15 de julio de 1948 jueves

«A las nueve de esta mañana se ha emitido el comunicado número 7 sobre las condiciones de salud del compañero Togliatti: temperatura máxima de 38°, pulso 120, respiración 32, presión 125/70. Las condiciones generales son, en relación a su estado, bastante buenas».


Estaba soñando con la Tripolina, y estaba soñando con ella tal como la vio por última vez, por casualidad, en comisaría. Pasaba por delante del departamento de la Buoncostume y normalmente se volvía hacia el otro lado, incómodo, pero esa mañana echó un vistazo al interior. La vio de espaldas, con el cabello recogido en un moño bajo un sombrerito redondo, el cuello del traje asomaba por encima del respaldo de la silla, con los tobillos cruzados bajo el asiento, un zapato de tacón con el talón velado de negro un poco sacado. No se detuvo, fingió no verla y tal vez ella también, pues mientras tenía la mirada fija al frente había oído el crujir de la silla, como si ella se hubiera girado. Más tarde, en el Maldini, el brigadier Di Naccio le contó que había vendido la licencia de Via dell’Orso porque iba a abrir un prostíbulo en Argentina, y él asintió.

Sin embargo, en cuanto se despertó, la olvidó. Le habían arrancado del sueño los cristales de su cuarto al vibrar con violencia, como si estuvieran a punto de hacerse añicos, dejándole en los oídos el recuerdo de un estallido. Hubo otro, lejano, más allá del cruce con Via Marconi, al fondo de Via del Porto, pero tan seco y claro que le hizo protegerse la cabeza entre los hombros con un instinto que todavía no había olvidado. Eran estallidos de bombas de mano.


– ¡Policía! ¡Comisario De Luca! ¡Policía!

El agente ya había levantado la metralleta al verlo llegar corriendo, con la chaqueta que se agitaba detrás, metida sólo por un brazo y colgando hacia abajo por el peso de la pistola que llevaba en el bolsillo. Al fondo de Via del Pozzo, entre el humo de los gases lacrimógenos, vislumbró un jeep volcado y agentes escondidos detrás de un camión, disparando.

– Los comunistas -dijo el agente- querían cerrar una tienda de jerseys que todavía trabajaba y cuando hemos llegado nos han arrojado de todo desde las ventanas de la escuela que está enfrente.

– ¿Y las bombas? ¿Quién las ha tirado?

El agente se encogió de hombros:

– Nosotros, ellos…, no lo sé. Alguien. Hay tres heridos…

De Luca asintió. Miró a su alrededor rápidamente y en cuanto vio lo que buscaba tocó el brazo del agente y se alejó corriendo.

– Comisario de Luca -se presentó a un brigadier agachado tras la portezuela abierta de un Fiat Millecento-. Enciende la radio, hay que pedir refuerzos. Y que busquen al inspector Pugliese, en casa. Que venga para acá.

– ¿Por qué? -dijo el brigadier-, ya está cargando la Celere, y parece que durará poco.

– ¿Te pones a discutir con un superior? -dijo De Luca con dureza, y señaló el número 18 de la calle-. ¿Sabes qué era eso? Un Comité Cívico. Llama a los refuerzos, hay que vigilarlo.

– Está loco, comisario…

– No, Pugliese, yo soy un policía y estoy en el pleno ejercicio de mis funciones. Aquí hay un probable objetivo de los comunistas y yo quiero entrar antes de que lo ataquen. Lo que encuentre es asunto mío.

– ¿Y espera irse de rositas, comisario?

La verja metálica cedió a los golpes de culata de los mosquetes de los agentes. De Luca entró en el patio con una pistola en la mano, pero los perros habían desaparecido junto al hombre de guardia. Un brigadier rompió el cristal de una ventana y blasfemó al ver las barras de hierro que la cerraban.

– Aquí no hay quien entre -dijo, pero De Luca ya había apuntado la pistola contra la puerta.

– ¡Ojo! -gritó, luego vació el cargador sobre la cerradura y se lanzó contra la madera astillada, a golpes de hombro, junto con los agentes.

El garaje estaba vacío, aparte del Garibaldi de cartón piedra abandonado en un rincón, cerca del portillo de una trampilla que se abría en la tierra batida. En la pared, empotrada en el revoque agrietado, estaba la caja fuerte. Parecía la boca de un horno, protegida por una lámina de metal barnizado con tres cerraduras y un cerrojo. De Luca se detuvo delante, mirándola, mientras se mordía la parte interior de la boca.

– Mecachis, comisario -gimió Pugliese, a sus espaldas-, nos habían mandado a descansar un poco esta mañana… Vamos, chicos, abrid eso, a ver si va a haber comunistas escondidos…

El problema, pensó De Luca, era encontrar un modo legal para abrir la caja fuerte. El problema era hacer saltar la lámina sin que su registro fuese tan evidentemente ilegal que comprometiera la prueba. Pues él lo sabía, sentía que allí dentro estaban las fotografías que habían mantenido a flote a Abatino. Si no, ¿por qué tanta vigilancia?

