«Admonición a los dudosos: vota, y vota por Italia». «Dieciséis millones de esclavos en los campos de trabajo soviéticos». «Armas encontradas en el canal del Rin».
«200.000 personas en Nápoles escuchan al camarada Togliatti». «Toda Italia al seminario si sale la Democracia Cristiana: no veréis más a Charlie Chaplin, a Totò ni a Rita Hayworth. Os moriréis de aburrimiento».
«Hoy en el Manzoni: Robert Taylor, Lana Turner en Senda prohibida. Pagando una entrada del cine en la quiniela, podrán ganar uno de los 20.000 premios de consolación».
– A ése lo llaman Abatino precisamente porque se llama así de apellido… Abatino, Antonio Abatino. Y además porque parece de verdad un abad… Ahí está.
La película no era sonora, aparte del ruido del motorcillo del proyector, un zumbido con chasquidos, intenso y quedo, que al cabo de unos minutos se olvidaba. La luz de la sala, en cambio, era excesiva a pesar de las ventanas cerradas, y descoloría el blanco y negro de las imágenes a un gris pálido y uniforme que escocía los ojos.
– No se espere un cine, señor -le había dicho el brigadier Sabatini, mientras bajaba las persianas-, éste es el departamento de informes de la Científica, no una sala equipada.
Ahora el brigadier estaba detrás del proyector zumbón, junto con Marconi, de la Política, que repetía:
– Es ése, ¿lo ve? Detrás de Orlandelli…, su señoría Casa e Iglesia… ¿lo ha visto, señor?
De Luca estaba sentado en un taburete de madera, con los brazos apoyados en las rodillas y el busto tendido hacia delante, hacia la sábana blanca colgada en la pared con cuatro clavos. A su lado, encaramado a un cajón de municiones con la inscripción «U.S. Army» impresa en blanco sobre metal verde, estaba Pugliese. La luz del proyector a sus espaldas los cortaba a mitad, dibujando sus perfiles a los lados de la escena, como un friso ornamental, especular y asimétrico, que enmarcaba los fotogramas. Mudas y silenciosas, con largos barridos lineales que se interrumpían a saltos, de vez en cuando, para estrechar el objetivo, corrían las imágenes de un mitin en Piazza Maggiore. Llovía y el cielo color hierro se confundía con el blanco pastoso de los gabanes, con el gris de los rostros, con el negro desteñido de las chaquetas.
– Dios, qué porquería de película -dijo Pugliese.
Salía un hombre en primer plano, bajo un paraguas, un hombre anciano. Estaba de pie en un pequeño palco de madera, cubierto hasta la mitad del busto por las cajas amplificadoras, y hablaba con un micrófono plano y cuadrado, suspendido en el centro de un círculo de metal. Tenía el cabello blanco y el rostro menudo, delgadísimo; por la boca abierta bajo la sombra cándida del bigotito pegado al labio, las manos cerradas en un puño delante de la cara y su cabeceo rápido, con los ojos cerrados, se veía cómo gritaba con fuerza: un grito mudo, cancelado por el zumbido uniforme del proyector que cubría también los aplausos de la gente, filmada en un barrido lento que iba desde los paraguas que llenaban parte de la plaza hasta los milicianos de la SP con casco en la cabeza y mosquetón al hombro, encuadrados a los pies de las escaleras de San Petronio.
– A fuerza de gritar que los comunistas se comen a los niños -dijo Marconi-, al final a Orlandelli le ha dado un ataque. Dicen que cuando lo encontraron fiambre en su escritorio…
– Nada de comentarios, brigadier -dijo De Luca, fríamente-. No he visto al tal Abatino… ¿se puede volver atrás?
– Ahora sale de nuevo, señor -dijo Sabatini-, la cámara vuelve hacia el palco… ahí, es el del paraguas.
Mirándolo, De Luca pensó que no parecía en absoluto un abad. Vestía un gabán claro, parecido al que llevaba él, y por debajo asomaba un cuello blanco, ceñido por una corbata negra. Era joven, Antonio Abatino, delgado y con la nariz pronunciada, bajo una mata de cabello oscuro peinado hacia atrás. Llevaba gafas, unas gafas de montura ligera y lentes redondas, que se velaron de un blanco impenetrable cuando se volvió hacia el proyector. Llevaba un paraguas con el brazo recto, como una espada, para cubrir a Orlandelli, que seguía gritando. Después la imagen se separó y encuadró hacia abajo, a los pies del palco, un folleto empapado por la lluvia y un sello con un escudo que enmarcaba dos manos estrechándose delante de la silueta de una iglesia. Se entretuvo mucho rato en la inscripción: «Los electores que dan su voto a partidos que profesan doctrinas contrarias a la fe católica cometen pecado mortal».
– Atención, señor…, ahora sale el otro.
El encuadre se amplió para filmar a un grupo de personas que había entrado en la plaza. Eran todos hombres y todos llevaban paraguas, pero cerrados. Algunos iban con un pañuelo rojo al cuello. Uno de ellos, alto y grueso, en mangas de camisa y una gorra con visera, se había puesto bajo el palco, de lado, y agitaba también el puño en un grito mudo. Abatino se había desplazado, girando en torno al señor Orlandelli, como para hacerle de escudo.
– ¿Lo ha visto, Pugliese? -preguntó De Luca.
– Sí, lo he visto.
– No me refiero a Abatino.
– Ni yo, comisario.
Por la esquina de los fotogramas, más borroso que el resto, pero aun así visible, se había asomado un hombre. Había sumergido la cara en el gris más claro del enfoque, mostrando el perfil, el cabello rizado sobre la frente, la nariz torcida, la mandíbula cuadrada. Era el hombre caído del tejado, y antes de volver atrás y desaparecer fuera del encuadre, cortado por la imagen que empezaba a hacerse movida y vacilante, se había acercado a Abatino con un paraguas cerrado en la mano.
– Silvano Matteucci -dijo Marconi-, ex suboficial de la Decima Mas. Antecedentes por altercados, golpes e intento de homicidio. Después de la guerra se dedicaba al mercado negro. Oficialmente, ahora es un ambulante.
– El jefe nos hace filmarlo todo -dijo Sabatini-, desde las peregrinaciones a la Virgen a los mítines del Fronte Popolare. Igualdad de condiciones, dice, así está a bien con todos.
