CAPÍTULO DIEZ

La prendieron esa misma mañana, mientras hacía la cola para el pan, delante de la única panadería abierta. Cuando los vio acercarse, serios y decididos, desde tres direcciones distintas, Assuntina entendió enseguida lo que querían y ni siquiera trató de escapar. Permaneció inmóvil, y se limitó a mirar a su alrededor, con expresión un poco perdida, cuando la cogieron por los brazos, uno por un lado y otro por el otro, y Pugliese, rápidamente, le puso las esposas. Se la llevaron al coche, donde De Luca, apoyado en la portezuela, aguardaba de brazos cruzados.

Aquella mañana fue a casa de Rehinard para decirle que se había quedado embarazada. Se había enterado el mismo día que él la despidió, pero había vacilado, sin saber qué hacer, sin decírselo a nadie, pues su hermano la hubiera matado al salir de la cárcel. Sólo la había visto subir el portero, y Rehinard se enfadó porque era muy temprano, pero la hizo pasar sin decir nada. Ella se había comportado como siempre, lo había limpiado todo y le había hecho la cama, porque quiso que entendiera cómo sería si se la quedaba, y trató de hablar con él, pero habían llegado todas aquellas mujeres, la rubia rara y su amiga Valeria, y ella se escondió en el dormitorio. Solamente al final, haciendo un esfuerzo, porque se avergonzaba, logró decirle que esperaba un hijo suyo. Rehinard no se había enfadado, como ella suponía, ni la abrazó, como habría esperado, ni siquiera la echó. Se limitó a echarse a reír, a reír y nada más, y cada vez que la miraba reía más, y parecía no querer parar nunca. Entonces ella cogió el abrecartas que estaba sobre el escritorio y se lo clavó, justo en el corazón, como le enseñara su hermano una vez, de abajo arriba, apretando la cuchilla con fuerza, y cuando estuvo en el suelo volvió a clavárselo, con toda la rabia que la movía y que la había vuelto fría e insensible, dura como una piedra. Luego salió, dejando la puerta abierta, y volvió a casa. Sólo al cabo de un rato se dio cuenta de que todavía llevaba el abrecartas en la mano, en el puño ensangrentado, y entonces lo tiró, como una imbécil, a un portal que les indicó, y, en efecto, cuando fueron a buscarlo, lo encontraron allí, en el suelo de un zaguán, con sangre seca en la cuchilla. En su casa nadie sabía nada, ni su madre ni su hermano, que nada tenían que ver, y dicho esto Assuntina dejó de hablar, selló los labios uno sobre otro y no hubiera dicho nada más ni siquiera bajo tortura. Pero ya era suficiente.

– ¡Era tan sencillo! -dijo De Luca alegre, sentado en el asiento delantero-, ¡el crimen de una pobre criadita ofendida y celosa! Pero cuando se trata de un tío como Rehinard, con tanto tráfico, todo se complica y surgen infinitas posibilidades. Si Rehinard no hubiera sido así, habríamos resuelto el caso a la primera.

– Y no habría muerto tanta gente -dijo, sombrío, Pugliese, sentado detrás, junto con Assuntina, muda y sorda, con sus muñecas gráciles rodeadas por las esposas. De Luca no lo escuchó. Se sentía eufórico y hasta le había entrado hambre.

– ¡Qué ganas tengo de plantársela al jefe delante de las narices! -dijo satisfecho-, ¡una rea confesa! ¡Que se trague todas sus historias absurdas! ¡Quiero verles la cara a él y a ese otro hijo de puta de Vitali!

– ¿Qué hacemos, comisario, la encerramos de verdad? -preguntó Pugliese, y De Luca se volvió, mirándolo por encima del hombro.

– ¿Pero qué preguntas hace, inspector? -dijo, tranquilo-, pues claro que la encerramos, es una asesina. No puedo soltarla, Pugliese, soy un policía.

Pugliese suspiró y De Luca lanzó una ojeada rápida a Assuntina, que estaba con la barbilla alta y la mirada fija. Luego volvió a mirar por la ventanilla, pensando en el jefe y en lo que le diría. Se sentía tan satisfecho y distendido que pensó que tal vez podría llamar a Valeria, explicarse, aclarar las cosas, incluso pedirle perdón… De pronto, advirtió algo extraño en la calle, que en el momento, pensativo como estaba, no pudo entender, pero enseguida, mirándolo mejor, supo qué era.

– ¿Cómo es que las tiendas están cerradas a esta hora? -preguntó, y Pugliese también se asomó al exterior. Vieron un camión de la GNR cargado de soldados que pasó por la calle y, en lugar de detenerse y mandar abrir las tiendas, prosiguió recto.

– Qué raro -dijo Pugliese. Un coche los adelantó, tocando el claxon, pero enseguida se detuvo con un chirrido de frenos y volvió marcha atrás, cortándoles el paso. El capitán Rassetto salió del coche y se quedó en el estribo, pegado a la portezuela.

– ¡De Luca! -gritó-, ¡no seas burro, De Luca, vente con nosotros!

De Luca se asomó a la ventanilla, sorprendido y un poco preocupado.

– ¿Irme con vosotros? -dijo-, pero es que estoy yendo a comisaría. Acabo de resolver mi caso y el jefe…

– No seas burro, De Luca -repitió Rassetto-, los aliados han cruzado el río Po esta mañana, nos estamos trasladando todos al norte. A esta hora tu jefe estará en Milán, si no ha pasado ya a Suiza.

De Luca volvió a entrar en el coche. El miedo repentino le había secado la lengua y balbució un poco, tragando saliva antes de hablar.

– Yo… yo no tengo nada que ver con ellos -dijo-. Yo he hecho un arresto y tengo que ir a la comisaría… es mi lugar, soy policía.

Se volvió a mirar a Pugliese, que lo observaba sin sonreír, sin decir nada, con sus ojos pequeños y estrechos, la nariz picuda, la cabeza ungida de brillantina y el sombrero sobre las rodillas.

– Pugliese -dijo De Luca-, usted lo sabe… yo sé que usted lo sabe. Qué pasa si yo… ¿qué me sucederá si me quedo?

Pugliese no se movió, sólo frunció un poco los labios. De Luca no le había visto nunca una expresión tan seria.

– Mejor que se vaya usté también, comisario -dijo bajito, casi en un susurro-. Es lo mejor.

De Luca bajó la mirada y se pasó una mano por el rostro, mordiéndose un labio. El chófer del coche de Rassetto tocó el claxon, dos veces.

– Mejor que me vaya -repitió De Luca-, mejor que me vaya, sí.

Abrió la portezuela y sacó una pierna, pero Pugliese lo detuvo, levantándose sobre el asiento y cogiéndolo por un brazo. Le tendió la mano, abierta.

– Lo siento, comisario. Suerte.

De Luca le estrechó la mano, con un gesto rápido de la cabeza, luego salió y corrió al coche, que lo esperaba con el motor encendido y la portezuela abierta, y que partió zumbando, sin dejarle tiempo para cerrarla, veloz, hacia el norte.

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