– ¡Comisario…, venga enseguida, por favor! Comisario… ¡por favor, baje!

Bajo la trampilla había un cuarto más pequeño, un zulo excavado en el suelo, lo bastante ancho para que cupieran dos filas de cajas y Pugliese, en medio. Cabía también De Luca, que bajó por una escalerilla corta, de madera, como la de un gallinero, y que tuvo que agacharse porque era más alto. Pero se golpeó la cabeza contra el techo en cuanto Pugliese hizo que se desplazara de lado para que no tapase la luz que caía sobre la caja que había abierto.

– Fusiles, comisario…, mosquetes, todos bien ungidos y modernos, con la llama de los carabineros estampada en la culata. Y eso de allá, envuelto así, es explosivo. Hay para armar un pequeño ejército clandestino, comisario. ¿Qué es esto? ¿Qué es?

Estaba oscuro, pero se notó igualmente cómo palidecía Pugliese. De Luca se agachó sobre la caja abierta y rozó con la punta de los dedos la caña engrasada de un mosquete, pasando las yemas de los dedos juntas. Luego se volvió de golpe y escaló rápidamente la escalerilla.


Pensaba tener que tirar abajo otra puerta. Pensaba que debería irrumpir en un despacho vacío, con los ficheros volcados en el suelo y restos de papeles quemados en la chimenea. Pensaba tenerse que pegar al teléfono para emitir fonogramas de búsqueda y captura para Antonio Abatino, pero lo encontró todavía en su despacho, y al teléfono.

– ¡Cuelgue el teléfono o disparo! -gritó De Luca desde el umbral, apuntando con la pistola. Abatino levantó los brazos, con el auricular de baquelita negra en la mano. Miró a De Luca desde detrás de las lentes veladas de blanco, palidísimo, con la comisura del labio temblorosa.

– Preguntan por usted.

– ¿Preguntan por mí? -preguntó De Luca-, ¿cómo que preguntan por mí? ¿Quién es?

Bajó el brazo armado y se acercó, vacilante. En el cuarto había entrado también Pugliese, que puso las manos en los hombros de Abatino mientras De Luca cogía el auricular.

– ¿Comisario? Soy Giordano…, comisario, ¿me oye?

– Sí, señor… le oigo.

– El señor Abatino me acaba de llamar para entregarse. Se acusa de ser quien ordenó los homicidios de hace tres meses… en los que usted insistió con celo tan digno de alabanza…, ¿me oye, comisario?

De Luca volvió a asentir, luego se aclaró la voz.

– Le oigo, señor.

– Bueno, dejo para otro momento los elogios. Ahora usted tiene la orden de arrestar al señor Abatino y trasladarlo a la comisaría, donde el departamento competente lo tomará bajo su custodia. ¿Ha comprendido, comisario?

– Sí -dijo De Luca, esta vez alto-, sí, pero hay un arsenal de cajas de fusiles que…

– En su momento, comisario, en su momento…, por orden. Ahora este asunto es competencia de Homicidios. La investigación pasa al señor Bonaga, que pronto le pedirá un informe adecuado. Su deber es traer al reo con la máxima discreción posible. La situación ya está bajo control, pero se precisa prudencia, comisario De Luca, ¡prudencia!


– En un año estaré en la calle. Como Cippico.

– Monseñor Cippico es un estafador, Abatino. Tú eres un asesino.

Lo llevaban en medio, hombro con hombro, y le habían puesto un gabán encima para ocultar las esposas. El Millecento no estaba lejos, pero había que cruzar la calle y caminar cien metros más al descubierto.

– Es un delito político… planeado en un momento peculiar. Echaré la culpa a ese idiota de Matteucci… Y además tengo conocidos, no os imagináis cuántos conocidos tengo. Un año para que me olviden y estaré otra vez fuera. Ya verás, señor policía, ya verás… Este país olvida pronto.

Hablaba por arrebatos, Abatino, con una punta de ansiedad en la voz, pero con decisión, como para convencer a alguien, tal vez a sí mismo. De Luca guardaba silencio, sombrío, con los dientes hundidos en la mejilla. De pronto, los vieron doblar la esquina, de repente, y se detuvieron de golpe los tres, hombro con hombro: seis personas, tal vez siete, que avanzaban por la calle, en dirección a ellos, todavía lejanos. Se confundían por la penumbra de la noche que avanzaba, pero se les oía hablar alto, instigando, y uno agitaba el puño en el aire.

– Mierda -dijo Pugliese.

Abatino dio un paso atrás, pero De Luca lo tomó por un brazo y Pugliese hizo lo mismo con el otro.

