15 de abril de 1948 jueves

«Protesta en Cavezzo de Módena por una confiscación de armas: confiscados en provincia de Cesenatico un mortero del 81 con municiones, dos bombas de mano, dos metralletas, cuatro pistolas automáticas».


«Bandas fascistas armadas por la Democracia Cristiana atacan a los judíos en el gueto de Roma».


«Quiniela electoral: todo el mundo puede jugar y ganar un premio. Con 100 liras pueden ganar millones. Los boletos se están agotando, compren antes de que sea demasiado tarde».


Por la ventana de su despacho, De Luca veía el soportal de enfrente. Estaba en el primer piso y, a través de la mancha de vaho que se ampliaba y se reducía en el cristal a cada respiración suya, De Luca veía el interior de los ojos del soportal hasta el fondo, velado por aquella niebla escasa e intermitente. Debajo del soportal, el muro estaba empapelado de carteles, pegados unos sobre otros, multicolores, un arco iris tipográfico que precedía a la lluvia en lugar de seguirla. De hecho, esa mañana el aire era terso y gris, como antes de una tormenta. Un energúmeno simiesco pintado de rojo corría por el mapa geográfico estirando un pie descalzo por la silueta de Italia, un poco por encima de la inscripción: «¡Atención! ¡El comunismo necesita una bota!». Una mano arrancaba la cruz al escudo democristiano descubriendo debajo una bayoneta, y otra inscripción: «¡Atención!», con un reborde blanco. Y había un cartel verde y amarillo con los rostros sonrientes de Rita Hayworth, Clark Gable y Tyrone Power, y encima, en letras rojas de imprenta, tan pequeñas que De Luca tuvo que entornar los ojos para leerlo: «¡¡¡Hasta los actores de Hollywood se alinean en la lucha contra el comunismo!!!» y «Vota» en grande, bajo una calavera de órbitas huecas y un gorro ruso con la estrella roja «Vota o será tu amo», el rostro de Garibaldi que salía de una estrella, «Paz libertad trabajo. Votad Fronte Democratico Popolare», y en manuscrita blanca y pastosa, como de tiza de pizarra: «¡En el secreto de la cabina Dios te ve, Stalin no!», y en amarillo y negro: «Defiéndelo, en Rusia los hijos son del Estado», y en rojo: «Impide que se cometa este crimen, vota Blocco Nazionale». «Paz trabajo libertad y justicia votad Fronte Democratico Popolare». «Quien vota Fronte le faltan dos dedos de frente», «Paz trabajo libertad votad». «Iglesia familia trabajo vota». «¡Italianos, votad, dejad votar, votad bien!».

De Luca se separó del cristal. Se sentó en el escritorio, apoyando la nuca en el respaldo de la butaquita de madera y presionó con la espalda para notar el crujir del perno giratorio. Levantó la vista hacia las palas del ventilador que estaba encima del fichero, cubiertas de una capa peluda de polvo gris, hacia el moscón muerto en el borde del mapa de Bolonia pegado a la pared, donde unos círculos en lápiz rojo señalaban las zonas de competencia: de cada comisaría. Aspiró el olor de lisoformo que el guardián había extendido por el suelo, el mismo que olió en el burdel de la Tripolina, pero más tenue; pensó en Ricciotti, en Piras, en Bonaga y en el jefe de la policía, y sacudió la cabeza, apretando los dientes. Se echó hacia delante y la madera de la butaca crujió, apoyó los codos en el escritorio y metió el rostro entre las manos, expirando entre los dedos, y habría seguido así, soplando todo el aire que tenía en los pulmones, en el corazón y en el cerebro, hasta la muerte tal vez, si Di Naccio no hubiera llamado a la puerta.

Al verlo entrar, De Luca pensó que algunas personas nacen ya con cara de policía, y que probablemente el brigadier Di Naccio ya tenía en la cuna aquella cara larga y estrecha, con esos ojos casi oblicuos, de corte triste y nariz en declive sobre el labio. Pensó que quizás también su padre tuviera esa cara, polizonte como él, pálido de piel y casi gris, de barba áspera, afeitada con prisas por la mañana temprano, y luego pensó en sí mismo, policía de siempre, y arqueó una ceja preguntándose si también él tendría cara de policía. Se tocó el mentón, que pinchaba todavía, y recordó que aquella mañana él no se había afeitado.

