CAPÍTULO CINCO

Llegó tempranísimo a comisaría, tan temprano que todavía estaban los carteles clandestinos en el muro de delante, las patrullas de la GNR aún no los habían encontrado. Durante un rato estuvieron sólo los centinelas y él en el edificio, y en medio de aquel silencio polvoriento de despacho desierto de funcionarios De Luca se sintió incómodo, presa de la obsesión por hacer algo. Leyó el informe del forense que yacía sobre su escritorio, saltándose los detalles técnicos y deteniéndose en la hipótesis de que el autor del delito fuese «una persona de corta estatura pero de mucha fuerza, situada frente al agredido y ligeramente desplazada a su izquierda». Hasta ese momento todas las personas que había conocido eran «de corta estatura». Sonia Tedesco, por ejemplo. Una historia turbia de sexo y drogas… Había ido a casa de Rehinard, eso estaba claro, había bebido un poco y luego, zas zas, dos cuchilladas. O la morenita de las gafas, por qué no, tal vez una amante celosa, vio salir a la Tedesco, se armó una discusión y… O bien… De Luca sacudió la cabeza, demasiadas lagunas, pocos elementos para deducir una solución. Faltaba la criada, que debía de saber mucho, aunque llevara fuera los últimos tres días. Además, faltaba el portero, que algo sabía seguro, si no lo habían eliminado como a su mujer. Y faltaba el maldito abrecartas. Y el SS. ¡Ay, Dios! De Luca se agitó en la silla con un crujido impaciente de la madera, mirando el reloj. Fuera, en el pasillo, resonaban pasos, y de vez en cuando se oía un portero. La comisaría se estaba animando.

El primero en llegar fue Pugliese. Llevaba un gabán veraniego, claro, con una flor en el ojal y unos zapatos de dos colores bastante elegantes, pero con su sombrero y, sobre todo, con su cara alargada y en punta, seguía pareciendo un policía. Tenía un periódico bajo el brazo y saludó a De Luca con entusiasmo.

– ¡Hombre, comisario! Qué madrugador es usté… ¿Ya ha visto el periódico? Nos hemos hecho famosos… Ha conseguido que la socialización pase a segunda página.

Abrió el periódico y, manteniéndolo abierto, se lo tendió a De Luca, que lo aferró enseguida. En primera plana había un titular exagerado, en tres columnas, «El misterio de Via Battisti», y debajo un artículo rico en detalles sangrientos. Había un retrato de Vittorio Rehinard que lo describía como un «masón intrigante, un degenerado entregado al vicio y a las prácticas ocultas». Hacía alusiones, nada veladas, al conde Tedesco, y sobre todo a su hija, cuya relación con Rehinard estaba «bajo el atento examen del ojo agudo de la policía». El artículo decía también que el caso se había confiado al comisario De Luca, «el más brillante investigador de la comisaría republicana».

– ¡Qué absurdo! -dijo De Luca-, ¡aquí alguien ha exagerado! Todos estos detalles macabros, sospechas sobre personajes eminentes… ¡Han infringido todas las directivas del partido sobre las noticias de crónica negra!

Pugliese sonrió, pellizcándose la barbilla.

– En efecto, no se veía un artículo tan sensacionalista en un periódico desde los tiempos de Girolimoni… Es el golpe de gracia a nuestro caso, apuesto a que nos lo quitan esta misma mañana y la censura hace retirar el periódico.

Albertini entró en el despacho, con el periódico también bajo el brazo.

– ¿Lo han leído? -dijo agitándolo, luego vio el ejemplar en la mesa de De Luca y pareció decepcionado.

– Lo hemos leído -respondió Pugliese-, dentro de poco seremos todos estrellas de cine.

De Luca cerró el periódico y lo apartó. Tanta publicidad le molestaba y a la vez lo asustaba.

– Pensemos en cosas serias -dijo-. ¡Qué voy a ser un brillante investigador, lo que soy es un burro! Y usted otro, Pugliese.

– ¿Yo, comisario?

– Las divisas, Pugliese, las divisas. ¡Esa mujer habló de las divisas de un SS, pero ellos llevan las divisas negras!

