A lo largo de la primavera de 1977 viajé varias veces hasta la playa, y en cada ocasión, movido por la más inocente curiosidad, me senté un rato bajo los pinos procurando un nuevo encuentro, seguramente improbable, con el dueño de los galgos rusos a quien, el mismo día en que lo conocí, había bautizado como «el hombre que amaba a los perros».
Desde mi salida de Baracoa, dos años antes, y finalizada la cura alcohólica que me mantuvo radicalmente alejado de la bebida durante quince años -cuando empezó la crisis y sentí que podía volver a tomar un trago de ron o una cerveza y no despeñarme por la escalera de Jacob, pues allá abajo estábamos-, yo le había dado un giro importante a mi vida. Sin saber todavía a derechas lo que me proponía, y para sorpresa de mis amigos, no había aceptado la ubicación que me otorgaban en el equipo de los servicios informativos de una emisora nacional, premio al trabajo que se suponía había realizado en Baracoa, evaluado como excelente. Entonces había comenzado a rastrear en el sub-mundo de la esfera periodística y cultural, todavía atestado de ángeles caídos que antes habían sido celebrados y polémicos escritores, periodistas, promotores, todos defenestrados, quizás de por vida, y por las razones o sinrazones más disímiles. Aquella búsqueda terminó por conducirme hasta la modestísima plaza de corrector en la revistaVeterinaria Cubana, pues su ocupante había muerto unas semanas antes, al parecer por propia mano. Aquel trabajo parecía lo suficientemente oscuro, anónimo, alejado de las pasiones y ambiciones posibles, y me garantizaba las dos cosas que yo necesitaba en aquel momento: un salario para vivir, paz y rutina para tratar de recomponer mi espíritu. En su momento, pensaba, ya intentaría un regreso a la escritura que, en aquel momento, todavía creía posible.
En realidad, no tenía demasiado claro el modo en que cumpliría la pretensión de volver a escribir, pues estábamos en pleno año 1975 y nada en el horizonte indicaba que algo pudiera cambiar en las concepciones de una política y una literatura que, bajo el peso muerto de las más rígidas ortodoxias, sólo producía y promovía obras como la que yo había escrito cuatro años antes: sinflictivas -así se las calificó después- y complacientes, sin el asomo de una tensión social o humana que no estuviese permeada por los influjos de la propaganda oficial. Y si de algo estaba seguro era de que esa escritura ya no tenía nada que ver con la persona que yo podría llegar a ser. El problema radicaba en que no tenía la más puta idea de cuál podía ser la literatura que debía y, sobre todo, que tal vez podía escribir, y mucho, mucho menos, cuál y cómo la persona que yo quería ser.
Por la época en que hacía aquellos viajes a la playa, con los que -después lo sabría- estaba tentando mi destino, ya había empezado mi relación con Raquelita, la estomatóloga recién graduada que, ese mismo año, se convertiría en mi mujer. Nos habíamos conocido precisamente en la playa, durante el verano anterior, y por esa razón desde el principio estuvo al tanto de mi afición a participar en los partidos de squash que se jugaban en las canchas de Santa María, El Mégano y Guanabo, en especial los que se podían pactar entre noviembre y abril, cuando los baños en el mar dejan de ser atractivos para los cubanos, y solo los más fanáticos solíamos hacer la travesía desde La Habana hasta las playas para disfrutar de unos juegos tranquilos y de buen nivel.
De ese modo, cada tarde que debía ir a la imprenta a entregar originales o galeradas, en lugar de regresar a la redacción de la revista pasaba por la casa de mi madrina, donde solía guardar mi raqueta, y abordaba La Estrella, la mítica ruta de bamboleantes autobuses Leyland, que viajaba entre la ciudad y las playas, hasta rendir viaje en el balneario de Guanabo.
Fue dos semanas después de nuestro primer encuentro y al cabo de tres o cuatro excursiones a la playa cuando, ya en abril, volví a toparme con el extranjero de los galgos. La puesta en escena resultó muy similar a la del primer contacto: los perros corrían por la arena y, a la distancia, su dueño los seguía, con las correas en la mano y aquel andar definitivamente torpe, quizás ebrio, pensé esa vez. Aquel día el hombre vestía un pantalón blanco, de tela ligera, y una camisa a cuadros, como decowboy. Yo, al contrario de la primera vez, me mantuve sentado, con la novela que leía en las manos -había empezado Corre, Conejo, ese libro que Updike nunca superó-. Luego de silbarles a los perros, que apenas se fijaron en mí, sonreí al hombre y lo saludé con un gesto de cabeza, a lo que él correspondió levantando la mano derecha, todavía cubierta con una banda de tela. Unos minutos después, para completar el reparto, hizo su aparición el negro alto y flaco, otra vez apostado entre las casuarinas.
