18 de abril de 1948 domingo

«Todo el mundo acude a las urnas. 29 millones de italianos convocados a cumplir con su deber». «El mundo espera con impaciencia el resultado de las elecciones». «Las ayudas americanas: plan Marshall, en el primer año 703,6 millones de dólares para Italia».


«¡Por Italia, vota Garibaldi!». «El Fronte se compromete solemnemente a respetar los resultados electorales».


«Severas medidas policiales para garantizar el orden».


– Cuidado, cuidado… ¡abran paso, por favor!

La cama ondeaba como si flotase, suspendida por encima de las cabezas de la gente agolpada delante del colegio electoral. Encima, envuelta en una manta, con la cabeza vendada por una bufanda y las manos aferradas al borde del somier, había una vieja muy flaca, que miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos. De Luca hizo un gesto y tres agentes de uniforme se pusieron el mosquete en bandolera, abriéndose paso entre la gente a codazos hasta la cama, que empezaba a inclinarse peligrosamente hacia un lado.

Debía ser una fila ordenada de a dos, desde las escaleritas de la puerta del colegio hasta la esquina de la calle, y lo fue hasta que llegó el camión del hospital. Entonces, entre catres y camillas, enfermeros que ayudaban a bajar de la caja del camión a hombres en pijama, vendados y enyesados, y agentes destacados para ayudarles, y las monjas del hospital que tenían que votar las primeras, aunque un grupo de hombres formó un tapón justo en la puerta y arrancaron el velo a una de las monjas, y cuatro carabineros se pusieron a empujar para atrás, en las escaleras, y una mujer con un niño en un cochecito cubierto por una sombrilla se puso a gritar y De Luca levantó la mano y los policías que tenía detrás cogieron los mosquetes, listos para penetrar la muchedumbre; entonces, la fila se había disgregado, pero justo en ese momento cayeron cuatro gotas del cielo, nada más que cuatro, y todo se detuvo. Las monjas pasaron y la fila se recompuso en un grupo, desordenado pero tranquilo, apiñado delante de la puerta del colegio entre los hombres de De Luca y un montón de bicicletas apoyadas por el suelo, en los árboles y contra la pared.

De Luca levantó la cabeza, estrechando los ojos hacia el cielo negro, y una gota, una sola, le cayó en la boca, haciéndole cosquillas en los labios.

– Voy para dentro -dijo a un brigadier, y aprovechó un hueco inesperado entre la multitud, una mujer que había abierto el paraguas justo en la esquina de la puerta de entrada, y se metió en el colegio, deslizándose tras el militar que controlaba los certificados electorales. El colegio electoral era una escuela, y De Luca se apoyó en el pasillo, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando al interior de un aula. Un hombre, sentado a una mesa de campamento, revisaba los certificados con un lápiz en una mano y un bocadillo de embutido en la otra. Cabeceaba a cada persona que entraba, señalaba el nombre en una lista y daba un bocado al bocadillo. «Silvana Albertini», alta, lozana, con guantes de hilo y bolso de celuloide, un sombrero blanco de ala circular con un velo de lunares claros. Señal en la lista y mordisco al bocadillo. «Uber Babini», bajo y colorado, con el cuello ceñido por corbata de rayas y cabello ondulado, tieso por la brillantina; señal en la lista y mordisco al bocadillo. «Mateo Minzoni», gabán abotonado sobre la chaqueta cruzada, a rayas, con el triángulo blanco del pañuelo en el bolsillo; señal y mordisco. «Maria Grazia Carloni», encorvada y torcida bajo el chal negro y un pañuelo abierto sobre el cabello blanco, como en la iglesia; señal y mordisco. «Vito Baroncini», distintivo del ANPI, asociación partisana, en la solapa de la chaqueta abierta, L’Unità en el bolsillo; señal y mordisco. Señal y mordisco. Señal y mordisco.