De Luca levantó una mano que brilló iluminada por el haz de luz del proyector.
– Déjennos solos un momento, por favor -dijo, y se inclinó hacia Pugliese, proyectando la sombra negra de su busto sobre los hombres que gritaban silenciosos en la pantalla-. ¿Y usted, inspector? ¿Cómo lo ve?
La cámara pasaba del palco a la plaza, oblicua y rápida, en un ondear de paraguas y puños cerrados, de sombreros, gorros, boinas y cascos, que brillaban bajo la lluvia.
– Yo tengo familia, comisario -dijo Pugliese.
– Y yo. Ésta es mi familia -De Luca abrió los brazos, levantándolos en dirección a las paredes-, y también es la suya, inspector Pugliese. Somos policías.
– No. Yo soy un policía con esposa y un hijo pequeño que viven con el sueldo de inspector de la Seguridad Pública. Y no me puedo permitir que me trasladen a Sicilia a perseguir al bandido Giuliano…
– Estamos cubiertos, Pugliese, eso no pasará. Scala quita de en medio a D’Ambrogio y a Bonaga durante un tiempo.
Pugliese sonrió. Una sonrisa irónica que borró como un relámpago la expresión de preocupación que tenía hasta ese momento.
– ¿Se ha puesto del lado de los comunistas, comisario? Mire que van a perder las elecciones…
En la pantalla, silenciosos, los jeeps de la policía atravesaban la muchedumbre, que se abría y se dispersaba en todas direcciones, corriendo hacia los soportales, hacia las gradas de San Petronio, hacia el surtidor de Neptuno. En el jeep, de pie en los asientos y aferrados al parabrisas, unos policías de uniforme golpeaban el aire con las porras, lentos, como en una danza sin música.
– ¡No me he puesto del lado de nadie! -rugió De Luca-. ¡Yo hago mi trabajo, o sea, indagar sobre el caso y seguir haciéndolo hasta que descubra quién ha sido!
– ¿Acaso cree que a Scala le importa un comino saber quién ha matado a Ricciotti y a Piras? ¡A Scala le interesa este asunto porque le interesa a Abatino! ¡Comisario, estamos de elecciones, todo esto es política! ¡Ellos también le están utilizando!
– ¡Qué me importa si me utilizan! ¡Yo soy un policía, Pugliese, hago de policía y estoy con quien me permite hacer mi trabajo!
Estaba gritando. Se dio cuenta más por la mirada resentida de Pugliese que por la resonancia de su voz en la habitación. Detrás, en la pantalla, la imagen había palidecido por el humo de los lacrimógenos disparados en la plaza, que bullía negra entre las manchas de humo blanco.
– ¿Por eso mismo estaba con los fascistas? -masculló Pugliese, frío-. ¿Por eso acabó en la Investigadora de la Muti? Cuando le conocí, comisario, estaba usted en la lista de los que iban a ser fusilados por los partisanos, ¿se acuerda?
La película se había detenido, con un gemido largo y fino del motorcillo esforzado. Por unos segundos, permaneció en la pantalla, en primer plano, la imagen desenfocada de un hombre en mangas de camisa que corría hacia la cámara, y a sus espaldas, entre las nubes densas de humo blanco, un policía tendido sobre el capó del jeep, con la porra levantada. Sólo unos segundos, luego la imagen se rizó en un agujero oscuro que desde el centro se amplió humeando hacia los bordes.
– ¡A tomar por culo, inspector Pugliese! ¡Ahora estoy en la policía de la República italiana e investigo sobre un caso de homicidio! ¿Acepta o no?
– ¡A tomar por culo usted, comisario De Luca! ¡Ya sabe que acepto!
Se quedaron mirándose, los dos turbios y sonrojados, Pugliese más duro y De Luca más jadeante. Se miraron un buen rato, sin darse cuenta de los rápidos chasquidos de la película desenganchada que azotaba el bloque de arrastre o el olor penetrante a celuloide quemado. Entonces De Luca apartó la mirada. Se levantó del taburete de un salto y puso una mano en el hombro de Pugliese.
– Fonogramas a todas las comisarías interesadas -dijo-, y a los cuarteles de carabineros, con una lista de preguntas para las ex prostitutas de Via delle Oche. Quiero las fichas de Ricciotti y los otros, incluido Abatino. Quiero volver a Via delle Oche, a vérmelas con la Armida y todas las demás. Y quiero a la Lisetta ya, donde esté. Vamos, Pugliese… empecemos ya.
«Gran concurso Cinzanino chapa amarilla». «Vignolino Sanley con hielo: finísimo licor que quita la sed». «Naranja + azúcar = Martinazzi soda. Tal vez más cara, sin duda la mejor». «Quien quiera vivir como Noé, que beba Vecchina y no café».
– Al menos, tome algo… ¿Le apetece un Cinzanino? ¿Un vermucito? ¿Un coñacito? ¡Fanní!
En la cocina del 23 olía a salsa boloñesa. La Armida la había llamado la administración, pero de administrativo el cuarto no tenía más que algún folio a rayas gruesas de contabilidad, lleno de cuentas, y los certificados sanitarios amontonados en la esquina de una mesa. Por lo demás, era una cocina, y las zanahorias y la cebolla que sofreían en la cazuela, en el hornillo de una cocina esmaltada de blanco, llenaban el aire con un olor fuerte y cargado de aceite. De Luca se sentó al lado de la mesa, justo delante del hornillo, pero se levantó enseguida, pues el estómago, todavía vacío, se le contrajo con un rugido. Se apoyó entonces en la pecera, cerrándose el gabán bajo los brazos cruzados para presionarse la barriga y que no le hiciese ruido, con la garganta cerrada por una sensación cálida y oxidada de hambre y, a la vez, otra, igualmente cálida y fuerte, de náuseas.
– ¡Pero qué hace ahí de pie, comisario! ¿Es que no le gusta la silla? Ahora mando que traigan otra… ¡Fanní!
La Armida dio unas palmadas y De Luca dijo «no, no» con la cabeza y luego con los brazos, porque insistía.
– Llame a la otra, mejor -dijo-, a la que descubrió el cadáver. -Y la Armida asintió resuelta, haciendo bailar la papada.
