14 de abril de 1948 miércoles

«Entrevista a De Gasperi: seguridades de hoy, esperanzas del mañana». «Revelaciones sobre el proyecto de Zdanov para llevar a los comunistas al poder». «Creciente tensión en Berlín: los rusos amenazan con cortar las comunicaciones aéreas».


«En nombre de la paz, Togliatti convoca la lucha contra el imperialismo». «El archivo secreto del Vaticano listo para viajar hacia América». «La CGIL, Confederación General Italiana del Trabajo, hace notar al Gobierno las contradicciones del plan Marshall».


«Bartali derrota a Coppi en la vuelta a Toscana».


Desde la pared, un cosaco enorme lo miraba fiero, con su estrella roja en la gorra y su bayoneta entre los dientes, un ojo medio cerrado por las burbujas de aire bajo el papel. El cartel todavía brillaba, húmedo de cola, y cuando De Luca lo tocó, al apartarse para evitar un bache en la acera, le dejó en la manga del gabán una tira plateada, pegajosa como la estela de un caracol.

«¿Es a él a quien esperáis?», decía la puntiaguda inscripción manuscrita con pincel grueso, y De Luca, que había bajado de la acera para verla en toda su extensión, se encogió en su gabán y metió las manos en los bolsillos. Cruzó la calle y alargó el paso bruscamente, pues del portal de Gobernación Civil había salido un rápido jeep, y luego otro y otro más, con los agentes sujetos a los asientos, en las curvas, y la sirena puesta. De Luca los miró pasar conteniendo la respiración, con el estómago contraído en un nudo húmedo, hasta que desaparecieron al doblar la esquina de la plaza. Entonces subió las escaleras de la comisaría tan deprisa que el guardia tuvo que llamarlo dos veces antes de que se volviera, casi ya a medio vestíbulo.

– ¡Oiga! Pero ¿adónde va? ¿Quién es usted?

De Luca se metió una mano en un bolsillo, luego en el otro, luego bajo el gabán, que dobló hacia delante para hurgar en el bolsillo interior de la chaqueta en busca del carné de identidad.

– Entro hoy en servicio -dijo-, vicecomisario adjunto De Luca, de la Escuadra Buoncostume [6]. -Pero el agente, ocupado en llevarse la mano a la visera para saludar a un grupo de personas que bajaba las escaleras, lo tomó por un brazo y lo apartó bruscamente.

– Póngase aquí… Deje pasar.

Era un grupo de agentes de uniforme; en medio iba un hombre bajo, de paisano, con sombrero negro y una nariz picuda que a De Luca, aferrado al brazo del guardia para no caer hacia atrás, le resultó familiar.

– ¡Hombre, comisario! ¿Pero qué hace usted en Bolonia? Pero Carboni, ¿qué coño haces? ¿Le pones las manos encima a un funcionario?

El guardia retiró el brazo y se llevó la mano a la visera con un gesto tan rápido que dejó a De Luca sin apoyo, desequilibrado sobre los talones. Pugliese le estrechó la mano, devolviéndole el equilibrio.

– No sabía que llegaba usted ya… ¡cuánto me alegro, comisario! ¿Se viene con nosotros?

De Luca abrió los brazos, vacilante, y echó una ojeada al fondo del vestíbulo, a la escalera que ascendía.

– No sé -dijo-, debería presentarme al jefe…

– El jefe de la policía está reunido con el gobernador, por las elecciones. Venga con nosotros, comisario… Ha habido un homicidio.

De Luca se quedó rígido. Su impulso fue seguir a Pugliese, pero se detuvo en el acto.

– Todavía no me han dado los documentos -murmuró-, debería ver al jefe y después… Ahora estoy en el cuerpo de la Buoncostume…

Fuera del vestíbulo, sin volverse siquiera, Pugliese se encogió de hombros.

– Entonces a usted también le concierne -dijo-, porque ha sucedido en un burdel.

De Luca se mordió un labio y volvió a mirar de reojo la escalinata. Luego se echó hacia delante, corrió hacia el exterior y subió de un salto al jeep que arrancaba, aferrándose a la bandolera de un agente.


– Me alegro de que esté sano y salvo, comisario.

Con una mano en torno al cuello del abrigo para taparse la garganta y la otra aferrada a la puerta del jeep, Pugliese le sonreía. De Luca lo miró a los ojos, pues le pareció notar un destello de ironía. Pero Pugliese siempre había tenido un destello de ironía en la mirada, dijera lo que dijera.

– Ya ve -dijo De Luca, encogiéndose de hombros.

– ¿Cuántos años hará, comisario? Casi tres, creo… no, tres justos. La última vez que nos vimos era abril del 45, si no me equivoco, y estamos en abril. Sólo tres años, comisario, pero difíciles para usted, ¿no? ¿No?

– Ya ve -repitió De Luca, y lanzó una ojeada cauta, casi tímida, al agente que iba sentado a su lado y al que tenía delante. Pero eran caras impasibles, de guardias. Caras que acataban órdenes.

Pugliese se inclinó hacia delante y dio una palmada en el hombro del conductor, señalándole el camino.

– Acortaremos por Via Marconi -explicó a De Luca-, que es más larga, pero al menos evitamos los cortes de la plaza, por los mítines y todo eso. -Y luego, casi de paso y sin destello en la mirada-: No, de verdad, comisario, me alegro de que esté sano y salvo.

De Luca asintió, distraído. Había cerrado los ojos, con las manos entre las piernas para aferrarse al asiento de madera del jeep, y parecía que escuchara la sirena que resonaba fuertemente entre los soportales. Incluso se había echado un poco hacia atrás, como para oír mejor y notar el viento que le levantaba el cabello, aplastándoselo contra un lado de la cabeza. Cuando volvió a abrir los ojos tuvo que parpadear varias veces para enfocar la vista.

– ¿Quién es? -preguntó. Pugliese levantó la cabeza:

– ¿Cómo?

– El muerto. Ha hablado de un homicidio.

– Ah, claro, el muerto. Es un tal Ermes… No me pregunte quién es Ermes, comisario, porque no lo sé. En la Central han recibido la llamada de una mujer desesperada que gritaba que habían matado a Ermes en Via delle Oche, número 23. ¿Sabe lo que hay en Via delle Oche?

De Luca asintió, rápidamente.

– Sí, un burdel.

– Toda Via delle Oche es un burdel, además, es verdad…, ya se lo había dicho. Bueno, estas cosas tendrá que aprenderlas por usted mismo, comisario, ahora que está en la Buoncostume. Bolonia está llena de burdeles y ahora son todos suyos.

De nuevo el destello irónico, tan irónico y natural que arrancó una sonrisa a De Luca, justo un instante antes de que el jeep virase bruscamente por una calle arrojándolo encima de Pugliese, como si quisiera besarlo.

– El 23 está anexo… no es precisamente el prostíbulo, con perdón, está… cómo decirlo… anexo.

La mujer subía a toda prisa, aferrada al pasamanos, y de vez en cuando se detenía para volverse, a mitad de un peldaño. Apenas un instante, como si quisiera decir algo, pero luego seguía subiendo y hablando, con las enormes nalgas vueltas hacia De Luca, Pugliese y los dos agentes que los seguían. Llevaba un chal negro de lana que le había resbalado de los hombros y ondeaba al ritmo de las caderas, tanto que De Luca, encajonado entre las paredes de aquel pasillo oscuro y estrecho como un embudo, casi se mareó. Había corrido a su encuentro en cuanto entraron en el callejón, y se había presentado como la metrés, con la s final arrastrada por el acento de Bolonia, pronunciado con una mueca afectada de los labios. Luego había vuelto sobre sus pasos para empujar al interior las cabezas de algunas muchachas que se habían asomado al umbral, dando palmadas y abriendo los brazos como una campesina ante una bandada de pollos. Sólo después de cerrar el portón con un golpe violento y salir de los soportales para echar un vistazo a las contraventanas cerradas del edificio, volvió junto a ellos y les mostró el azulejo de cerámica blanca orlado de azul con el número 23, la puertecita negra y descascarillada y las empinadas escaleras que subían por el pasillo oscuro.

– Porque el burdel, con perdón, señor, está en el 22, pero en la licencia pone 23, que forma parte del mismo edificio y se lo alquilo todo a un señor que no le digo quién es porque usted sin duda ya lo sabe, pero, en fin, que no es ahí el prostíbulo, con perdón.

Se había detenido en el descansillo y jadeaba, con una mano sobre el pecho y otra en la garganta, chafándose los pliegues de la papada. Apoyó los hombros redondos en una puerta de madera clara y miraba bien a De Luca bien a Pugliese, como para preguntar quién cumplía órdenes. Habló Pugliese:

– ¿Es ahí? -preguntó, y la mujer asintió, enérgica. Luego apoyó la mano en la puerta y empujó fuertemente, de espaldas, sin volverse.