Cuando el hombre se detuvo, yo me puse de pie y me acerqué unos pasos, como si se tratara de un cruce totalmente casual.
– ¿Cómo está usted? -le pregunté, indeciso de qué rumbo tomar en la posible conversación.
– He tenido tiempos mejores -dijo el hombre y sonrió con cierta amargura.
Como no le sentí aliento etílico, estuve a punto de preguntarle si estaba enfermo, pues su forma de caminar develaba algún problema con el equilibrio. Me fijé en ese momento en que el color cetrino de su piel se había acentuado, y pensé que quizás se debiera a algún padecimiento, tal vez hepático, circulatorio o respiratorio, pero me abstuve de preguntar y me fui por un rumbo seguro.
– ¿Y qué edad tienen los perros?
– Acaban de cumplir diez años. Se están haciendo viejos, los galgos no viven mucho.
– ¿Y cómo resisten el verano aquí en Cuba?
– En la casa tenemos aire acondicionado… -comenzó, pero se detuvo, pues sin duda sabía que en Cuba casi nadie podía acceder a ese lujo-. Pero se han acostumbrado bien. Sobre todo Ix, la hembra. A Dax últimamente le ha cambiado un poco el carácter.
– ¿Se ha puesto agresivo? A veces a los borzois les pasa eso…
– Sí, a veces… -dijo el hombre y yo tuve la certeza de que me había excedido: solo un especialista, o alguien por alguna razón interesado en esa raza, podía conocer aquellos detalles del comportamiento de los galgos rusos. Opté entonces por revelar una parte de la verdad.
– Desde que los vi el otro día -señalé hacia los animales-, me impresionaron tanto que busqué literatura sobre ellos. Es que me encantan sus perros.
El hombre sonrió, menos tenso, obviamente orgulloso.
– Hace unos meses me los pidieron para una película. Cuenta la historia de una familia rica que no quiso irse de Cuba después de la revolución, y al director le pareció queIx y Dax eran ideales para esas gentes… Yo tuve que llevarlos cada vez que aparecían, y la verdad es que fue muy divertido asistir al rodaje, viendo cómo se monta una mentira que después puede parecerse a la verdad. Tengo muchos deseos de ver cómo quedó todo…
La conversación se extendió un buen rato, siempre con el negro alto y flaco observándonos desde las casuarinas: hablamos de cine y de libros, de la temperatura amable de la primavera en la isla, de mi trabajo y del linaje aristocrático de los borzois, de los que, según el hombre, ya había noticias en una crónica francesa del siglo XI, donde se dice que cuando Anna Yaroslavna, hija del Gran Duque de Kiev, llegó a París para casarse con Enrique I, venía acompañada por tres borzois.
– Los rusos cuentan con mucho orgullo que los borzois son los perros de los zares y los poetas, porque Iván el Terrible, Pedro el Grande, Nicolás II, Pushkin y Turguéniev tuvieron de estos galgos. Pero el mayor criador de borzois fue el Gran Duque Nicolás, llegó a tener varias perreras… Después de la Revolución, los borzois casi desaparecieron, y ahora son los perros de la nomenclatura, como dicen ellos -hizo un gesto señalando hacia las alturas-. Un soviético común y corriente no puede alimentar a estos animales, aunque, la verdad, comen muy poco para su tamaño. El verdadero problema es que necesitan mucho espacio… Si no hacen ejercicio se sienten fatal.
Aquella tarde por fin el hombre satisfizo una de las interrogantes que me perseguían: me contó que era español, pero que había vivido muchos años en Moscú, desde que terminó la guerra civil, española, por supuesto, en la cual había peleado en el bando republicano, también por supuesto. Hacía tres años que vivía en Cuba, sobre todo porque su esposa, mexicana, no se había acostumbrado nunca a la Unión Soviética: el frío y el carácter de los rusos la volvían loca (más loca de lo que está, dijo textualmente).
