CAPÍTULO TRES

– ¿Sí?

– Comisario De Luca e inspector Pugliese, policía. Tenemos una cita con el conde.

– Un momento.

La mujer retiró la cabeza y cerró la puerta. De Luca se ciñó el impermeable al cuello y levantó la cabeza para mirar la fachada silenciosa del palacio que se alzaba ante ellos. Al cabo de un instante la puerta se abrió, dando paso a un hombre anciano.

– ¿Sí?

– Comisario De Luca e inspector Pugliese, policía. Querríamos ver al conde, tenemos una cita.

El hombre abrió la puerta y se apartó para dejarles paso. Entraron en un salón enorme, con una gran escalera, pero de repente el hombre anciano dijo «un momento» y desapareció. De Luca apretó los dientes.

– Ahora empiezo a cabrearme en serio -murmuró, y Pugliese sonrió. Se quedaron esperando inmersos en la penumbra conventual, un minuto, dos minutos, casi tres, luego el ruido seco de pasos lejanos resonó en el silencio total, casi absurdo, del palacio, y un joven sacerdote salió por una puerta del salón. Parecía realmente un convento. El sacerdote se acercó rápidamente, con la sotana ondeando en torno a los tobillos, sobre los zapatos negros de charol. -¿Sí?

– Policía. Comisario De Luca e inspector Pugliese. Queremos ver al conde.

El sacerdote asintió, como reflexionando, con los ojos bajos. Tenía una barbita corta que enmarcaba su rostro delgado, y unas gafas que no lograban que pareciera viejo.

– Claro, claro… -murmuró, y levantó los ojos hacia De Luca-. ¿Puedo saber el motivo de la visita? Soy don Vincenzo Peroni, secretario particular de su excelencia el conde, que está muy, muy ocupado.

– Tal como he explicado por teléfono -dijo De Luca-, se trata de un homicidio. Un colaborador del conde ha sido asesinado y querríamos información sobre él y sobre la relación que tenían. Se llamaba Vittorio Rehinard.

Don Vincenzo asintió de nuevo, con los ojos bajos. Parecía reflexionar sobre cada palabra que oía.

– El señor Rehinard no colaboraba con su excelencia desde hace quince días y desde hace al menos un mes dejó de frecuentar completamente esta casa. Como sin duda sabrán, el señor Rehinard se encargaba de las relaciones entre el despacho de su excelencia y la Santa Sede. Un colaborador válido, pero en los últimos tiempos se quejaba de problemas de salud y pretendía ponerse a reposo.

– Muy interesante -dijo De Luca; esa voz suave y lenta que se posaba en cada palabra y la empujaba hacia abajo, grave, empezaba a afectarle los nervios-, pero me gustaría oírselo decir al conde.

«Me gustaría… oírselo… decir…». Don Vincenzo asintió a cada palabra.

– Su excelencia siente mucho haberle dado una cita que desgraciadamente no puede respetar. Un asunto imprevisto, sabe, un asunto de Estado… -Y se puso un dedo delante de la boca, cabeceando gravemente. De Luca levantó los ojos al cielo y Pugliese tuvo la certeza de leerle una blasfemia en los labios. Don Vincenzo también lo vio, con sus ojos claros e impasibles.

– ¡Me importan un pito los asuntos imprevistos! -gruñó De Luca, con un p-p-pito que parecía salido de un discurso de Mussolini-. ¡Se trata de una investigación oficial de la comisaría sobre un caso de homicidio! ¡Si el señor conde no quiere hablar con nosotros, mandaré que lo convoquen a la Central mañana por la mañana!

Don Vincenzo se sobresaltó más ahora que por la blasfemia, y dejó de cabecear.

– ¡Usted no sabe lo que dice! ¡A la comisaría! No es posible… pero si insiste veré qué puedo hacer. Quizás su excelencia quiera recibirles… y sepa explicarse mejor que yo.

Dijo las últimas palabras con el tono suave de siempre, pero seguía pareciendo una amenaza. Se volvió con un gesto rápido, la sotana se le enrolló a las piernas, y cuando volvió a caer dio un paso, invitándoles a seguirle. Abrió una puerta y se apartó para dejarles pasar a lo que parecía una biblioteca:

– Si quieren esperar… -dijo, luego cerró la puerta y sus pasos resonaron rápidos por el salón.

