CAPÍTULO CATORCE

– Carnera se ha pegado un tiro, ingeniero. En cuanto nos hemos acercado a la casa con los carabineros y los polacos, se ha puesto la pistola bajo el mentón y ha disparado.

De Luca estaba sentado en un taburete, con la espalda apoyada en la pared del calabozo y un periódico sobre las rodillas. Había llegado una mujer, por la mañana temprano, y había lavado el piso y rociado las paredes con un desinfectante que tenía un fuerte olor de alcohol. Leonardi hizo una mueca, asqueado, y abrió la puerta de par en par. Se sentó en el catre, junto a De Luca.

– Los polacos se han llevado a su Sissi -dijo-, así que todo ha terminado. Había preparado un informe con tres copias, una para mí, otra para la Military Police y otra para los carabineros… -Sacó del bolsillo de la cazadora un papel protocolario, doblado en cuatro-. Lo he puesto todo, Carnera que va a ver al conde, Carnera que mata al tío antes de darse cuenta de que es un oficial polaco, Delmo Guerra que ve cómo entierra Bedeschi los cuerpos en el terreno y que lo chantajea con lo único que puede asustarlo, una intervención de los aliados, y Carnera primero le paga y luego se carga a toda la familia… Pero el capitán de los MP ha cogido mi informe y ha hecho esto. -Leonardi rasgó el papel todo a lo largo y sobrepuso las dos mitades-. Entonces, el inspector de los carabineros dijo «a sus órdenes» e hizo así. -Rasgó el papel en el otro sentido y lo tiró por el aire. Un trozo planeó hasta detenerse en su hombro.

– Es comprensible -dijo De Luca-. Es una historia embarazosa.

– Pues sí, así están todos contentos, Savioli y Bedeschi, que han quitado de en medio a Carnera… y también Baroncini, que ha vuelto de Bolonia y ha regalado los cristales a la escuela.

– ¿Y usted, brigadier? ¿Está usted contento?

– No lo sé… no sé si estoy contento. Los carabineros han dicho que hará falta gente como yo en la policía, pero no se referían a mi buen trabajo… se referían a que se puede confiar en mí.

Leonardi sacudió la cabeza, apretando los labios, luego se encogió de hombros.

– Pero, en fin, sí, estoy contento… Es lo que quería. Aunque lo siento por Carnera.

De Luca se miró las manos, tocándose con un dedo las llagas de las palmas, hinchadas y brillantes. No estaba acostumbrado a cavar.

– No se trata de un enfrentamiento moral entre buenos y malos, brigadier -dijo-. Para nosotros el homicidio es sólo un hecho físico, una cuestión de responsabilidad penal. Su Carnera cometió un error y los errores se pagan.

Se dio cuenta de que Leonardi lo estaba mirando con una expresión extraña que lo incomodó.

– Me alegro de que piense así, ingeniero -dijo Leonardi, bajando los ojos-. Porque los polacos se fueron… pero los carabineros siguen aquí.

De Luca abrió la boca y el periódico se le cayó de las rodillas.

– Todo el mundo sabía ya quién era usted -dijo Leonardi-, no podía seguir ocultándolo… además, ay, Dios, ingeniero…

De Luca miró a su alrededor, desorientado, y se mordió un labio, con un breve suspiro que era casi un gemido. El miedo le contrajo el estómago y bajó la mirada, tragando saliva.

– Pues sí… -murmuró-, pues por qué no, quizás es mejor… así lo aclaro… lo aclaro todo.

– Claro que sí… -dijo Leonardi-, es lo que hay que hacer…, un buen abogado, una buena defensa… verá cómo se arregla todo, ingeniero.

Se miraron a los ojos, cabeceando, evitando mirar el periódico abierto sobre el suelo, con el titular de la primea página: «Tribunal penal extraordinario: condenado a muerte el criminal Rassetto».

– Ingeniero -dijo Leonardi-, comisario…

Pero los pasos por el pasillo los hicieron ponerse en pie como movidos por un resorte, a la vez. Un carabinero de uniforme claro, de campo, se asomó al umbral, con otro detrás. Tendió un papel a Leonardi, expeditivo.

– Hay que apresurarse, brigadier -dijo-, no me gusta nada lo mal que nos mira la gente de ahí fuera… Hay una loca de pelo corto que nos ha escupido y quería tirarnos una piedra. Fírmeme esta hoja, por favor… ¿Es éste?

Señaló a De Luca, quieto contra la pared, y el segundo carabinero dio un paso adelante, con una mano en el bolsillo. Cogió a De Luca por una manga del gabán y, rápidamente, le puso las esposas en las muñecas. De Luca levantó los ojos hacia Leonardi, con una sonrisa pálida que le temblaba en los labios.

– No… no me había ocurrido nunca -murmuró.

– Vamos, andando -dijo el carabinero. Lo cogieron por los brazos y lo empujaron al exterior, casi levantándolo.

– Con cuidado -dijo Leonardi, y alargó el brazo, pero ya habían salido. Se quedó solo en el calabozo, con el papel en la mano, desorientado, hasta que reaccionó y corrió al despacho.

Apenas tuvo tiempo de verlos por la ventana, mientras lo empujaban a una camioneta con la cortina corrida, mirando alrededor, desconfiados, presurosos, con las metralletas en la mano.

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