Pugliese frunció la frente, sin entender.

– Ya lo sé, comisario, he visto muchas.

– ¡Demasiadas! -dijo Albertini.

– Ya lo creo. -De Luca golpeó la mesa con el puño-. Pero la portera dijo que las llevaba rojas. ¡Rojas! ¿Entienden?

Pugliese se dio una palmada en la frente y luego un sonoro bofetón, muy teatral.

– ¡Anda la osa! ¡Pero si es verdad! Yo también me acuerdo… ¡las divisas rojas! ¡Son los SS italianos quienes llevan divisas rojas!

– Exacto. Ahora será fácil encontrar a ese capullo, oficiales italianos en las SS hay poquísimos, y menos en la ciudad… Albertini, ésta es una tarea para ti, ve a la Legión e infórmate, por orden de De Luca, el comisario más brillante de la policía italiana.

Albertini no demostró ningún entusiasmo, hizo una mueca y miró a Pugliese; éste asintió. De Luca, presa del nerviosismo, no se dio cuenta de nada.

– Nosotros también tenemos una noticia, comisario -dijo Pugliese, quitándose el gabán y colocándolo con suavidad en el perchero colgado detrás de la puerta-. Ingangaro ha dado una vuelta por los pisos y ha salido el nombre de la criada, Assuntina Manna.

– ¡Ah, por fin! ¿Y dónde está?

Pugliese se encogió de hombros.

– Hombre, comisario, a ésos los llaman evacuados justamente porque no tienen casa y son difíciles de encontrar. Pero ahora Ingangaro está en la Seguridad Social y en el Departamento de Empleo, y tarde o temprano dará con ella, ya lo verá.

Dos golpes en la puerta hicieron que se volviera. Un guardia con la gorra en la mano se asomó desde el umbral.

– ¿Comisario? -dijo-, el jefe lo quiere ver inmediatamente.

De Luca abrió los brazos, sacudiendo la cabeza.

– ¿Lo ven? -dijo-. Adiós caso. En fin, lástima… empezaba a tomarle cariño.


El jefe de la policía tenía una sonrisa que le dejaba al descubierto un diente de oro, y lo esperaba en la puerta de su despacho, muy elegante con su conjunto a rayas.

– ¡Comisario! -dijo cordial, tomándolo por un brazo y acompañándolo a una silla, delante del escritorio. Estaba también Vitali en el despacho, de uniforme, sentado en una butaca y con la pierna siempre columpiándose desde el apoyabrazos. Parecía que no se hubiera movido de allí desde la vez anterior. El jefe se sentó en el escritorio, se puso unas gafas de montura gruesa y empezó a hojear los informes escritos a máquina que tenía delante, sobre el periódico abierto, murmurando: «Bien, bien…». De Luca se había quedado en pie, muy sorprendido por aquella acogida tan extraña.

– Como ha visto -dijo Vitali, haciendo girar la gorra con el águila en el dedo-, tiene pleno apoyo y colaboración de toda la prensa nacional. Solamente quien teme a la justicia fascista y se prepara para actuar anidado en las sombras puede tratar de obstaculizarle. Pero la policía tiene el deber de gritar el más decisivo «Me lo paso por el forro» y lo ha gritado realmente, «¡a la cara de quien ejerce presiones políticas de todo tipo sobre la justicia! ¿No tengo razón, señor?».

– ¡Por supuesto! -se apresuró a responder el jefe-. Pero siéntese, De Luca, y pónganos al corriente de los acontecimientos. Sus informes indican claramente una dirección, me parece…

– Hay más de una -dijo De Luca, y se puso a contar lo que había pensado poco antes, en su despacho. Pero en cuanto llegó a Sonia Tedesco el jefe lo interrumpió, apuntándole con sus gafas.

– ¡Eso! -dijo-. ¡Ésa es la idea acertada! La condesita Tedesco es una alocada, una joven inconsciente que pasa de una cama a otra por toda la ciudad y que más de una vez ha avergonzado a su padre.