– Si supiera qué impresión, señor… -empezó, pero Pugliese la mandó callar con un gesto irritado. En medio del umbral, enmarcado por la jamba e inmóvil como un hilo de plomo sobre un taburete derribado, había un hombre colgado de una viga del techo con una soga.

– A éste no lo han matado -murmuró Pugliese-, éste se ha matado. En la centralita han entendido mal…

– ¡Ay, Dios, qué impresión! -gritó la mujer, y se tapó los ojos, pues se había dado la vuelta en un impulso, mientras Pugliese, asomado a las escaleras, gritaba al agente que había quedado abajo que llamase a la Central y dijera al magistrado que podía tomárselo con calma y al jefe de Homicidios que no hacía falta que fuera.

– Pugliese, venga un momento.

De Luca había entrado en el cuarto, escurriéndose por detrás del postigo de la puerta que había rebotado contra la pared y se había cerrado sólo a medias. Cuando entró Pugliese, se lo encontró agachado en el suelo junto al taburete derribado, mirando a su alrededor, pensativo: la cama estaba deshecha, la mesilla tenía un ladrillo en lugar de una de las patas, había una silla de paja con una chaqueta colgada del respaldo y un aparador con unas fotos metidas bajo el cristal de la puerta…

– Me gustaría hacer una pregunta a la señora, pídale que entre.

Se levantó con un chasquido húmedo en las rodillas y rápidamente, con la punta de los dedos, dio un cachete en la mano del muerto, inerte a un costado.

– Jesús -gimió la mujer, que acababa de entrar-, ¿pero qué hace?

– Controlar el rigor mortis. La mano vuelve a estar blanda, lo que indica que lleva muerto al menos desde anoche. ¿Quién era? -y repitió-, ¿quién era? -subrayando las palabras, pues la mujer había dirigido una mirada dudosa a Pugliese, quien cabeceó para que respondiera.

– Ermes Ricciotti. Pero no trabajaba aquí… Trabajaba para la Tripolina, cuatro números más abajo, en el 16. Vivía aquí porque la casa de la Tripolina es tan pequeña que sólo tiene sitio para el personal horizontal…

– ¿Horizontal?

– Sí, bueno… las putas, con perdón. La Tripolina no tiene un cuarto de más para el hombre… -Lo había dicho con respeto, como si tuviera una H mayúscula, y ante la mirada fruncida de De Luca prosiguió, sorprendida, casi apurada por aquella explicación tan evidente-: el hombre, el gorila, ¿cómo lo llaman ustedes? El que ayuda en la casa, acompaña a las chicas por ahí, echa a los borrachos…, hace como de guardián, vamos. Ermes vivía del boxeo…

Señaló el aparador, las fotografías introducidas entre el cristal esmerilado y la madera de la puerta. De Luca se acercó y sacó una que había caído de lado y se aguantaba sólo por una esquina. Era una foto bonita, más grande de lo normal, enmarcada por un reborde blanco. Ermes Ricciotti estaba con el torso desnudo y tendía delante del rostro los puños cerrados con los guantes de boxeo. Detrás, un palo de ring, y, al fondo, la pancarta oscura de un gimnasio, Polideportivo Popular Espartaco. De Luca se volvió a mirar al hombre ahorcado. Había advertido enseguida la nariz rota, con la punta aplastada, y también las orejas deformadas, bajas a los lados de la mandíbula cuadrada, empujada hacia un lado por el nudo de la cuerda. Tendría poco más de veinte años.

Devolvió la fotografía a su sitio, entre las demás, que eran más antiguas, con las esquinas dobladas: un puñado de hombres armados en un Fiat Millecento que entraba en Bolonia delante de un tanque americano, y un muchacho en el capó que, bien mirado, entornando los párpados para enfocar la mirada, podría ser Ricciotti. El recorte de un periódico con el primerísimo plano de una muchacha de cabello suelto que se confundía con el negro del fondo, los labios entreabiertos en una sonrisa provocativa y el mentón oculto tras la curva desnuda del hombro, «Concurso La bella italiana 1947», ponía de través, en falsa letra manuscrita. Ricciotti de muy lejos, movido y amarilleado por una mancha en el papel, mientras entraba en Via delle Oche, en una Vespa Lambretta. Había también un pedazo de foto, una esquina con reborde blanco de una foto que ya no estaba, un pie en una sandalia de cuña de corcho y apenas el extremo de una falda de rayas sobre un tobillo claro. De Luca lo rascó con la uña del meñique, pero el fragmento, bien metido en la madera, no se movió.

– Puede poner Armida -estaba diciendo la maîtresse a Pugliese, que había sacado el bloc-, es decir Evelina Conti, pero desde 1920 me llaman así… Pues no, no me esperaba una cosa así. Nunca lo había visto tan contento como estos días, al pobre Ermes… Hasta volvió borracho una noche, hace poco… ¿cuándo fue la tormenta? ¿El domingo? Entonces fue anteayer, el lunes.

– ¿Está segura? Yo no recuerdo ninguna tormenta…

– Estoy segura, sí… Por ley, tenemos que tener las ventanas de delante cerradas, pero el patio está detrás y desde ahí se ven los rayos… Fue el lunes.

– ¿Quién lo ha encontrado? -preguntó De Luca. Otro segundo de silencio, el tiempo de que la maîtresse volviera a mirar de reojo a Pugliese.

– La Katy -pero dijo Catí, con acento final-, una de las chicas que trabaja abajo. La mandé porque ya eran las ocho y el Ermes todavía no había salido. Es que el Tonini, que es nuestro hombre, siempre se levanta tarde, pero como la Catí es devota de la Virgen, el Ermes la acompañaba a decir la novena a San Petronio, con la Vespa. Aunque políticamente… -Armida bajó la voz-, políticamente Ermes era comunista. Bueno, no sé cuáles son las ideas de ustedes, pero ya les digo…, simpatizaba.

– Mire a su alrededor -atajó De Luca, señalando el cuarto con un movimiento circular de la muñeca-. ¿Está todo en orden? ¿Nota algo cambiado?

– Responda al comisario -dijo Pugliese, advirtiendo que De Luca, normalmente tranquilo, había entornado los ojos, cerrando el puño-. El superior es él, yo sólo soy inspector. Pero ¿por qué hace estas preguntas, comisario? ¿Qué busca?

– Señales de lucha.

– ¿Señales de lucha? Pues a mí me parece que…

Pugliese levantó una mano con la palma para arriba y la bajó en vertical al costado de Ermes. De Luca le lanzó un vistazo rápido, luego se acercó a Ermes y volvió a agacharse debajo de él, con otro crujido, tra-trac, de las rodillas. Levantó el taburete debajo de las puntas de los pies del hombre y midió un palmo de vacío entre la superficie y las suelas.

– Que un ahorcado se estire al estar colgado es normal -murmuró-, pero que se encoja no lo he oído nunca.

A Pugliese se le escapó una sonrisa incrédula, que le frunció los finos labios. Corrió a la puerta y, ya en el umbral, se volvió un segundo hacia De Luca:

– ¡Dios, comisario… -dijo-, cómo me alegro de que haya vuelto!

Luego salió del cuarto, para gritar desde el hueco de las escaleras que llamasen al magistrado y al jefe de Homicidios, pues el muchacho no se había matado solo y alguien tenía que haberlo puesto ahí arriba.


«Intolerancias comunistas provocan una doble intervención de la Celere [7]». «El padre Angelini se dirige a los fieles: quien esté contra Dios no puede creer en las conquistas». «Detenido en Imola un hombre en posesión de armas».


«Se moviliza la Celere para arrancar carteles». «Certeza en todo el mundo de la victoria del bloque de izquierdas, el Fronte Popolare». «En Ostiglia (provincia de Mántova), la Celere abre fuego contra la población».


«Hoy en el cine Fulgor una película audaz y aventurada: Los vengadores de Arizona, con Ray Corrigan y John King».


– Scelba quiere cerrar las fábricas del 19 al 21, pero los sindicatos no, así que no podrá. Yo creo que es mejor así…, mejor los obreros encerrados que por ahí sueltos cuando se sepa el resultado de las elecciones. Sea el que sea.

El jefe la policía, Giordano, era un hombrecillo bajo, casi calvo, aparte de un peluquín aplastado por la brillantina que se alisaba sin parar, como un tic. Levantaba el brazo en ángulo recto, detenía por un instante la mano en forma de copa a la altura de la sien y se la pasaba rápido por la cabeza, con un gesto envolvente que le tapaba momentáneamente el rostro. De Luca, de pie detrás de la última fila de sillas de la sala de reuniones, con los brazos cruzados y la espalda apoyada en la pared, había dejado de fijarse al cabo de unas cuantas veces; al principio, levantó la vista esbozando una sonrisa de asombro, pero la reprimió en el acto, al reparar en la natural indiferencia de los demás funcionarios.