– Como prefiera… ¡Fanní! ¡Que el Cinzanino para el comisario lo traiga la Catí!
– Volvamos a nosotros -dijo Pugliese, pues De Luca había levantado la cabeza al techo, ahogando una imprecación entre labios-. Nos hablaba de Ermes…
– Un chico más majo, señor inspector… Quizás un poco grosero, pero muy majo, mucho… Y un poco desafortunado, tal vez, había tenido problemas con la policía, pero desde hacía un tiempo tenía la cabeza en su sitio. Decía que quería encontrar un trabajo serio, casarse, formar una familia… Pero de la otra noche puedo decirle poco, comisario. Ya vio dónde estaba el cuarto del pobre Ermes, allá arriba, en esa especie de torre separada de la casa… Desde aquí no se le oía. Espere… La Ivonne, tal vez, que tiene el cuarto pegado a la pared de la torre… Ahora la llamo, ¡Ivonne!
De Luca hizo una mueca, cerrando los ojos. Una oleada de calor le cruzó el estómago con un gruñido de hambre, pero se apagó en cuanto el olor de la salsa se mezcló con el olor ácido y burbujeante del cinzano.
– ¿Ivonne? -preguntó, desorientado, pero la muchacha que se había acercado a él con la bandeja en la mano negó con la cabeza, haciendo ondear el cabello a lo paje en torno al cuello de chiffon de la bata.
– No, soy la Catí -y a Pugliese-, Carmelina Montuschi, inspector…
– Catí, dale ya el Cinzanino al comisario y háblale del Ermes…
– Ay, Dios, qué desgracia más grande… Todavía estoy deshecha, pobre chico, quién se lo iba a imaginar… ¿no quiere el Cinzanino? ¿Me deja que mire debajo de la chapa?
– Catí, ponle un poco de agua… ¿o prefiere una bebida que no sea alcohólica? ¡Fanní!
– Estoy aquí, señora, ¿me ha llamado?
– No, gracias, Fanní… -dijo De Luca, pero también la muchacha que acababa de entrar negó con la cabeza, cerrándose sobre los senos la bata de terciopelo.
– No soy la Fanní, soy la Ivonne -y a Pugliese-, Ivonne Anconelli, llamada Gigí… con acento, ¿eh?, que si no suena Gigi y parezco un travestí, pero es Gigí, con la g a la francesa. Es que mi madre era parisina, ¿sabe?
– Ivonne, háblale del Ermes al comisario… Señor, ¿prefiere un café? Mando que se lo hagan… ¡Fanní!
– ¡Basta! -gritó De Luca, abriendo los brazos-, ¡no quiero nada, gracias! Sólo quiero saber cómo estaba Ermes en los últimos días, si estaba preocupado, asustado, eufórico, enfadado con alguien… Quiero saber si lo visteis contento o triste.
Catí e Ivonne hablaron a la vez, casi con la misma nota:
– Contento -dijo Catí.
– Triste -dijo Ivonne.
– Estaba contento, como ha dicho usted…, eufórico.
– No, Catí, estaba triste…, el Ermes estaba desanimadísimo, que te lo digo yo…
– Oiga, comisario, yo nunca he tenido mucha confianza con ese chico, pero llevaba unos días que no paraba de hablar, se volvía en la Vespa, y me daba un miedo…, «mira adelante» le decía, y él «¡a mí qué me importa!», y se ponía a cantar…
– Tengo razón yo, comisario, lo oí bien al Ermes la otra noche… Iba arriba y abajo por el cuarto como un animal enjaulado y de pronto descargó un montón de puñetazos contra la pared. Hasta lo llamé, pero él me mandó a que me dieran por el trasero y luego oí que lloraba. Después nada, pues cuando acabo el turno me tomo el Luminal y duermo como un tronco.
– Entonces quiere decir que antes también dormías… Óigame, comisario, hace unos días, mientras me llevaba a la novena, Ermes me dijo: «Catí, pronto os dejaré, me caso y abro un gimnasio en San Lazzaro», y luego cantó Bandiera Rossa desde aquí hasta San Petronio… ¡Una vergüenza, comisario! Fue el día después de la tormenta…
– La tormenta la soñaste…
– No, es que tú tienes el cuarto delante y con las ventanas cerradas no sabes si llueve o si nieva… Y aunque las tuviera abiertas, señor comisario…, que ella lo llama Luminal, pero en mi casa se llama morfina…
– No, es que a ti el coñac te truena en los oídos y te hace ver relámpagos…
– ¡Eh eh, chicas!
La Armida dio unas palmadas y De Luca volvió a cerrar los ojos. No podía más en aquella cocina estrecha y aquel jaleo ungido de salsa boloñesa y burbujas de cinzano. Hizo un gesto a Pugliese y giró sobre sus talones, saliendo de la estancia. Fuera, en la calle, De Luca liberó los pulmones con un suspiro hondo, que le dejó la cabeza ligera y hueca y le nubló la vista. Luego hundió las manos en los bolsillos del gabán y esperó a que Pugliese lo alcanzara.
– Las llaman casas de líos, ¿no? ¿En qué está pensando?
– Pienso en un tipo que un día está eufórico por una cosa, que le está cambiando la vida y al día siguiente no. ¿Dónde estaba ese día y dónde estuvo al día siguiente? ¿Dónde estuvo el domingo?
– ¿Cómo vamos a saberlo? Ni siquiera sabemos si hubo tormenta o no, el domingo…
– Qué coño importa el tiempo…
«Hoy últimos mítines y, a media noche, todos a cerrar la boca. El domingo y el lunes el servicio de tranvías se adelantará una hora. Tres días de vacaciones retribuidas para todos los trabajadores. Misas anticipadas el día de las elecciones».