De Luca levantó la vista, con la boca fruncida en una mueca por la acostumbrada náusea, y miró por la ventana que había a espaldas del hombre del bocadillo. Un claro azul se abría en el cielo, con una nube cándida como una bocanada de nata, y De Luca habría querido meter la cabeza en ella, cerrar los ojos y quedarse al menos un millón de años. Pero se separó de la pared y se levantó sobre las puntas, para ver mejor. Fuera, en la calle, se acababa de detener un jeep de la productora Settimana Incom, y fotógrafos y operadores saltaban rápidos a la acera.

– Es Dozza…, es el alcalde -susurró alguien. En un instante, el pasillo se llenó de gente y De Luca quedó fuera, arrinconado detrás de un muro de espaldas. Trató de hacerse sitio, de introducirse sumergiendo las manos abiertas entre los hombros y susurrando: «Policía, por favor, policía», pero un fotógrafo del periódico se paró a su lado y lo deslumbró con un flash. De Luca cerró los ojos, los párpados se le iluminaron intermitentemente por los flashes de las demás máquinas fotográficas. Entonces fue cuando la oyó, sería una mujer, quizás una anciana, perdida en medio de la multitud:

– ¡Virgen Santa, qué relámpagos! ¡Parece una tormenta!

De Luca abrió bien los ojos, velados de lágrimas, y miró a su alrededor. Pero ya se había olvidado de aquella voz y al instante se olvidó también del alcalde Dozza, de las elecciones, del encargo del servicio de orden público.

La tormenta. Los relámpagos. Los flashes de un fotógrafo.

– Pero qué estúpido -dijo en voz alta, y, abriéndose paso a empujones, salió del colegio.


«Las ayudas americanas a Italia. Productos alimentarios y carburantes por once millones de dólares». «Viva expectación por el resultado de las elecciones».


Se preguntó cómo estaría aquella vez, si en pantuflas y combinación o vestida como el figurín de Grazia, pero cuando la puerta de Via dell’Orso se abrió, De Luca dio un paso atrás, sorprendido, pues en el umbral no estaba la Tripolina, sino otra chica. Rubia, el seno fuerte ceñido por un sujetador tipo balcón y velado apenas por una bata transparente, masticaba, con una miga de pan prendida todavía de la barbilla.

– No sé si tenemos abierto todavía -dijo, luego volvió la cabeza sobre el hombro velado y gritó-: ¡señora!, ¿tenemos abierto o no?

– ¡Nosotras siempre lo tenemos abierto! -respondió una voz desde el fondo del patio. La chica rió, una carcajada corta y aguda, que se confundió con la que salió de una puerta entornada, al otro lado del sofá redondo. La Tripolina abrió la puerta y entró en el salón con una servilleta en la mano. Vestía un traje de cuello alto estampado con florecillas que le llegaba por debajo de la rodilla y se le ceñía a las caderas redondas. Llevaba el cabello recogido en un moño bajo, como siempre, y pantuflas, y sonreía por la broma, pero en cuanto vio a De Luca dejó de hacerlo.

– Ah -dijo-, eres tú. Vete, Dolores, ya me ocupo yo…, es para mí.

Dio una leve palmada en el trasero de la chica y le puso la servilleta en la mano, luego se apoyó en la puerta, una mano en la cadera y la otra en la jamba, con un pie desnudo levantado hasta la rodilla, y miró a De Luca.

– ¿Qué quieres? -dijo.

– La verdad -dijo De Luca.

– ¿La verdad sobre qué? ¿Quieres saber cómo follas?

– Quiero saber qué ocurrió en Via delle Oche el domingo pasado.

La Tripolina deglutió, rápida, con apenas el síntoma de un suspiro, pero permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los de De Luca.

– No ocurrió nada en Via delle Oche, el domingo.

– Ocurrió algo, algo tan gordo que ha obligado a Abatino a matar a tres personas. Algo que se podía fotografiar desde la parte trasera con un flash, de modo que desde los cuartos que daban al patio pareció que había tormenta.

– No ocurrió nada en Via delle Oche.