– El gobernador no quiere que los cañones de la Celere estén en Porta Lame. Dice que a la gente le recuerdan cuando estaban los alemanes, y que parece una provocación… ¿qué le pasa, D’Ambrogio?

De Luca ladeó la cabeza para mirar al otro extremo de la mesa, donde estaba sentado el jefe. Un hombre, altísimo a juzgar por el busto alargado que sobresalía de la superficie, sacudía la cabeza con los labios fruncidos y sacados hacia fuera, como un niño. También su voz, aguda y casi en falsete, parecía la de un niño:

– Pues que no creo que sea buena idea. Podría parecer una señal de debilidad por nuestra parte, y desde luego no es el momento más oportuno. Esta mañana, en el mitin de Secchia de Piazza Maggiore, los socialcomunistas han mandado a cinco agentes al hospital…

– ¡Provocaciones! -Rápidamente, el jefe se pasó una mano por la cabeza, reteniéndola en la nuca un segundo más de lo acostumbrado-. ¡Mano firme, listos para reaccionar, no hay que dar espacio a las provocaciones! Que manden más agentes la próxima vez… ¿Qué sucede, Scala?

En el extremo opuesto de la mesa, un hombre con chaqueta cruzada gris y camisa blanca desabotonada en el cuello había levantado la mano, como en el colegio. Sonreía, divertido:

– A propósito de provocaciones… -dijo-, ¿qué hacemos con Orlandelli? El Comité Cívico quiere celebrar un funeral en San Petronio, con misa dicha por el padre Lombardi…

– ¡Desaconsejable! ¡Absolutamente desaconsejable! -La mano del jefe de policía quedó en el aire y De Luca no pudo menos que contener la respiración hasta que la vio moverse, rapidísima, y no una sino dos veces-. ¡El padre Lombardi! ¿El Micrófono de Dios en Bolonia a cuatro días de las elecciones? ¿Pero habrase visto? Lo siento por su señoría, pero por mucho que naciera en Via Maggiore, el infarto lo ha tenido en Roma, ¡que celebren allá el funeral!… La respuesta de la policía es negativa. Fin de la reunión. Órdenes que conciernen a todo el mundo: limitar la actividad de los departamentos a los casos importantes y destacar para las elecciones a todos los hombres disponibles.

El jefe se levantó. Recogió los papeles esparcidos delante de él y dio unos golpecitos con ellos en la mesa para alinearlos, mientras murmuraba:

– Tema cerrado, tema cerrado… Ni hablar. -Y negaba con la cabeza mirando a D’Ambrogio, que, inclinado hacia él, parecía todavía más largo. De Luca se despegó de la pared y se abrió paso a contracorriente entre los funcionarios y cargos que salían. Justo delante de la mesa del jefe tuvo que dar un salto para no tropezar con una silla.

– Vicecomisario adjunto De Luca, señor -se presentó, aferrándose al respaldo-, si lo permite, me gustaría…

– Ah, abogado De Luca… Me han hablado mucho de usted, y bien. Estupendo, estupendo…

Levantó la mano, De Luca se dejó engañar por el gesto y tendió la suya justo cuando el jefe doblaba el brazo, dejándolo con la diestra en el aire.

– No soy abogado -dijo, como para excusarse-, y si lo permite, señor, con respecto a su disposición sobre el destacamento del personal de los departamentos…

– Sí, sí, estupendo, De Luca. Tema cerrado, D’Ambrogio, sé bien que Orlandelli era un pez gordo, amado y estimado por una parte pero muy odiado por la otra…

– … y, si me lo permite, señor, puesto que mi departamento dispone de todo el personal y está relativamente poco ocupado…

– … parecería una provocación, D’Ambrogio, me sorprendo de que me lo pidas tú, que no eres ningún novato…

– … pues, si me lo permite, señor, sería útil que me destacara a la Móvil para ocuparme del homicidio de esta mañana.

El jefe entornó los ojos, mirando primero a De Luca y luego a D’Ambrogio:

– ¿Ha habido un homicidio esta mañana?

– Ermes Ricciotti… -empezó De Luca, con arrojo, pero D’Ambrogio lo interrumpió, con un gallo agudo de la voz, dos notas in crescendo, moduladas, de corista experto.

– Suicidio… el doctor Bonaga, que dirige la Escuadra Móvil, asegura que se trata de un suicidio. Crisis de conciencia de un individuo siniestro que, por otra parte, parecía simpatizar con los comunistas…

– ¡Quite, quite! Un suicidio es un suicidio… no compliquemos las cosas y, sobre todo, no demos pie a instrumentalizaciones políticas. Un celo muy loable el suyo, querido abogado De Luca, pero permanezca en su puesto a disposición de su jefe y de sus competencias. La invasión de departamentos no está bien vista aquí.

– No está bien vista -repitió D’Ambrogio, agudo, mientras el jefe volvía a levantar el brazo y daba a De Luca una palmadita en la mejilla, dejándolo con la comisura de la boca fruncida en una mueca de sorpresa y la mano todavía en el aire, en un gesto inútil que no había podido contener.

– No soy abogado, no soy abogado… -Scala había llegado por la espalda, sin que se diera cuenta-, conocí a otro que también lo decía siempre… cómo se llamaba… Germi, no, Ingravallo… el comisario Ingravallo, ¿lo conoce?

– Lo vi una vez… en Roma.

Scala asintió, sin decir nada. Siguió observándolo con su mirada divertida, como si sonriera, y tan insistente que De Luca sintió la necesidad de hablar para llenar aquel silencio frío.

– Soy un veintiochista -dijo-. Entré en la policía con la llamada especial del 28, cuando no se necesitaba título universitario para ser comisario, bastaba la oposición.

– Temía que hubiera subido de grado por méritos fascistas, en su momento -dijo Scala, y De Luca negó con la cabeza.

– No.

– Mejor para usted. ¿Cuántos años tiene, De Luca? Treinta y siete, treinta y ocho… ¿por debajo de los cuarenta, como yo? Sería joven en el 28…

– Fui el comisario más joven de la policía italiana.

– ¿Y cómo se clasificó en la oposición?

– Quedé el primero de la lista.

Otro silencio, frío y sonriente. Scala se había quedado en la puerta de la sala, ya vacía.

– Me hicieron comisario casi enseguida -dijo de Luca, apresuradamente, como para justificarse-. Resolví el caso Matera, en el 29… quizás lo recuerde…

– No -dijo Scala con brusquedad, todavía divertido, pero con brusquedad-. Estaba entre rejas en el 29. Pertenecía a la directiva clandestina del Partido Comunista y era jovencísimo también yo cuando me arrestaron en la frontera de Francia. Un chivatazo. Volvía a Italia con una maleta llena de documentos, pero en lugar de los camaradas me esperaba la policía de Mussolini. Por descontado… -los ojos de Scala se cruzaron por un momento con los de De Luca, que paseó los suyos por las sillas-, por descontado, usted habrá sido depurado…, por descontado.

– Por descontado -murmuró De Luca. Se esperaba aquella pregunta, y había deglutido para aclararse la garganta, pero la voz le salió pastosa y un poco insegura. Scala sonrió, esta vez también con los labios.

– Es una lástima que un talento como el suyo se desperdicie entre burdeles. Usted debería estar en Homicidios en lugar de ese Bonaga…, buena persona, eso sí, pero limitado, con tendencia a cerrar los casos con prisas, sobre todo cuando se trata de algún camarada. Pero a mí el de Ricciotti me parece un caso interesante, ¿no cree? -le estrechó el brazo, alejándose de la puerta y repitió-, ¿no cree? -siempre divertido, Scala, siempre divertido.

– Volvamos al colegio, inspector: deme una clase de historia.

Pugliese levantó la nariz del escritorio y por un instante miró a De Luca con la misma expresión descolocada que el presidente De Nicola, colgado en fotografía detrás de su cabeza. Dos pares de ojos muy abiertos, desconfiados y desorientados, lo miraron largamente, allí, de pie en el umbral, con una mano en la cadera y la otra en la jamba de una puerta estrecha y rectangular, como todo aquel despacho minúsculo.

– ¿Cómo? -dijo Pugliese. De Nicola guardó silencio.

– Enséñeme un poco de historia, inspector, para tener las ideas más claras… ¿cómo es que, en sólo unas horas, un falso suicidio se convierte en homicidio y luego vuelve a ser suicidio?

– Pues porque el señor Bonaga, que es mi jefe y el encargado del caso, ha leído un informe y se ha declarado convencido de que «se trata de suicidio intencional».

– ¿Suicidio intencional? ¿Eso ha dicho?

Pugliese asintió, lentamente, con la cabeza un poco inclinada sobre un hombro, como para dar mayor solemnidad al gesto.

– Palabras literales. Ha dicho: «Se trata de suicidio intencional».