– ¿Qué ocurre?

Di Naccio tenía un dosier en la mano, una carpetilla finísima, tan fina que parecía vacía. Era verde, como todas las del fichero de las prostitutas, y delante ponía «Policía de Bolonia», a lápiz, y el número 18 C, en un círculo de una esquina.

– Pase de cambio -dijo Di Naccio-, cambio de quincena.

– ¿Y qué?

– Es que cada quince días las prostitutas cambian de burdel y cuando se marchan deben tener un papel que…

– Ya lo sé. Quiero decir: por qué me la das a mí. ¿Qué tengo que hacer?

– Regularmente los pases de cambio los firma el superior, tanto de salida como de entrada… aunque su predecesor, el señor Carapia, me las hacía firmar todas a mí.

De Luca asintió, cerrando los ojos. Di Naccio tenía un timbre de voz tan nasal y profundo que le molestaba. Parecía que le salieran las palabras de la nariz, como sopladas.

– Hagamos lo mismo -dijo-, fírmalas tú, me parece bien.

– Ya, pero… ¿hacemos lo mismo que hacíamos con el señor Carapia? ¿Igual igual?

De Luca abrió los ojos, mirando a Di Naccio, que tenía una mano en el picaporte de la puerta y el dosier finísimo entre los dedos de la otra, entre el pulgar y el índice, como si quemara.

– ¿Por qué? -preguntó-, ¿qué hacía el señor Carapia?

– No se andaba con chiquitas, señor comisario… cerraba la gestión aunque no tuviera todo. Aquí, por ejemplo, falta uno de los pases…

Repentinamente, la idea de aquel pase que faltaba, aquella hojita de papel cebolla agujereado a cada picotazo desteñido de una máquina de escribir de cinta gastada, idéntica a las miles de hojas y hojitas de comisaría que habían pasado por sus manos, le hizo apretar los dientes. Apretó las mandíbulas para resistir las ganas de barrer todo el escritorio y por un instante se sintió desesperado ante la idea de una vida, o aunque fuera un solo día persiguiendo 18 C extraviados, pases de cambio extraviados, sellos olvidados en cartillas sanitarias modelo 15; ante la idea de las redadas, de los cierres al público, de «La autoridad de SP conformemente ordena…» y de las discusiones enervantes e inútiles con maîtresses y prostitutas sobre las posibles interpretaciones de cada párrafo del Texto Único de Seguridad Pública, Decreto Regio del 18 de junio de 1931, Título Séptimo: «Del meretricio».

– Sí, de acuerdo -murmuró-, hagámoslo así, lo haces tú…

Cerró los ojos, volviendo a meter el rostro entre las manos abiertas, con los codos apuntalados en la mesa. Quizás se habría dormido de golpe si no hubiera sido por el tono de voz de Di Naccio que le zumbaba en los oídos, obligándolo a escuchar aunque hablara para sí.

– Di Naccio…

– A sus órdenes, señor comisario.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que archivo el expediente en la carpeta…

– Qué has dicho después…

– … en la carpeta del prostíbulo en cuestión. Claudia Tagliaferri, Via delle Oche, número 16.

«Fabbri, Fiorina, llamada la Wanda, hija de Larcello y María, nacida en Varese etcétera etcétera… destino Casa delle Rose, Palermo. Pistocchi, Silvana, llamada Mimí, destino L’Oriental, Venecia. Bianconcini, Erminia, llamada Gilda, destino 57, Via Mario dei Fiori, Roma…».

– Pero ¿es normal que las desperdiguen así por toda Italia? -preguntó De Luca. Di Naccio estaba detrás de él, encorvado como un buitre, apoyándose en el hombro para leer desde arriba los papeles esparcidos por el escritorio. Eran módulos impresos, rellenados con una caligrafía insegura, y, cuanto más se complicaba la letra, más se apoyaba Di Naccio en él, pero ninguno de los dos se daba cuenta.

– A veces ocurre -dijo Di Naccio-. Lo que no es normal es que hayan subido así de nivel. La Anitona al Superba de Génova, la Triste al Fiori Chiari de Milán… el 16 de Via delle Oche es de quinta categoría, de cincuenta liras la simple; en el Fiori Chiari cobran trescientas, ¡pero debería ver qué pedazos de mujer! -Di Naccio se irguió de golpe-, lo sé porque estuve destinado en Milán, señor comisario…

– Sí, sí… -murmuró De Luca, agitando la mano en el aire, expeditivo-. ¿Cuál es el pase que falta?

