CAPÍTULO CUATRO

– A ver, ¿por dónde empezamos?

Leonardi se encontraba de pie en medio de la habitación y se frotaba las manos, excitado. De Luca estaba quieto delante de la puerta, con las manos hundidas en los bolsillos del gabán, un poco encorvado.

– Habría que buscar pistas, huellas… rastros. Todo lo que se pueda ver.

– Vale, entonces busquemos pistas.

De Luca se encogió de hombros.

– Es inútil -dijo-. Ustedes lo han movido y tocado todo. A partir de ese rastro de sangre, por ejemplo, se diría que uno de los asesinos llevaba botas militares americanas, del cuarenta y dos aproximadamente.

Leonardi se mordió un labio, arrastrando inconscientemente la suela de su bota.

– Claro -dijo-, la dejaría yo cuando nos llevamos a Guerra. Virgen santa, cuántas cosas tengo que aprender…

De Luca miró a su alrededor. En aquel caserío de campo no había nada que valiera la pena robar, y sin embargo… Cuatro muertos. Cuatro muertos para encontrar algo, pero ¿qué? Había dos tablas del piso levantadas en una esquina, y más adelante, otras rotas. Leonardi lo miraba, ansioso, con la boca entreabierta.

– Hace falta una estaca o una barra de hierro -dijo De Luca-, y también un cuchillo.

– ¿Una barra?

– Para levantar las tablas del suelo y probar las paredes. Y el cuchillo para los colchones. Empecemos a buscar por aquí.

– Claro.

Leonardi salió corriendo y volvió con las herramientas. De Luca cogió la estaca y, juntos, se pusieron a golpear el suelo, levantando las tablas que se movían, luego De Luca le quitó la barra a Leonardi y empezó a golpear la pared, con cuidado, haciendo que cayera el revoque sucio y levantado de los ladrillos. Llevó mucho tiempo picar toda la habitación, y al cabo de un rato Leonardi cogió el cuchillo, pero se detuvo, vacilante.

– ¿Cómo sabemos que todavía hay algo que encontrar? -preguntó.

De Luca suspiró:

– No lo sabemos. Pero esperamos que Guerra muriera antes de hablar y que los que empezaron el trabajo fueran interrumpidos… o se cansaran de buscar.

– Claro -repitió Leonardi. Desapareció tras la puerta y De Luca oyó enseguida el ruido seco de la tela rasgada. Dejó de golpear la pared, giró la silla de la vieja Guerra ante la chimenea y se sentó, clavando los codos en las rodillas y apoyando la barbilla en las manos. Leonardi volvió del cuarto con el cuchillo en la mano, como un asesino.

– Nada -dijo-, nada de nada.

– Dejémoslo correr -dijo De Luca-, así, entre dos, es imposible… Podría estar enterrado fuera o en la cama del perro… -De Luca cerró los ojos y se encogió de hombros.

– Ponga un poco de ánimo, ingeniero, recuerde nuestro pacto… Tal vez esté aquí dentro, no sé, en la caldera del cocido…

De Luca sonrió, sin abrir los ojos.

– … y, en efecto, ¡aquí está!

De Luca abrió los ojos, levantando la cabeza. Leonardi estaba de rodillas sobre la chimenea y sacaba el brazo de una caldera ennegrecida, colgado bajo la campana. Se acercó a la mesa sosteniendo algo con las manos en forma de copa, con delicadeza, como un pollito caído del nido. De Luca vaciló un instante, pero luego apoyó las manos en las rodillas y se levantó. Se acercó a la mesa de dos zancadas y empujó a Leonardi de lado, casi bruscamente.

– Déjame ver -dijo, y Leonardi quitó las manos de un envoltorio de tela, cerrado con un nudo. Dio también un paso atrás y se quedó mirando, respetuoso. De Luca deshizo el nudo, con esfuerzo, y cuando logró abrir la tela, a Leonardi se le escapó un silbido. Había un broche con una piedra enorme y un pasador de oro, un poco torcido.

– Esto era lo que buscaban -dijo De Luca-. Debía de ser un millonario excéntrico, este Delmo.

Leonardi cogió el broche y lo miró a contraluz:

– ¿Y de dónde sale esto?

– Quizás lo comprara en el mercado negro, o escondió a alguien que estaba en apuros…

– ¿Delmo? Qué va… Delmo estaba fuera de todo, ya se lo he dicho. Y para obtener esto en el mercado negro habría debido vender ostras y caviar.

– Pues una joya de familia seguro que no lo era… Al menos, de la suya no. Yo creo que se lo robó a alguien.