– ¡La madre que lo parió! -gruñó De Luca-, ¡yo hago que me lo traigan a comisaría de verdad, con guardias y todo!

– No lo piense más, comisario, ya antes con el sacerdote ese… Acabará usté dando un paso en falso.

– ¡Ojalá! ¡Que me quiten el caso de una vez! ¡No sabes cómo me gustaría, Pugliese!

– No lo piense más… Y mire qué barbaridad.

Pugliese miró a su alrededor, señalando con el sombrero las paredes recubiertas de libros. Era una estancia bastante grande, dividida en dos por un sofá enorme, colocado de espaldas. La luz que entraba por una ventana cerrada con una cortina pesada era escasa. Pugliese se acercó a los libros, entornando los ojos para leer los títulos:

– Qué alegres… -dijo-, Educación a la muerte, El martirio de San Sebastián, Mística de la cruz… mire ese cuadro… ¡Jesús!

Pugliese retrocedió de un salto hacia la librería, y dejó caer el sombrero de las manos. Ahora miraba el sofá, y De Luca se adelantó, para rodearlo y quedarse clavado también él, boquiabierto. En el sofá, sentada inmóvil, con los ojos entornados y las piernas cruzadas, había una joven. Tenía los brazos abandonados a los costados, con las palmas de las manos hacia arriba, y el corto vestido se le había quedado por encima de las rodillas. Era rubia, con el cabello corto a lo paje y flequillo, muy mona, menuda, pálida. Le faltaba un zapato. Por un momento, De Luca le miró el pecho para ver si respiraba, luego lo vio moverse, lento. Pensó que dormía, pero ella abrió los labios.

– Me están molestando -murmuró.

– ¿Perdón? -dijo Pugliese.

– Me molestan. Déjenme sola, por favor, váyanse.

De Luca se acercó inclinándose hacia delante para ver aquellos ojos ocultos tras los párpados entornados, un poco saltones, y advirtió los labios rojos, de un rojo intenso. Como el de la copa.

– Estamos esperando al señor conde -dijo-, nos han traído aquí y no sabíamos que hubiera nadie. Es que…

La joven abrió los ojos, miró a De Luca y luego giró la cabeza de lado, sin moverse, hacia Pugliese. Tenía los ojos verdes, de un verde opaco, y una mirada extraña, suave, como si se acabara de despertar o empezara a emborracharse.

– Me gusta estar sentada en penumbra -dijo-, sola, y pensar. Me relaja y casi me duermo. ¿Ustedes no lo hacen nunca?

– Uy, ya lo creo -dijo Pugliese, tras mirar de reojo a De Luca-, muy a menudo. Es un buen pasatiempo.

– Siéntense a mi lado, por favor. -La chica dio una palmada en el pesado terciopelo del sofá-. ¿Dónde está mi zapato?

Pugliese miró a su alrededor y vio la punta de un zapato negro que asomaba por debajo de la cortina. Lo cogió y se sentó, un poco apurado, pero ella se lo arrebató y lo mantuvo en la mano. De Luca se apoyó con los hombros en la campana de la chimenea, delante de ella.

– ¿Es usted Sonia Tedesco, la hija del conde?

– ¿Y usted quién es?

– Comisario De Luca.

– ¿Han venido a arrestarme?

– ¿Ha hecho algo malo? -preguntó Pugliese, y ella se encogió de hombros. Su vestido era negro, muy veraniego y bastante ajustado, le tapaba los brazos pero le dejaba al descubierto cuello y hombros.

– ¿Conoce a Vittorio Rehinard? -preguntó De Luca, y ella levantó la barbilla, para mirarlo por debajo de los párpados entornados.

– Me cae usted mal -le dijo, luego se volvió hacia Pugliese y le tocó la nariz con la punta del dedo, un dedo pequeño con la uña redonda. Pugliese se sonrojó-. Usted en cambio me cae bien. Se lo diré a usted: yo conocía al señor Rehinard.

– ¿Lo conocía desde hace mucho?

– Desde que lo conoció papá.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Quizás cuando vino aquí, el viernes pasado.

– ¿Y esta mañana no ha ido a verle?