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo explica? ¿Qué dice el señor Bonaga…? ¿Que Ricciotti se subió a un taburete y al darse cuenta de que había atado la soga demasiado arriba para meter la cabeza se…? -De Luca se interrumpió, pues Pugliese había apartado la mirada y la dejaba planear por el escritorio, avergonzado, sin hallar nada digno de atención-. ¡Pero hombre… no es posible! ¿En serio ha dicho eso?

– No lo ha dicho, comisario: lo ha escrito. Está todo aquí, en la relación que ha firmado y que acabo de firmar yo también, como es mi deber, ¡mecachis en ese muerto!

Empujó hacia delante un folio con la punta de los dedos en un gesto violento, casi un bofetón, que lo hizo deslizarse más allá del escritorio y planear ligero hasta los pies de De Luca, como un avioncito de papel. De Luca bajó la mirada hasta las líneas negras escritas a máquina, que perforaban el papel cebolla y el sello borroso: «Comisaría de Bolonia», y que le cubría la punta de un zapato. Luego levantó la cabeza, pues Pugliese se había puesto en pie haciendo chirriar las patas de la silla contra el piso y se estaba escurriendo entre el escritorio y los salientes tiradores de un fichero. El presidente De Nicola, golpeado en su marco negro, se balanceaba.

– Vamos a tomar un café, comisario -dijo Pugliese, descolgando el sombrero de una percha clavada a la pared-, así le doy también una clase de geografía política -y luego-, no, no… dejémoslo ahí, que es su sitio -pues De Luca se había agachado a recoger el papel, y se quedó rozando la superficie lisa de la hoja con la yema del dedo corazón, un instante antes de que Pugliese lo tomara por el codo.


– ¿Se acuerda de cómo la llamaban en tiempos del régimen? Geopolítica… No, «geopolliitticca», como pronunciaba Starace. ¿Se acuerda de Starace?

De Luca asintió, expeditivo. Acodado en la barra del bar, se reflejaba en el cromado de la cafetera, una imponente Vittoria que parecía la caldera de una locomotora. Bajo un águila reluciente, encaramada en lo alto, un mozo con mandil blanco estaba apretando las palancas del tubo en espiral, encerrando el penetrante aroma, amargo y un poco metálico, del café. El bar se hallaba en la plaza Galileo, justo delante de la comisaría, pero nunca iba nadie, le había explicado Pugliese, nadie de la policía, pues no había dónde sentarse. Tenía sólo una mesita, sin silla, encajonada entre la hoja abierta de la puerta, la esquina y una fotografía grande de Bartali.

– Aquí al lado está el Maldini, que tiene siempre medias lunas calentitas -susurró Pugliese, haciendo pantalla con la mano-, pero es como estar en la Móvil, y para hablar de la geografía política de la comisaría de Bolonia, tanto valdría quedarse en el despacho. ¿Se acuerda de lo que se decía en tiempos del régimen? «Calla, el enemigo acecha… las paredes oyen…».

De Luca asintió una vez más, mientras la nariz, deformada por el cromado de la cafetera, se le alargaba y se le acortaba como la de una máscara. La alusión a las medias lunas recién hechas lo llevó a buscar a su alrededor y reparar en el cesto de mimbre que estaba en la barra, detrás de Pugliese. Se acordó de que no había comido y se estiró para coger una, con la mano desnuda, sin servirse de las servilletas de grueso papel amarillo que estaban junto a la cesta.

– Que aproveche, comisario -dijo Pugliese-. Cuando le dejé, no comía ni dormía nunca… parecía un cadáver, pálido, delgado. Serían las preocupaciones… ahora está más tranquilo, ¿no?

– Estoy más tranquilo, sí… -murmuró De Luca.

– Recuerdo que ya era comisario de la Escuadra Móvil en el 45, y en cambio ahora es vicecomisario en la Buoncostume…

– Cosas de la vida.

– … pero para mí será siempre comisario, comisario, vamos hombre, ya lo sabe usted. Bebía un montón de café… ¿todavía lo bebe?

– Todavía.

– Y hasta el gabán parece el mismo que llevaba entonces… del mismo estilo, más o menos…

– Más o menos.

– Pero la camisa negra ya no la lleva…

– Inspector Pugliese… ¡basta!

Había susurrado, casi sin voz, pero había sido un susurro agudo y sonoro, que había hecho que se girara el mozo. De Luca se sonrojó y bajó la vista a la media luna que estaba chafando entre los dedos nerviosamente.

– Perdone, señor comisario -murmuró Pugliese-. Volvamos a la geografía política de la comisaría -y esta vez no lo pronunció como Starace-. Así entenderá la situación y podrá decidir cómo comportarse. El señor D’Ambrogio, vicario del jefe, simpatiza con Democracia Cristiana… sin carné, naturalmente, porque como ya sabe a un policía no le está permitido, pero es democristiano. Es amigo de ese subsecretario joven de Roma, ese bajito, jorobado, con las orejas de soplillo… no me acuerdo cómo se llama, comisario, lo siento.

De Luca se encogió de hombros. De la Vittoria salió un vaho caliente de café que lo hizo deglutir. Escuchaba a Pugliese con interés, pero no lograba apartar los ojos del chorro oscuro que empezaba a verterse en las tazas blancas, gorgoteando.

– El jefe del gabinete, el señor Scala, es comunista. Es uno de los pocos policías partisanos que Scelba no ha destituido todavía: tiene las espaldas cubiertas en Roma y además es amigo del alcalde de Bolonia, Dozza. En cambio, el jefe no es nada, va tirando, evita todo lo que suene lejanamente a política y espera a ver quién gana las elecciones… como todo el mundo.

– ¿Y Bonaga?

– Bonaga es un cretino. Hace lo que le mandan, se lo mande quien se lo mande, si no no hace nada y va tirando también él.

– ¿Y quién le ha mandado que cierre el caso? ¿D’Ambrogio?

– No lo sé. Puede que hasta se le haya ocurrido a él solo la gran idea del suicidio. Está donde está porque es hijo de un gobernador de Trapani, en Sicilia, pero en cuanto encuentren algo mejor lo quitan de en medio y buscan a otro jefe para la Móvil. Si no hace locuras es fácil que lo pongan a usted, comisario. Si no hace locuras.

De Luca abrió los labios, pero los cerró enseguida, cortando un suspiro de ansiedad que se le quedó en la garganta. Levantó una mano en un gesto rápido, como para ahuyentar algo, y sacudió la cabeza.

– Vale, vale… -murmuró. Había llegado el café, con un cloc seco de la taza al estamparse contra el platito. De Luca asintió mirando a Pugliese, que tenía suspendida en el aire la cucharilla llena de azúcar; asintió una vez más, dos veces más. Bebió sin remover y se interrumpió cuando notó los granos de azúcar en los labios.

«Si no hace locuras, si no hace locuras…».

– Pugliese, yo soy curioso por naturaleza y los misterios no me gustan. No sé usted, pero a mí este señor que hace acrobacias para meter la cabeza en una soga me produce una molestia casi física, y sé ya que por la noche no dormiré. Dígame, Pugliese… ¿usted cree que sería una locura ir a ver a la tal Tripolina y hacerle un par de preguntas sobre Ricciotti?

Pugliese sonrió, malicioso, y miró de reojo a De Luca, quien tenía la vista fija en la tacita vacía, como si quisiera leer el fondo.

– Para mí sí, pues mi jefe ha cerrado el caso y yo lo he firmado, mecachis en él, y ahora ya no atañe a mi departamento. Pero para usted, que es funcionario de la Buoncostume…, hacer alguna pregunta sobre un guardián de prostíbulo que se ha ahorcado no está fuera de lugar. -Le lanzó otra rápida mirada maliciosa, sonriente-. Al fin y al cabo, no se trata de volver a abrir el expediente, ¿no? Sólo de unas preguntas.

– Sólo de unas preguntas -repitió De Luca.

– Sólo para tener las ideas más claras…

– Un poquito más claras, sí…

Se separaron juntos de la barra, pero Pugliese fue más rápido, chasqueó el pulgar y el índice y con un gesto volátil hizo que lo añadieran a su cuenta sin dar tiempo a De Luca a tocar su cartera.


«Atención, señoras y señoritas: estudien el modo de cerrar la tarjeta sin mancharla de carmín. Está absolutamente prohibido hacer otras marcas, firmar las tarjetas, escribir viva o abajo. Es obligatorio devolver el lápiz».


Cruzados por las barras metálicas en forma de estrella y amarilleados por la luz encendida de las farolas, los lunetos de cristal que se abrían sobre las puertas de Via delle Oche parecían gajos de limón. Limones verdes, pálidos, pues aunque el aire era ya gris a esa hora del atardecer, todavía no estaba tan oscuro como para encender las luces, y las lámparas detrás de los vidrios resultaban descoloridas en contraste con el sol del ocaso.