– ¡Que tampoco la necesita para quedar como un bobalicón! -dijo Vitali, y el jefe rió.

– ¿No le parece casi evidente, De Luca -dijo-, que es ella la persona que buscamos?

De Luca asintió, pensativo, buscando las palabras más adecuadas para decir lo que quería del modo más conveniente. Una inquietud sutil, que rozaba el miedo, lo hizo agitarse incómodo en la silla.

– Es cierto que muchas pruebas convergen en ella… -dijo-, pero hay otros elementos que tomar en cuenta. Está toda esa morfina hallada en casa de Rehinard. ¿Quién se la dio? ¿A quién se la daba? No podía ser toda para Sonia Tedesco… Tampoco es muy clara su relación con el Círculo de los Espiritistas…

– Degenerados, canallas y masones -dijo Vitali. El jefe asintió, serio.

– Había mucha gente en el Círculo -prosiguió De Luca-, la señora Alfieri, por ejemplo…

Al jefe se le cayeron las gafas y Vitali se puso en pie:

– ¿Silvia Alfieri? -dijeron a la vez, luego Vitali hizo un gesto con la mano, para tomar la palabra.

– ¡Lo excluyo categóricamente! -dijo-. ¡Ni hablar! El profesor Alfieri es un hombre ilustre, fascista desde siempre y miembro del Gobierno… y ¡Silvia, nada menos! ¡Una mujer que ha dado a la Patria un hijo caído en el frente ruso y otro que milita en la Legión SS!

De Luca tuvo un sobresalto que hizo crujir la silla.

– ¿Cómo dice? -preguntó. Vitali sonrió, satisfecho por la sensación que había causado:

– El joven Littorio -dijo-, el ejemplo de cómo la familia Alfieri combate por los ideales de la República Social Italiana. Olvídelo, De Luca, ésa es… ¿cómo la llaman ustedes, los investigadores? Una pista falsa. Sin embargo, insista con Tedesco, ahí va sobre seguro… ¿Sabe que llamó ayer por la tarde para que le quitáramos a usted el caso? ¿No le parece ya como una confesión? Yo no soy policía, pero hay cosas que las noto -se tocó la nariz, olfateando el aire un par de veces-, ¡las noto! Huele a celos locos, a orgías, a ritos masónicos… ¡ésa es la dirección adecuada!

– La dirección adecuada -dijo el jefe.

De Luca los miró rígido, lleno de escalofríos, y asintió despacio.

– Lo haré -dijo-, lo haré.


Pugliese estaba metiendo todas las copias de los informes en una carpetilla azul, ayudado por Ingangaro. Metió también un ejemplar del periódico.

– Ya está -dijo, cuando De Luca entró en el despacho-, si me dice a quién se la tengo que pasar…

– No pasamos nada a nadie -dijo De Luca-, ¡qué vamos a pasar! -Miró a Ingangaro, reflexionando-. Hazme un favor -le dijo-, no he desayunado… Ve a buscarme un capuchino, algo, lo que quieras…

Le puso dinero en la mano y lo empujó al exterior, luego se volvió hacia Pugliese, que lo observaba serio, con los labios hacia fuera en una mueca de preocupación.

– ¿Pero qué ha pasao, comisario? -preguntó.

– Estamos metidos en la mierda hasta el cuello -dijo De Luca. Se sentó al escritorio, dejándose caer contra el respaldo, y juntó las manos delante de su rostro, cerrando los ojos-. Nos están utilizando. Estamos en medio de una lucha política entre la camarilla del profesor y la de Tedesco. Vitali nos utiliza como arma personal para joder a Tedesco… El crimen se lo pasan por el forro.

Pugliese silbó, bajito.

¡Joer! -murmuró-, estas cosas nunca me han hecho gracia. Me negué a ir a la Secreta fascista en su momento, la OVRA, justamente para evitar estos problemas.

– A mí tampoco me hacen gracia. -De Luca abrió los ojos-. En esta historia somos como soldados en guerra, Pugliese, y ¿sabe lo que les ocurre a los soldados si no están atentos? Pues que los matan.