– Nunca me levanto antes de mediodía. -Sonia Tedesco estiró una pierna hacia De Luca, tendiéndole el zapato, sin mirarlo-. ¿Quiere ponerme el zapato, por favor? -le preguntó-, tengo frío en el pie.

– Con mucho gusto -dijo De Luca, y suspiró lanzando una ojeada a Pugliese, que sonreía sin contención. Se inclinó y, aguantándola por el tobillo, le puso el zapato, con cierta delicadeza, y entonces ella, rápida, levantó la pierna y lo tocó con la punta, apenas lo rozó, dentro del impermeable, poco más abajo de la cintura, un gesto rapidísimo que Pugliese no notó.

– ¿Cómo es ese Rehinard? -preguntó Pugliese, mientras De Luca, sorprendido y avergonzado, miraba a Sonia, impasible, preguntándose si lo habría hecho aposta.

– Guapo -dijo Sonia-, muy guapo. Pero también muy estúpido. A todo el mundo le gustaba.

– ¿A usted también?

Sonia volvió a encogerse de hombros.

– A todo el mundo le gustaba. Incluso a Valeria.

– ¿Quién es Valeria? -preguntó De Luca, pero en ese momento la puerta de la biblioteca se abrió y entró un hombre alto, de cabello fuerte y despeinado, gris, con un rizo compuesto que le bajaba por la frente fruncida.

– Estoy muy contrariado… -empezó con calma, luego dio un paso adelante y enseguida advirtió a Sonia, sentada en el sofá-. ¿Qué haces tú aquí? -masculló, con voz vibrante-. ¡Esto no es cosa de mujeres! ¡Déjanos solos ahora mismo!

Sonia se levantó, con una sonrisa a flor de labios, apartando de un soplido un mechón rebelde de la frente. Con paso lento y vacilante, que le ajustaba el vestido a las caderas, se alejó; al pasar por delante de De Luca, algo rozó el impermeable de él, a la altura de la entrepierna, leve pero lo bastante fuerte como para hacerle recular instintivamente contra la pared. Para ocultar su apuro, tosió en el hueco de la mano cerrada. En cuanto Sonia salió, el conde lo agredió.

– ¡Es inadmisible! -gritó, descargando el puño sobre el escritorio-. ¡Soy amigo personal del Duce y se me debe un respeto! ¡No permito que dos pelagatos de la comisaría me traten como a un delincuente!

– Señor conde, tal vez hemos… -empezó De Luca, pero no pudo acabar.

– ¿Un oficial de policía no debería afeitarse? ¿Qué ejemplo da a sus subalternos? ¡Fuera de aquí, inmediatamente! -Abrió la puerta de la biblioteca y la aguantó abierta. De Luca se puso a temblar, pero no de miedo. Una rabia fría le estaba causando escalofríos de pies a cabeza.

– Salimos enseguida -dijo-, pero le comunico que mañana por la mañana deberá dirigirse a la comisaría para que lo interroguen. Le mandaré a dos guardias y si hace falta haré que lo esposen. Buenos días. -Y salió, apretando los puños y los dientes, seguido por Pugliese y por la voz rabiosa del conde:

– ¡Haré una llamada a quien sabrá ponerle en su sitio, esbirro! ¡Se va a enterar!


Fuera, el aire empezaba a volverse gris, y olía a lluvia, a humedad y a metálico. De Luca se ciñó el impermeable, hundió las manos en los bolsillos y caminó decidido hacia el coche, con Pugliese corriendo a su zaga. No dijo nada hasta estar sentado, y entonces descargó el puño, como un martillo, sobre el salpicadero.

– ¡Nos ha tomado el pelo todo el mundo -gruñó-, empezando por el cura ese! ¡Pero los voy a encerrar a todos y van a tener que escupir sangre!

Pugliese puso el motor en marcha, con cierta dificultad, pues era un bonito coche de aspecto, pero, desde luego, no era nuevo.

– No lo piense más, comisario -dijo, separándose de la acera-, con todo el jaleo que ha montado, mañana le quitan el caso y le ponen en Pasaportes.

– ¡Ojalá!

Pugliese sacudió la cabeza.

– No me creo que lo diga en serio, empiezo a conocerle. Usté es de los que cuando ha empezao tiene que ir hasta el final, y se cabrea si no le cuadra todo, principalmente si intentan ocultarle algo. ¿Qué me dice de la pequeña Sonia?