Fonograma número 126, a policía de Bolonia, Escuadra de la Buoncostume, de Cuartel de Carabineros de Pieve di Cento (Ferrara). Se informa al funcionario competente que Lisa Bianchi, llamada Lisetta, no se encuentra actualmente con su familia. Otras indagaciones son actualmente imposibles, causa: empleo personal control territorio próximas elecciones políticas…
– ¿De Luca? ¿Oiga? Soy Razzini, de la comisaría de Roma… Oye, colega, es que tengo aquí eso que me pediste sobre la Gilda. Te lo leo, ¿vale?… preguntada, contesta: «No, no noté nada raro con respecto al susodicho Ermes Ricciotti, de cuyo suicidio me he enterado al llegar a Roma. Sin embargo, me gustaría precisar que no noté nada raro en general durante mi permanencia en Bolonia. Firmado…». ¿Cómo que sólo esto? Hijo mío, estamos de elecciones, ya me ha costado lo suyo mandar a un agente…
– ¿Comisario De Luca? Brigadier Mordiglia, Buoncostume de Génova. Le aviso que estamos cortos de personal porque estamos de elecciones y dentro de dos horas habla Togliatti en la plaza… Voy al grano: he interrogado personalmente a la Anitona y le refiero la siguiente declaración: «No noté nada raro con respecto al susodicho Ermes Ricciotti, de cuyo suicidio me he enterado al llegar a Génova. Sin embargo, me gustaría precisar que no noté nada raro en general durante mi permanencia en Bolonia». ¿Es suficiente, comisario? Le dejo porque tengo prisa, le deseo suerte…
– A ver, Fiorina Fabbri, llamada Wanda, señor comisario… Preguntada, responde: «No noté nada raro con respecto al susodicho Ermes Ricciotti, de cuyo suicidio me he enterado…», sí, exacto, al llegar a Palermo. ¿Cómo lo sabe? ¿No se la habré mandado ya? Con todo el trabajo que tenemos…
Fonograma número 138, a comisaría de Bolonia, Escuadra de la Buoncostume, de Cuartel de Carabineros de San Lazzaro. Hemos sabido de su interés con respecto a Lisa Bianchi, llamada Lisetta. Informamos que susodicha Lisa Bianchi ha sido hallada en localidad nuestra jurisdicción…
La Lisetta parecía enteramente una niña, o tal vez lo fuera, menuda, rubia, con el cabello recogido en dos finas trenzas y las costillas salientes en su cuerpo huesudo, como el de una niña, justamente, todavía desnutrida por la guerra. Quizás tuviera también los ojos azules, ojos azules de niña, pero así, abiertos y desorbitados como estaban, De Luca veía sólo lo blanco. Estaba desnuda, aparte de unas medias.
– Ha muerto asfixiada, comisario -dijo Pugliese. Agachado sobre la cama empotrada en la pared, tenía el rostro muy cerca del de Lisetta, como si quisiera besarla-. ¿No habrá muerto sola, para variar?
De Luca miró a su alrededor. El cuarto era pequeñísimo, cuatro paredes desnudas manchadas de moho que contenían un catre, un cajón volcado y una palangana de porcelana esmaltada. Debajo del trípode de metal que sostenía la palangana había un par de sandalias con el tacón de corcho. En la cama, con las piernas que superaban el borde de hierro del somier y los brazos abiertos sobre el colchón desnudo, estaba la Lisetta. Con las puntas de los pies veladas por las medias e inmóviles, rozaba un almohadón manchado de rojo.
– No creo -dijo-, hay carmín en la funda y dudo que haya besado el almohadón. Mire eso, Pugliese.
De Luca indicó el suelo. Contra la pared, en un rincón, había una rasilla rota y medio levantada. Una sola.
– Ni siquiera han necesitado pegarla. Tiene que habérselo dado enseguida, pobre Lisetta, pero no le ha servido de nada.
– ¿Usted qué cree que tenía, comisario? ¿Las fotografías? ¿Y qué coño hay en esas fotografías?
El cuarto de la Lisetta estaba en lo alto de una casa derruida, todavía medio en ruinas por las bombas de la guerra. Se llegaba por una escalera de madera clavada a una galería que había crujido antes, bajo los pasos de Pugliese y de De Luca, y que volvió a crujir en ese momento, bajo los de un carabinero.
– ¿Ha terminado, señor? -dijo, asomándose al cuarto-. No, por nosotros puede quedarse todo el rato que quiera, pero es que dentro de poco pasa por aquí la procesión de la Virgen Peregrina y como los comunistas quieren cortar la calle y ese coche que traen es tan de comisaría…
– Comisario, ¿qué coño había en esas fotografías? -repitió Pugliese, volviéndose sobre el asiento trasero-. ¿De Gasperi cenando con Stalin?
Habían dejado a Sabatini al volante, por si acaso, y De Luca se había sentado detrás, hundido contra el respaldo acolchado del Fiat Millecento negro. Había dejado de morderse la parte interior de la mejilla porque la carretera que llevaba de San Lazzaro a Bolonia, aunque estaba asfaltada, tenía grandes socavones que ya le habían hecho sentir entre los dientes el sabor dulzón de la sangre.
– Habría que saber dónde se sacaron. ¿Dónde estaba Piras el día que se le resolvió la vida a Ricciotti?
– El día de la tormenta.
– Lo suyo es obsesión. Olvídese de la tormenta. ¿Dónde estaban Ricciotti y Piras? ¿En un mitin? ¿En un enfrentamiento en alguna plaza? ¿Cenando con De Gasperi y Stalin, como dice usted? ¿Qué sabemos de esa gente? Volvamos a comisaría para ver las fichas de Marconi… ¿Pero qué está pasando ahí?
Sabatini había frenado y avanzaba lentamente: más adelante había un grupo de personas junto a un carro, y un hombre con un bieldo volcaba balas de heno a la carretera. Otro se separó del grupo, montó en una motocicleta y se acercó al coche.
– Ya hablo yo -dijo Sabatini, bajando la ventanilla. El hombre en motocicleta se detuvo delante del coche y se asomó sobre el manillar para mirar al interior. Quizás reconoció a Sabatini, porque asintió antes de decir nada y se giró sobre el sillín.
– Dejad pasar -gritó-, son camaradas. -Y saludó con el puño cerrado.
Sabatini sacó el brazo por la ventanilla abierta y hasta Pugliese levantó la izquierda, doblando el puño cerca de la cara. De Luca, rebotando sobre la paja que todavía no estaba esparcida, se volvió a herir la boca por dentro. Le pareció que uno de los hombres de detrás del carro tenía algo que le asomaba por encima del hombro, como la punta negra de un mosquetón. Pero se volvió hacia el otro lado, por si acaso, y fingió no haberse dado cuenta.
«Disparos de metralleta contra un avión del Blocco Nazionale». «A propósito de la prohibición de celebrar mítines en las fábricas».