Pugliese se pasó una mano por el cabello ungido de brillantina, inclinando la cabeza. Con ese gesto, parecía un cuervo.

– Pongamos a unos cuantos tras Tedesco -dijo decidido, con un tono más de orden que de sugerencia-, que sigan a la señorita Sonia los hombres que yo me sé, y que luego le referiré. ¿No quería interrogar al conde? Pues convóquelo, con los guardias incluso, hagamos tal como quieren. Justamente ahora que Ingangaro había descubierto dónde está el portero…

De Luca levantó la cabeza, de golpe.

– ¿Galimberti? ¿Y dónde está?

– Cerca y lejos a la vez, comisario. En esta calle, en el 21.

– ¿Y eso? ¿Qué hay en el 21?

– La Gestapo, comisario. Lo arrestaron ayer.

De Luca se mordió el labio, cogiéndose la barbilla con la mano. Suspiró pensando en la Gestapo, en el jefe de la policía, en el Federal… Insistir con Tedesco, insistir con Tedesco…

– Vamos -dijo, levantándose-. Pon a quien quieras tras el conde. Nosotros mientras seguimos por nuestra cuenta.


En la Gestapo les hicieron esperar en un pasillo sentados en un sofacito de mediacaña, incomodísimo. Del despacho de al lado llegaba el tictac incesante de una máquina de escribir, rápida como una ametralladora, y había bastante actividad por todo el edificio, los soldados iban y venían. Pugliese parecía nervioso, sentado derecho con el sombrero en la mano, y de vez en cuando se pasaba un dedo por el cuello de la camisa, por debajo de la corbata negra de policía. Al cabo de unos diez minutos, el tictac se interrumpió de repente. La puerta del despacho se abrió y un cabo los hizo pasar, cerrando la puerta a sus espaldas. Volvió a sentarse a la máquina de escribir, con las manos cruzadas sobre el teclado, mientras un teniente de uniforme negro, con una faja en el brazo y las divisas de plata estaba apoyado en una mesa, con una de las tarjetas de visita de De Luca en la mano. Los miró un momento con sus ojos azules, antes de hablar.

– ¿Puedo ver sus documentos, por favor? -dijo, y dijo «porr favorr», como en las películas americanas de antes de la guerra. De Luca le tendió su carné. Otro momento de silencio.

– Es usted el famoso comisario De Luca -dijo el teniente-. Yo me llamo Dietrich, encantado de conocerle.

«Conocerrle», igual que en las películas.

– Lo mismo digo -dijo De Luca. Vacilaba si preguntar, incomodado por aquella mirada fría que lo seguía en silencio. El cabo lo miraba de la misma manera, inerte.

– ¿Sí? -dijo el teniente, y De Luca se sobrecogió.

– Según sabemos, ha arrestado usted a un hombre -dijo decidido, con los alemanes había que mostrarse decidido, y lo sabía-. Ayer mismo. Oreste Galimberti. Es un hombre muy importante para una investigación de la comisaría republicana y nos gustaría interrogarlo. Solamente unas preguntas.

Había pensado pedir su custodia, pero luego se convenció de que era una petición absurda.

– ¿Es una investigación de la comisaría? -preguntó el teniente.

– Sí. Un caso de homicidio.

– Pero su documento es de la Brigada Ettore Muti, sección especial de la policía política, nicht wahr?

De Luca suspiró.

– Es verdad. Pero ahora estoy en la comisaría. Si necesita una autorización o quiere que llame al jefe de la policía, lo haré enseguida…

Mentía, pero no se le notó. El teniente se quedó mirándolo, en silencio, con el trasero apoyado en la mesa, las piernas largas metidas en unas botas negras. De Luca notó que estaba a punto de perder la paciencia, una sensación peligrosa lo llenó de escalofríos. También Pugliese, a su lado, se removió un poco, imperceptiblemente, rozándole el brazo.

