CAPÍTULO NUEVE

Cuando bajó del jeep, delante de la fonda, De Luca se acordó del alcalde, de Carnera y de toda la gente que estaría dentro a esa hora, y dio la vuelta a la casa para entrar por detrás, pero chocó con las rodillas de un chico delgadito en camiseta de rayas que corría en dirección opuesta. El muchacho dio dos pasos atrás, tambaleándose, lo miró asustado y dobló rápidamente el codo puntiagudo, llevándose la mano a la frente en un saludo militar. De Luca sonrió, sorprendido, masajeándose una rodilla, pero no le dio tiempo a decir nada porque el chico se marchó corriendo. Dobló la esquina de la casa, pero enseguida se detuvo, congelado por un grito ronco, ahogado. La Alemanita estaba quieta en medio de la era y tenía cogida por las patas a una gallina que se retorcía, cabeza abajo, aleteando en los últimos temblores. Ella levantó los ojos para mirarlo, tan dura como siempre:

– ¿Qué pasa, le impresiona?

De Luca sacudió la cabeza aunque, la verdad, un poco sí le impresionaba. Había una silla en medio de la era y la Alemanita se sentó, poniéndose la gallina sobre las rodillas, y empezó a desplumarla por la cola.

– A veces impresiona menos ver matar a un hombre que a un pollo -dijo De Luca. La Alemanita se encogió de hombros, con una mueca indiferente.

– Yo he visto pollos y hombres muertos y nada me impresiona -dijo. De Luca asintió. La miró un rato mientras arrancaba las plumas con tirones rápidos, luego cogió un cajón de fruta vacío y lo volcó, a lo largo, para sentarse a su lado, en equilibrio. Otra gallina se acercó con un co co có desconfiado, mirándolo de lado.

– No me gusta el campo -dijo De Luca-. Cuando era pequeño mis padres me llevaban al campo todos los domingos y yo no sabía nunca qué hacer. Si perseguía a las gallinas, me reñían porque sudaba. El fuego de la chimenea me daba dolor de cabeza y no sabía caminar por el terruño con los campos arados. Tampoco ahora sé.

La Alemanita sacudió una mano para quitarse las plumas que estaban en torno a los dedos.

– Se ve que es usted de ciudad -dijo, y De Luca se sorprendió, pues no creía que lo estuviera escuchando-. Aunque por la pinta parece más bien un gitano.

– Todavía me queda una cierta distinción… Hace un momento un niño me ha saludado como a un militar.

La Alemanita lo miró y esbozó una sonrisa astuta, de entendimiento.

– Yo sé quién eres -dijo. De Luca se sobresaltó, haciendo crujir el cajón.

– ¿Quién soy? -dijo. La Alemanita asintió.

– Lo sé, como todo el mundo. -Le lanzó una mirada rápida, con un movimiento de sus ojos negros-. Eres un carabinero.

De Luca abrió la boca, pero no le salió más que un quejido, a medias entre la sorpresa y el alivio.

– ¿Yo? Qué idea… no, no soy un carabinero… de verdad. Soy… soy un ingeniero, en serio…

La Alemanita volvió a asentir, con la misma sonrisa astuta, luego se movió en la silla, se apoyó en el respaldo de madera y alargó las piernas sobre sus rodillas. De Luca tragó saliva, rígido, incómodo. De nuevo esa sensación pesada, blanda y húmeda, volvió a presionarle por dentro hasta hacerle daño. Notaba el calor de su piel a través de la tela de los pantalones. Se dio cuenta de que le temblaban las manos.

– Bueno, no importa quién sea -dijo, ronco-, yo ya ni lo sé. -Levantó la mano, vacilante, y con un dedo le acarició la magulladura clara que tenía en la rodilla. Ella no se lo impidió, pero de repente dijo con brusquedad:

– ¡No me toques! -Y rápidamente apartó las piernas. De Luca se sonrojó violentamente, retirando la mano-. No me gustan los carabineros -dijo ella, indiferente-, además, tú estás demasiado flaco. Y no tienes cicatrices. Carnera dice que un hombre no es un hombre si no tiene cicatrices de guerra.

De Luca abrió los brazos:

– Pues entonces yo no soy un hombre. Apuesto a que Carnera está lleno de cicatrices.

– Sí, tiene muchas.

– Qué bien… Es que yo no hice la guerra, al menos, no en el frente, como militar… ¡ay!

La Alemanita había apartado las piernas muy deprisa golpeándolo en la rodilla con un zueco, que había volado hasta la mano de él, y se había levantado, rebuscando a toda prisa en los bolsillos del delantal.

– ¡La motocicleta del Pietrino! -dijo.

– ¿La motocicleta? -preguntó De Luca. En ese momento percibió el rugido intermitente de una motocicleta al otro lado de la casa. La Alemanita sacó del bolsillo un pañuelo oscuro.

– ¡Sí, la motocicleta! Es del Pietrino, pero la suele usar el Carnera. Si me ve así me mata… ¡me cortó el pelo y ahora quiere que lleve un pañuelo! -Lo dobló en triángulo y se lo apoyó en la frente, pero enseguida lo apartó, metiéndoselo de nuevo en el bolsillo-. ¡Pero yo no me lo pongo! -dijo, levantando el mentón. Volvió a sentarse y se puso el pollo en las rodillas, arrancando con violencia las últimas plumas. De Luca permaneció quieto, perdido entre lo que estaba ocurriendo y un pensamiento indefinido que le bailaba en la mente y que había desaparecido de pronto con ese golpe seco en la rodilla. El miedo agudo que le cortó la respiración le confundió todavía más las ideas cuando vio a Carnera que cruzaba la era con paso decidido, derecho hacia ellos.