– Mire, éste. Está el pase de entrada pero no el de salida…

Di Naccio volvió a apoyarse en la espalda de De Luca. Apuntó con el dedo un folio gris y poroso y luego lo paseó por el escritorio, sobre los módulos, en un correr confuso de «Bolonia en fecha, resultado visita médica» y «firmado, la Madama». Era el pase de Lisa Bianchi, llamada Lisetta, nacida en Pieve di Cento, municipio de Acquaviva, provincia de Ferrara.

– Qué raro -murmuró De Luca, y pensó en la fotografía, «Enlace de Ermes y Lisetta». Estaba a punto de volver a morderse el interior de la boca cuando quedó petrificado, con los labios fruncidos, perplejo.

– Un momento -dijo-, la fecha de entrada de Lisetta es de hace una semana. La Antonina, la Wanda… -recorrió las hojas con la mirada, rápidamente-, toda la quincena ha llegado hace menos de una semana. Brigadier Di Naccio, reconozco que soy un novato en la Buoncostume, ¡pero que una quincena dura quince días lo sé hasta yo!

Di Naccio bajó el rostro sobre los papeles, encorvándose sobre el hombro de De Luca, tanto que si hubiera entrado alguien en ese momento y los hubiera visto de frente habría pensado en un policía de dos cabezas, una larga y triste y la otra perpleja y curiosa.

– Cambio anticipado -dijo Di Naccio, levantándose de golpe. Dio la vuelta a la mesa, murmurando-, hace falta un motivo, quizás, quizás… -y De Luca vio cómo desaparecía por la puerta. Ya iba a llamarlo, cuando volvió con un papel en la mano, un folio grueso de líneas escritas a máquina en negrilla y con un sello en una esquina.

– Ha llegado esta mañana y todavía tengo que protocolarlo -dijo-, por eso no me acordaba bien. La comisaría da el visto bueno al traslado de la licencia a nombre de Claudia Tagliaferri, de Via delle Oche, 16, a Via dell’Orso, 8. Via dell’Orso es de segunda categoría, por eso la titular cambia de quincena…

– Un momento, Di Naccio, un momento… ¿quién ha dado este visto bueno? ¿No somos nosotros? ¿No es este departamento el que debe dar el visto bueno?

Di Naccio se encogió de hombros.

– Normalmente sí, señor comisario… pero esto está firmado por el vicario del jefe de la policía. -Y levantó la cabeza al cielo, a los pisos superiores, por encima del techo, abriendo los brazos.

De Luca se mordió un labio, enarcó una ceja, sacudió la cabeza. Entonces se arrancó de la butaquita, de golpe, haciendo chirriar el perno giratorio.

– Muy bien -dijo-. Tengo que ocuparme de las putas, pues me ocuparé de las putas. Dame esos pases, voy a ver dónde se ha metido la Lisetta.


«Si el Fronte venciera, ninguna intervención exterior salvaría a Italia».


«El cardenal Lovitano, monseñor Roberti y monseñor Prisella implicados en un nuevo escándalo monetario».


«Estreno hoy en el Nosadella: Un par de gitanos, con Stan Laurel y Oliver Hardy».


Al enfilar Via dell’Orso, ciñéndose el gabán ante una repentina ráfaga de viento, De Luca pensaba que era realmente una extraña coincidencia el desmantelamiento inmediato del burdel de Via delle Oche y el esparcimiento de sus prostitutas por toda Italia, en cierto sentido ascendidas. Y mientras levantaba la cabeza hacia los números de los azulejos de porcelana, buscando el ocho, pensó que era todavía más extraño aquel tempestivo interés de un vicario, democristiano por añadidura, por la solicitud de una madama de quinta categoría, la reticente y casi arrogante Tripolina, promovida a su vez con aquel traslado de Via delle Oche a Via dell’Orso.

Encontró la puerta abierta, entornada, y la empujó con la punta de los dedos.

