CAPÍTULO ONCE

Miraba las hojas del árbol más lejano, esperando que las engullera la negrura. La frente, apoyada en el frío cristal de la ventana, empezaba a dolerle y a cada respiración el halo empañado subía hasta sus ojos, velaba el patio frente a la fonda y se disipaba rápidamente, como se disipan los sueños en las películas americanas. Al principio había pensado que lo mejor sería salir de inmediato, con luz, para no perder el camino, luego pensó que más valía esperar una hora, al menos, para confundirse con las sombras grises del atardecer, luego otra hora, para que se hiciera más oscuro, y luego otra, porque de noche… La última hoja del árbol se fundió en una mancha oscura, uniforme, y De Luca se mordió el labio, con un suspiro que empañó todo el cristal. Quizás, pensó, esperaría al día siguiente, a las primeras luces del alba…

– ¡Ingeniero!

La Alemanita abrió la puerta a sus espaldas, sobresaltándolo. De Luca se dio un golpe seco contra el cristal.

– Ingeniero, ¿qué hace ahí todavía? ¡Venga conmigo, salga de aquí!

Cruzó el cuarto rápidamente y le aferró por la manga del gabán, desvistiéndole casi el hombro.

– ¡Rápido, salga! ¡Está llegando el Carnera! ¡Quiere matarlo!

De Luca se quedó paralizado y el gabán, tenso, hizo crac en su espalda. Luego el miedo le liberó las piernas y se dejó arrastrar por la Alemanita, dando traspiés, echado hacia delante, caminando rápidamente para no caer.

Bajaron las escaleras y salieron a la era, por detrás. De Luca iba a doblar la esquina, pero la Alemanita no lo dejó, tiró de él hacia un lado como de un caballo.

– ¡Por ahí no, que va a su encuentro! ¡Por aquí!

Se quitó los zuecos sin soltarle la mano y se puso a correr hacia los campos, con los codos pegados a los costados, ágil y segura en la oscuridad, parándose sólo para decir «¡vamos, ingeniero!» cuando De Luca, que veía sólo la claridad de sus piernas desnudas, tropezó en los surcos y cayó al suelo con un ruido sordo. Entraron en una mancha rala, de la que veían sólo los contornos espinosos y la silueta recta y oscura de un árbol. La Alemanita se volvió y apoyó los zuecos, bruscamente, en el pecho de De Luca para frenarlo.

– Es aquí -dijo.

Apoyada al árbol había una sombra redonda, cubierta por un amasijo de abrojo. Los ojos de De Luca empezaron a acostumbrarse a la oscuridad y vio que debajo de las zarzas había una pared recta de madera, con un palo atravesado, metido en una anilla.

– Es una cabaña de caza -dijo la Alemanita-, pero la usaban los partisanos como refugio. ¡Vamos, entre!

De Luca sacó el palo y empujó la pared, que se abrió. Se inclinó para entrar, pues era muy baja, y la Alemanita lo empujó a un lado para entrar ella también. Apartó una caja vacía y levantó un saco cubierto de hojas. Debajo, largo y negro, había un agujero excavado en la tierra.

– Ahí -dijo.

De Luca se estremeció:

– ¿Yo? ¿Ahí dentro?

– ¡Sí, usted! El refugio no es la cabaña, es eso… En la cabaña vendrán a mirar enseguida.

Lo empujó tan insistentemente que De Luca casi cayó al agujero, deslizándose por dos peldaños de la escalera de madera, de gallinero, que llevaba al fondo. La Alemanita cogió el saco y fue a taparlo, pero él la detuvo, levantando una mano y cogiéndola por un tobillo lleno de arañazos.

– Francesca… Gracias -dijo. Ella se soltó de un tirón.

– No me importas nada -dijo, dura-. Lo hago sólo para hacer rabiar al Carnera.

De Luca cerró los párpados y se cubrió la cara con las manos, pues de la arpillera cayó un puñado de polvo húmedo que lo hizo toser y escupir, asqueado. Cuando volvió a abrir los ojos se dio cuenta de que estaba inmerso en una absoluta oscuridad que le cortó el aliento. Por la caja que tapaba el agujero no se filtraba ni la pálida luz de la luna. Alargó los brazos y palpó a su alrededor la tierra compacta, luego dobló las piernas y se sentó, derecho, sin apoyarse, abrazado a sus rodillas. Se levantó las solapas del gabán con un estremecimiento, pues hacía frío y por un momento se le pasó por la cabeza la imagen horrible de un insecto repugnante, pero la ahuyentó de inmediato, apoyando la frente en las rodillas y cogiéndose la nuca con las manos.

«Dios mío», pensó, «qué pesadilla, enterrado vivo en un agujero, en un silencio frío como el del depósito».

Sólo oía el silbido, pesado, lento, de su respiración, y el latido sordo de su corazón, que le resonaba, velado, en los oídos tapados por los brazos.

El roce de la tela contra la piel a cada contracción, leve, de los músculos tensos.

El gemido, ronco, de su estómago vacío.

Y, de repente, un golpe, amortiguado por la caja, y otro más fuerte, unido a un zumbido, una especie de susurro o murmullo que le aceleró los latidos del corazón. De Luca apretó los párpados con más fuerza y presionó las muñecas contra las orejas hasta notar la sangre que le pulsaba en las venas, solamente la sangre, solamente la sangre, hasta que los susurros se convirtieron en voces y pasos, decididos, dentro de la cabaña, y el último golpe se llevó la caja que tapaba su refugio. El polvo del saco le entró por el cuello de la camisa.

– ¡Aquí está! -dijo alguien, mientras lo aferraban por los hombros y lo sacaban, con los ojos todavía cerrados. No los abrió hasta que golpeó la espalda contra el tronco del árbol y tuvo que agarrarse a la corteza para no resbalar, enredado en su gabán.

– ¡Pero mira quién está aquí! -dijo Carnera, apuntándole a la cara la luz tamizada de una linterna eléctrica-. ¿Estaba buscando trufas, ingeniero?

De Luca parpadeó, deslumbrado. Se hizo pantalla con la mano y vio que con Carnera había otros dos hombres armados y, a su lado, con una lámpara de petróleo, estaba Pietrino Zauli.

– Usted puede decir que ha sido el único que ha dado por el culo a Learco Padovani. Pero no irá por ahí a airearlo. ¿Ha leído el periódico de hoy, ingeniero?

Carnera dio un paso adelante, poniendo un periódico abierto casi en las narices de De Luca, y dirigió la linterna a una página, que brilló bajo el reflejo. De Luca entornó los ojos, leyó «Inminente la sentencia del verdugo Rassetto» y, debajo, granulosa sobre el papel y borrosa por la luz, una fotografía. En la esquina exterior, fuera de la luz, cortado por un doblez del periódico, con las manos en los bolsillos y camisa negra bajo el gabán, estaba él, De Luca.

– Cuando pienso que Savioli creía que era un pez gordo del partido… -rió Carnera- y yo un carabinero, nada menos… Cuando pienso que Francesca… -Cerró la boca y, con un gesto directo, que cortó el aire con un silbido, golpeó a De Luca en la frente, haciéndolo resbalar al suelo.

– Vamos -dijo-, hay que llevarlo fuera y acabar de una vez.

Загрузка...