– Estás arrestada.

La Tripolina se separó de la jamba y dio un paso atrás, como si vacilase. De Luca abrió la puerta y entró en el salón, dejando atrás la pantufla abandonada.

– Te arresto por reticencia, complicidad de homicidio e incumplimiento de las normas sobre el meretricio… una u otra o todo junto, es igual. Si no me cuentas qué ocurrió en Via delle Oche te pongo las esposas y te encierro, tal como estás.

La Tripolina dio un paso atrás y apretó los labios, tan fuerte que se le pusieron blancos. Le temblaba el mentón y cuando abrió la boca tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Ya le dije yo que era demasiado viejo para ciertas cosas -dijo, casi con una sonrisa-, y me parecía que además no se encontraba muy bien, tan pálido… yo tengo ojo para eso, llevo mucho tiempo en el oficio. Pero él nada, había oído hablar de la Lisetta, le gustaban los prostíbulos de quinta categoría y le gustaban las niñas y quería a la Ferraresa…

– ¿Pero quién? -preguntó De Luca. Sin embargo, respiraba con dificultad, porque ya lo había comprendido.

– Así que cuando la Lisetta bajó gritando yo ya sabía que le había dado algo. Y sí, estaba en el cuarto, muerto, en la cama de la Lisetta…

– Pero quién, Tripolina, me lo tienes que decir tú…, quién.

– Su señoría Orlandelli…, Casa e Iglesia.

De Luca levantó los ojos al techo y resopló, luego articuló una imprecación con los labios y sonrió. La Tripolina, en cambio, lloraba, en silencio pero con lágrimas, lágrimas redondas que le rodaban por las mejillas oscuras, dejándole las pestañas mojadas y brillantes bajo los reflejos de las lámparas de araña.

– Ahora me harás cerrar -murmuró-. Precisamente ahora, que lo había conseguido.

– No -dijo De Luca-, es decir… no lo sé. No depende de mí… yo soy un policía. Sólo un policía.

La Tripolina se encogió de hombros y De Luca habría querido alargar una mano y acariciarle la mejilla húmeda, pero no lo hizo. No hizo sino quedarse mirando a aquella mujer que lloraba en silencio, con una pantufla sola y el vestido de florecillas cerrado hasta el cuello, de madama de segunda categoría, hasta que ella se giró y salió del salón, dejando también la otra pantufla en el suelo; y entonces salió él a su vez, a Via dell’Orso, cerrando la puerta tras de sí.


Aquel domingo, en el 16 de Via delle Oche hubo un «apagón», un apagón especial. Para que fuera todo más seguro y discreto alejaron también a Ermes, el serafín simpatizante de los comunistas, pero él se enteró igualmente de que iba a llegar el caballero Orlandelli, el honorable Casa e Iglesia, y casi seguro que lo supo precisamente por la Lisetta, la chiquilla menuda que su señoría iba a buscar en ese quinta categoría de cincuenta liras el sencillo. Y la Lisetta no se lo había dicho porque también fuera comunista, sino porque era una ocasión ideal para largarse Ermes y ella, «enlazados», como en la fotografía arrancada del aparador, la única, entre las otras, que había conservado. Bastaba que un buen fotógrafo fotografiase a su señoría Casa e Iglesia, en Via delle Oche, a la salida del 16, tras un sencillo o tal vez uno doble de cien liras más un regalo, y al fotógrafo ya lo tenía, Piras Osvaldo, antes Gavino, fotógrafo de burdel y comunista, pero más apegado al dinero que al partido. Sólo que su señoría Casa e Iglesia había muerto, y tuvieron que regatear con Abatino y su banda de escuadristas. Éste, tal vez porque estuviera más acostumbrado a actuar que a discutir, porque no tenía dinero o porque las fotografías de su señoría envuelto en la mantita y muerto de golpe en Via delle Oche de Bolonia y no en su estudio detrás de la plaza de Jesús, en Roma, se hubieran convertido en una mercancía de intercambio demasiado valiosa que debía conseguir por todos los medios para mantenerse a flote, empezó a matarlos a todos, uno por uno y casi antes de que se dieran cuenta, hasta dar con las fotografías.

