CAPÍTULO TRECE

– ¿Está seguro de que ese mapa funciona?

– No se preocupe, ingeniero, nos lo dio un desertor y siempre ha funcionado. Camine detrás de mí, eso sí.

De Luca se movía torpemente, un pie detrás de otro, sosteniendo la pala como un equilibrista en la cuerda floja. Se hundía con los zapatos en la tierra blanda, todavía húmeda por la lluvia del otro día.

– Hemos tenido suerte -dijo Leonardi-, las minas reducen la zona que hay que controlar… ¿Ve?, detrás del foso ya no hay.

Saltaron el foso y se detuvieron en la otra orilla. Leonardi suspiró aliviado dejando caer en el suelo la pala y la estaca, y apoyando los brazos en la metralleta que llevaba en bandolera. Había una pequeña plataforma en medio del terreno, donde la hierba crecía por las grietas del cemento.

– Era una posición de artillería, con un cañón del 88 -dijo Leonardi-, ese árbol lo talaron porque molestaba el tiro. ¿Y bien? ¿Por dónde empezamos? Va a anochecer, ingeniero.

De Luca subió a la plataforma, con los puños en las caderas, y miró a su alrededor. Aunque las minas habían limitado el terreno, quedaba una zona bastante grande para dos personas.

– Mire allá -dijo Leonardi, señalando un montoncillo de tierra removida, detrás del borde de cemento-, alguien ha intentado cavar ya.

De Luca asintió:

– Baroncini -dijo-. Pero no creo que el conde esté enterrado al lado del cemento… Cuando llueve, se filtra el agua. Carnera no es estúpido, eliminemos los bordes. -Entornó los ojos, pues Leonardi tenía razón, estaba bajando la luz rápidamente-. Cuando se esconde algo, aunque sea para siempre, se tiende a considerar un punto de referencia… ese árbol talado. Empecemos por ahí.

Bajó de la plataforma y cogió un palo, una asta de madera larga y fina como una jabalina. Se acercó al tronco serrado y se detuvo a pensar.

– ¿Hasta dónde llegarán las raíces? -preguntó.

– Al menos hasta aquí. -Leonardi hizo una señal en el suelo con la bota y De Luca plantó el palo, empujando a fondo con las dos manos. Leonardi lo miraba serio, preocupado.

– No me gusta ir a buscar a los muertos cuando están enterrados -dijo-, me impresionan.

– A mí me dan más miedo los vivos -dijo De Luca. Sacó el palo, dejando en el suelo un agujero redondo, y luego hizo otro al lado del primero y otro y otro más, dando la vuelta en torno al tronco. Casi había llegado al final, cuando se detuvo, con el asta que vibraba, plantada sólo hasta la mitad.

– Hay algo.

– ¡Ay, Dios!

De Luca tomó la pala y la hundió cerca del palo, excavando rápidamente, impaciente, deteniéndose sólo para quitarse el gabán y arrojarlo a la base circular del tronco.

– ¿Qué? -dijo a Leonardi-, ¿no piensa ayudarme?

Leonardi hizo una mueca y se descolgó la metralleta. Tomó la pala y se puso a cavar también, pero más despacio, sacando la tierra con delicadeza y lejos del palo. Estaba oscureciendo.

– Coja la linterna y alúmbreme -dijo De Luca, parando a secarse el sudor que le bajaba por la frente. Se quitó también la chaqueta y se arremangó las mangas de la camisa, frotándose las manos, que empezaban a dolerle.

– También pueden haberlo enterrado a tres metros -dijo Leonardi-, eran dos, y pudieron cavar toda la noche… quizás lo que ha notado es una piedra, o un trozo de…

– ¡Mire esto!

De Luca se detuvo y plantó la pala en el borde del agujero. Se agachó, apartando la tierra con las manos y destapando el extremo de una tela oscura.

– ¡Brigadier, la luz, por favor!

Intentó tirar con fuerza y la tela salió de la tierra, haciéndole perder el equilibrio. Era un envoltorio enrollado, atado con un cordón trenzado.

– ¿Qué es? ¿Qué es?

De Luca salió del foso y se sentó en el tronco talado. Soltó el cordón y abrió la tela sobre la madera, barriendo la tierra.

