CAPÍTULO DIEZ

– Fue Carnera. Lo sabíamos los dos desde el principio, sólo que hemos hecho de todo para evitarlo. Pero fue él.

De pie en medio del cuartel de policía, De Luca casi temblaba de nervios. Leonardi lo miraba serio, con una ceja enarcada y los brazos apoyados en la mesa, como en el colegio. De Luca aguardó un comentario, que no tuvo lugar.

– Entonces escuche -dijo, levantando un pulgar y moviéndolo en el aire-, primero: la motocicleta. Carnera la usa a menudo, y por tanto aquella noche pudo ir él a casa de Guerra en lugar de Pietrino. Pero eso usted lo sabía, aunque no me lo haya dicho. Segundo -el índice se unió al pulgar, en el aire, en una v abierta-, cuando fue prisionero de las Brigadas Negras de Bolonia, Carnera aprendió a sus expensas un método especial de interrogatorio, y de hecho torturó a Delmo Guerra exactamente de esa manera, como los fascistas.

– ¡Cuidado, ingeniero! ¡Entre Carnera y los fascistas hay una buena diferencia!

De Luca asintió:

– Sí, sí, sin duda… yo quiero decir técnicamente. En fin… tercero: las joyas. En casa del conde, Carnera encuentra las joyas, el broche y el anillo de zafiro, y se los guarda… ¡ya, ya sé lo que está pensando! -Leonardi estaba negando con la cabeza y De Luca se le acercó con los brazos por delante-, Carnera no se habría quedado nada para sí, es un héroe y vive como un espartano, ¡pero por Dios, Leonardi, hasta los héroes tienen su corazoncito! ¡Los cogió para la Alemanita, para hacerle un regalo importante, para conmoverla un poco! Estará de acuerdo conmigo en que esa muchacha es capaz de hacer que un hombre pierda la cabeza con su manera de ser…

Leonardi seguía sacudiendo la cabeza, con las manos levantadas, como si quisiera taparse las orejas:

– ¡Eso justifica que él tuviera el anillo, ingeniero, pero no lo demás! Ya sé adónde quiere ir a parar, acabo de entenderlo yo también… Guerra se enteró de lo de las joyas y Carnera le dio una, para cerrarle la boca, mientras encontraba el momento de cargárselo. Pero eso no tiene sentido…

De Luca frunció la frente, irritado, y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Usted se olvida de quién es Carnera. Si quisiera, podría quedarse con toda la casa del conde y nadie le diría nada, como mucho hubiera quedado un poco mal. No es suficiente para un chantaje, al menos para Carnera. Necesitamos otro motivo, ingeniero.

– ¿No cree que ha llegado el momento de preguntárselo a él, de una vez?

– ¿Es decir?

– Arrestarlo. Learco Padovani, llamado Carnera, es el principal sospechoso de este caso, y por tanto hay que arrestarlo e interrogarlo.

Leonardi se levantó, arrastrando la silla por el suelo. Se acercó a la ventana y miró al exterior, como si la conversación ya no le interesara.

– ¿Y cómo se hace eso? -preguntó, distraído.

– Con un procedimiento de arresto correcto, no como el de la pocilga. Deme cuatro hombres y me encargo yo. Tiene el apoyo de las autoridades políticas, del alcalde… encontrará a cuatro hombres, ¿no?

Leonardi echó aliento en el cristal y trazó una línea con el dedo, la miró hasta verla desaparecer, rápidamente.

– Savioli ha estado aquí hace un rato -dijo, y a De Luca Se le cortó la respiración-. Era como oír hablar a Bedeschi… todos camaradas, todos compañeros, viejas historias que olvidar… He conseguido que me dijera que esta mañana, mientras pasaba por delante del molino, alguien ha disparado dos tiros a la pared; él ha notado cómo le pasaban por delante de la cara.

– De acuerdo, de acuerdo… -a De Luca le temblaba la voz y se pasó una mano por los labios-, pero tal vez se pueda hacer igualmente, quizás si lo intentáramos…

– ¡Yo no voy solo a buscar a Carnera, ingeniero, no puedo y no sé si quiero hacerlo!

– De acuerdo… -De Luca apretó los puños y cerró los ojos, tratando de concentrarse, quieto en medio del cuarto, como plantado en el piso-. Puedo entender que el conde no le importe nada, un espía fascista, pase… y lo mismo Guerra, un cazador y un ladrón, pero ¿y los demás? Brigadier, ¿y los otros tres?

Leonardi levantó el puño y golpeó la jamba de la ventana con un golpe seco que hizo vibrar el cristal.

– ¡No diga gilipolleces, ingeniero, por favor! -masculló-. La primera vez que los aliados bombardearon Sant’Alberto era lunes y había mercadillo. Hubo tantos muertos que los enterramos dentro de los armarios porque no nos quedaban cajas, ¿y qué? ¿Procesamos también a los aliados? No me hable de víctimas inocentes, ingeniero, a usted no le importa la justicia, usted quiere salvar el pellejo… Carnera lo matará y sólo por eso quiere usted arrestarlo.

– Sí, no… no sé.

De Luca apretó los dientes hasta oírlos chirriar, luego por fin se movió, extendió el brazo y barrió el escritorio de todo lo que había encima.

– ¡Por Dios, brigadier! -rugió, mientras Leonardi se volvía, de sopetón-, hemos resuelto el caso, hemos pillado al asesino, ¡hemos terminado! ¿Quiere echarlo todo a perder, así como así? ¡No se puede, no puede hacerlo, es un policía!

– Ingeniero…

– ¡Basta ya con este rollo del ingeniero! -De Luca gritó tan fuerte que la voz deformó las palabras, resonando en la habitación-. ¡No soy un ingeniero! ¡Soy un comisario de policía! -Se quedó unos segundos con la boca abierta, jadeando, luego la cerró. Deglutió, cerrando los ojos, y se pasó las manos por la cara, suspirando-. Era un comisario de policía -murmuró, por lo bajo.

Leonardi se asomó a la ventana e hizo un gesto de fastidio a una mujer que se había parado a curiosear. Se acercó al escritorio y se sentó. Abrió un cajón, impulsándose hacia atrás sobre dos patas de la silla para llegar al fondo y coger con la mano algo bajo un montón de papeles.

– Me importa un cuerno quién sea, señor Morandi -dijo-, Giovanni Morandi.

Le lanzó el carné de identidad, que tocó a De Luca en la barriga y cayó al suelo, abierto.

– Coja sus documentos y váyase a donde le salga de los huevos.

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