Cuando nos despedimos, yo sabía también que el hombre se llamaba Jaime López y que se alegraba de haberme visto otra vez. Como en la ocasión anterior, lo vi alejarse, acompañado por el negro alto y flaco. Entonces, empujado por la curiosidad, esperé un par de minutos y salí hacia la carretera. A lo lejos observé al hombre, el negro y los perros, mientras atravesaban la explanada desierta del parqueo y se acercaban a un carro Volga, blanco, tipo pick-up, por cuya puerta trasera subieronIx y Dax. El auto, conducido por el negro, salió a la carretera y se alejó en dirección a La Habana.
A lo largo del mes de abril y durante las primeras semanas de mayo, López -como pedía el hombre que lo llamara- y yo tuvimos varios encuentros en la playa, casi siempre breves. Por más que lo pienso, en verdad todavía no me explico mi persistente interés en aquel personaje, que casi no hablaba de sí mismo y tampoco parecía demasiado interesado en mí ni en el ambiente del país donde ahora vivía, a pesar de que, según me contó, su madre había nacido en La Habana, cuando todavía la isla era colonia española. No obstante, cuando el asunto de los perros y su remota relación familiar con Cuba se agolaban -y en cada encuentro se agotaban con mayor rapidez-, las conversaciones podían rozar temas que me proporcionaban alguna información sobre el reservado «hombre que amaba a los perros».
Uno de los primeros datos que me reveló López fue que en su trabajo le habían asignado un chofer (el sigiloso negro alto y flaco que aparecía y se esfumaba entre las casuarinas) no porque fuera tan importante como para necesitarlo, sino porque padecía unos frecuentes mareos con los que había provocado dos accidentes de tránsito, por suerte menores. Desde hacía unos meses, me dijo, le estaban haciendo unos análisis médicos, siempre más complicados; si bien habían determinado que no padecía ninguna afección neurológica ni auditiva que pudiera ocasionar aquellos vértigos, lo cierto era que cada vez lo asediaban con mayor insistencia e intensidad. También llegué a saber que tenía dos hijos: un varón, más o menos de mi edad, que soñaba estudiar para capitán de barcos mercantes, y una hembra, siete años más joven, y que era la luz de sus ojos, dijo, con su propensión a las frases hechas. Por temporadas también vivía con ellos otro casi hijo, sobrino de su esposa, que había quedado huérfano cuando era muy niño.
En una ocasión en que le pregunté qué trabajo hacía en Cuba para tener carro nuevo y la posibilidad de un chofer, Jaime López apenas me dijo que era asesor de un Ministerio y cambió de inmediato de tema. Y cuando quise saber dónde vivía, eludió la respuesta diciendo «del otro lado del río», una dirección imprecisa que no hubiera dado ningún habanero, pues el infecto río Almendares hacía años que no era referencia de nada ni para nadie.
Al despuntar mayo y subir las temperaturas, la playa empezó a recibir más visitantes y resultó evidente que los paseos de López y sus perros tenían que buscar otro escenario. Para entonces yo había perdido casi todo mi interés por aquel español impenetrable, hijo de una madre cubana de la que no me contaba nada («No me gusta hablar de ella», dijo, diría que textualmente), que había peleado en una guerra de la cual no hablaba («Me duele acordarme de ella», ídem), vivido en un Moscú del que no tenía opinión, y trabajaba y residía en Cuba, en lugares imprecisos marcados por un río en otro tiempo célebre y en la actualidad preterido. Por eso, cuando el hombre que amaba a los perros desapareció, no lo extrañé, y si no hubiera sido por los dos borzois de los que me acordaba con cierta frecuencia, la imagen de Jaime López tal vez se hubiera desvanecido para siempre de mi memoria, como el río Almendares y tantos otros personajes y sitios entrañables que fueron desapareciendo de la enflaquecida memoria de los habaneros.
Aquel verano de 1977 fue el de mi intempestiva boda con Raquelita y, semanas después, el de la lamentable revelación de la homosexualidad de mi hermano William.