«Las cláusulas del plan Marshall impedirán toda reforma social».
«Mañana en el Eliseo: Spencer Tracy y Mickey Rooney en La ciudad de los muchachos».
– Aquí están las fichas, comisario… Marconi no quería dármelas, pero luego ha llamado a Scala y todo se ha arreglado. Ermes Ricciotti, nacido en San Lazzaro, provincia de Bolonia, en 1928. Hijo de obreros comunistas muertos durante un bombardeo. De 1946 a 1947 es arrestado y denunciado varias veces por hurto, altercado con agravante, receptación y ultraje. Desde enero del 48 señalado a la Buoncostume y a la Escuadra Política como empleado en la casa de Via delle Oche, número 16, etcétera etcétera. La Política lo señala como simpatizante comunista, y de hecho aquí hay un montón de comunicados sobre su actividad como boxeador aficionado, sobre su petición denegada de un carné de partisano, pero nada sobre el hecho de que frecuentara el estudio fotográfico Piras de Via Marconi, 33. ¿No es un poco raro, comisario…?
– Vamos con Piras, comisario… Osvaldo Piras, antes Gavino, nace en Sassari en 1902. En el 25 emigra al continente, primero a Roma y luego a Bolonia, donde trabaja en el estudio fotográfico de un tío. Su tío es antifascista y en el 26 acaba entre rejas, entonces el sobrino lo releva en el estudio fotográfico. En el 29 la Milicia lo arresta también a él, pero lo sueltan enseguida. Hay una nota a lápiz, firmada por el comisario jefe de Bolonia D’Andrea, que dice que a partir de entonces todos los informes sobre Osvaldo Piras había que pasarlos a la policía secreta fascista, la OVRA. Nada más hasta 1947, cuando Piras se afilia al PC, y aquí hay otro apunte a lápiz, sin firmar esta vez, que dice que hay que dirigirse al jefe de la Política. Y ¿sabe quién era el jefe de la Política en el 47? D’Ambrogio. ¿No resulta raro, comisario?
– Mire, comisario, el tal Silvano Matteucci era un cabronazo. Después de la guerra lo querían fusilar, pero él se salvó entregándose a los aliados. En el 45 le cayeron doce años, conmutados a seis en apelación y luego amnistiados. Oficialmente es vendedor ambulante, pero según la Política hacía de matón para quien lo llamara, ya fueran los socialistas del MSI como los populares del Uomo Qualunque. Aquí no pone que trabaje para Abatino, pero ¿quiere saber qué hay en la ficha de Abatino? Pues nada: sólo una línea, debajo de los datos personales pone: «Simpatiza con los partidos del orden». ¿No resulta raro, comisario?
«La libertad pisoteada: ocho engrudadores del Blocco Nazionale bestialmente agredidos por los comunistas en Imola».
«Un joven de Azione Catolica intenta matar a un camarada. El agresor confiesa: quería suprimirlo porque es comunista».
El muchacho accionó la palanca del acelerador y la Vespa Lambretta lanzó un rugido ahogado y crepitante, como un golpe de tos. Luego pareció apagarse, mientras el muchacho se ponía en pie sobre el estribo, curvado sobre el manillar como un ciclista en una cuesta arriba, insistiendo con la palanca hasta que el rugido se hizo constante, un gruñido molesto, con algún que otro hipido de vez en cuando.
Antonio Abatino asintió, haciéndose pantalla con la boca por el humo que estaba invadiendo el garaje.
– Vale -dijo-, pero ¿podrá con todo?
Enganchado a la Lambretta había un carrito con una silueta de madera plantada en medio. Era un blanco en forma de busto con el rostro de Garibaldi separado del cuerpo y pegado como a una máscara y a un brazo móvil, que se movía sobre un eje. A cada movimiento del carro, el brazo subía y bajaba, descubriendo detrás de la de Garibaldi la cabeza de Stalin con el gorro de la estrella roja. «Cuidado con el fraude», decía un cartel a un lado del carrito, escrito con una grafía expresamente infantil que a De Luca, quieto en la puerta junto a Pugliese, le recordó a la de sus libros de escuela.
– ¿Antonio Abatino? -dijo De Luca, y repitió-. ¿Antonio Abatino? -Pues el ruido de la Lambretta le tapaba la voz-. Vicecomisario De Luca e inspector Pugliese, policía.
Abatino se volvió lentamente, al cabo de unos segundos, como si hubiera tenido que decidir si hacerlo o no. Miró primero a De Luca y después a Pugliese, sin apenas mover la cabeza, con el cuello rígido. Por el reflejo del sol en la puerta del garaje, las gafas se volvieron a velar, como en la película.
– ¿Apagamos esa moto? -propuso Pugliese. Abatino negó con la cabeza, con el cuello tieso.
– Mejor que no -dijo-, tiene que calentarse el motor. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
– ¿Qué es esto? -preguntó De Luca, levantando un dedo y girándolo en el aire. El humo de la Lambretta empezaba a notarse, molesto, con un olor ácido de mezcla. Abatino se quedó impasible, a no ser por una leve contracción de la comisura de los labios. Tenía dos arrugas profundas que le surcaban el rostro delgado a los lados de la nariz y los labios y, por un momento, una se curvó un poco.
– Es la sede del Comité Cívico, y yo soy el secretario. Via del Porto, 18.
– ¿No hay un sitio más cómodo donde podamos hablar? -preguntó De Luca, e iba a dar un paso adelante, pero Abatino no se movió, quieto casi en la puerta, con los brazos a los costados de la chaqueta negra, abotonada hasta abajo, y las piernas largas y rectas en los pantalones con raya, que le caían a pico hasta la vuelta. Solamente el nudo de la corbata estaba un poco deshecho y, bien mirado, De Luca se dio cuenta de que Abatino tenía los hombros un poco curvados, y el cuello rígido levemente inclinado hacia delante.
– Ésta es la segunda vez que nos tienen en la puerta intoxicándonos con porquerías -dijo Pugliese-, primero esa puta de Via delle Oche y ahora aquí. Es la pura verdad que la policía ya no cuenta nada…
La arruga de Abatino se contrajo más, justo en correspondencia con la comisura del labio. De Luca lo advirtió justo a tiempo.
