CAPÍTULO OCHO

– ¡Sangrar por la nariz como los niños! Pero ¿está usted seguro de que era policía? -Leonardi tenía un tono ácido que le hacía la voz estridente y ronca al mismo tiempo.

De Luca mantenía el cuello derecho, procurando amortiguar las sacudidas del jeep. Había intentado apoyar la cabeza en el asiento, pero había recibido un golpe seco en cada bache.

– Si quiere tomarla conmigo, adelante… yo no puedo hacer nada.

– Ya, ya veo que no hace nada. Sangrar por la nariz… ¿es que no había oído nunca gritar a alguien así, como un cerdo degollado, cuando estaba con sus amigos?

– ¿Quién es esa Lea?

– ¿Quién? Ah, la Lea… Es la novia del Pietrino, trabaja en la cooperativa… ¿Por qué?

– Porque Pietrino ha dicho que estuvo con ella ese día, y me parece un tío demasiado seguro de sí mismo para tener en cuenta la posibilidad de una coartada. Si logramos verla antes de que la advierta, tal vez pillemos una contradicción. Parece que él es nuestro…

De Luca no pudo acabar la frase. Leonardi apretó el acelerador a medio bache y el jeep dio una sacudida hacia delante, se levantó de lado y casi se sale del camino.

– ¿Cómo se lo pregunto? -Leonardi tenía ya una pierna fuera del coche cuando se detuvo, para toser apurado en su puño cerrado-. Si le digo: «¿Estuvo contigo Pietrino el día que mataron a Guerra?», ella lo coge al vuelo y dice que sí, está claro. ¿Entonces?

De Luca se cogió la barbilla con la mano, reflexionando, y se encogió de hombros.

– Dígale que no sabía que Pietrino y ella lo habían dejado.

– ¿Cómo dejado?

– Eso mismo dirá la Lea. Entonces añada que vio a Pietrino con otra aquel día y observe su reacción. O dice que es imposible porque estaba con ella, o se enfada y entonces Pietrino ha mentido y puede ser nuestro hombre.

– ¡Buena idea! -Leonardi le dio una palmada en el hombro con el dorso de la mano y bajó del jeep. De Luca se quedó sentado, ciñéndose el gabán, sacudido por un escalofrío. La mañana era extraña, el sol iba y venía, y aunque en el cielo no hubiera nubes parecía que fuera a llover de un momento a otro. Pietrino Zauli… De Luca repitió el nombre en voz baja, con los labios, luego sacudió la cabeza. Tal vez, pensó, tal vez…

Algo le tocó el brazo y le dio un sobresalto que hizo que se golpeara la rodilla contra el salpicadero del jeep.

– ¡Ay, perdone usted! Le he asustado…

Vaniero Bedeschi retiró la mano como si se hubiera quemado, luego sonrió, el bigotillo recto como una línea sobre el labio superior.

– ¿Cómo se encuentra hoy, ingeniero? -dijo-. Lo veo todavía un poco pálido. Venga, le invito a una copa de vino… Ah, no, ya vi que le sienta mal. Pues vamos al barbero, que hace un licorcillo de café que resucita a los muertos… Está aquí enfrente, ingeniero, vamos, hombre…

Tendió la mano a De Luca. Éste sacudió la cabeza, tocándose el estómago, pero Bedeschi ya lo había cogido por el codo y estaba tirando de él. Se deslizó por el jeep y se enganchó el gabán en el guardabarros.

– Estoy esperando al brigadier -dijo, señalando con el pulgar el portón de la cooperativa-, ha ido a por unos documentos urgentes…

– No se preocupe, veremos desde la puerta a su brigadier… Venga.

De Luca dejó dócilmente que lo cogiera por el brazo. La idea del licor de café, que le hizo gorgotear el estómago con un rugido doloroso, lo atraía casi con violencia, y tuvo que contenerse para no ser él quien empujara a Bedeschi. Entraron en la barbería, un establecimiento largo y estrecho, con un espejo en la pared y tres sillas de madera delante. Apoyado en una pila, un hombrecillo bajo, con un delantal blanco, estaba trazándose una raya con el peine sobre la oreja, para extender un emparrado de cabello larguísimo sobre la cabeza calva.

