CAPÍTULO CUATRO

No parecía el antro de una bruja. Parecía más bien un ambulatorio, elegante y un poco anónimo, muy limpio. Solamente una estampa color sepia de los signos del zodiaco daba un toque, un toque apenas, de ambiente. De Luca estaba sentado en un sofá duro, solo, mirando una puerta de vidrios de colores, con los brazos cruzados sobre el pecho. Había dado su tarjeta de visita a una chica menuda y morena, muy corriente ella también, y estaba esperando a que volviera. En medio de aquel silencio inmóvil, alterado sólo por el tintineo de la lluvia que empezaba a golpear contra los cristales de una ventana cuadrada, situado por encima de él, volvió a abordarlo el sueño, haciéndolo vacilar. Echó la cabeza hacia atrás y apoyó la nuca en la pared blanca, un poco fría, exhalando todo el aire que tenía en los pulmones. Se sentía frío, polvoriento y desaliñado, y le apetecía tomar un baño, dormirse en la bañera, diluirse en el agua y colarse con ella por el desagüe. Pero no, debía esperar inmerso en aquella neblina densa, en el tic tic de las gotas contra el cristal, para ver a una vieja gitana con aros en las orejas y mirada turbia. Bostezó dolorosamente cerrando los ojos, y cuando los abrió, con la vista empañada, la puerta de cristales se abrió y salió Sonia Tedesco.

– Mira por dónde -dijo De Luca, sorprendido. Sonia levantó la barbilla, observándolo. Estaba muy guapa, con una boina negra ladeada sobre el cabello rubio, una capa gris sobre los hombros y una falda que le llegaba por debajo de las rodillas.

– ¿Está aquí para arrestarme? -preguntó.

– ¿Ha hecho algo malo? -dijo De Luca, y ella frunció los labios carmín en una mueca.

– Eso ya lo ha dicho. Qué aburrido es usted…

Se acercó con paso vacilante y a De Luca le empezó a circular la sangre más rápido. Sonia levantó una pierna y apoyó una rodilla en las de él, de través, luego se inclinó hacia delante y le acarició el rostro, con una mano pequeña y fría, mirándolo con los párpados entornados, indiferente, con la boca de carmín entreabierta y quieta.

– Yo siempre hago algo malo -dijo; empujó hacia delante la rodilla y lo tocó, de nuevo, haciendo que saltara otra vez, involuntariamente, hacia atrás. Luego sonrió, estirando apenas los labios, y se separó de él.

– Adiós, señor policía -le dijo, y dio unos pasos vacilantes sobre los tacones altos, pero se detuvo-. Esta mañana -añadió, echando la capa hacia atrás-, cuando salía, vi a la bruja esa de la madre de Littorio.

– ¿Cómo? -De Luca se levantó del sofá-. ¿Qué has dicho?

Sin embargo, ella ya había salido, estaba a punto de seguirla corriendo por las escaleras, cuando la morena menuda lo llamó desde la puerta de cristales:

– Ahora la señora puede recibirle. Pase, si lo desea…

La bruja no tenía aros en las orejas ni la mirada turbia. Tampoco era vieja. Llevaba un jersey negro, de cuello alto, y su rostro era extraño, peculiar, con los pómulos altos y los ojos oblicuos, ligeramente, de un color indefinido, verde, acaso marrón, pero nada más. El cabello pelirrojo le bajaba por la frente en largos mechones ondulados. Era difícil decir si era guapa. De Luca se lo preguntó mientras entraba en la estancia, un saloncito tan anónimo y elegante como la sala de espera. Ella lo miraba atenta, con los codos apuntalados en la superficie de la mesa, las manos una sobre la otra y la barbilla en las manos.

– Me esperaba algo más… misterioso -dijo De Luca-, búhos disecados, cortinajes negros…

– Ésta es mi casa -explicó ella-, aquí no trabajo nunca. Voy a casa de quien me busca. -Tenía una voz suave y algo grave, que de vez en cuando subía en un ligero acento que parecía veneto, tal vez friulano, y que le abría las vocales-. ¿Es usted el comandante De Luca?

– Comisario, ahora soy comisario. Esa tarjeta de visita es vieja. ¿Y usted es… Sibilla?

– Valeria Suvich es mi nombre. ¿Qué quiere de mí?