Leonardi frunció la frente. De Luca volvió a sentarse, pero se levantó enseguida, pues ardía de curiosidad.

– En cualquier caso, fue torturado y matado por este broche. Lo primero que hay que hacer es saber de dónde viene y cómo lo había conseguido… ¿Hay familias ricas en esta zona?

– Bueno… -Leonardi vaciló, perplejo-, una sí la hay… la del conde.

– Bien -dijo De Luca, decidido-, vamos a ver al conde para preguntarle si el broche es suyo.

– El conde no está… Se marchó. Dicen que escapó a América por miedo… Es que estaba comprometido con los alemanes. En la casa ha quedado sólo una criada.

– Es igual, quizá sea mejor así. Vamos a verla.

– Pero es vieja… la Linina tiene más de setenta años…

De Luca lo miró serio y Leonardi bajó los ojos. Sopesó el broche en la palma de la mano, mordiéndose un labio, y luego se encogió de hombros:

– Está bien -dijo-, a ver qué nos dice la Linina.

Salieron de la casa y mientras Leonardi cerraba la puerta, De Luca advirtió algo en la era, junto a la cadena del perro.

– ¿Qué es eso? -dijo. Se acercó al collar abierto en el polvo y se agachó, con Leonardi a la zaga, curioso. Había unas manchas oscuras junto a la cadena, negras y densas, como de aceite, y al lado, marcada en el suelo, una tira cuadriculada.

– Pisaron ustedes también por aquí -dijo De Luca-, pero ésta se salvó. ¿Qué le parece?

– Una motocicleta.

– Muy bien. ¿Es suya también?

– No, yo uso el jeep. Pero sé de quién es. Es la Guzzi del Pietrino; pierde aceite.

– ¿Pietrino?

– Pietrino Zauli. Vive aquí al lado, conocía bien a Guerra.

– Bien, otro elemento con el que trabajar. Pietrino ha estado aquí recientemente y tal vez pueda decirnos algo.

De Luca se levantó y el esfuerzo lo mareó un poco. Leonardi frunció el entrecejo, en una expresión sombría.

– Usted cree que Pietrino podría… -dijo.

– Yo no creo nada -dijo De Luca-, aún no es el momento. Vamos a ver a la Linina esa antes de que se ponga a llover.


La lluvia los sorprendió a medio sendero, anunciada únicamente por un rápido cambio de luz y el olor fuerte y húmedo del hierro. El chaparrón violento, con gotas gruesas y pesadas, les hizo echar a correr, y al fondo del sendero la casa apareció tan de repente, entre los árboles, que los dos se detuvieron un instante, antes de resguardarse bajo la terraza que cubría la puerta.

– ¡Válgame Dios -dijo Leonardi-, estoy empapado! Pero al campo le hacía falta un poco de lluvia.

De Luca le dirigió una mirada asesina, sin decir nada. Se cerró el impermeable en torno al cuello, con un escalofrío, pues las gotas se deslizaban entre los cabellos y le bajaban por la espalda, y era tan molesto que se ponía histérico.

– Entremos -dijo, gritando para cubrir el estruendo del aguacero, que en un momento se había vuelto más intenso, y avanzó hacia la puerta; pero Leonardi lo detuvo, poniéndole una mano en el brazo.

– Esta casa es muy extraña, ingeniero -dijo-. Es una casa donde se siente.

– ¿Se siente?

– Sí, ¿cómo dicen en su tierra? Hay espíritus.

De Luca tuvo un escalofrío, sobre todo por cómo había pronunciado Leonardi la palabra espíritus, serio y preocupado.

– Qué tontería -dijo, encogiéndose de hombros, y empujó decidido la puerta, que se abrió de inmediato. Dentro, por un extraño efecto sonoro, la lluvia casi no se oía, a pesar de que seguía atizando el terreno a sus espaldas, violenta y cercana. De Luca tuvo otro escalofrío.

«¿Hay alguien?», dijo, y luego más fuerte: «¿Hay alguien?», pero sin respuesta. Entró en un largo pasillo vacío y abrió una puerta, pero también allí había un cuarto vacío, sin muebles, de techo altísimo, y su voz resonó fuertemente cuando volvió a gritar «¿Hay alguien?», y le hizo esconder la cabeza entre los hombros.

– Eh, ingeniero, un momento -dijo Leonardi, cogiéndolo por el impermeable-, ¿qué hacemos, entramos así, solos?

De Luca se soltó de un tirón:

– Policía, Leonardi -dijo, con rabia-, la policía va a donde quiere.