De Luca se removió en su asiento, pues su recuerdo lo turbaba, aunque no quisiera, y tuviera otras cosas en que pensar.

– Lo mismo que usted, seguramente. Ojo apagado, reflejos lentos, pálida y ese timbre de voz… ¿Morfina?

– Sin duda. Me hubiera gustado destaparle los brazos.

– Y además está lo del viernes… ¿por qué ha dicho el cura que no ven a Rehinard desde hace un mes si estuvo en su casa el viernes? Y por qué Sonia dice que no se levanta nunca antes de mediodía si esta mañana estaba en casa de Rehinard, porque la rubita que ha visto la portera era ella… Y ¿quién es esa tal Valeria? Tiene usted razón, Pugliese, este caso me interesa. Me huele a chamusquina, pero me interesa.

– Me alegro. ¿Y ahora qué hacemos?

– Volvamos a Via Battisti. Quiero hablar con esa vieja antes de seguir.

El camión de la GNR estaba todavía aparcado en la acera, y un militar graduado fumaba, sentado en el estribo, con las manos apoyadas en la metralleta colgada en bandolera. Albertini y Marcon estaban hablando no muy lejos, y cuando vieron llegar el coche se acercaron rápidamente. Marcon abrió la portezuela de De Luca y la sostuvo por la manilla, Albertini se dirigió a Pugliese.

– Siguen buscando el arma -dijo-, no hay manera de encontrarla. Hemos revuelto el piso de cabo a rabo y han salido varias cosas, una agenda llena de direcciones de peces gordos, fotografías de ese Rehinard a todas las edades… -Se notaba que iba a decir algo importante, una media sonrisa le palpitaba en la comisura de la boca.

– Venga, Albertini -dijo Pugliese-, ¿qué es lo que vas a decirnos?

Albertini sonrió del todo. Se metió una mano en el bolsillo y sacó un paquete de papel de periódico, abierto por un lado.

– Mire esto, inspector. Estaba debajo de la cama, atado a una pata, y lo he encontrado por casualidad, con todo el jaleo que arman los de la GNR… ¡En vez de ayudarnos…! Es morfina.

– ¡Coño! -dijo Pugliese, cogiendo el paquete y sopesándolo con la mano-, hay bastante… Mira, nuestro Rehinard, qué espabilao

– Muy interesante -dijo De Luca, pensativo, apoyándose en el coche-, muy pero que muy interesante. Una cosa más que relaciona a Rehinard con Sonia Tedesco… ¿De dónde la habrá sacado?

– He mirado dentro -dijo Albertini, dirigiéndose siempre a Pugliese-, hay algunas bolsitas sin indicación, pero hay otras con los rótulos del ejército inglés, como los que lanzan en paracaídas.

– Qué raro -dijo Pugliese.

– Qué raro -repitió De Luca-, pero, de todas formas, alguien tiene que habérselo traído, no me imagino a un tío como Rehinard esperando un lanzamiento de los ingleses.

– Yo tampoco me lo imagino -dijo Albertini, mirando en medio de Pugliese y De Luca-. He ido al partido a informarme y, quién lo iba a decir, han sido amabilísimos. Había uno que tenía muchas ganas de hablar y me lo ha contado todo, aunque no me ha enseñado la ficha. -Sacó del bolsillo un bloc y hojeó una página-. Rehinard, Vittorio -dijo-, nacido en Trento el 22 de noviembre de 1920, pertenecía al Partido Fascista Republicano desde el 15 de julio de 1944, y entró gracias a un apoyo directo del conde Alberto Maria Tedesco. Tenía un cargo, era secretario del despacho para las relaciones con la Iglesia y con la diócesis en particular, pero ni allí ni en el partido le vieron nunca el pelo. Le gustaban mucho las mujeres, o mejor dicho, él gustaba a las mujeres, que lo perseguían o, según el funcionario, lo mantenían, pues las veces que se lo encontró fuera iba siempre bien vestido y llevaba cochazos. Frecuentaba el Círculo de los Espiritistas…

– ¿De los Espiritistas? -A De Luca le volvió a la mente la tarjeta de visita hallada en la cartera de Rehinard, Sibilla. Albertini asintió, repasando el bloc:

– Así lo llaman, es un grupo de gente que se reúne en casa de Tedesco, un auténtico maniaco de todo lo místico y lo oculto. Hacen sesiones, cosas de esas… pero es importante porque asisten a menudo personas de fuera del clan de Tedesco, eso me ha dicho el tío ese, como la señora Alfieri.