«Valeria»… De Luca sonrió:

– Debería usted saberlo, ¿acaso no es vidente?

Pero Valeria no sonrió. Señaló una silla al otro lado de la mesita cuadrada y se apartó el cabello de la frente, mirándolo mientras él se sentaba; logró que se sintiera incómodo.

– Ya le he dicho que no trabajo en mi casa -dijo-, sólo fuera.

– ¿Y qué hace?

– Leo el futuro. En la mano, en los astros, en las cartas, en los posos del café…

– ¿Y qué ve?

– Todo lo que la gente quiere que vea.

– Entonces es usted una estafadora.

– No. ¿Quiere tomar algo?

De Luca asintió. La chica morena se había ido a toda prisa, sin saludar, pues al cabo de pocos minutos empezaba el toque de queda. Había dejado una mesita redonda con una botella y dos copas, que Valeria acercó, girándose en la silla, con un peligroso tintineo. Vertió algo que parecía oporto en una copa y se la tendió a De Luca, luego se sirvió ella. De Luca bebió un sorbo, apretando los dientes porque el estómago vacío empezó enseguida a arderle, e instintivamente se fijó en Valeria, que bebía, y en la pequeña marca de pintalabios que dejaba en la copa: era muy claro, demasiado.

– ¿Qué quiere saber de Vittorio? -preguntó Valeria, tras un instante de silencio.

– ¿Ve cómo es vidente? -dijo De Luca, pero tampoco ahora hubo sonrisa-. Pues todo lo que sepa. ¿Lo conocía bien?

– Lo veía todos los viernes, en casa de Tedesco. El Círculo de los Espiritistas. Leíamos las cartas, hacíamos sesiones… Vittorio era escéptico, se burlaba siempre y el conde se enfadaba. Yo por supuesto hacía de médium…

– ¿Quiénes había esos viernes? -De Luca acabó su oporto y Valeria se estiró por encima de la mesa para servirle más.

– Mucha gente. Algunos iban y venían, otros eran fijos, como el conde y su hija, Sonia. Estaba también Vittorio.

– ¿Y la señora Alfieri?

– Sí, Silvia también. A veces venía su marido, pero cuando estaba él, el conde no estaba. En cambio, Vittorio estaba siempre y solían hablar mucho, antes o después.

– ¿Hacían uso de estupefacientes? Puede decírmelo, si quiere, ciertas cosas no me importan…

– No. Son trucos que cuestan demasiado para mí, yo me limito a leer en los ojos de la gente. Solamente Sonia bebía mucho y estaba siempre borracha.

De Luca bebió un sorbo, pensativo, y apuró la copa. Una ola de calor le inundó al rostro, haciendo que enrojeciera mientras el alcohol le subía ligeramente a la cabeza y le soltaba la lengua. Las primeras palabras le salieron un poco trabadas, pero pudo dominarlas.

– Que usted sepa, ¿el señor Rehinard tenía una relación con alguna mujer?

Valeria sonrió, pero era una sonrisa rara, que le alteró solamente el labio inferior, más una mueca maliciosa que una verdadera sonrisa.

– Tenía relaciones con todas las mujeres. No hay mujer de buena familia que no haya estado con él. Era muy guapo, y fascinante, y tan encantadoramente vano… Gustaba a todas.

– ¿A usted no?

La sonrisa de Valeria se deshizo repentinamente y los labios volvieron a unirse.

– Tal vez. Es posible. Aunque no creo que eso pueda importarle.

Sirvió más oporto en la copa de De Luca, pero él la frenó, levantándole la botella con dos dedos.

– ¿Qué es esto? ¿Un filtro mágico? -dijo-. ¿O está intentando que me emborrache? Casi lo ha conseguido, y a mí todavía me quedan muchas preguntas que hacerle…

– ¿Por qué le interesa tanto esta historia?

– No es que me interese, es que es mi trabajo. Soy policía. Me gustaría ser vidente, como usted, y leer el futuro, para saber cómo acaba…

– Yo sé leer en los ojos, ya se lo he dicho.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué lee en los míos?

Valeria volvió a apoyar la barbilla en las manos y lo miró a los ojos, con una mirada tan intensa que lo turbó. De Luca bajó los suyos y ella sonrió por fin, esta vez de verdad.