Cruzaron el cuarto, haciendo resonar los pasos en el silencio frío, hasta una escalera que llevaba al piso alto. De Luca vaciló un instante, apoyado en el pasamanos de madera, pues recordó un sueño que tenía siempre de niño: una escalera como aquélla, que él subía, subía y en el último peldaño, aunque él no la había visto nunca, había una vieja jorobada que lo esperaba y sonreía…

– Qué tontería -repitió De Luca, y mientras Leonardi preguntaba: «¿Cómo ha dicho, ingeniero?», subió la escalera, decidido. Arriba había otra puerta cerrada. De Luca la abrió esperándose otra habitación vacía, pero se detuvo en el umbral, delante de un cuarto pequeño y atestado de muebles, tanto que parecía que no hubiera sitio para entrar. No se dio cuenta de que había alguien hasta que se movió entre una silla y una butaca. Era una vieja jorobada, vestida de negro, igual que la del sueño.

– ¿Ustedes también vienen por los muebles? -dijo. De Luca se había quedado petrificado, con la boca abierta, y no pudo responder. Leonardi dio un paso adelante, introduciéndose entre la puerta y él para entrar en la estancia.

– Anda -dijo la vieja-, pero ¿tú no eres el hijo del Marietto?

– Ésta es la Linina, ingeniero -dijo Leonardi-, la criada del conde. Hable más alto porque está un poco sorda.

La mujer se acercó a De Luca, mirándolo desde abajo:

– ¿Éste no es el hijo del Gigetto? -dijo a Leonardi, luego se desplazó por el cuarto rápidamente, aunque arrastrara la piernas, y apartó un pañito de una silla-. Tomen ésta -dijo-, ésta todavía está bien… Tomen lo que les haga falta, total, aquí no hace más que coger polvo. Yo soy vieja, y desde que se llevaron al señorito…

– El conde se fue, Linina -lo interrumpió Leonardi-, se fue a América.

La mujer se encogió de hombros, bajo el chal negro, luego se volvió hacia De Luca:

– ¿Cómo está el Gigetto?

De Luca se sobrecogió:

– Bien -dijo, expeditivo. Hizo un ademán a Leonardi, que se sacó la mano del bolsillo, con el broche.

– Queríamos enseñarte una cosa, Linina -dijo, abriendo la mano-. Dime si lo reconoces. ¿Era del conde?

La mujer entornó los ojos, acercando la nariz a la mano, luego contestó:

– ¡Ah, míralo, por fin, gracias! -dijo, y rápidamente, antes de que Leonardi pudiera cerrar los dedos, cogió el broche y lo metió en un cajón. De Luca asintió:

– Era del conde -dijo. Leonardi abrió el cajón y tomó el broche, retirando con suavidad las manos de la mujer.

– Ya lo guardamos nosotros, Linina, es mejor. Vale, ya estamos… Nos marchamos. -Se volvió para salir, pero De Luca no se apartó de la puerta.

– Un momento -dijo-. Quisiera preguntar otra cosa a la señora… ¿Se acuerda de cuándo desapareció el broche? ¿Cuándo notó que…?

– A la vez que desapareció el anillo.

– ¿El anillo?

– El anillo azul que estaba con el broche. Van a juego… ¿no lo cogerías tú?

– Y el anillo, ¿cuándo desapareció?

De Luca se esperaba que dijera «cuando desapareció el broche», pero la mujer frunció la frente, como para reflexionar, y se encogió de hombros:

– Cuando desapareció el señorito -dijo-. Cuando desapareció en América.

De Luca asintió y miró de reojo a Leonardi.

– Y cuando el conde se fue de vacaciones… ¿qué sucedió? ¿Vino alguien? ¿Era de día o de noche?

– Era de noche, porque ya había llevado de comer a los perros… El señorito estaba en su cuarto con Sissi, comía tanto Sissi… Luego llegaron ésos y me dijeron que me quedara en la cocina. Cuando salí el señorito ya no estaba, ni tampoco Sissi.

De Luca asintió.

– Parece una manía la de matar a los perros -dijo.

– El conde se marchó -dijo Leonardi-, se fue a América.

De Luca volvió a asentir:

– Está bien, está bien -dijo-. Otra cosa… ¿Se acuerda de cómo eran ellos?

– Hombre… -la mujer abrió los brazos, doblando los finos labios en una mueca-, yo soy vieja y ya no tengo memoria… Recuerdo al hijo del vecino del zapatero… -se volvió hacia Leonardi-, Baroncini, ese bajo… además ya lo sabes, porque tú también estabas.