Mi decisión de casarme con Raquelita sorprendió a mis amigos, sobre todo cuando supieron que no había un embarazo por medio. Simplemente me arrolló una necesidad visceral de compañía, un deseo de fortificar más mi refugio personal, y ella aceptó la propuesta porque -lo sabría unos años más tarde, cuando decidió dejarme y además humillarme- estar casada facilitaba mucho la gestión de un pariente suyo, muy bien ubicado (la nomenclatura), que con ciertos artilugios se encargaría de eximirla del -para los demás graduados tan inapelable e ideológicamente fortificante- servicio social. La boda se celebró de una manera muy poco convencional, pues trajimos al notario a la casa de los padres de Raquelita, en Altahabana, y a pesar de que había sido mi amigo Dany quien me presentara a mi inminente esposa, por razones de antigüedad escogí como testigo al negro Frank, recién llegado (él sí) de su servicio social como médico en Moa, la ciudad minera, la otra Siberia cubana. La fiesta que siguió se organizó en la nueva onda pobre-proletaria que se había establecido, con las cervezas que por una cuota fija vendían a los recién casados y los aportes comestibles y bebestibles de los amigos de ambos. Disfrutada de la consabida luna de miel en un hotel de La Habana, nos fuimos a vivir en mi casa, en Víbora Park. Aunque compartíamos el espacio con mis padres y mi hermano William, mi mujer y yo gozábamos de la privacidad de una habitación con baño propio a la que, para evitar seguros roces con mi madre, agregaría poco después una pequeña cocina, tomando una parte de la terraza techada.
El mundo sosegado que yo trataba de construir sufrió una sacudida brutal apenas unas semanas después de la boda. La verdad es que la homosexualidad de William, siete años menor que yo, siempre había sido, para mí y para mis padres, una realidad que lo mismo combatíamos que nos negábamos a ver y, por supuesto, algo de lo que nunca se hablaba en la casa. Desde niño William arrastraba un afeminamiento retraído que pareció sumergirse, tal vez desaparecer, cuando entró en la escuela secundaria. Mis padres lo habían llevado a un psicólogo y se consolaron pensando que, tras dos años de consultas, éste había logrado el milagro de «curar» al muchacho con una tanda de hormonas inyectadas que habían provocado el efecto colateral de hacerle crecer el rabo hasta unas dimensiones caballunas. Aunque en los últimos años mi relación con William se había hecho lejana, a veces hasta ríspida, todo el tiempo sospeché que su homosexualidad estaba solo latente, y algún día bostezaría. Pero nunca imaginé que el despertar se convertiría en una verdadera pesadilla que terminaría por envolvernos a todos.
Por lo mucho que su carácter y su destino tienen que ver con esta historia, se impone que haga un pequeño comentario sobre mis padres. En realidad fueron dos personas tan normales que daba pena: eran trabajadores, se llevaban bien, solo aspiraban a que William y yo tuviésemos una buena vida y estudios universitarios a los que ellos no habían conseguido acceder. Él era masón y ella, católica, y nunca ocultaron aquellas filiaciones en una época en la que casi todo el mundo prefería disimular y hasta renunciar a esas y otras veleidades pequeño-burguesas, propias de un pasado en vías de superación socialista. Desde que tengo uso de razón, recuerdo que, tanto a mí como a William, mis padres trataron de inculcarnos las convicciones de que la verdad siempre se debe enfrentar, de que solo el trabajo hace crecer al hombre y de que, por encima de todas las coyunturas, el comportamiento decente de un individuo siempre tenía las mismas características (no matarás, no robarás, no traicionarás, etc.), y, más aún, que contra esos tres valores (verdad, trabajo y decencia) ninguna fuerza del mundo podía imponerse. Como se ve, mis padres eran unos crédulos redomados. Por supuesto, en aquellos tiempos yo no formulaba ni entendía de este modo preciso aquel compendio de ética elemental masónico-cristiana ni pensaba así de mis padres. De lo que estoy seguro es de que aquella postura ante la vida inoculó sus influjos en mi conciencia y en la de mi hermano, y que haber sido educados bajo aquellos preceptos no resultó demasiado saludable en una época donde tal vez lo mejor habría sido aprender desde la cuna la práctica de las artes de los dobleces y los ocultamientos como forma de ascenso o, al menos, como estrategia de supervivencia.
William era un tipo brillante. Ese verano había terminado su primer año en la Escuela de Medicina con unas notas tan elevadas como inusuales para ese período, el más arduo de la carrera. Pero recién comenzado el segundo curso, en septiembre, mi hermano y su profesor de anatomía, con el que mantenía relaciones íntimas desde el año anterior, fueron acusados de ser homosexuales por otro profesor, en una reunión del núcleo del Partido en el cual militaban ambos maestros. Como era la usanza, se formó una comisión disciplinaria compuesta con «todos los factores»: Partido, Juventud Comunista, Sindicato, Federación de Estudiantes y, a pesar de la falta de pruebas o siquiera de sospechas de que hubieran practicado en la Escuela sus aberraciones, como fueron calificadas, se les sometió a entrevistas en las que el profesor negó enfáticamente cualquier desliz homosexual. Pero William, después de rechazar durante semanas y con toda su vehemencia aquella acusación, echó mano a un coraje que yo le desconocía y se rebeló contra un ocultamiento agotador y represivo, y dijo que sí, él era homosexual, desde los trece años ejercía como tal, activa y pasivamente, aunque se negó a confesar con quiénes había realizado tales actividades pues ése era un asunto privado y a nadie más que a él le incumbía. Aunque no fue posible relacionar las inclinaciones sexuales de los encausados con su actitud como profesor y como estudiante, a pesar de que los resultados laborales y docentes de cada uno resultaran notables, la sentencia estaba dictada de antemano y la comisión de factores aplicó sus medidas: el profesor sería expulsado indefinidamente del Partido y del sistema nacional de enseñanza, mientras William era separado dos años de la universidad, pero definitivamente de los estudios de medicina.