En la calle ya había gente. Bajo los soportales, un hombre caminaba rápido, a ras del muro, con el sombrero calado sobre los ojos; otro, delante de un portal, tenía el pie en el peldaño y tamborileaba impacientemente con los dedos al lado del timbre; y dos militares, en medio de la calle: de los dos, sólo uno iba de uniforme, pero era como si el otro también lo llevara, era joven, de cabello cortísimo que le hacía la cabeza redonda y, ya borracho, saltaba en el arroyo casi seco que corría hasta la rejilla del desagüe del centro de la calle.

– Cómo se nota que en Bolonia el ayuntamiento es rojo -dijo Pugliese, tocando con la punta de los dedos el interior del codo de De Luca. Levantó la barbilla con un movimiento seco, de rapaz, y señaló un cartel pegado en la columna de un soportal, en la calle. Era demasiado ancho y las dos franjas laterales dobladas en las esquinas de la columna lo habían convertido en un cuadrado blanco, pero se veía igualmente que era una esquela, con una lista negra alrededor de la inscripción de macizas letras de imprenta, «su S. Goffredo Orlandelli», y debajo la línea en finas minúsculas: cav. off. av. lic.

– Poner la esquela de su señoría Casa e Iglesia en Via delle Oche suena casi como una blasfemia.

De Luca sonrió y levantó el brazo para señalar otro cartel, puesto en el alféizar de una ventana cerrada, casi detrás de la columna. «Tenemos a la Ferraresa», ponía en letras de imprenta irregulares y a lápiz rojo.

– Tal vez eso sea más apropiado -dijo, levantando el brazo para volver a señalar, pero esta vez el número del azulejo blanco, justo entre el cartel de la ventana y un portal cerrado, con una puerta de dos hojas estrechas: era el 16, pero el luneto encima de la puerta, rectangular y cubierto por los rombos de una espesa celosía, estaba apagado.

– No hay timbre -dijo Pugliese. Llamó con el puño plano sobre la madera clara de la puerta, dos golpes que le dejaron una fina astilla medio clavada bajo la piel.

– Mecachis… -murmuró Pugliese, mirando de reojo a un hombre con chaqueta corta, apañada de un abrigo militar, que se había puesto a la cola y lo miraba sonriente. De Luca se acercó al portal, e iba a llamar de nuevo cuando de la celosía de una ventana que se abría en el muro por debajo de ellos, a la altura de una bodega, salió una voz fina, casi infantil.

– Está cerrado… ¿quién es?

De Luca se agachó sobre la celosía, con las manos apoyadas en las rodillas.

– Vicecomisario De Luca -dijo-, de la Buoncostume.

El hombre de la chaqueta corta dejó de sonreír, se despidió con una inclinación y se alejó a toda prisa. También en el interior de la casa alguien se había apresurado a alejarse. Se oyó un ruido rápido de zapatillas, un frufrú de tela que luego se convirtió en un chasquido húmedo, como si la niña se hubiera quitado los zapatos para correr más rápido. De Luca suspiró, miró a Pugliese, que se estaba lamiendo el corte de la mano, y luego levantó el brazo, pero tampoco esa vez logró llamar. Otro frufrú, más claro y decidido que se acercaba, y tras un instante de silencio, un poco vacilante, el chirrido seco de la puerta, como si la arrancaran de la jamba. Un olor penetrante y fuerte agredió a De Luca en el acto; entornó los ojos y deglutió el sabor ácido del limón hasta el fondo de la garganta, con los labios contraídos en una mueca de fastidio.

– Es lisoformo -dijo una mujer-. Está cerrado y estamos haciendo la limpieza.

– ¿Y hacen la limpieza de noche? -preguntó Pugliese, que había retrocedido un paso bajo el soportal.

– Cambio de quincena. Mientras llegan las nuevas.

– ¿Y quieren morir envenenadas, por hacer la limpieza?

– Aquí se nota más porque las ventanas de delante no se pueden abrir, por ley. Además, estamos acostumbradas.

De Luca tosió sobre el puño cerrado, un golpe seco que le aclaró la garganta y le hizo lagrimear los ojos. Por un momento, vio a aquella mujer a través de un velo brillante y fino que le hizo pensar en los primeros planos de las actrices americanas, empañadas por los filtros como en un espejismo. Mientras se preguntaba el porqué de aquella idea, la mujer debió de leerle la duda en los ojos, pues también lo miró fijamente, desconfiada. No tenía nada de actriz americana, iba demasiado desaliñada, era demasiado llena, demasiado ajada y demasiado oscura. Tenía el cabello negro, recogido en un moño en la nuca, un largo mechón ondulado le había caído por un hombro y otro más liso le bajaba por la frente, en forma de arco, casi sobre los ojos. Las cejas marcadas, negras y claras, como las arrugas que le destacaban los pómulos altos y las comisuras de los labios gruesos, más oscuros de lo normal. Tendría unos treinta años y no era guapa.

– La señorita no guarda el decoro -dijo Pugliese, malicioso, y sólo entonces De Luca se dio cuenta de que vestía una combinación clara, que llegaba poco más abajo de la rodilla, y un chal de lana, negro también, cruzado a la espalda.

– Estoy en mi casa -dijo la mujer, sin dejar de mirar a De Luca-. Y está cerrado.

Pugliese sonrió, con un soplido que parecía un gruñido:

– Llevo veinte años en la Policía y nunca he visto que una maîtresse dejase en la puerta a un comisario de la Buoncostume.

– Yo no dejo a nadie en la puerta, «La seguridad pública tiene la facultad de acceder cuando considere oportuno a los locales del meretricio» -recitó-. Son ustedes quienes se quedan en la puerta. Si lo desean, pueden pasar.

Pero no se movió. De Luca alargó el cuello y echó un vistazo por encima de su hombro al zaguán de azulejos blanquecinos que cubrían hasta media pared, la mesa con la lámpara de pantalla torcida y flecos rotos, la escalera que se abría detrás, subía junto a un pasamanos de metal y desaparecía en la oscuridad. Más que un burdel, aquello parecía un baño público.

– No importa -dijo, deteniendo a Pugliese, que, en un impulso, había hecho ademán de apartar a la mujer para entrar-. Sólo un par de preguntas, para cerrar el expediente nada más… Ermes Ricciotti…

– Ha muerto.

– Sí, lo sabemos. Ermes Ricciotti…

– Se ha ahorcado.

De Luca asintió, atajando un suspiro que hizo que el lisoformo le irritase la garganta.

– También lo sabemos. Sabemos un montón de cosas y queremos saber más. Usted es la Tripolina, ¿verdad? ¿Cómo se llama de nombre la señora Tripolina?

– Claudia.

– ¿Qué más? ¿Claudia Tripolina?

– No, Claudia Tagliaferri. Tripolina es un nombre artístico.

– Bien… entonces, señora Claudia Tagliaferri, de nombre artístico Tripolina, ahora dígame cómo era el tal Ricciotti, qué gente veía y por qué motivo cree usted que se ha matado… y déjeme hablar además con las chicas que lo conocían mejor, a este Ricciotti, si no, yo vuelvo a comisaría, me repaso el Título Séptimo del Texto Único de SP, el del meretricio, y verá cómo encuentro un modo para quitarle la licencia a la señora Claudia Tagliaferri, de nombre artístico Tripolina.

– Señorita.

De Luca apretó la mandíbula, mientras un escalofrío le recorría la espalda. Lanzó una mirada a Pugliese, que son reía asombrado, boquiabierto, pero luego volvió la vista hacia la mujer, que tampoco le quitaba los ojos de encima, lo miraba a los ojos, con los brazos abandonados a los costados de raso de la combinación y los labios apretados, marcados en el medio por una línea cada vez más blanca. En la expresión de Claudia Tagliaferri, de nombre artístico Tripolina, no señora sino señorita, inmóvil y dura en el umbral de un burdel que parecía un baño público, en esa expresión había algo a medio camino entre la rabia y el miedo. Por un instante, sólo un instante, pareció más miedo que rabia, pero luego Claudia Tagliaferri, de nombre artístico Tripolina, señorita y no señora, se inclinó rápidamente, se quitó una pantufla y, de un golpe que resonó por todo el zaguán, aplastó un escarabajo que estaba subiendo por la pared.

– ¡Me cago en diez! -dijo Pugliese con voz aguda, pues el chasquido lo había sobresaltado-. Comisario, yo voy a llamar al departamento desde el burdel vecino a ver si me han buscado… y de paso me tranquilizo. Si permite, le doy una idea para el arresto, porque la vocecita que hemos oído en la puerta era de una menor y quizás la señorita Tripolina no sabe que a los lugares de meretricio no pueden acceder los menores de dieciocho años. Con permiso.

– La Lisetta no es una menor…, tiene dieciocho años cumplidos, aunque tenga todavía voz de niña. Yo la ley la conozco.