– Siéntese, ingeniero… hombre, y ya que está, ¿por qué no se afeita? Marino lo hace de maravilla…

De Luca se pasó instintivamente una mano por la mejilla y dijo «No, gracias» sacudiendo la cabeza. Sí, habría necesitado afeitarse, la barba lo pinchaba en el cuello y llevaba días molestándolo, pero temía que desapareciera el espejismo de aquel licor. No lo cambiaría ni por un baño con sales de lavanda. Bedeschi pareció leerle el pensamiento.

– ¿Nos das un poco de la cosa esa que haces, Marino? El ingeniero necesita animarse un poco…

De Luca sonrió. Se sentó y metió las manos en los bolsillos del gabán. Levantó la vista hacia el espejo, pero la volvió a bajar enseguida, porque parecía realmente un mendigo. Tenía un poco de sangre cuajada en el labio, que se rascó con el dedo, disimuladamente. En cambio, Bedeschi se miraba al espejo sin tapujos, satisfecho, alisándose el cabello blanco hacia atrás.

– El tiempo pasa para todos, ingeniero -dijo-, aunque quizás para nosotros haya pasado más deprisa. Por ejemplo, ¿cuántos años me echa? Ande, diga…

De Luca se encogió de hombros, con una mueca.

– ¿Cincuenta? -dijo, fijándose sobre todo en el cabello blanco.

– Cuarenta y dos. Pero es como si tuviera usted razón, porque estuve un año en Alemania, que cuenta por diez. A usted le doy unos treinta y cinco, treinta y seis… ¿acierto?

– Más o menos… -dijo De Luca.

– Pero los años pasados no cuentan, cuentan los que están por venir. ¿A usted le interesa más el pasado o el futuro, ingeniero?

De Luca levantó los ojos y vio que Bedeschi lo observaba, reflejado en el espejo, con una mirada atenta y aquella sonrisa recta, bajo la línea blanca del bigote.

– Depende -dijo.

– ¿Depende de qué?

– Depende del futuro.

Marino volvió de la rebotica, pasando a través de una cortina de cañas amarillentas que sonaron a hueco al golpear unas contra otras. Tenía tres vasos en la mano y una botella negra bajo el sobaco, con tapón de corcho. De Luca se pasó la lengua por los labios.

– Le voy a contar una cosa, ingeniero -dijo Bedeschi, quitándole la botella a Marino y sirviendo dos dedos de licor en un vaso-. En el 44 caí en una gran redada y me mandaron a un campo de concentración. Nunca en mi vida había pasado tanta hambre, no había nada que comer, nada… pesaba cuarenta y cinco kilos cuando nos liberaron los indios y nos dieron arroz cocido en un orinal. ¿Quiere reírse un poco, ingeniero? De vez en cuando, pido a mi mujer que me lo cueza así, en un orinal, para sentir el placer de entonces… ¿Sabe lo que quiero decir? Que hay que olvidar las cosas malas del pasado y quedarse con las buenas.

A De Luca se le escapó una sonrisa.

– Ojalá se pudiera. -Alargó el brazo y cogió el vasito que le tendía Bedeschi.

– Claro que se puede, ingeniero… No hay más que mirar al futuro. Mira a nuestro Marino, sin ir más lejos… Él, que en la barbería no era más que un aprendiz, el barbero era otro, un hombre ambiguo, que siempre andaba por ahí con los de las Brigadas Negras. Un día llegaron dos desconocidos y le pegaron un tiro al barbero, justo cuando Marino estaba cerrando.

Marino asintió con vehemencia y un mechón de cabello ralo le resbaló por la frente.

– Uno me apoyó la pistola en el hombro para dispararle… dos disparos, ¡bum, bum!