– Hoy tenemos mucho trabajo -dijo Abatino-. Si se trata de algo breve estoy dispuesto a contestar a vuestras preguntas, aquí, enseguida. Si hace falta más tiempo, mañana por la mañana iré yo a comisaría. Con mi abogado, por supuesto.
– Tenemos razones para creer -dijo De Luca, bruscamente- que uno de sus hombres ha matado a un fotógrafo llamado Piras.
– ¿Qué quiere decir con uno de mis hombres?
– Uno que trabaja con usted… para el Comité Cívico, me imagino.
– ¿Su nombre?
– Silvano Matteucci.
– Nunca ha formado parte del Comité Cívico.
– Pero lo conoce.
– Nunca lo he oído nombrar.
– Existe una película de la policía donde se les ve juntos en el palco de un mitin, en Piazza Maggiore.
– Hay mucha gente en los mítines, sobre todo en los palcos. No recuerdo ese episodio, lo siento.
Para arrancar las respuestas al ruido de la Lambretta, De Luca se había acercado a cada pregunta, y ahora tenía el rostro de Abatino muy cerca. Le miró la boca, pero la arruga, esta vez, permaneció inmóvil, ensanchándose únicamente cuando los labios se abrían para hablar. Se dio cuenta de que Pugliese ya no estaba a su lado al oírlo toser en el interior del garaje.
– ¡Joder, qué cacho caja fuerte hay aquí empotrada! Y… mire esto, comisario.
Pugliese surgió de la niebla, detrás de una fila de cajas apiladas contra la pared. Tenía los ojos llorosos y un fusil en la mano.
– Es mío -dijo Abatino, sin molestarse en volverse-. Lo tengo aquí porque esta zona está apartada y de noche la calle ni siquiera está iluminada. Hace seis meses los comunistas nos atacaron y nos lo quemaron todo.
– Sí -dijo Pugliese-, pero esto es un mosquete, un arma de guerra…, no es legal.
– Esto es la guerra. Ellos tienen metralletas y cajas de bombas de mano escondidas en las bodegas de las Casas del Pueblo. ¿Acaso no han visto lo que ha pasado en Checoslovaquia? ¿No han oído a Togliatti? Si ganan, nos tratarán a patadas con las botas de clavos… Adiós libertad, adiós justicia, adiós fe, adiós familia. ¿Sabe lo que hacemos aquí, comisario? Este Comité Cívico tiene una tarea especial… Hacemos acción de contrapropaganda para combatir la estrategia de la mentira. Defendemos la verdad y les defendemos también a ustedes, los policías, que deberían haber entendido ya de qué parte deben estar.
Ahora jadeaba también Abatino, por el ardor del discurso o por el humo, que estaba volviéndose insoportable. De repente, el motor de la Lambretta se apagó solo.
– Se ha calado -gritó el muchacho.
– Si quieren secuestrar el fusil -dijo Abatino, de nuevo impasible-, adelante. Si quieren arrestarme por tenencia ilícita, tomo el gabán y voy con ustedes.
– No -dijo De Luca-. Quiero saber si conocía usted a Silvano Matteucci y si sabe por qué ha cortado el cuello a un fotógrafo y luego ha puesto la casa patas arriba.
– No lo conocía. No trabajaba para mí. Nunca ha formado parte de este Comité Cívico. ¿Quiere saber algo más?
– ¿Por qué va de luto?
De Luca levantó el dedo y señaló un crespón de raso negro que Abatino llevaba en el ojal de la chaqueta. Grande y brillante, destacaba incluso sobre la tela oscura. Abatino deglutió y, por primera vez, pareció humano.
– El señor Orlandelli era como un padre para mí -dijo-. Más que un maestro, más que un guía espiritual y político. Era un santo. ¿Estoy arrestado?
De Luca negó con la cabeza y, sin decir nada, dio media vuelta y salió con las manos en los bolsillos, el gabán bien ceñido, la boca torcida en una mueca para morderse la parte interior de la mejilla. Pugliese se encogió de hombros, apoyó el fusil en la pared y lo siguió.
– Un hombre de pocas palabras este Abatino, ¿eh? ¿Qué me dice, comisario?
De Luca no dijo nada. Con las manos hundidas en los bolsillos del gabán, caminaba pensativo, con la mirada fija en el suelo. Parecía que estuviera atento a evitar los charcos de agua formados en los agujeros de la calzada, pero en el primero que se encontró metió el zapato de lleno.
– Vaya -murmuró, cogiéndose la raya del pantalón con dos dedos para sacudir la vuelta.
– Se ha hecho tarde y ahora que soy mi propio jefe cierro el negocio y me voy a cenar -dijo Pugliese-. ¿Viene con nosotros, comisario? Así conoce a mi mujer…
El charco era el agujero de una granada de la guerra. Todavía tenía las marcas de sus fragmentos en el asfalto en torno al foso central, como las huellas de las uñas de una pata de un animal enorme. De Luca lo miró mordiéndose el labio y levantó la cabeza hacia Pugliese.
– ¿Qué tenemos? -preguntó. Pugliese se encogió de hombros, apurado.
– No sé -dijo-, una sopa, creo. La carne todavía está racionada y esta semana…
– Qué pinta la carne aquí, Pugliese…, yo me refiero al caso. ¿Qué tenemos hasta ahora? Todavía nada…
– Ah, ya… -Pugliese se dio una palmada en la frente, bajo el sombrero-. Ya me extrañaba a mí que pensara usted en la cena. Si sigue así se pondrá malo, comisario.
Habían llegado al soportal y la calle ya estaba mejor empedrada. Pugliese golpeó el piso con las suelas para despegarse el barro, levantándose el abrigo por encima de las piernas, como si bailara flamenco.
– Bueno, yo ya he llegado -dijo-. Vivo aquí mismo. ¿Qué hace usted, vuelve a comisaría?
– No. Voy… a otro sitio. Quiero comprobar una cosa… -Levantó una mano de despedida a Pugliese, que se quedó mirándolo mientras se alejaba bajo el soportal y se giraba para gritar-: Dele recuerdos a su señora. -Con las manos en los bolsillos, antes de desaparecer tras una esquina.
«De las ventas de quinielas hoy en Roma se pueden sacar los siguientes pronósticos…».