Había mascullado, obstinada pero en voz baja, como para sí, y había apartado la mirada, con la pantufla todavía en la mano y el pie desnudo apoyado en una rodilla. La combinación le había caído hacia atrás por la pierna y De Luca advirtió que no era tan llena y redonda como le había parecido al principio. Tampoco el rostro estaba tan ajado… estropeado sí, pero no ajado. Podía tener treinta años, y tal vez incluso era guapa.

– ¿De verdad nació en Trípoli? -preguntó. La Tripolina negó con la cabeza. Limpió la punta de la pantufla contra la jamba, la dejó caer al suelo y le dio la vuelta con el pie llevándola contra la puerta para poder ponérsela.

– No, nací en Alessandria. No en Alejandría de Egipto, ¿eh? En Alessandria de Piamonte. Me llaman Tripolina porque hice el oficio en las colonias durante dos años, en la guerra. Pero me llamaban así ya antes, porque siempre he tenido la piel un poco oscura…

– ¿Cómo era Ricciotti?

La Tripolina levantó los ojos, de nuevo con dureza. Volvió a fruncir los labios. De Luca cerró los ojos, apretando la mandíbula. La voz le salió como un silbido entre los dientes.

– Mañana por la mañana en comisaría. Tú y todas las chicas que conocían a Ricciotti… -dio un golpe con el pulgar al cartel de la ventana-, incluida la Ferraresa.

La Tripolina abrió la boca, con un suspiro contenido que era casi un sollozo, y sorprendiendo una vez más a De Luca, que arrugó el ceño. Ella se asomó rápidamente a la puerta, cerrándose la combinación sobre el seno, y arrancó el cartel de la ventana. Entonces levantó la cabeza, pues las ventanas de la casa de enfrente se habían abierto con un fuerte chirrido de óxido acumulado durante años. De Luca también se volvió, levantando la mirada hacia Pugliese, que mantenía abierta la ventana con las dos manos, mientras detrás de él una mujer trataba de cerrarlas repitiendo:

– Señor, que no se puede, señor.

– Comisario, yo tengo que irme -gritó Pugliese-, y, se lo pido como favor personal, venga usted también… Han degollado a un hombre en el parque de la Montagnola.


«Tipografía destruida en Reggio: destruido un número de la Penna con revelaciones sobre el plan K».


«Silencio sobre el tráfico de armas monárquico-fascista en Bolonia».


La hierba relucía bajo los fogonazos de los fotógrafos. Alumbrada por instantes brevísimos, aparecía nítida, brizna por brizna, brillante y roja, y luego volvía a ser una mancha más oscura que el resto del prado que descendía, en una cuesta entre las colinas del parque de la Montagnola. En medio de la mancha, con las piernas arriba, cruzadas dibujando un cuatro, y los brazos abajo, más abajo de la cabeza, había un hombre, alumbrado también por los relámpagos de las máquinas fotográficas que se reflejaban furiosos en los botones de metal de la chaqueta, en sus gafas cruzadas sobre la frente, incluso en sus dientes, descubiertos por una sonrisa torcida.

– Aquí no hay quien diga que es suicidio, comisario… Cuidado con esa bici.

Había una bicicleta Bianchi con los neumáticos llenos volcada en un sendero en la cima de la colina, y De Luca levantó una pierna, franqueándola casi inconscientemente, pues miraba absorto, abajo, al cadáver en medio de la mancha oscura, a los guardias de uniforme, a los fotógrafos de la Científica. Se habría echado a correr para llegar más rápido, pero el descenso era empinado y oscuro, iluminado solamente por la lámpara de carburo de un sereno. De pronto, un Millecento surgió entre los árboles del parque, se detuvo en lo alto de la duna con el motor encendido, y un agente de uniforme, con la abrazadera de un cable en la mano, abrió el capó. Deslumbrante y repentina como la de los flashes, la luz blanca de un reflector proyectó la sombra de De Luca, larguísima, hasta el cadáver, en medio de la hierba ensangrentada.

Del Millecento había bajado un hombre con un gabán a los hombros. Él sí echó a correr, de suerte que resbaló por la zanja, pasando a toda velocidad junto a De Luca, que lo pescó por un brazo y lo puso en pie, reparando en que bajo el gabán el hombre llevaba smoking y pajarita blanca.

– ¿Qué diantre ha pasado? -gritó el hombre, frenando la bajada a un paso del cadáver. Levantó un pie para mirarse el zapato de charol a la luz del reflector y murmuró-: ¡Dios, pero si esto es sangre! -y dio un salto atrás saliendo rápidamente de la mancha oscura de hierba-. ¡Pugliese! -gimió, frotando las suelas por el suelo-, ¡inspector Pugliese! Pero ¿qué coño ha ocurrido aquí?

– Un muerto, señor -dijo Pugliese, con un suspiro-, un asesinato. Quédese en la grava, que se moja los zapatos…

Mientras tanto, De Luca se había acercado. Con las manos en los bolsillos para mantener levantado el borde de los pantalones, se había puesto al lado del sereno que aguantaba la lámpara, bajándole el brazo para que alumbrara mejor el rostro del cadáver. Un hombre en mangas de camisa, agachado junto al muerto, levantó el pulgar en señal de aprobación.

– Bien, así…, gracias. Un poco más abajo, que quiero verle las manos. Debe de haber arañado como un gato…, tiene todas las uñas rotas…

– ¿Es eso oro? -preguntó De Luca, y señaló un brillo claro que había visto en el cuello del muerto.

– Es oro. Y lleva también en el dedo… un anillo así de gordo. Y el reloj.

– ¿La cartera?

– Aquí está, señor…

Un agente de uniforme se asomó por delante del sereno y tendió a De Luca una cartera fina, clara, retirándose enseguida porque se estaba interponiendo ante el haz de luz, y el hombre en mangas de camisa ya había iniciado un mecagoen… De Luca tomó la cartera en la palma de la mano, como si quisiera sopesarla, ligera, fina y lisa con una flor bordada en la piel clara. Una cartera de piel curtida, refinada, casi de mujer. Estaba a punto de abrirla cuando el hombre del smoking lo alcanzó, caminando de puntillas.

– Comisario Bonaga, jefe de la Escuadra de Homicidios -se presentó. Tendió la mano a De Luca, que se quedó mirándola un instante, pues pensaba que quería estrechársela y no obstante tenía la palma para arriba.

– Ah, claro… -dijo De Luca-, la cartera -y se la puso en los dedos, sonrojándose, sin saber siquiera si era de apuro o de rabia. Bonaga la sostuvo con la mano abierta y luego se la pasó a Pugliese.

– No faltaba más -dijo-, entre colegas… ¿Has visto cómo voy vestido? Es que estaba yendo a ver Cuidado que te como, la última revista de Totò, con mi novia, cuando me han llamado a casa de comisaría… ¡imagínate, a casa!, ¿te das cuenta?

Le había puesto una mano en el hombro, jovial, pero De Luca no se había dado cuenta. Miraba a Pugliese, estirando el cuello para ver qué había en la cartera.

– Osvaldo Piras, antes Gavino, nacido en Sassari en el novecientos dos… -murmuró Pugliese, inclinando el carné de identidad para que le cayese luz.

– En fin, aquí mal no se está, ya lo verás. Es una ciudad tranquila, aparte de algún accidente como éste…

Pugliese sacó de la cartera algunos billetes de cien liras doblados por la mitad y pasó rápidamente el pulgar por las esquinas para contarlos.

– Tres -había murmurado, lanzando una mirada a De Luca. Luego metió los dedos en el bolsillo de los documentos y sacó un papelito doblado en cuatro, que desplegó.

– El jefe también es un hombre tranquilo, aunque habrá que ver si sigue después de las elecciones, claro…

De Luca miró a Pugliese, que se encogió de hombros, con una mueca indiferente. Pero no logró contenerse:

– ¿Qué es? -preguntó.

– Eso, ¿qué es? -preguntó Bonaga, distraído. Pugliese levantó el papel y lo mantuvo abierto con tres dedos, para que De Luca pudiera leerlo.

– Es el anuncio de un estudio fotográfico, en la calle Marconi. Nuestro Piras era fotógrafo.

Bonaga levantó la mano y la sacudió, como para esparcir las palabras en el aire.

– Vale, inspector, vale. Póngalo todo junto y mañana por la mañana nos lo miramos en comisaría. Aquí me parece todo claro, ¿no? Este tipo cruzaba el parque para volver a casa y lo han matado para robarle el dinero…

– El dinero lo lleva todo encima, señor -murmuró Pugliese, con una sonrisa maliciosa, y miró a De Luca, que se había cogido el mentón y miraba fijamente la hierba, pensativo.