– Sentimental… esta noche infinita, este cielo otoñal, esta rosa marchita…

La Tripolina cantaba de rodillas en el suelo, con un trapo en la mano, y frotaba con energía una mancha de las grandes baldosas de mármol. El vestíbulo de Via dell’Orso no tenía nada que ver con el de Via delle Oche. Amplio, iluminado por un tragaluz que se reflejaba en los espejos, tenía un sofá redondo de terciopelo rojo en el centro, estucos rojos en las paredes y, a los lados de la escalinata que subía al piso de arriba, dos columnitas de mármol veteado, también rojas. Solamente la Tripolina era la misma de Via delle Oche. De nuevo en combinación, con el cabello negro recogido en un moño en la nuca, hacía la limpieza como cuando la vio la mañana antes.

– Sentimental… como un beso perdido, sentimental… como un dulce secreto, sentimental… como un sueño incumplido…

Estaba contenta la Tripolina, se notaba por el tono, el ánimo que ponía en las notas, susurradas casi con la boca cerrada. De Luca sonrió, cruzó los brazos en torno al dosier y, en lugar de carraspear un par de veces sobre el puño cerrado, como estaba a punto de hacer, se quedó unos instantes mirándola.

– Como esta despedida, que duele al corazón… sentimental… sentimental…

La Tripolina se irguió, sentándose casi sobre los talones desnudos, y giró la cabeza sobre un hombro.

– Mirar cuesta setenta y cinco liras -dijo duramente-, pero tendrá que volver, porque está cerrado.

De Luca se sonrojó. Murmuró «perdone» con la cara al rojo vivo, luego sacudió la cabeza, carraspeó en el puño y entró en el vestíbulo con paso decidido, como comisario de la Buoncostume que era. Mientras, la Tripolina se había levantado, se había puesto las pantuflas de tela abandonadas en el suelo y había tomado el chal negro del respaldo de una silla. El gesto amplio y circular con que se envolvió en él agitó el aire ante la cara acalorada de De Luca y a ella le hizo caer el rizo por la frente, casi sobre los ojos.

– Qué bonito -dijo De Luca, mirando a su alrededor-, un cambio para mejor, sin duda. -Asintió, deteniendo la mirada en un perchero con ganchos en forma de falos-. Y también de clase.

– ¿Qué quiere de mí?

– El pase de Lisetta.

– No lo tengo.

– ¿Por qué?

– Se ha ido sin decirme nada.

– ¿Por qué?

– Habrá vuelto a su casa. Quizás haya encontrado a alguien que se case con ella.

– ¿Y desaparece así? Estaba aquí el otro día y ahora puf, de repente, sin certificado médico…

– Quizás no quería hacerse la revisión.

– Es bastante para meterte en líos, Tripolina.

– No… -la Tripolina se detuvo, cerrando los labios llenos en un suspiro, como para un beso. Se encogió de hombros, bajando la mirada, que desapareció bajo sus densas pestañas-. Haga lo que quiera.

De Luca le tocó el mentón con el borde del dosier que llevaba en la mano, sólo la rozó, pero ella levantó la cabeza en el acto, como si le hubiera dado un bofetón.

– ¿Ibas a decir «no, protegida como estoy»? -dijo De Luca-. Sé que hay alguien que te protege, si no, no hubieras hecho el traslado de tu burdel. Y me imagino que si empiezo a tocarte las narices con las visitas sanitarias, las citas a comisaría y los timbres en los permisos, tarde o temprano saldrá alguien, pongamos por caso un vicario, que me dirá que emplee mejor el trabajo de mi departamento. Así que, ¿sabes qué voy a hacer? ¿Sabes lo que voy a hacer, Tripolina?

De Luca pasó por su lado, giró sobre los talones y se sentó en el sofá, en medio del salón, haciendo suspirar el almohadón de terciopelo, todavía lleno de aire.

– Pues venir todas las noches. Soy soltero, soy libre, y con todo lo que me ha pasado, hace más de un año que no toco a una mujer… Tendré derecho a hacer lo que quiera con mis noches de libertad, ¿no? Pues vengo, me siento, así, y me pongo el sombrero en las rodillas… -apretó las piernas, tieso, con la espalda erguida, con los brazos junto a las piernas-, tengo un sombrero, no lo llevo pero me lo pondré porque te da más aspecto de policía, luego me pongo a mirar a la gente fijamente a la cara, así -clavó los ojos en Tripolina, con ceño y estirando los labios en una sonrisa sospechosa e interrogante, de esbirro-, y ¿sabes qué hago, además? Pues a media noche le pido a Di Naccio que se pase por aquí… Ya conoces al brigadier, ya sabes la cara que tiene… y para que quede más claro hago que diga: «¿Todo bien, señor comisario?». Nada más que eso… y a lo mejor, de vez en cuando, saco el bloc y escribo algo…