– No es necesario -dijo el teniente, de repente-. Les ayudaré encantado. Antes de la guerra yo también estaba en la Kriminalpolizei. -Le dijo algo al cabo, y éste se movió en el acto, se levantó y le llevó un registro de cubierta negra. El teniente lo tomó y hojeó algunas páginas-. ¿Cómo ha dicho? Galimberti, con g de gato… Galimberti, Galimberti, Galimberti Oreste, sí. Arrestado el 17 de abril de 1945 a las once, por denuncia anónima por supuesta actividad terrorista. Sí, lo tenemos nosotros.

De Luca contuvo la respiración, con el corazón latiendo con fuerza.

– ¿Puedo verlo? -preguntó.

– Usted puede, sí. Ah, un momento… veo que su nombre está vernichtet, en la columna de salida… Ya no está aquí en la Gestapo.

De Luca apretó los puños: un minuto más y se habría puesto a gritar.

– ¿Y ahora quién lo tiene? -bisbiseó-. ¿Se lo han entregado a la Muti? ¿O a la Decima Mas? Puede decírmelo, yo…

– Se trata de información confidencial -dijo el teniente siguiendo con el dedo la línea en el libro-, pero puedo hacer una excepción por un…, ¿cómo dicen ustedes?, «colega». Además -se le escapó una sonrisa-, mire qué casualidad, está pasando justo ahora.

Señaló la ventana que se abría al patio, delante de él, a espaldas de De Luca, que se volvió y corrió a asomarse, junto a Pugliese.

Ein Unfall -dijo el teniente-, un accidente… ocurre de vez en cuando.

En el patio, dos SS con un delantal de piel estaban cargando en un camión el cadáver destrozado de un viejo.


– ¿Y ahora qué hacemos?

Pugliese estaba sentado en el asiento del conductor, en el coche, con las manos abandonadas sobre el volante. A su lado, De Luca tenía el mentón hundido en el impermeable y la mirada sombría.

– ¿Qué hacemos? -dijo irritado-, ¿es lo único que sabe decir?

– No, yo se lo pregunto a usted, porque usted es el jefe -dijo Pugliese, ofendido-, yo ya sé lo que hay que hacer. Arrestemos a Sonia Tedesco y se acabó.

De Luca se volvió a mirarlo. Suspiró y volvió a su impermeable.

– Sería fácil -dijo.

– Pero a nosotros no nos gustan las cosas fáciles, ¿verdad?

– Eso. Si Galimberti no hubiera dejado que lo jodieran… Porque no me creo que haya sido una coincidencia esa llamada que lo ha denunciado justo ahora, hay dieciséis cuerpos de policía diferentes en la República y todos arrestan a alguien, pero yo sigo sin creérmelo. Él podía habernos dicho mucho, por ejemplo cuál de esas mujeres subió a casa de Rehinard en último lugar, esa mañana, porque para mí que ha sido una mujer. Rehinard podía tener decenas de enemigos, pero no es gente que mate de esa forma, como al azar, con un abrecartas encontrado en un escritorio. Ésos lo habrían hecho desaparecer, como a Galimberti, o le hubieran disparado por la calle. Y tiene algo que ver con el sexo, por esa segunda cuchillada. Sonia Tedesco, o la esposa del profesor, a quien todos quieren proteger. U otra que no sepamos.

Le vino a la mente Valeria, un instante sólo, pero lo bastante para hacerle sacudir la cabeza, como para espantar un mosquito molesto. Valeria no. Pero ¿por qué no?

– Faltan demasiados elementos -dijo en voz alta, aunque hablaba consigo mismo.

– Nos falta información sobre la mujer de Alfieri -dijo Pugliese-, pero tal como están las cosas no la vamos a tener nunca. Si nos ponemos a hacer preguntas sobre ellos enseguida se enterará todo el mundo, del jefe al Duce en persona, y entonces adiós muy buenas.

De Luca se mordió un labio, nervioso. Se le había ocurrido una idea, ya hacía unos minutos, en la que se negaba a pensar, pero que crecía, insistente. El esfuerzo por apartar las sospechas de Valeria sin traicionar su naturaleza de policía le dio vía libre.

– De eso me encargo yo -dijo, sombrío-. Yo sé dónde encontrar esa información.

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