– ¿Alfieri? -De Luca frunció la frente-, ¿la mujer del profesor? Es otro miembro del Gobierno…

– Pues sí -Albertini estaba tan absorto que esta vez se volvió hacia De Luca-, y pertenece a un bando opuesto al de Tedesco.

– Se dice tendencia, Albertini -repuso Pugliese.

– Como quiera… En fin, por lo demás no hay nada de Rehinard, ninguna disposición disciplinar; ninguna reclamación…

– ¿Y antes? ¿Antes del 15 de julio?

– Antes nada, no estaba en el PNF, no estaba en ningún sitio. Oficialmente la vida de Vittorio Rehinard nace hace cuatro meses.

De Luca suspiró, encogiéndose de hombros. Tomó el paquete de morfina de Pugliese y se lo metió en el bolsillo.

– No creo que todo esto nos ayude mucho -dijo, como para sí-, un traficante con la pinta de ser un palomo personal del conde… y además otro miembro del Gobierno como el profesor, amigo de Farinacci… Veo el Departamento de Pasaportes cada vez más cerca. ¿Del portero no se sabe nada?

Albertini sacudió la cabeza.

– Se está ocupando Ingangaro -dijo-, tiene alguna idea.

De Luca se separó del coche. Se dirigió al edificio, con el peso del paquete de morfina en el bolsillo, deformándole el impermeable, tanto que lo sacó y se lo pasó a Marcon. Mientras entraba lo sacudió una pesada sensación de náusea, repentina, que le hizo llevarse una mano al estómago, recordándole que no había comido. La náusea aumentó cuando vio la portería y se acordó de aquel olor insoportable a col y a cerrado. Por un momento pensó en retroceder, pero luego sacó fuerzas de flaqueza y abrió la puerta.

– Señora -dijo, sin respirar todavía-, querría hacerle alguna pregunta más. -Pero la portería estaba vacía.

– Señora Galimberti -repitió, acercándose a la cortina que ocultaba el resto del apartamento. Se vio obligado a respirar y ahogó un gemido, mientras su estómago se revolvía. Apartó la cortina y de repente la náusea se le pasó de golpe. La señora Galimberti estaba echada en el suelo, bajo la silla, encogida como una hoja seca. Tenía el cráneo hundido.

– Dios -murmuró Pugliese, a sus espaldas. De Luca entró en la estancia y se agachó, tendiendo las manos, pero vaciló, sin saber qué tocar, y se levantó.

– Es inútil -dijo-, ésa está muerta y alguien le ha partido la cabeza. Han dejado ustedes que la mataran ante sus ojos con toda la Escuadra Móvil de la comisaría y un pelotón de la GNR, enhorabuena.

Albertini no respondió, inmóvil en la puerta, rígido y verde.

– Si vas a vomitar, sal -le dijo De Luca, y salió también el, chocando con Marcon, que llegaba en ese momento. Se acercó a la escalera y se sentó en un peldaño, apoyando los codos en las rodillas y el mentón en la mano. Recordó que debía afeitarse.

– Ella también debió de ver a alguien -dijo Pugliese-, ahora encontrar al portero es fundamental.

– Pues sí.

De Luca cerró los párpados y el sueño de toda la semana se le vertió en los ojos, pesado, tanto que por un momento pensó que se dormiría de golpe, a pesar de todo, a pesar de los dos homicidios en un mismo día, los dos a su cargo.

– Habrá que interrogar a esos idiotas de la GNR -dijo-, pero, con la suerte que tenemos, que me corten el pescuezo si alguien ha visto nada. Quiero ya a ese portero. Y a la criada. -Inspiró hondo, para reunir fuerzas, luego, de un impulso doloroso se arrancó de las escaleras y se volvió a poner en pie.

– Usted quédese aquí -dijo a Pugliese-, haga lo que tenga que hacer. Yo me voy.

– Eso, comisario, échese un buen sueñecito.

– No voy a casa -De Luca se dirigió hacia la puerta-. Voy a que me lean la mano.

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