– Miedo -dijo.

– ¿Miedo? -De Luca reprimió un escalofrío-. ¿Y a qué? Pero dejemos estas tonterías… Dígame qué quería la condesita Tedesco. Si es que me es lícito preguntar, por supuesto.

– No le es lícito, pero se lo voy a decir igualmente. Soy como una tía para ella, me cuenta todas sus cosas y sus problemas. Tiene problemas con su novio, Alberto De Stefani.

De Luca resopló, harto:

– El hijo del subsecretario de Interiores, naturalmente. Qué historia más complicada, yo ya no sé cómo moverme.

Valeria sonrió de nuevo, enarcando una ceja, irónica, tan irónica que De Luca creyó que le tomaba el pelo. Lo pensó y decidió que sí era guapa, qué curioso tener que reflexionar sobre una cosa así, mirándola a los ojos, iluminados por esa sonrisa extraña y ese color que cuando ella se movía a la luz baja de una lamparita, se volvía rojo, magnético, rojo como su cabello.

– ¿Está tratando de hipnotizarme? -preguntó De Luca, pero de repente lo sobresaltó un grito hiriente y angustiado, paralizándolo con la boca y los ojos muy abiertos durante unos segundos, hasta que reconoció el gemido continuo y artificial de una sirena, fuera, en la calle. También Valeria había perdido completamente su expresión fascinante y se había puesto de pie, haciendo caer una copa.

– ¡Dios mío! -susurró-. ¡La alarma! ¡Hay un bombardeo!

Parecía tan asustada que De Luca alargó una mano y la cogió por un brazo.

– Cálmese -dijo-, vamos al refugio. ¿Está en el sótano? ¿Dónde está?

Valeria no contestó, permaneció con los ojos abiertos hacia la ventana y labios temblorosos, completamente aterrorizada. Primero comenzó a vibrar el aire, en el exterior, a lo lejos, luego los cristales y las paredes, con un ronquido sordo cada vez más fuerte y cada vez más cercano, que se convirtió en un zumbido continuo, denso, sombrío y pesado. Valeria escondió el rostro entre las manos y entonces él la tomó entre sus brazos, estrechándola, pasándole una mano por el cabello y por la nuca, dejó que ahogase un gemido contra su hombro. El ruido se hizo más intenso, cercanísimo, todo vibraba, vidrios, vigas y objetos de decoración, mientras Valeria temblaba y se pegaba a él, clavándole las uñas en la espalda, por encima del impermeable. Oyeron algún estallido aislado de la defensa aérea, sólo algún estallido, ridículo como un sollozo frente a aquel estruendo que crecía. Luego, tal como había llegado, el ruido se fue, lentamente, atenuándose cada vez más, en un rugido lejano, cada vez más lejano, y luego nada más. También Valeria dejó de temblar, poco a poco, sin apartar el rostro del hombro de De Luca, caliente por sus jadeos.

– Ya han pasado -dijo él, bajito-. Iban a otro lugar, quizás a Alemania.

Ella no se movió.

– Perdóneme -murmuró.

– Ya ve que también usted tiene miedo -dijo De Luca-, como yo.

Valeria levantó la barbilla y lo miró, los ojos secos de reflejos rojos y el rostro muy cerca del suyo, los labios entrecerrados, todavía un poco trémulos. Inclinó un poco la cabeza, cerró los ojos y lo besó, primero suavemente, rozándole la boca con los labios cálidos, luego casi con violencia, presionándolos contra los suyos, acariciándole el rostro y las sienes y la nuca con las manos suaves y largas, mientras él la estrechaba. Lo empujó hacia atrás, sin soltarlo, y él se encontró en el sofá, con ella encima besándolo y acariciándolo, entorpecido por el impermeable. Valeria levantó el busto, mirándolo con sus extraños ojos oblicuos, cruzó los brazos en la espalda y se quitó el jersey, bella, descubriendo el seno, los hombros blancos y el cuello, con los rizos rojos que le caían sobre la frente. Se echó hacia delante, estrechándose contra él, y él sintió su piel ardiente y notó su olor, fuerte y dulce, y se perdió en él, completamente hipnotizado, capturado y diluido en un vórtice caliente que lo quemaba todo, el miedo y el cansancio, la angustia y el dolor; cada vez más intenso, cada vez más rápido, hasta el final.