– Exacto. Nuestro Marino se quedó sordo de un oído durante tres días y le temblaron las piernas una semana, pero luego todo pasó. Ahora ha encargado sillones nuevos para la barbería y hace un licor que es una bendición del cielo. ¿Qué le parece, ingeniero? ¿No es mejor esto que las cosas horribles del pasado que más vale olvidar?

– ¿Por qué me cuenta todo eso? -dijo De Luca, ronco. Mientras Bedeschi hablaba, había bebido un sorbo de licor y el sabor amargo del café le puso la lengua pastosa. Pero el alcohol lo hizo sentir más ligero y más despierto. Le daba la impresión de tener los ojos muy abiertos, tanto que se miró al espejo.

– Porque el futuro quiere decir reconstrucción y éstos son temas apropiados para un ingeniero como usted. Hay un gran proyecto para Sant’Alberto, ¿sabe? Algunas empresas han nacido de la nada y prometen un buen desarrollo. Como Baroncini, por ejemplo.

– ¿Baroncini? -De Luca llevó los ojos hacia Bedeschi, que miraba fijamente su vaso, muy interesado.

– Ah, Baroncini. Les ha comprado dos camiones a los ingleses y ha puesto una empresa de transportes que dará trabajo a medio pueblo.

– Debía de ser muy rico, ese Baroncini… Dos camiones son caros.

– No, no era rico… Pero es un tipo ingenioso y encontró el dinero. Eso, ingeniero, el Baroncini pobre pertenece al pasado, el Baroncini con una empresa que dará riqueza a mucha gente es el futuro.

– Y el Baroncini que encuentra el primer dinero para invertir pertenece al pasado.

Bedeschi sonrió, levantando la vista del vaso.

– ¡Muy bien, ingeniero! Cómo se nota que tiene usted estudios. Mire… el brigadier está saliendo de la cooperativa…

De Luca hizo ademán de levantarse, pero Marino lo entretuvo sacando un peine del bosillito del delantal, con un movimiento de muñeca.

– Quieto ahí, ingeniero… ¡déjese crecer la barba si quiere, aunque no le quede bien, pero que no se diga que alguien sale de mi barbería tan despeinado!


Leonardi estaba de pie en el estribo del jeep, sujeto a un asiento, y miraba a su alrededor preocupado. De Luca le hizo un gesto con el brazo y avanzó a toda prisa, casi corriendo. Se sentía eufórico.

– He ido a la barbería -dijo, jadeando ligeramente-. Ha querido rociarme con esta cosa que huele a… ¿qué ocurre?

Leonardi tenía una expresión sombría, afligida. A su lado había una mujer, no muy alta, de aspecto macizo y pómulos anchos sobre un rostro plano.

– Dile lo que me has dicho a mí, Lea -dijo Leonardi, tocándole un hombro.

– No es verdad que lo hiciéramos tres veces el Pietrino y yo. Después del primero se quedó como un tronco.

– ¡Vamos, Lea, coño! -Leonardi volvió a tocarla, empujándola-. Cuéntale lo que me has contado, en serio. Éste es el ingeniero.

La mujer se encogió de hombros y asintió, como si no hubiera que añadir más. Se metió el dedo por el vestido estampado de flores y se ajustó el tirante de la combinación.

– Pietrino estaba conmigo el día que dicen ustedes, así que es imposible que nadie lo haya visto con otra. Y más le vale que así sea, porque si no le hundo el ojo bueno. Además, ¿quién iba a querer a uno tan feo como Pietrino? Nadie más que yo…

– ¿Cuánto tiempo estuvo con usted? -De Luca apoyó el codo en el guardabarros del jeep, asomándose y mirando a la mujer, que dio un paso atrás.

– Pero ¿quién es el brigadier, él o tú? -dijo.

– ¿Cuánto tiempo estuvo con usted Pietrino Zauli?

– Bastante… Vino a buscarme y fuimos hasta el río, a un lugar que conoce él, una cabaña de caza. Tardamos una media hora en llegar.