En cuanto a la última parte, De Luca había subrayado que se trataba de una hipótesis suya, aunque muy cercana a una razonable certeza. Otra hipótesis casi segura era que la Tripolina no estaba al corriente del chantaje ni de los homicidios y que sólo se había aprovechado de la situación, por tanto «se perfilan para ella únicamente el delito de complicidad por ocultación de cadáver y el de ausencia de denuncia del fallecimiento de acuerdo con las normas del Texto Único de SP, Título Séptimo, “Del meretricio”». Y para el señor D’Ambrogio el de encubrimiento.

Al llegar a la última línea del informe, D’Ambrogio levantó la cabeza con los labios apretados y una fina arruga irregular en medio de la frente.

– ¿Es decir? -preguntó, con su falsete de niño.

– Es decir, que Piras llevaba desde el 29 haciendo de informador para la OVRA y desde el 47 lo hacía para el jefe de la Política, por lo tanto para usted. Mientras Ricciotti regateaba con Abatino y luego se desesperaba por la traición del fotógrafo, Piras vino a contarle a usted lo que le había pasado a su señoría justo antes de las elecciones, y usted lo estaba arreglando todo, cerrando la boca a la Tripolina y desperdigando a sus putas. Sólo que el fanático de Abatino llegó antes, antes de que Piras recuperase las fotografías. No puedo sino darle la razón a Abatino: sin las fotografías, estaba en la calle. ¿O no?

De Luca se separó del escritorio de D’Ambrogio. Desde que entró en su despacho y le puso delante el folio, escrito a máquina en triple copia, se había quedado encorvado sobre los brazos, apuntalados en el borde de la mesa, expectante como un buitre, y tan tenso, con los dedos atenazando la madera, que ahora le dolía la espalda. También D’Ambrogio levantó el busto del escritorio, apoyándose en el respaldo de la butaca. Era tan alto que con la cabeza cubría las esquinas de los retratos de De Gasperi y Pío XII, uno al lado del otro en la pared. En cambio, al crucifijo de yeso, colgado en vertical, no llegaba.

– Depende -dijo-. Desde que llegó usted a esta sede comete un error tras otro, pero aún estamos a tiempo para arreglarlo. ¿Qué pretende hacer, abogado De Luca?

– No soy abogado.

– ¿Qué pretende hacer, vicecomisario adjunto De Luca?

– Proseguir con la investigación. Ir directamente a ver al magistrado y que me confíe el caso. Convocar a la antigua quincena de Via delle Oche. Pedir una autopsia del señor Orlandelli. Y una orden de registro para Via del Porto, número 18, la sede del Comité de Abatino, porque me juego el cuello a que las fotografías están allí.

– El cuello se lo está jugando, desde luego, vicecomisario adjunto De Luca. Profesionalmente hablando, claro… Yo no soy Abatino.

De Luca frunció el entrecejo, apretando las mandíbulas. Cruzó los brazos sobre el gabán.

– ¿Está intentando intimidarme, señor D’Ambrogio?

– Por Dios, vicecomisario adjunto… Yo no intimido a nadie. Estoy conversando con un válido subordinado sobre la posibilidad de proseguir por un camino en un caso muy, muy complicado. Pues lo que usted define tan presuntuosamente como certezas no son más que hipótesis…, o peor: deducciones. ¿En qué basa las deducciones contenidas en su informe, vicecomisario adjunto De Luca?

– En las confidencias de una prostituta que no dejaré de verbalizar en el momento oportuno.

D’Ambrogio empujó la silla hacia atrás, hasta De Gasperi, y se levantó sin prisas. Se aproximó a la ventana y miró al exterior. Daba a la plaza, y también desde aquel segundo piso se veía, al fondo de los soportales, un carrito rebosante de las escamas de papel prensado de los carteles despegados de los muros.