Esta vez, la puerta del número 8 de Via dell’Orso estaba cerrada, además de las ventanas que, por ley, debían estarlo siempre. De Luca llamó con una aldaba de latón lustradísima y equívoca, aunque no lo bastante para «ofender el recato», como diría Pugliese; luego llamó también con la palma de la mano, abierta y también cerrada, de lado. Había dado un paso atrás para levantar la cabeza hacia las ventanas, en vano, cuando oyó que lo llamaban.
– Estoy aquí, comisario.
Via dell’Orso estaba iluminada por una farola colgada sobre la calzada y otra que pendía de un brazo de hierro forjado sobresaliente del muro de la casa, pero a De Luca le costó igualmente reconocer a quien lo llamaba. Siempre la había visto en pantuflas, a la Tripolina, pantuflas y combinación, pero ahora iba vestida, con bolso y un pañuelo azul en la cabeza anudado bajo el mentón. Así se lo dijo, cuando estuvo cerca:
– Siempre la había visto en pantuflas y combinación.
– Pues llevo Noche de Venecia y un vestido color Boise de Rose. Polvos Terciopelo de Hollywood -dijo la Tripolina, levantando una pierna para apoyar el bolso en la rodilla y hurgar en el interior-. Lástima que las sandalias de cuña no sean de Ferragamo, así iría igual que un figurín de Grazia. De vez en cuando yo también me visto, ya ve.
Sacó del bolso una llave atada a un cordel y abrió la puerta. Empujó el batiente, esperando a que De Luca pasara primero.
– Debía de irle bien la casa de Via delle Oche -dijo De Luca, sin entrar.
– Si se fija, verá que el Boise de Rose me lo cosí yo misma, con la tela de una cortina que llevé a teñir. Y Noche de Venecia es el regalo de un estudiante que preparó un examen en mi prostíbulo.
– ¿Y Via dell’Orso? ¿Es otro regalo?
La Tripolina empujó más la puerta, que se había vuelto a cerrar, se pegó el bolso al costado y entró de lado, para pasar entre De Luca y la jamba. De Luca la siguió. Giró la llave de paso que había junto a la puerta y la lámpara colgada del centro del techo se iluminó, reflejada en los espejos y en los dorados.
– No hemos abierto todavía -dijo la Tripolina, deshaciendo el nudo del pañuelo-. Las chicas de la nueva quincena llegan mañana.
De Luca se sentó en el sofá rojo y abrió los brazos para apoyarlos en el respaldo circular. Enseguida tuvo que sacudir la cabeza para ahuyentar la sensación repentina de cansancio que lo asaltaba siempre en los momentos más inoportunos.
– No estoy aquí para consumir sino para hacer preguntas -dijo-, y ya veremos si de verdad llegan mañana las nuevas.
La Tripolina se había quitado el pañuelo. Llevaba como siempre el cabello recogido en un moño y el mechón liso que le caía por la frente, casi en los ojos. El Terciopelo de Hollywood apenas le aclaraba el rostro.
– ¿Le importa que me quite los zapatos? -dijo-. Tiene razón, me he acostumbrado a las pantuflas.
– Está en su casa.
– Sí… Y usted también, por lo visto.
Se agachó para bajar la cinta que le ceñía los talones y se quitó las sandalias de tacón de corcho, alejándolas de una patada. El vestido rosa, corto hasta la rodilla, se le había levantado por las piernas desnudas y la Tripolina se lo alisó sobre las caderas, mientras De Luca la miraba.
– ¿Por qué todas tus chicas cuentan lo mismo? ¿Quién les ha cerrado la boca?
La Tripolina abrió el bolso y sacó una bolsa de plástico, velada de oscuro. Le dio vueltas en las manos, ruidosamente, mientras De Luca seguía mirándola.
– ¿Qué tienes tú que ver con todo esto?
– ¿Sabe dónde me gasto el poco dinero que tengo, comisario? -dijo la Tripolina, dando un paso hacia el sofá-. La ropa me la hago yo, porque de joven trabajé en una revista y aprendí el oficio de costurera. Pero tengo que comprarme las medias.
– ¿Qué tienes tú que ver con todo esto?
La Tripolina abrió la bolsa y lanzó a De Luca una mirada seria, que se le quedó fija en la cara, insistente. Dijo bajito:
– ¿Le importa si me las pruebo? -y se subió el vestido por los muslos, levantó una pierna y apoyó un pie en el sofá, entre las piernas de De Luca.
– No, no… un momento, Tripolina -dijo De Luca, rígido-. Aclaremos las cosas… Estoy aquí para hacer preguntas, no para consumir. Preguntas, Tripolina. ¿Has oído hablar de un tal Abatino?
La Tripolina adelantó el pie, tan bruscamente y tan cerca de los pantalones de De Luca que él, instintivamente, dio un salto. Ella había enrollado una media en una pequeña rosca negra y juntó los dedos del pie para ponérsela, rozándolo de nuevo. Hizo correr el nailon oscuro por toda la pierna, luego lo alisó con las manos, levantando el pie sobre la punta y doblando la pierna de lado para seguir la raya con los dedos, desde el refuerzo del talón hasta el muslo, y lo sostuvo con las dos manos, pues no tenía liga.
– ¿Es verdad que llevas un año sin tocar a una mujer? -murmuró.
De Luca no respondió y permaneció inmóvil, mirándola, rígido contra el respaldo, con los brazos abiertos en cruz. La miró mientras se quitaba una horquilla del cabello, la abría con los dientes y prendía la media a la puntilla de la braguita, que asomaba bajo el vestido. La miró mientras recogía las sandalias y se alejaba hacia la escalinata, con una pierna desnuda y la otra no, sacudiendo la cabeza para soltarse el cabello por la espalda. En el primer peldaño, con la mano sobre la barandilla y las sandalias colgadas de los dedos, el cabello todavía medio recogido en la nuca y el vestido que se le había quedado levantado mostrando un trozo oscuro de muslo, la Tripolina se volvió hacia De Luca y señaló hacia lo alto de las escaleras con un gesto de la cabeza propio de una puta. De Luca suspiró, separó los brazos del respaldo y se levantó mientras ella, ya a mitad de las escaleras, se detenía un momento, para esperarlo.