– Con la moto bastan diez minutos -dijo Leonardi-, pero…

– Pero no fuimos en moto, ya te lo he dicho… Me llevó en bicicleta, en la barra, y eso que no lo parece, pero yo peso…

De Luca levantó una mano, interrumpiéndola.

– ¿Cuánto tiempo estuvieron en el río?

– Toda la tarde. Luego Pietrino se durmió y después fuimos al pueblo, a cenar, y de vuelta él estaba borracho y nos caímos en un foso. Todo por culpa de mi hermano.

– ¿De su hermano?

– Sí, el Gianni -la mujer se arregló el otro tirante y se ajustó el vestido-, no quiere que vea al Pietrino por culpa de ese rollo del mercado negro. El Pietrino no le tiene miedo a nadie, pero es que yo…

– ¿Pietrino Zauli va al mercado negro? -preguntó De Luca, asombrado. Leonardi sacudió la cabeza y levantó la voz para hacer callar a la mujer, que iba a contestar.

– No, ingeniero, él no es de ésos. Sólo que una noche tomó prestada la furgoneta de Gianni, que es una 1100 de carbonilla, y no se la devolvió hasta el día siguiente.

– Vale, pero ¿qué tiene que ver el mercado negro?

Esta vez la mujer fue más rápida:

– No fue Pietrino quien tomó prestada la furgoneta… Fue el Carnera, la noche antes; el Pietrino sólo la devolvió, toda manchada de sangre. Pero el Gianni no se enfadó por eso, a veces también él lleva animales muertos… Es que el Pietrino fue un palurdo, como siempre, y entonces el Gianni…

De Luca se levantó del guardabarros y asintió, distraído. Montó en el jeep en el lugar del conductor y luego levanto las piernas para saltar la palanca de cambios y pasó al otro lado. Leonardi se despidió de la mujer y subió también.

– Esto lo cambia todo -dijo, sombrío.

De Luca se sobrecogió.

– ¿Cómo?

– Pietrino tiene una coartada, que podemos demostrar. No fue él quien mató a Guerra.

– Eso es evidente. Pero yo no pensaba en eso, pensaba en otra cosa. La furgoneta… no sirvió para transportar un animal, ¿verdad? Apuesto a que fue el 7 de mayo la noche que se usó…

Leonardi suspiró, profundamente:

– La noche del conde, sí… pero ¿qué importa eso? Es un asunto aclarado, ¿no?

– Ya, pero aquí hay algo raro… ¿por qué Carnera no cargó al conde en el coche, como hubiera sido más sencillo? Es cierto que un Topolino es menos espacioso, pero ¿tenía que venir hasta aquí a buscar la furgoneta? Además está la motocicleta de Pietrino… me molesta esa moto roja que pasea sola por la Romagna… ¿por qué no la llevó esa noche, en vez de ir en bicicleta? ¿A quién se la prestó? ¿Se la presta a alguien habitualmente?

Leonardi aferró el volante, nervioso.

– Habría que preguntárselo a él. Pero es que usted se pone a sangrar por la nariz.

– Olvídelo. Tomemos en cuenta este otro elemento: Baroncini. De repente, ese señor se enriquece y se compra dos camiones.

Leonardi se volvió, sorprendido.

– ¿Y usted cómo lo sabe?

– Soy ingeniero, ¿recuerda? Y usted, ¿cómo es que lo sabía y no se le ha ocurrido…? ¿Cuándo compró esos camiones? ¿Y cómo los pagó? ¿En metálico o con algo? Un anillo, tal vez… Póngase en contacto con los ingleses y trate de descubrirlo.

Leonardi sonrió, sacudiendo la cabeza:

– A la orden, ingeniero. ¿Y usted? ¿Le acompaño a algún sitio?

De Luca asintió, decidido:

– Sí, lléveme a casa, por favor… es decir, a la fonda. Se me ha abierto el apetito, por fin.

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