– ¿Sabe qué es lo que necesita este país? -dijo, como si hablase para sí, casi como si canturrease-. Estabilidad. Este país necesita construir y no destruir. Lo han entendido hasta los otros. Necesita respetabilidad, consideración internacional, inversiones, los dólares del general Marshall, el Pacto Atlántico…, orden.

– Ley.

– Es lo mismo.

– Para mí no. Yo soy policía.

D’Ambrogio se volvió y miró a De Luca por encima del hombro.

– Y yo -dijo-, y como policía, estoy al servicio del Gobierno. De intereses superiores, vicecomisario adjunto, de intereses superiores.

De Luca no dijo nada. D’Ambrogio se sentó y empujó las copias del informe hacia el borde del escritorio.

– Concluyamos esta entrevista -dijo, más agudo todavía-. Puede usted remitir las deducciones, de las cuales me ha informado tan correctamente, al magistrado. Pero yo le puedo asegurar, y usted en el fondo lo sabe, que quedarán como papel mojado. O bien puede remitir su informe siguiendo las vías jerárquicas a su superior directo.

– ¿Y quién es?

– Yo.

De Luca sonrió y a D’Ambrogio se le sonrojaron las mejillas. Puso dos dedos sobre los informes, empujándolos de lado, e hizo espacio para una fila de documentos que tenía en la esquina de la mesa. Tamborileó con los dedos en los lomos de las carpetillas hasta que llegó a la mitad y extrajo una de color naranja. A De Luca se le cortó la respiración.

– Estaba ordenando los dosieres del personal -dijo D’Ambrogio, agachándose sobre una carpetilla y entornando los ojos como para ver mejor-, cuando me he topado con el suyo, vicecomisario. «Alta Comisaría Adjunta para la depuración -leyó-, ficha personal del abogado De Luca, etcétera etcétera», ¿ve?, aquí lo hacen abogado. Pero no es eso lo que importa, son las preguntas… «¿estuvo afiliado al Partido Nacional Fascista? Sí», naturalmente, todos lo estuvimos… «escuadrista, no, Marcha de Roma, no, tuvo uno de los siguientes cargos, no, perteneció a la Milicia Voluntaria de Seguridad Nacional, no, formó parte de la OVRA, no…», todo noes, muy bien, De Luca. Claro, usted era sólo un policía.

De Luca no dijo nada. Respiraba con dificultad y el corazón le latía con fuerza.

– Los problemas empiezan en la pregunta número treinta y dos… ¿Se afilió al Partido Republicano Fascista? Aquí, aquí usted no contestó, ni contestó a nada que se refiriera a la época de la República de Saló. Ahora… -D’Ambrogio levantó los ojos hacia De Luca-, seguramente se trata de un olvido y nosotros no tendríamos motivos para dudar de las respuestas que quiera darnos, todo noes, me imagino y espero… De no ser por esto.

Le puso delante otra hoja y De Luca bajó la vista, mientras D’Ambrogio le daba la vuelta con una rápida pirueta de dos dedos, para que la pudiera leer. Era un papel cuadrado, sacado del dorso de un papel oficial, y tenía un timbre azul como encabezamiento, «Comité de Liberación Nacional». Estaba escrito a máquina y De Luca leyó las primeras líneas, antes de levantar la vista hacia D’Ambrogio.

– No es verdad -murmuró, con un hilo de voz.

– No dudo de que usted no fuera directamente responsable de los actos atribuidos a su departamento -dijo D’Ambrogio-; con todo, la suya es una posición difícil. Si no me equivoco, su comandante fue procesado y condenado a muerte al acabar la guerra… Ah, claro, esos tiempos se acabaron, gracias a Dios, y esos excesos de rigor… Creo que a usted ahora le caería una condena bastante leve. Seguramente -también D’Ambrogio levantó los ojos y los clavó en los de De Luca-, seguramente lo expulsarían inmediatamente de la policía.