Los ojos de la Tripolina brillaban, negros, detrás de un velo de lágrimas. Fruncía los labios como si quisiera contenerlas con ellos, y los apretaba tan fuertemente que de oscuros, casi aceitunados como eran, se habían vuelto blancos. Había aferrado las puntas del chal, atenazándolas entre los puños, y la lana negra, estirada sobre la espalda, había hecho que la combinación se le escurriera, destapándole un hombro. De Luca deglutió, bajando la mirada de aquella piel lisa y oscura.

– Vamos, Tripolina, basta ya -dijo-. Quiero saber qué hizo Ricciotti en estos últimos días.

– No lo sé. Lo vi por última vez el sábado. El domingo era su día libre y ya no volvió.

– Vale. Quiero saber cómo has obtenido el traslado de Via delle Oche a aquí.

– Di un chivatazo a D’Ambrogio. En la cama la gente habla y en los días que corren hasta los cotilleos cuentan.

– ¿Qué cotilleos?

– No lo sé. Comunistas. Cosas que sabía la Lisetta.

– Vale. Entonces quiero saber por qué Piras fotografió a Ricciotti con Lisetta y con todas esas chicas.

La Tripolina suspiró, con un hipido entrecortado, como los de los niños, y sonrió:

– Ermes se prestaba a hacer de novio para las familias. De vez en cuando hay alguna del oficio que no lo ha dicho en casa, como la Lisetta, y hace falta un novio para tranquilizar a los padres. Ermes tenía un traje y se prestaba… nada más. ¿Hay algo más que quieras saber?

De Luca sacudió la cabeza.

– No -dijo-. Por ahora no. Pero ya verás como vuelvo.

– Lo sé -murmuró la Tripolina. Se arrodilló junto a él y, con un gesto que De Luca no esperaba, le tomó la mano. La sostuvo entre las suyas, sin malicia, fuertemente, y sin mirarlo, sin decir nada, apoyó la cabeza en sus rodillas, cerrando los ojos con un suspiro, como si quisiera dormirse allí. De Luca se quedó inmóvil, rígido, sin saber qué hacer. Sentía sobre la piel, aparte de la tela de los pantalones, el calor de la mejilla de la Tripolina, que así, con los párpados cerrados y los labios entreabiertos, tan cercana y tan extraña, le pareció menos ajada y desaliñada que la otra vez. Tendría treinta años, la Tripolina, y en ese momento le pareció decididamente guapa.

Ella fue quien lo oyó primero y se levantó de un salto, abriendo los ojos y dilatando las narices, como para olfatear el aire. Un paso, precedido del chirrido de la puerta, un taconeo decidido sobre las baldosas de mármol, que hizo que De Luca se torciera en el respaldo del sofá, mientras ella se levantaba a toda prisa, alisándose la combinación sobre las rodillas.

De cerca, Scala, el jefe del gabinete, parecía más menudo que cuando De Luca lo vio en la sala de reuniones, la mañana antes. Vestía la misma chaqueta cruzada que entonces, sin corbata, con la camisa blanca abierta, y sus ojos lucían la misma mirada divertida.

– ¿Comisario De Luca? -preguntó-. El brigadier Di Naccio me ha dicho que lo encontraría aquí. ¿Damos una vuelta?


«La agit-prop en la iglesia, o la técnica del murmullo. La acción capilar del comunismo para penetrar entre las masas femeninas».


«Los oficinistas votan por el Fronte. La victoria del Fronte nos dará una escuela democrática».


«¿Tiene invitados? Se impone un trago de Biancosarti».


Una gota le cayó a De Luca en plena cabeza, deslizándose entre sus cabellos, fría y molesta. Scala alargó el brazo, extendiendo la mano con la palma abierta, y levantó el rostro hacia el cielo, con los ojos entornados.

– Llueve -dijo-, esperemos que haga malo también el domingo.

– ¿El domingo? -preguntó De Luca.

– Las elecciones. Si llueve las beatas se encerrarán en casa, a despecho de De Gasperi [8]… Nosotros, en cambio, iremos todos. Cuando digo nosotros me refiero a los comunistas, abogado.

– No soy abogado.