– Es una bata -dijo-, la bata del conde. ¡Lo tenemos, brigadier, lo tenemos!

Un crujido extraño, distinto del roce polvoriento de la tela, le retuvo la mano en un bolsillo. Metió dos dedos por el borde de raso y sacó un papelito.

– ¿Qué es? -repitió Leonardi.

De Luca le cogió una mano y guió el haz de luz hacia el papel. Era un recibo: doscientas mil liras a favor del Comité de Liberación Nacional de Sant’Alberto de parte del conde Amadeo Pasini.

– ¿Doscientas mil? -dijo Leonardi-, nunca han llegado doscientas mil liras al CLN… Algunos fascistas, en efecto, apoyaron al CLN en el último momento para salvar el pellejo, aunque luego murieron de todas formas, pero de esta dotación no he oído hablar nunca…

– Mire quién firmó el recibo.

– ¡La Virgen! ¡Baroncini!

– De aquí sacó el dinero para los camiones… y por eso merodeaba en torno al conde y se compró el campo… Quería recuperar el recibo, que el conde, como es normal, llevaba siempre en el bolsillo. Si Carnera lo supiera, a estas alturas estaría Baroncini bajo tierra. Por eso se escapó.

De Luca dobló el papel y se lo tendió a Leonardi, luego se levantó y volvió al agujero. Volvió a cavar por debajo de la marca dejada por la bata arrugada, deteniéndose a rascar el suelo con el borde de la pala cada vez que le parecía notar algo. Leonardi fue el primero en advertir, con un temblor de la luz de la linterna y un gemido ahogado, una rodilla lívida, casi azul bajo los reflejos de la luna.

– ¡Oh, Dios mío!

De Luca dejó caer la pala y se puso a escarbar con las manos, como un perro, volviendo la cabeza hacia un lado, en dirección a Leonardi.

– ¿Qué, brigadier? ¿Quiere hacer de policía o no?

Leonardi bajó al agujero, pero no tocó nada. Se quedó en pie con la linterna en la mano, hasta que De Luca se volvió a levantar, limpiándose las palmas en los pantalones.

– ¿Quién es éste? ¿El conde?

Leonardi miró el rostro que asomaba por la tierra removida, todavía medio enterrado.

– Sí -dijo, sofocando una arcada.

– Bien. Como puede ver, está desnudo, y, como advertirá, a menos que el conde tuviera tres piernas, hay otro cuerpo debajo de él. Y por lo que se dice del conde y por el hecho de que está desnudo, diría que estaban juntos en la cama. Por eso Carnera necesitó la furgoneta… mató a dos en la mansión. Brigadier, si tiene que vomitar, hágalo fuera, por favor… Aquí ya es todo bastante repugnante.

Leonardi dejó la linterna y se encaramó al exterior a toda prisa. Se arrodilló sobre el tronco, asomándose más allá del borde, y abrió la boca, presionándose el estómago con una mano. De Luca hizo correr la luz amarilla de la linterna por el fondo del agujero y sobre los cuerpos entrelazados, brillantes bajo la tierra oscura, como de mármol.

– Bueno -dijo para sí-, bueno. Me falta todavía algo: la cosa terrible que asustó a Carnera.

Un reflejo, junto a un mechón de cabello rubio, un reflejo que duró sólo un segundo cuando pasó por encima, llamó su atención. Había algo enterrado bajo un terrón levantado, algo que De Luca excavó con los dedos y las uñas, a oscuras, pues se le había caído la linterna.

– ¡Ay, Dios! -murmuró cuando lo tuvo en la mano, y repitió-, ¡Dios mío! -cuando logró iluminarlo-, ¡Sissi!

Leonardi levantó la cabeza, escupiendo los últimos hilos de saliva.

– ¿Sissi? ¿El perro? -dijo, ronco.

– Oh, no, no… -De Luca no conseguía casi hablar por la sonrisa tensa, histérica, que le deformaba el rostro-. No, brigadier, no… -Levantó la chaqueta ajada de un uniforme y la linterna que llevaba en la mano iluminó la tira blanca con el nombre, al lado de las divisas.

– Sissi no es un perro… ¡Es un oficial polaco!

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