– No -murmuró De Luca, o quizás solamente imaginó que lo murmuraba. D’Ambrogio apretó los labios, sacudiendo la cabeza, luego cerró la carpeta naranja y la guardó detrás de las demás. La hojita cuadrada, escrita a máquina en el papel oficial, quedó fuera, en el borde del escritorio. De Luca la miró, respirando con dificultad, los puños apretados a los costados, los nudillos blancos por el esfuerzo y las uñas plantadas en las palmas. Luego cogió el papel, rápido, casi sin tocarlo, y salió del despacho.

Fuera, en el pasillo, se metió el cuadrado de papel espeso en el bolsillo del gabán, con esfuerzo, pues le temblaban las manos. Apretó los dientes y se puso a caminar deprisa, cada vez más deprisa, tanto que un agente que salía de un despacho lo tocó en un hombro y le preguntó:

– Señor, ¿se encuentra mal?

– No -dijo De Luca, con la voz que se le iba-, no, gracias.

Luego se metió en el baño de los superiores, se encerró dentro y abrió todos los grifos, porque sollozaba fuertemente y no quería que desde fuera lo oyeran llorar.


Jueves, 22 de abril de 1948


«Mayoría absoluta para la Democracia Cristiana, que conquista 307 escaños de la Cámara de los Diputados. El júbilo del mundo católico por la grave derrota del comunismo».


«La Confederazione del Lavoro colaborará con el nuevo Gobierno».


«Se vuelve a hablar de un encuentro Truman-Stalin».


«El ganador de la quiniela se dará a conocer esta semana».


Lunes, 26 de abril de 1948


«Bartali gana en Zúrich con un impetuoso sprint».


Viernes, 14 de mayo de 1948


«De Gasperi presentará mañana la lista de ministros al presidente Einaudi».


«Activado el plan Marshall: ayudas europeas durante los primeros doce meses».


«Un mensaje de Einaudi al Papa: el santo padre bendice Italia».


«Hoy en el Imperials, Bob Hope y Dorothy Lamour: Morena y peligrosa».


Domingo, 16 de mayo de 1948


«La Tierra Prometida está en llamas. Peligro internacional por la guerra en Palestina. Perplejidad en Londres, Moscú pesca en lo turbio».


Jueves, 20 de mayo de 1948


«Los planes del Kremlin: un gigantesco imperio stalinista desde la isla de Elba hasta el estrecho de Bering. Las primeras reacciones de Moscú a la negativa de la Casa Blanca».


Sábado, 22 de mayo de 1948


«Perpetua tensión ruso-americana. Una Europa armada hasta los dientes para evitar la tercera guerra mundial».


Sábado, 29 de mayo de 1948


«El trigo a 6.000 liras. Se mantiene el racionamiento de pan y pasta. En cambio, es probable la libre venta de azúcar».


«Hoy en el Arena del Sole: Il corriere del re, con Rossano Brazzi y Valentina Cortese».


«Gino Bartali: mientras me mantenga detrás de Coppi nadie me dirá que estoy exprimido».


Jueves, 24 de junio de 1948


«Peligroso desarrollo de la guerra fría. ¿Tito contra Stalin? Bases rusas en los Balcanes».


«Graves disturbios en Nápoles: 26 agentes y 5 civiles heridos. Un discurso de Scelba en la Cámara: sin el desarme de las naciones, no puede haber democracia».

«Hoy en el Arena del Sole: John Loder, June Duprez, El estrangulador de Brighton».


Miércoles, 30 de junio de 1948


«La vuelta a Francia sale hoy de París».


Jueves, 1 de julio de 1948


«Bartali vence en la primera etapa del Tour».


Jueves, 8 de julio de 1948


«Bartali victorioso en Lourdes adelantando en el sprint a Robic y Bobet».


Viernes, 9 de julio de 1948


«Bartali en Tolouse gana con sprint».


Sábado, 10 de julio de 1948


«Bartali, el ex escalador que se ha convertido en sprinter».

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