo diría a Carnera si…

Leonardi levantó la mano, sacudiendo la cabeza.

– Con ése más vale no meterse. Carnera se la tiene jurada a… a los ingenieros. Hizo cosas increíbles durante la guerra y mató a más alemanes él que la Quinta Armada americana… Es un héroe en estas tierras. Pero usted no me quiere responder, siempre cambia de tema. A ver, ingeniero, ¿me ayuda con este caso, sí o no?

De Luca cortó un trozo de carne, pero lo dejó en el plato. Se sirvió un vaso de vino.

– ¿Acaso puedo escoger? -dijo. Leonardi sonrió:

– No, no puede escoger.

La puerta de la calle se abrió y entraron dos hombres. Uno, en camisa y con una boina ladeada, levantó la mano para saludar a Leonardi. Se sentaron en una mesa bastante alejada, pero Leonardi se acercó a De Luca, apartando la botella para no darse de narices.

– Lo de la ventana… -susurró-, lo del vidrio roto y las huellas… yo ya me había dado cuenta. Era sólo para que se interesara usted por el caso.

– ¿Y cómo sabe que no es político?

– No es político.

– ¿Cómo lo sabe?

Leonardi suspiró:

– Si fuera político lo sabría, como en otros casos. Además, los Guerra nunca estuvieron metidos en nada, ni con los fascistas ni con nosotros. Créame, la política no tiene nada que ver. Para mí, se trata de un robo. Gente que entró para robar.

– Es posible. -De Luca volvió a probar el conejo, se metió un trozo en la boca y cerró los ojos. Tuvo que hacer un esfuerzo para tragar-. ¿Qué dice el forense?

– ¿El forense? -Leonardi pareció preocupado.

– El médico, un médico cualquiera. Habrá mandado a un médico a que los vea, ¿no?

– No. Es evidente que los mataron a palos.

– Nada es evidente en este oficio. ¿Cuánto tiempo estuvo en el curso de Génova?

Leonardi bajó los ojos:

– Tres meses, nada más que tres meses.

De Luca sonrió, pero enseguida se sintió incómodo. Pensó que era mejor no insistir demasiado y advirtió que uno de los hombres lo estaba mirando fijamente.

– Se llama autopsia -dijo, como un profesor. Leonardi asintió, moviendo los labios para repetir la palabra-. O peritaje médico-forense, como quiera. ¿Ya los han enterrado?

– Lo harán mañana.

– Mejor. Busque un médico y que los vea. Causa y hora de defunción, señales especiales, todo lo que pueda decir. Es lo primero que hay que hacer.

– Lo primero que hay que hacer -repitió Leonardi. De Luca pinchó otro trozo de carne, pero la náusea se hizo más fuerte que el hambre y dejó caer el tenedor. Leonardi no se dio cuenta, tenía los ojos en De Luca pero parecía pensar en otra cosa.

– Voy enseguida -dijo-. Usted más vale que se acueste, porque lo quiero repuesto mañana por la mañana. Que quede claro -levantó una mano y lo señaló con un dedo recto como la hoja de un cuchillo e igualmente amenazador-, fuera de aquí, usted es hombre muerto. Sin documentos, no llega más allá del puente, se lo puedo asegurar, ni aunque tuviera un padrino que lo proteja. Aquí su padrino soy yo, ingeniero, recuérdelo.

Levantó la mano para llamar a la Alemanita, pero la chica se volvió hacia el otro lado, y entonces llamó a otra mujer, baja, con un pañuelo en la cabeza y un delantal atado a las anchas caderas.

– El señor se queda unos días -le dijo-. Está de paso y tiene que descansar. Cuídenlo, es mi invitado y es buena persona, una persona importante… -se levantó y apoyó una mano en el hombro de De Luca, estrechándolo ligeramente-. Muy importante. Es un ingeniero.

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