Scala señaló el arco que cerraba Via dell’Orso y se detuvieron debajo, mirando las gotas que empezaban a estrellarse contra los adoquines de la calle.

– Yo soy de campo -dijo Scala-, allí la lluvia tiene otro olor, como de hierro… hierro mojado. Aquí en Bolonia, en cambio, huele a polvo. ¿Cómo va la investigación? ¿Ha descubierto quién ha matado a Ricciotti y a Piras?

– Sí. A Piras lo mató un tipo que luego se cayó de un tejado, un tipo que tenía en el rostro las señales de sus uñas. Y lo mató porque quería unas fotografías.

– ¿Por qué precisamente unas fotografías?

– Porque no sabemos qué buscaba, pero sí dónde lo buscó. Abrió las máquinas de fotos de Piras y ahí sólo podía encontrar fotografías.

– ¿Y qué había en esas fotografías?

– No lo sabemos.

– ¿Dónde las hizo?

– No lo sabemos.

– ¿Y Ricciotti?

– Ricciotti conocía a Piras. Lo conocía bien.

– ¿Entonces se podría pensar que los crímenes están relacionados y que los mató la misma persona?

– Se podría pensar, sí.

– Es usted muy nebuloso, comisario De Luca.

– No sé cómo podría no serlo, señor Scala. No tengo medios ni información, choco continuamente contra un muro de silencio y en cuanto trato de dar un paso adelante me cortan. Y además no estoy en Homicidios, estoy en la Buoncostume, y el vicario me ha dicho…

– Vicario, vicario… qué título tan curioso para un policía. Vicario del jefe de la policía, vicario del obispo… suena a curia, ¿no le parece?

De Luca se encogió de hombros, con la mirada perdida en el chaparrón, que cada vez era más fuerte y violento. Scala se desplazó más hacia el centro, bajo el arco que cruzaba como un puente la calle, con un soportal cortado, y se ciñó la chaqueta, tiritando.

– ¿Sabe quién era el hombre del tejado de Piras? -dijo-. Apuesto a que eso no se lo ha dicho el vicario.

– No -murmuró De Luca, luego lo repitió más fuerte, porque los nervios le habían ocluido la garganta y no había logrado cubrir el rumor de la lluvia-. No me lo ha dicho.

– Matteucci… Silvano Matteuci, creo. Pero el nombre es igual. Era un hombre de Abatino. ¿Sabe quién es Abatino, verdad?

De Luca dijo que no, sólo con la cabeza, todavía sin voz.

– El pupilo del difunto Casa e Iglesia. El secretario de un Comité Cívico, que era como su departamento electoral. Si quiere saber más, pregúntele a Marconi, de la Política. Y que el brigadier Sabatini le enseñe las películas de la Científica, dígale que le mando yo. ¿Quiere el informe de la autopsia? Cinelli, en Medicina Legal…, en Bolonia todavía somos fuertes en la comisaría. Los nuestros están todos a su disposición, comisario De Luca, aprovéchelos…, aproveche el factor K.

El chaparrón se había vuelto estruendoso. Las gotas caían tan juntas e intensas que el espacio inmediato al arco parecía un muro y, al otro lado de la calle, los soportales de Via Galliera ya no se veían. De Luca apretó los labios y se pasó una mano por el rostro. Las gotas que rebotaban bajo el arco le salpicaban el mentón sin afeitar.

– Si yo estuviera en Homicidios -gritó Scala-, me preguntaría por qué ese Matteucci estaba desvalijando la casa de un camarada en vez de estar en la calle pegando carteles contra los comunistas. ¿Usted no se lo preguntaría? Hagamos así: yo hago que destaquen a Bonaga a Roma por un tiempo y mientras tanto usted pregúnteselo, De Luca, pregúnteselo…

Scala le estrechó el brazo, luego levantó los faldones de la chaqueta, encogió la cabeza entre los hombros y desapareció en la lluvia, hacia los soportales de Via Galliera. De Luca se abrió el gabán y escondió debajo el dosier verde, tan empapado que parecía negro, y del que se acordó sólo entonces. Apoyó los hombros en el muro, se abrazó fuertemente, a sí mismo, a su gabán, a sus temblores de frío y de sueño, y a todos aquellos pases de putas, menos uno, y mordiéndose el interior de la boca frunció el entrecejo y se puso a pensar.

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