Se despertó sobresaltado, por un tirón violento que lo hizo saltar y, por un instante, se quedó con la boca abierta, parpadeando en la oscuridad y preguntándose dónde estaba. El chirrido metálico de los muelles y el crujido del cajón le hicieron entender que se encontraba en una cama y que había dormido. La Tripolina resollaba a su lado al borde de la cama, y se acordó de que había dormido en Via dell’Orso.
– Perdona -dijo ella-, me has asustado. No estoy acostumbrada a tener a nadie en la cama.
De Luca la miró y ella apretó los párpados con dureza:
– Quería decir que no estoy acostumbrada a dormir con nadie en la cama. Se van antes.
– Ya te había entendido -dijo De Luca-. No pensaba en eso.
El cuarto estaba en penumbra. El alba se filtraba por las contraventanas entornadas aclarando el cuarto y dibujando sombras brillantes y relieves sobre la silueta de la Tripolina. Estaba guapa, pensó De Luca.
– Estás guapa -le dijo, y ella sonrió. Se deslizó por la cama, a su lado, y sintió su piel contra el costado, cálida y un poco húmeda de sudor. Ella apoyó la frente en su mejilla y la apretó, con el brazo cruzado sobre el pecho y la mano entre el cabello, para trenzar los dedos entre sus mechones despeinados por el sueño.
– Oye… -a De Luca le supuso un pequeño esfuerzo recordar su nombre, su nombre de verdad-, oye, Claudia… -y su verdadero nombre le hizo apretar un poco más fuerte la frente contra la mejilla de De Luca-, oye, Claudia… cómo es que… quiero decir, por qué…
La Tripolina levantó la cabeza por un momento, luego volvió donde estaba antes, pero un poco más arriba de la almohada, con los labios muy cerca de los de De Luca, que sintió en su boca el aliento cálido de su respiración.
– Perdón -dijo-, es una pregunta estúpida.
– No -dijo la Tripolina-, es que no me la esperaba. Es una pregunta de «hablante». En la cama, en los prostíbulos, están los «cariñosos» que quieren mimos como de su mujer, los «especiales» que quieren hacer cosas raras, los que se enamoran y los «hablantes», que al acabar quieren hablar. No me parecías de ésos.
– Soy curioso por naturaleza -dijo De Luca-. Pero es igual, déjalo, es que…
– Cuando era muy joven era corista en la revista… o sea, era bailarina de fila. Pero prometía. Bailé con Wanda Osiris, sin embargo me echaron muy pronto porque me encontraron en la cama con el empresario de la troupe, que era su novio. Lo hice porque me había prometido un regalo. Es posible que estuviera en mi naturaleza ser puta. Pero no importa… Si las cosas me van bien, un día tendré un burdel como el Chabanis de París y entonces le daré recuerdos a la Osiris de tu parte. ¿Y tú por qué eres policía?
– Quizás porque estuviera en mi naturaleza serlo. Soy curioso. Por eso quiero saber qué tienes tú que ver con…
La Tripolina sacó los dedos del cabello de De Luca y se los puso en los labios. Le susurró:
– He estado en todos los burdeles de Italia, hasta en los buenos, donde se aprende -le pasó los dedos por la boca, por los ojos, por el cuello-, sé hacer de todo, hago de todo, lo que quieras… -por el pecho, los músculos del estómago, que se contrajeron bajo su aliento cálido, y todavía más abajo.
– Tripolina… Claudia… espera -murmuró De Luca, luego cerró los ojos, apretando los dientes con un gemido cuando sintió sus labios, su lengua rápida, sus dientes. Levantó la cabeza y alargó los brazos, tocándole la espalda desnuda, brillante por los reflejos del alba, y de un salto llegó a sus hombros y le tocó el cabello.
– Claudia, por favor, espera, Claudia… ¡Por Dios, Tripolina! ¡No puedes hacer esto cada vez que voy a preguntarte algo!
La Tripolina levantó la cabeza y se volvió hacia De Luca. Tenía el cabello en la frente, húmedo de sudor, y el rostro en sombra, de rodillas en la cama, fuera del rayo de la ventana. Pero se veía que tenía los ojos entornados y los labios apretados.
– ¿Por qué? -bisbiseó-, ¿por qué no? Siempre lo he hecho. Déjame en paz, déjame tranquila y podrás hacer lo que quieras, cuando quieras, conmigo, con mis chicas…
– Entonces sí que tienes que ver con esto.
La Tripolina había vuelto a bajar la cabeza, apoyando una mano en el pecho de De Luca, pero la volvió a levantar, cerrando el puño. Lo habría arañado si no hubiera tenido las uñas cortas.
– Dime qué hay debajo. Si tienes miedo de algo me ocupo yo… yo te protejo, Claudia.
– ¿Tú me proteges? -La Tripolina esbozó una sonrisa dura, que le devolvió las arrugas a las comisuras de los labios-. No eres tan fuerte, comisario, ninguno de los dos lo somos. Tú no eres más que un policía y yo no soy más que una puta. Además, yo me protejo sola desde los veinte años. Ya te he hecho mi propuesta. Sabes lo que te espera, lo viste anoche… y te gustó. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo, comisario?
De Luca suspiró y se incorporó de la cama. Sacó las piernas y apoyó los codos en las rodillas, pasándose los dedos por el cabello. No sabía qué decir, así que no dijo nada y empezó a vestirse, en silencio. Había oído que la Tripolina se movía, detrás, como si hubiera bajado de la cama, pero no tuvo el valor de volverse. Se sentía apurado y cansado, irremediablemente cansado. Cuando se ató los zapatos, sentado todavía en el borde de la cama, pensó por un instante dejarse caer hacia atrás, sobre la sábana que todavía debía de estar arrugada y cálida. Pero sacudió la cabeza y se levantó de un salto; sólo entonces se volvió a mirarla: la Tripolina estaba de pie junto a la cama, desnuda, y la piel oscura parecía brillar en medio de las cuchillas de luz polvorienta que entraban por la ventana. Lo miraba con sus ojos duros, a medio camino entre un cínico conformismo y unos trémulos deseos de llorar.
– Adiós, Tripolina -dijo, y salió del cuarto.
Había llegado casi al fondo de la escalinata, cuando ella se asomó a la barandilla y, gritando «oca muerta, inútil, impotente», le arrojó la almohada y le siguió gritando hasta que él salió por la puerta.