– ¡Entonces era un putero! -dijo Bonaga-. Se lo montan en la Montagnola, ¿no? ¡Va medio desnudo! Está claro: mientras se apartaba con una mundana…

– Yo también lo he pensado -dijo De Luca, para sí-, pero habríamos encontrado la bicicleta apoyada en un árbol y no en la zanja. A éste lo han detenido aposta, lo han degollado en el camino y él ha caído por la cuesta. Entonces han empezado a registrarlo y cuando ha aparecido el sereno han escapado.

Bonaga apoyó la mano en el hombro de De Luca, que esta vez la notó, pesada y molesta como el olor de brillantina, penetrante incluso al aire libre, cuando se le acercó con la cabeza.

– Eh eh, poco a poco con las teorías. Hasta prueba contraria, soy el jefe de Homicidios y no te permito…

– Pero mira, mira…

Pugliese había hurgado mejor con los dedos en el bolsillo de los documentos y había extraído una fina cartulina cuadrada, dejándola asomar de la cartera.

– Era comunista, comisario. Con carné y todo.

Bonaga se acercó de un salto, olvidándose de los zapatos que se hundían en la hierba ensangrentada, y arrancó la cartera de las manos de Pugliese.

– ¿Un comunista? ¿Y me lo dices ahora? Dame eso.

Sacó el carné del bolsillo y echó a correr por la zanja, inclinado hacia delante, con una mano casi en la hierba para no resbalar.

– ¿Usted a quién cree que va a llamar? ¿A Scala o a D’Ambrogio? -preguntó Pugliese.

– Quizás a los dos. Aunque la lógica diría que hay que ir corriendo a casa del muerto. Pues, si no lo han matado por dinero, o bien han encontrado ya lo que buscaban porque lo llevaba encima, o bien no, porque lo tenía en casa.

– Caray, comisario… Hace falta la orden de un juez para ir a registrar un piso.

– Ya. Pero para ir a advertir del fallecimiento a posibles parientes que vivan con él y de paso echar un vistazo no hace falta nada.

– ¿Y si no vive con parientes, sino solo?

– Entonces que nos abra el portero.

Pugliese suspiró, encogiéndose de hombros.

– No sé, no sé…, comisario, yo estoy en Homicidios y cumplo órdenes del señor Bonaga…

– Y yo estoy en la Buoncostume y las órdenes me las doy solo. Dígame la dirección, inspector, que le ahorro el mal trago de avisar a los parientes.

– Vive en un edificio de Via Marconi… pero no le digo dónde está, porque voy con usted. Caray, comisario, cuando vuelva Bonaga y no me encuentre me echa una bronca…

– Usted lo pinta todo muy fácil, pero aun así haría falta una orden…

De Luca se tocó la nariz con la punta de un dedo y Pugliese asintió, levantando la mano. Había hablado en susurros, pues el portero estaba de espaldas pero lo bastante cerca para oírlo, antes de desaparecer tras la cortina de la portería. Volvió con un juego de llaves cogidas a una anilla, tan denso que ni siquiera tintinearon cuando las hizo saltar en la palma de su mano, quieto ante la puerta de la portería, rascándose la cabeza por encima de la fina capa del peluquín.

– Pero es que a mí, comisario, no me parece muy legal subir así… ¿En serio han matado al señor Piras?

Se encogió de hombros cuando De Luca asintió y salió de la portería, señalando la caja del ascensor con un gesto de la barbilla:

– En fin… entonces no creo que nadie vaya a protestar. El señor Piras siempre estaba solo… aparte de las visitas.

Lo había dicho volviéndose por encima del hombro mientras descorría la verja de hierro del ascensor, y lo repitió mientras abría las puertas, con los labios levantados sobre los dientes en un fino silbido.

– Mujerzuela extraña, alegre… no sé si me explico.

– Se explica, se explica -murmuró Pugliese, entrando en el ascensor-. A ver si al final va a tener razón Bonaga, comisario… Sería la primera vez…

El portero se apartó para dejar pasar a De Luca y se asomó a la puerta para encender la luz pulsando el botón de la pared de enfrente. El interruptor quedó pulsado iluminando toda la escalera, oval y altísima, abierta en el centro del edificio.

– Estas cosas no pasaban antes -dijo, tamborileando en el pasamanos de mármol oscuro que subía en espiral, paralelo a la escalera, alrededor de la caja del ascensor-. Ustedes dirán lo que quieran… Que era un ladrón, que era un delincuente, pero cuando él estaba estas cosas no ocurrían… ¡Ea!, y ahora, si quieren, pueden esposarme.

El portero tendió los brazos, con las muñecas cruzadas y los puños apretados, y levantó el mentón, mientras un mechón del peluquín le caía por la frente. En ese momento el zumbido de la luz eléctrica cesó de golpe y el ojo de la escalera se sumió en la oscuridad. De Luca, apoyado en el espejo dentro del ascensor, resopló fastidiado y cruzó los brazos ante el pecho.

– Démonos prisa, por favor.

– Sí -dijo Pugliese-. Deje la luz y entre, que subimos a oscuras. Y ahórrese los comentarios políticos, ya votará dentro de unos días.

– ¡Ah, sí… y tengan por seguro que mi voto yo se lo doy al Uomo Qualunque! Estábamos mejor cuando estábamos peor, que se lo digo yo…

El portero pulsó el botón del último piso y la caja metálica se levantó del suelo con una sacudida. Pugliese no respondió, pero hasta en la oscuridad se notaba que sonreía. En cambio, De Luca suspiró, inmerso en aquellas tinieblas casi totales, elevado hacia lo alto por un movimiento un tanto vibrante y tan lento que parecía inexistente. Cerró los ojos: se estaba acostumbrando a la penumbra y el reflejo blanco de las paredes que pasaban por delante ya le molestaba. El cansancio, como siempre, lo atacó súbitamente por la espalda, pesándole en la nuca y en los hombros con una sensación casi física que le hizo abandonar los brazos a los costados. Con la cabeza, mentalmente, seguía trenzando palabras sobre Piras, sobre la Montagnola y sobre todos los posibles desarrollos del caso, pero habría abandonado el mentón sobre el pecho en una cabezada inquieta si no hubiera sido por la voz apenas articulada de Pugliese, con una puntita de nerviosismo, que le hizo abrir los ojos de golpe:

– Hay luz en el último piso.

De Luca levantó la cabeza hacia la línea negra de la escalera que se aproximaba desde lo alto y vio una fina tira amarilla de luz filtrada por debajo de la puerta. Apenas tuvo tiempo de vislumbrar la mancha más oscura que interrumpía la franja a la altura del suelo y subía hacia arriba, clara como la silueta de un hombre a contraluz, y entonces vio las llamaradas, largas y azuladas, y las chispas en el metal de la celosía, que saltaban rojas contra la oscuridad.

El portero gritó y gritó también De Luca, acurrucado en un rincón del ascensor, aplastado más por la explosión atronadora de los disparos que por el miedo. Se metió la mano en el bolsillo del gabán, buscando la pistola, pero Pugliese ya había sacado la suya y estaba disparando, dos, tres, cuatro disparos que llenaron el habitáculo de una lluvia de astillas de madera y de cristal. Las detonaciones le resonaron en el estómago, dejándolo sin aliento, y cuando el ascensor se detuvo con un saltito, De Luca se lanzó contra las puertas desgoznadas, guiándose por el reflejo de los cristales rotos, y se puso a tirar con los dedos entre el enrejado de la puerta.

Alguien encendió la luz. De Luca se encontró en un descansillo, con las piernas flexionadas, los brazos abiertos y la pistola en la mano, desorientado y petrificado como para una fotografía, idéntico a Pugliese, que lo miraba. En el descansillo había una puerta abierta, y entraron por ella corriendo.

– ¡Joder! -imprecó Pugliese, cayendo de bruces al suelo. De Luca dio un salto, esquivando una silla volcada, y luego se aferró a una mesa para no tropezar con el cajón. En la sala, lo notaron en el acto, parecía que acabara de explotar una bomba cubriendo el suelo de papeles, libros y cristales rotos y de relleno del sofá, reventado a cuchilladas. La ventana de la pared de enfrente estaba abierta, y De Luca se lanzó hacia ella agarrándose a la jamba, justo a tiempo para distinguir la silueta de un hombre que corría por el tejado, encorvado, saltando sobre las tejas. Sacó una pierna por el alféizar, tocando con la punta del zapato las tejas inclinadas que descendían hacia el espacio abierto entre la calle y el edificio de delante, pero algo le comprimió el estómago cuando miró hacia abajo, más allá del canalón. Entonces levantó la pistola, cerró el ojo izquierdo y apuntó a través de la V de la mirilla a la sombra encorvada que corría contra una luna apagada, medio cubierta por una nube azulona, y le gritó:

– ¡Policía! ¡Quieto o disparo!