– ¿Yo? -dijo Leonardi, y lanzó una ojeada a De Luca, que lo estaba mirando-, ¿yo? Te equivocas, yo…

En ese momento, de repente, la luz se encendió de golpe, haciendo que se sobresaltaran. De Luca miró hacia arriba, instintivamente.

– Al señorito no le gusta estar a oscuras -dijo la mujer.

– Tonterías -dijo De Luca-, es la tormenta.

– Vámonos -dijo Leonardi-, vámonos, por favor.


– No es lo que usted cree, ingeniero.

– Yo no creo nada.

Había dejado de llover y de la tierra mojada se elevaba un calor pegajoso, húmedo, casi peor que la tormenta. De Luca se había quitado el impermeable y trataba de tenerse en pie sobre el barro del sendero. Leonardi caminaba a paso ligero, hundiendo sin miedo las botas militares en la tierra blanda, pero De Luca, con sus zapatos bajos que empezaban a hundirse, tenía que poner cuidado a cada paso para no resbalar.

– La vieja Linina está un poco, es decir… -Leonardi se dio golpecitos en la sien-, un poco ida, eso…

– A mí me parece muy lúcida.

Leonardi se detuvo y agarró a De Luca por un brazo, obligándolo a volverse y pegarse a él, para no caer.

– Oiga usted, ingeniero -dijo brusco-, yo no sé nada de todo esto… Yo entonces no era comandante, era sólo un agente… y además, ¿por qué tengo que justificarme con usted precisamente? ¿Qué quiere de mí?

– ¿Yo? Yo nada, Dios me libre… Era usted quien quería resolver el caso, me parece.

– Pues sí, exacto, el caso Guerra… no el del conde.

– A Guerra lo mataron por un broche. Y el broche era del conde. Los dos casos están relacionados.

– Mierda. -Leonardi dio un paso al frente, como para marcharse, pero se detuvo enseguida. Se apoyó con el trasero en un árbol, metiéndose las manos en los bolsillos de la cazadora.

– Es una historia rara -dijo, pensativo, mirando hacia abajo-. Es que, ingeniero, historias de éstas por aquí, al acabar la guerra, hubo muchas… Gente que se lo merecía, había que hacerlo… Pero ya le he dicho que no me importa la opinión de uno como usted.

De Luca suspiró, levantando la mirada al cielo.

– Pero lo de… -continuó Leonardi-, lo del conde fue algo diferente… No me malinterprete, el conde se lo merecía, desde luego, porque era un cabronazo. Reveló a los alemanes que había un depósito de armas en un caserío y ésos fusilaron a una familia entera, a siete personas, incluidos mujeres y niños. Además era un pervertido, tenía a los SS en su casa y por lo visto con alguno se acostaba… Lo raro es que no se lo cepillaran antes. -Leonardi se pasó la lengua por los labios, sacudiendo la cabeza-. Pero la cuestión no es ésa… Lo raro es que mientras de los otros hechos, al menos, algo se sabe, de éste nada, no se ha vuelto a hablar, nunca más… ni siquiera entre nosotros.

– ¿Y eso es raro?

– Pues sí que lo es… Yo estuve aquí esa noche, pero sé sólo lo que vi, o sea, poco. Era mayo, el 7 de mayo, creo, y serían las nueve cuando llegué a la casa para dar el toque de queda al conde…

– ¿El toque de queda?

– Sí, a decirle que no podía salir hasta la mañana… Se hace con las personas sospechosas. La cuestión es que al volver vi a Pietrino en la moto que iba hacia la casa. Detrás, de paquete, iba Sangiorgi, que entonces era mi comandante.

– ¿Y luego?

– Luego nada. Volví al pueblo y a la mañana siguiente supe que el conde había desaparecido. Que se había marchado a América. ¿Por qué me mira de esa forma?

– No le miro de ninguna forma. Espero.

– ¿Y qué espera?

– Una decisión suya.

Leonardi se separó del árbol y sacó las manos de los bolsillos:

– ¿No podríamos dejar esta historia? -preguntó. De Luca hizo una mueca.

– Tal vez, por qué no… pero a los Guerra los mataron por un broche…

– Y el broche era del conde, ya lo sé… Válgame Dios, ingeniero, ¿por qué hemos escogido un trabajo como éste? ¿Sabe usted por qué?

De Luca sonrió:

– Porque somos curiosos -dijo. Leonardi arqueó una ceja, perplejo, luego se encogió de hombros.

– Bueno… -murmuró-, al fin y al cabo, podríamos charlar un ratillo con Sangiorgi. Así, entre amigos…

Загрузка...