Se despertó de repente, sin entender dónde estaba, como le ocurría de niño cuando creía estar al revés en la cama, y no sabía dónde se encontraba la mesilla con la lámpara, perdido en la oscuridad de la noche. Pero seguía en el sofá, tendido bocabajo. Valeria estaba tendida a su lado, incorporada sobre el codo, con la cabeza apoyada en la mano, y lo miraba desde arriba. Llevaba puesta una bata cerrada por delante con un alfiler y el cabello recogido en la nuca. Estaba guapa. De Luca cerró los ojos.

– Qué raro es esto -dijo.

– ¿Qué tiene de raro? Somos los dos mayorcitos.

– No quería decir eso, quería… Bueno, no sé qué es lo que quería decir.

Se volvió bocarriba y se movió hacia atrás en el sofá hasta apoyar la cabeza en las piernas de ella. Sintió de nuevo su calor y aquel olor dulce.

– Me habré dormido -dijo, y ella asintió, sonriente.

– Has dormido como un tronco, como si llevaras años sin dormir. Incluso me he levantado un par de veces y no me has oído. Pero no estabas tranquilo, has hablado en sueños.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué he dicho?

– Era algo que acababa con «rojas».

– ¿Rojas? Qué raro, quizás soñaba con el trabajo.

Valeria le acarició la frente, apartándole el cabello despeinado. Se inclinó hacia delante y le dio un rápido beso en los labios.

– Ya sé de qué pie calzas.

– ¿Ah, sí? ¿De cuál?

– Tú eres de los que se esconden. Piensas siempre en el trabajo y hasta sueñas con el trabajo, siempre ocupado, siempre corriendo, sin parar.

– ¿Y eso es esconderse?

– Claro. En medio de todo este lío pocos saben realmente qué son y qué hacen, y por eso te mantienes tan apegado a tu papel, tú que tienes uno, y lo dices en cuanto puedes, soy policía, soy policía. Así no tienes que pensar en el frente que se acerca o en los puntos de las cartillas de racionamiento. Yo también lo hago.

– Qué interesante. ¿Y qué más?

– Estás solo, pero no te importa mientras tu trabajo te impida pensar. Y también en eso nos parecemos un poco.

– Bien. ¿Y cómo has descubierto todo esto?

– Por los ojos. Es que sé leer en los ojos. He leído en los tuyos y sé que tienes miedo.

– Ya me lo has dicho. ¿Y a qué se supone que tengo miedo?

– A que te maten.

De Luca sonrió, pero era una sonrisa que le tembló un poco en los labios antes de distenderse, y Valeria se dio cuenta. Lo besó de nuevo, luego le alzó la cabeza y se levantó.

– Voy a preparar un poco de café, café de verdad -dijo.

De Luca unió las manos detrás de la nuca y cerró los ojos. Casi se había vuelto a dormir cuando ella volvió, y el olor del café lo despertó enseguida. Se incorporó y tomó una tacita que ella le tendía removiendo la cucharilla. Bebió un sorbo y se quemó los labios.

– Falta azúcar -dijo con una mueca de repugnancia. Valeria se sentó a su lado, cruzando las piernas, y un lado de la bata se deslizó descubriéndole una rodilla redonda.

– Se ha acabado -dijo-, la cucharilla la he puesto de adorno.

De Luca sonrió y le acarició el rostro, introduciendo los dedos entre el cabello. Ella dobló la cabeza sobre su mano, encerrándola contra un hombro, y se quedó mirándolo, oblicua.

– Eres una bruja de verdad -dijo él.

– Más de lo que crees -dijo ella, y De Luca estaba a punto de inclinarse hacia delante, hacia sus labios, cuando algo, de repente, le cruzó el cerebro y le provocó un sobresalto. Retiró la mano, bruscamente, sin querer.

– ¡Las divisas -dijo-, claro, las divisas son rojas!

Apuró el café de un sorbo, se levantó y empezó a vestirse, mientras Valeria lo miraba sorprendida.

– Tal vez tengas razón -dijo, besándole la rodilla destapada antes de salir-, sueño de verdad con el trabajo cuando duermo.

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