La sombra se detuvo, haciéndose más pequeña, y por un instante giró la cabeza de lado, mostrando un perfil fugitivo, iluminado de azul. Luego se desvió lateralmente y, tras golpear las tejas con un ruido hueco y grave de tacones, saltó del tejado y voló hacia el edificio de enfrente, al otro lado de la calle. A De Luca le dio la impresión de que volara realmente, con los brazos levantados por encima de la cabeza, las piernas encogidas como garras de pájaro y el gabán abierto y fluctuante en el aire como unas alas. Pero fue cuestión de segundos, porque enseguida oyó el golpe de las uñas contra la pared al fallar el agarre; la sombra lanzó un chillido precipitándose como una piedra, a toda velocidad, y se estrelló tan secamente que De Luca encogió la cabeza entre los hombros con violencia.


– ¡Pugliese! ¡Inspector Pugliese, suba!

Asomado al ojo de la escalera, con las manos en la barandilla negra para vencer la ligera sensación de vértigo que lo abordaba cada vez que se asomaba a una altura, De Luca tuvo la impresión de no poder oír su propia voz. Las cinco vueltas de descansillos estaban llenas de gente en bata, en pijama, de calle o de uniforme, que hablaban cada vez más alto. Era un bisbiseo, luego un murmullo y pronto un vocerío de gritos confusos que resonaba entre los descansillos, se introducía por las puertas abiertas de los apartamentos, ascendía por el ojo del edificio y lo llenaba, intenso y sólido, casi como si se pudiera tocar.

A los primeros disparos, todos los inquilinos del edificio habían salido como si hubieran estado esperando detrás de la puerta, topándose con Pugliese ya cuando bajaba corriendo las escaleras a contracorriente. Un hombre en bata, al verlo correr con la pistola en la mano, lo aferró por las solapas del abrigo, gritando:

– ¡Qué has hecho, desgraciado!

De Luca se metió en el bolsillo la suya y con las manos en alto y tendidas hacia delante se plantó en el umbral del piso, repitiendo:

– ¡Policía! ¡No se puede pasar, policía!

Empujó hasta que logró despejar el descansillo. Puso una silla de través en el umbral y se arrodilló en el suelo, entre los papeles esparcidos y los cajones volcados, a rebuscar, más con las manos que con los ojos. Así lo encontró el primer agente llegado por la tempestiva llamada del portero, que murmuró «¡joder!», como Pugliese, al golpearse la espinilla con la silla derribada, mientras se llevaba la mano a la pistola, enfundada en la bandolera. Quien lo detuvo fue una mujer que se aguantaba sobre la combinación un gabán cortado de un abrigo alemán, y que le puso una mano en el brazo susurrando: «Déjelo, es policía», con tono a la vez perentorio y maternal. Tal vez por el tono, o tal vez por el recuerdo de los grados de la Feldgendarmerie todavía en el abrigo, el agente asintió, y se llevó la mano a la visera cuando De Luca pasó delante de él apartándolo bruscamente para asomarse a las escaleras.

– ¡Inspector Pugliese! ¡Suba, que he encontrado algo!

Al oír el zumbido metálico del ascensor, De Luca volvió a entrar en el apartamento de Piras. Se sentó en un extremo del sofá, encima de un almohadón de funda roja surcada por un corte largo como una sonrisa de oreja a oreja, y despejó una esquina de la mesita de cristal que tenía delante. Apoyó la carcasa de una máquina fotográfica a la que habían arrancado la puertecilla, doblando también el botón de rebobinado, y se quedó mirándola. La había encontrado en el suelo, detrás de la cortina negra que dividía la sala del estudio fotográfico. Las fotografías que tenía en la mano, en cambio, las encontró tras un cajón, dobladas y medio salidas, como si hubieran caído allí casualmente. Entre ellas había una grande, con un reborde blanco, cruzada en una esquina por una inscripción incierta: «Enlace de Ermes y Lisetta», a mano. Bajo las letras, una muchacha menuda, jovencísima, abrazada a Ermes Ricciotti; Ermes, tieso, con traje y corbata, y ella, Lisetta, más natural, con una falda a rayas y sandalias con cuña de corcho, las mismas sandalias y la misma falda del trozo de fotografía del aparador de Ermes. Sonreían sobre un fondo de olas de papel que De Luca había encontrado asimismo despedazado tras la cortina negra. Lo más raro era que en todas las demás, con el reborde blanco, estaba Ermes, tieso, en traje y corbata; sólo la chica cambiaba cada vez, junto con la inscripción: Assuntina, Teresina, Lisetta…

– Entonces no nos hemos entendido, abogado De Luca.

De Luca levantó la cabeza, y en la puerta no vio a Pugliese, sino a D’Ambrogio. Lo reconoció con una fracción de segundo de retraso, pues por su voz de falsete se esperaba casi encontrarse con un niño y no con un hombre altísimo, de carrillos redondos y blanquísimos y labios apretados. Se levantó de golpe, cogiendo la fotografía.

– Hay elementos nuevos, señor vicario -dijo de sopetón-, creo que este crimen puede estar relacionado…

– Entonces no nos hemos entendido, abogado De Luca -repitió D’Ambrogio, y De Luca se quedó inmóvil en medio de la sala-. Creo que el jefe ha sido claro, esta mañana… Las invasiones de departamento no están bien vistas… ¿Qué hace aquí?

– Casualmente me encontraba con el inspector Pugliese…

– Al inspector Pugliese ya lo he mandado a comisaría a hacer un informe sobre los acontecimientos. Luego me encargo de él. ¿Y usted qué hace aquí?

– Casualmente…

– Casualmente, abogado De Luca, usted se encontraba en el lugar de un delito que no era de su incumbencia y, asimismo, casualmente, se ha encontrado en medio de un tiroteo nocturno. Bolonia no es el Chicago de los gánsteres, señor. ¿Cuáles son esos elementos nuevos?

De Luca dio un paso adelante. Se aclaró la voz antes de hablar y se esforzó por contener su ardor.

– Es que podría haber una relación entre este Piras y el hombre asesinado en el burdel, señor, puesto que, extrañamente…

– A ver, al hombre del burdel no lo han asesinado, sino que se ha suicidado.

– Bueno, pero…

– ¡Pero nada, De Luca! ¡Nada! -D’Ambrogio levantó la voz en un gorjeo, mientras los carrillos se le teñían de rojo-. ¡Ése es un caso cerrado, se trata de un suicidio y ya no nos concierne! ¡El del comunista ese al que han matado esta noche es un homicidio y no le concierne a usted, sino al señor Bonaga, y este… -movió la mano abierta en un gesto circular, señalando la sala-, este jaleo que hasta ahora no es más que un intento de robo tampoco le concierne a usted, sino a la Escuadra Móvil! ¿Sabe cuál es su trabajo, vicecomisario adjunto De Luca? ¡Seguir a las putas, vigilar que no sean menores y que no peguen la blenorragia a la gente bien! ¿Le ha quedado claro, abogado De Luca?

D’Ambrogio había gritado y De Luca había apretado los dientes para no gritar también. Hubiera querido decirle que había un montón de cosas poco claras, que había descubierto más pistas él en unas horas de las que encontraría Bonaga en un año y que, aunque estuviera en la Buoncostume, seguía siendo policía, y además bueno. Hubiera querido gritárselo, o simplemente soltar un grito, pero no dijo nada, sólo «no soy abogado», y en voz baja. D’Ambrogio asintió, mientras los carrillos recuperaban su color blanco. Cogió a De Luca por un brazo y lo empujó hacia la puerta.

– Vuelva a casa -le dijo-, échese un buen sueñecito y mañana, con calma, haga su informe del tiroteo… sobrio, sin garambainas, el tiroteo y basta. -Le tendió una mano blanquísima, que De Luca estrechó instintivamente, y, sin esperar respuesta, murmuró-: Váyase, vicecomisario adjunto, encárguese de las putas, que también son importantes -y lo empujó hacia la puerta, casi con suavidad.


Fuera el aire era fresco y De Luca se cerró el gabán en torno al cuello, exhalando una bocanada de vapor enrarecido, por el frío tardío de aquella primavera. Giró en torno a un jeep vacío, parado en medio de la acera, y vio apoyado en el estribo al hombre en mangas de camisa que había visto en la Montagnola, sobre el cadáver de Piras. Dio sólo un paso por la acera y se detuvo, volviéndose a mirarlo por encima del hombro:

– El hombre que ha caído del tejado…

– Murió del golpe. El presunto ladrón.

– El presunto ladrón, sí… ¿Tenía marcas en la cara o en las manos?

El hombre en mangas de camisa sonrió:

– ¿Quiere decir arañazos? Tenía dos aquí, en la mejilla, y otro en el otro lado. Sí, es justamente como cree usted, abogado.

De Luca también sonrió:

– No soy abogado -murmuró, y cruzó la calle, justo cuando D’Ambrogio salía del edificio.

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