Más que el dictamen universitario, fue la vergüenza que agredía de manera frontal los preceptos morales de Antonio y Sara, mis padres, lo que los impulsó a completar la condena sobre el muchacho y a cometer el que se convertiría en el más lamentado error de sus vidas: botaron de la casa a William, a pesar de mis protestas (siempre había sentido lástima por mi hermano), insuficientes para hacerlos entrar en razón. La familia hasta entonces unida comenzó a desintegrarse y la desgracia final del clan empezó a gestarse en el horizonte.
Sé que la historia de la caída de William -como muchos de mis propios tropezones- puede parecer hoy hasta exagerada, pero lo cierto es que durante muchos años fue común a muchísima gente. En ese momento, movido por un sentimiento de compasión y empujado por una Raquelita horrorizada ante aquellas manifestaciones de homofobia y crueldad familiar, yo salí a buscar a William por toda La Habana hasta que logré encontrarlo… en la casa del ex profesor. Lentamente, con toda mi cautela y paciencia, traté de construir una relación diferente con mi hermano y poco después llegaría a sustituir mi primitivo sentimiento de lástima por una justificada admiración, debida al modo en que él estaba enfrentando su condena: luchando. (Todo lo contrario a lo que yo hubiera hecho, a lo que yo había hecho.) William había admitido la expulsión por dos años de la Escuela de Medicina, pero reclamaba su derecho a seguir sus estudios universitarios, pues ningún reglamento ni ley se lo impedía. Mientras, mis relaciones con mis padres se deterioraron, y aunque seguí viviendo con ellos, dejé que un muro de tensión y resentimiento se levantara en medio de la casa de Víbora Park.
Fue a finales de octubre, en medio de aquella crisis familiar, al tiempo que las playas volvían a despoblarse ante la cercanía del siempre tímido otoño-invierno del Caribe, cuando me reencontré con el hombre que amaba a los perros. Ocurrió en el mismo sitio de siempre, a la hora en que comenzaba a caer la tarde, y con la sucesión habitual de presencias, incluida la del negro alto y flaco. Aquel día yo había ido a jugar a squash, iba acompañado por Raquelita y no pensaba siquiera en la posibilidad de verlo, aunque reconozco que me alegró descubrir su presencia -más aún la de sus galgos- en la playa casi desierta. Lo primero que me sorprendió al verlos fue la evidencia de que el hombre había perdido varios kilos de peso, mientras su respiración se había vuelto sonora y el color de su piel, definitivamente enfermizo. Pero comprendí que algo andaba mal en aquel hombre cuando me di cuenta de que, siete meses después de nuestro primer contacto, su mano derecha seguía vendada, como si cubriera una úlcera incurable.
Luego de presentarle a mi mujer -dije «compañera», sonaba más moderno y adecuado- y de preguntarle por los perros-Dax estaba sufriendo unas crisis de ira, cada vez más frecuentes, y un veterinario le había aconsejado a López pensar incluso en el sacrificio, algo que él había descartado de inmediato-, le conté detalles de nuestra boda y le hablé de un libro que me habían dado para revisar sobre los peligros de degeneración genética en cinco razas de perros de muy diferentes orígenes y, casualmente, una de las razas estudiadas era el borzoi. Finalmente me atreví a preguntarle por sus mareos. López me miró unos segundos y, por primera vez desde que nos conocíamos, sugirió que nos sentáramos en la arena.
– Los médicos siguen sin saber, pero cada vez estoy más jodido. Ya casi ni puedo pasear a mis perros por la playa, que es una de las cosas que más me gustan en la vida. Entro y salgo de una clínica, me sacan sangre de todas partes, me registran por dentro y por fuera y nunca encuentran ni hostias.