– ¡No, no…, me van a matar! -gimió Abatino-. ¡Son comunistas…, se han enterado, nos han visto, éstos me linchan!

– Nos linchan a los tres -dijo Pugliese-. ¿Qué hacemos, comisario?

– ¿Qué hacemos? No lo sé, inspector, no lo sé…

Sacaron las pistolas y las mantuvieron bajas, ocultas tras la cadera, atenazando con los dedos los brazos rígidos y temblorosos de Abatino y con los ojos fijos en el grupo que se aproximaba, cada vez más nítido. Siete hombres. Agitados. Exaltados. Uno con el puño en alto, que gritaba algo, y, de repente, dio un salto hacia delante, hacia ellos. Dio sólo dos pasos, luego se paró en seco, levantó los dos brazos y los clavó en alto, como dos martillos.

– ¡Bartali, camiseta amarilla! -gritó.

A Pugliese se le cayó la pistola al suelo. De Luca permaneció inmóvil, sin aliento. Abatino se echó a reír, con una risa fina e histérica que le agitó el mentón y le hizo temblar los labios, rapidísimos, con chasquidos húmedos de saliva.

– Saldré en seis meses -dijo.


«Bartali cumple los treinta y cuatro. Feliz descanso en Aix-les-Bains. Impresiones y propósitos del campeón».


– Me hacen inspector jefe, me aumentan el sueldo y ahora me mandan a Sicilia a perseguir al bandido Giuliano. En la policía se llama «promover y remover»… Usted lo sabe bien, comisario.

De Luca sonrió y asintió con un gesto rápido. Pugliese se pasó la mano por la cabeza, alisándose el cabello negrísimo, reluciente de brillantina, y se puso el sombrero con un movimiento cuidado, despejándose el nacimiento de la frente. Estaban en medio de las escaleras que subían a los despachos superiores de la comisaría.

– Aprovecho el coche de un colega para ir a hacer las maletas. Mañana tengo que estar en Palermo.

– Lo siento -dijo De Luca-, es culpa mía.

– Olvídelo, comisario. A usted le ha ido aún peor. -De Luca bajó la vista y se mordió un labio. Pugliese se asomó hacia el fondo de la escalera y dijo, levantando una mano-: ¡que ya voy, un momento, jodeeer!

– En el despacho de Giordano está el juez instructor -murmuró De Luca-. Deberían llamarme de un momento a otro. Usted cree que…

– Sí -dijo Pugliese-, yo creo que el proceso se hará, comisario, lo pone por todas partes. Esta mañana salía hasta en el Carlino…, cómo se llama ahora, el Giornale dell’Emilia. Era pequeño, pero estaba, y bien visible…

Bien visible, en efecto, dos cuartos de columna juntos, en la crónica de Bolonia, pero con un título en negrita que llamaba la atención: «Funcionario de la policía pasado por alto a la depuración». Nada comparado con la segunda página de L’Unità del día antes, «Quién es el comisario De Luca», con una foto suya en que aparecía con las manos en los bolsillos y la camisa negra bajo el gabán, y el pie de foto, corto pero fuerte: «La justa pena».

– Bueno -dijo De Luca-, tarde o temprano tenía que pasar, creo…

– ¡Voooy! -gritó Pugliese, asomándose por la barandilla de mármol-, ¡que estoy despidiendo a un amigo, joer! -Luego se volvió hacia De Luca y abrió los brazos-. A lo mejor no le hacen nada, comisario -dijo-, tal vez sea sólo un modo de que tenga la boca cerrada. Y yo creo que tiene que tenerla cerrada. Llevo muchos años en la policía y sé que hay casos que se resuelven y casos que no se resuelven. Nuestro caso lo hemos resuelto, comisario, le pusimos las esposas.

– Eso sí -sonrió De Luca-, le pusimos las esposas.

– Coño, pero qué pesados… ¡Que ya voy! -Pugliese cogió la mano de De Luca y se la estrechó con fuerza, sacudiéndole el brazo-. Le tengo que dejar, comisario. Buena suerte… de todo corazón, De Luca, de verdad. De todo corazón.

Se caló el sombrero sobre la frente y bajó las escaleras corriendo, y a De Luca le pareció, por el gesto que hizo con el brazo, de espaldas, tal como estaba, que Pugliese se secaba un ojo con el dorso de la mano. Pero no tuvo tiempo para pensarlo, pues de lo alto de las escaleras un funcionario lo llamó, dando unas rápidas palmadas, como un bedel, aguardó impaciente a que subiera y le indicó el sofacito de terciopelo junto al despacho del jefe. Y allí se sentó De Luca, con las manos en las rodillas, la cabeza apoyada hacia atrás, contra la pared, y los ojos cerrados, esperando a que lo llamaran.

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