– ¡Ponte el pañuelo! -rugió Carnera, y la Alemanita bajó todavía más la vista sobre el pollo, frotando la piel amarillenta con los dedos en busca de una pluma inexistente. Carnera apretó la mandíbula y De Luca vio los tendones del cuello que se le endurecían bajo la piel morena.

– ¡Ponte el pañuelo ahora mismo! -repitió-. ¡Con ese pelo das risa!

– ¡Pues hay quien me encuentra guapa aun así! -dijo la Alemanita, levantando la cabeza. Iba a sacar la lengua, pero Carnera la atenazó por los mofletes con una mano enorme, levantándola de la silla y sacudiéndola mientras ella, agarrada a su brazo, trataba de darle una patada, hasta que pudo soltarse, escabullándose de lado, y se escapó hacia la casa.

De Luca no se había movido, ni siquiera se había levantado del cajón, quieto con su zueco en la mano como un estúpido. Carnera respiró hondo, con los puños apretados, antes de volverse hacia él.

– Yo no estoy loco, ingeniero -dijo-. Savioli y su camarilla pagarían millones para que yo hiciera una cagada, pero yo sé que no es éste el lugar ni el momento para matar a un carabinero. Sólo por este motivo sigues vivo, ingeniero. -Subrayó nie con una mueca de desdén en los labios. De Luca se levantó, pero Carnera le puso una mano en el hombro, obligándolo a volver al cajón.

– ¿Qué se os ha metido en la cabeza, a ese burro de Guido y a ti? ¿Qué representáis aquí? ¿La ley? ¿La ley de quién? Soy yo quien hace las leyes aquí, y sé mejor que nadie cuál es la justicia. Díselo a Guido, si quiere salvar el pellejo… Tú no, tú no sales de Sant’Alberto. Tú ya eres hombre muerto, ingeniero.

De Luca deglutió con esfuerzo, pues tenía la cabeza doblada hacia atrás para mirarlo. Carnera levantó un dedo y se lo clavó en la cara.

– Hombre avisado -dijo, entre dientes-. Hombre avisado.


Francesca estaba en la cocina, sola, y en cuanto lo vio bajó el cuchillo sobre el tajo donde estaba trinchando el pollo, cortando limpiamente la cabeza por el cuello desplumado.

– Eres un cobarde -le dijo, con dureza.

De Luca se sentó al lado de la chimenea, con los codos apoyados en las rodillas y el rostro entre las manos. El olor a carne y sangre le revolvía el estómago.

– No -dijo-, no soy un cobarde, pero tengo miedo, un miedo bestial. Es diferente.

– ¡Me das asco! ¡Eres un cobarde y me das asco!

De Luca suspiró:

– Vale, pues soy un cobarde, pero ahora tengo que encontrar la forma de salvar el pellejo y tal vez la he encontrado… Antes me dijiste una cosa…

– ¡A ti no te digo nada más! -Volvió a bajar el cuchillo sobre el tajo con un golpe seco que a De Luca le hizo cerrar los ojos del susto.

– Oye, Francesca -dijo, bajito-, puedes llamarme como quieras, cobarde, capullo, fascista, maricón, pero yo ahora tengo una idea en la cabeza y es lo único que me interesa. Has dicho que Carnera es un hombre porque tiene cicatrices de guerra. ¿Dónde tiene esas cicatrices?

La Alemanita frunció el entrecejo. Lo absurdo de la pregunta la calmó, por un momento se quedó mirándolo con el cuchillo en la mano, apoyada en la mesa, y el pie desnudo levantado sobre una rodilla.

– ¿Por qué?

– ¿Dónde tiene esas cicatrices?

– Tiene muchas… en el hombro, en la espalda… y también cortes en la barriga, rectos, de cuando lo cogieron los fascistas en Bolonia. Pero por qué…

– Hay otra cosa… se me ha ocurrido cuando querías ponerte el pañuelo, no sé por qué asociación, por lo visto el miedo me hace razonar mejor: ¿recuerdas la noche en que… cuando me dijiste que no eras de nadie…?

– Yo no soy de nadie -repitió ella, dura, y De Luca se apresuró a hablar, asintiendo, antes de que volviera a insultarlo:

– Sí, sí, ya lo sé… pero esa noche me dijiste que Carnera te había hecho un regalo. ¿Qué regalo era? -De Luca se levantó y ella dio un paso atrás, apoyándose en la pila. Por primera vez tenía una mirada incierta.

– ¿Por qué quieres saberlo? -dijo-, me das miedo…, no te lo digo.

De Luca sonrió:

– No es verdad que te hiciera un regalo. Carnera nunca hace regalos.

– ¡Sí que me lo hizo!

– Sería una flor…

– ¡Pues no! Era un anillo azul, así de gordo… ¡pero yo lo tiré al río!

De Luca cerró los ojos, con un suspiro hondo que le vació los pulmones y la náusea del estómago contraído.

– Lo sabía -dijo-. Gracias, Francesca.

Dio media vuelta y salió de la cocina. En la puerta, ella había vuelto a gritarle: «¡Cobarde!», pero él ni lo oyó. Tampoco se dio cuenta del zueco que se había metido en el bolsillo del gabán, tan enfrascado iba en sus pensamientos.

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