– Entonces es que no tiene nada. Nada grave, por lo menos -dijo Raquelita con su lógica científica.
El la miró y tuve la impresión de que lo hacía como si descubriera a un diminuto insecto parlante. Casi sonrió cuando le dijo:
– Sé que me estoy muriendo. No sé de qué, pero algo me está matando.
– No hable así -le dije.
– Hay que coger el toro por los cuernos -dijo López y sonrió, mirando hacia el mar. Con gestos mecánicos buscó un cigarro en el bolsillo de la camisa, que ahora parecía quedarle grande. Con gentileza alargó la cajetilla hacia Raquelita, pero ella la rechazó, con un gesto un poco brusco.
– Pues, para empezar, no debería fumar -intervino Raquelita.
– ¿A estas alturas? ¿Sabéis qué es lo único que me alivia los mareos? El café. Bebo litros de café… y fumo.
Mientras la tarde breve de octubre daba paso a la oscuridad, anticipada en aquella etapa del año, el hombre que amaba a los perros, con una locuacidad inusual, nos confesó que le gustaba tanto el mar porque había nacido en Barcelona, frente al Mediterráneo: el mar, su olor, su color, habían llegado a convertirse en sus obsesiones. Si no estuviera tan jodido y si tuviese el dinero necesario, terminó, haría lo imposible por volver a España, a Barcelona, porque desde que había muerto el hijo de puta de Franco, casi todos los exiliados habían podido regresar. Aunque no entendí con exactitud si López podía o no podía volver a España, si el problema era de salud, de dinero o de otra índole, me apenó su desolación y su sensación de que se acercaba su muerte, lejos de su lugar de origen.
El hombre encendió otro cigarro y, observando a Raquelita con una mezcla de sorna e ironía, dijo:
– Pasado mañana salgo para París… Allá van a hacerme unas pruebas de los pulmones.
La reacción de Raquelita fue inmediata, más aún, incontenible.
– ¿A París? -le preguntó a él y me miró a mí.
En aquella época -y todavía en ésta, para la mayoría de nosotros-París quedaba en otro mundo: era un universo al que se podía viajar a través de los libros, de las películas de Truffaut, Godard y Resnais, y últimamente, sobre todo, gracias a Cortázar yRayuela. Pero que alguien de carne y hueso hablara ante nosotros de irse a París -al París de verdad- sonaba tan extraño y misterioso como el salto de Alicia a través del espejo.
– ¿Va a estar mucho tiempo? -quiso saber mi mujer, todavía impresionada.
– Depende. No más de dos semanas. En esta época París es horrible: eso de la belleza del otoño en París es puro cuento. Además, no me gusta París.
– ¿Que no le gusta? -esta vez fui yo el que preguntó.
– No, no me gusta París ni me gustan los franceses -dijo, y aplastó el cigarro en la arena, hundiéndolo casi con fuerza-. Vaya, ya es de noche -exclamó entonces el hombre, como si solo en ese instante recuperara la noción del tiempo y del lugar en que estaba-. ¿Me ayudas? -y extendió su brazo hacia arriba.
Me levanté y tendí mi mano derecha. López se aferró con la suya, todavía vendada, y me di cuenta de que por primera vez tenía contacto físico con aquel individuo. López se levantó, pero al soltarse de mi mano sus pies trastabillaron, como si el suelo se le hubiese movido, y yo me abalancé para sujetarlo por los brazos. En ese instante escuché los gruñidos amenazadores de los galgos y me mantuve inmóvil, pero sin soltar a López. Él comprendió lo que ocurría y les habló a los perros en catalán.
– Quiets, quiets!
Como salido de las sombras, sin que yo lo advirtiera, el negro alto y flaco se hizo presente junto a nosotros.
– Yo lo ayudo -dijo el negro y lentamente solté al hombre.
– Gracias, muchacho -susurró López y agregó, mirando a Raquelita-: Adiós, joven, y felicidades -y casi sonrió. Apoyándose en su chofer se alejó trabajosamente por la arena en busca del sendero asfaltado que corría entre las casuarinas de la playa.
– Qué hombre más extraño, Iván -me dijo entonces Raquelita.
– ¿Qué tiene de extraño? ¿Que es extranjero y está enfermo? ¿Que dice que París es una mierda?
– No. Es que tiene algo oscuro que me da miedo -comentó ella y yo no pude evitar una sonrisa. ¿Algo oscuro?