Aquellas semanas porfiadamente primaverales y tan vertiginosas de marzo y abril de 1937 pasarían a la memoria de Ramón Mercader como un período oscuro, en el que se confundieron todas sus perspectivas, pero del que saldría abruptamente para topar con la claridad más resplandeciente: la de su sólida convicción de que la impiedad era necesaria para alcanzar la victoria.
A la desaparición de África había seguido la de Kotov (¿o habían sido coincidentes?), quien antes de irse le había dejado a Ramón unas órdenes que lo confinaban en el palacio del marqués de Villota, donde en algún momento sería reclamado por un colega del asesor que se le presentaría como Máximus. Su estricto sentido de la responsabilidad lo conminó a permanecer a la espera y gastó sus ratos de ocio en compañía del joven Luis, con el que solía jugar al fútbol, y, siempre que le resultaba factible, entregando un poco de placer a aquella Lena Imbert de ojos tristes, con la que se encerraba en la caballeriza del palacio, donde él había colocado una estufa y una cama. Aunque en los primeros días agradeció aquel paréntesis que le permitía recuperarse de las tensiones, hambres y noches de insomnio de los cuatro meses que había pasado en el frente, pronto se sintió atrapado por la inactividad y empezó a pensar si Caridad, luego de la muerte del joven Pablo, no había movido sus influencias para sustraerlo de los peligros de la guerra y llevarlo a aquella Barcelona donde, a pesar de las profecías de Kotov, todo parecía reducirse a ofensas gritadas y consignas compulsivas, a complots subterráneos, reuniones secretas y algún que otro fusilamiento, cuanto más sumario mejor, a los que parecían adictos tanto los extremistas republicanos como los fascistas.
En su aislamiento, Ramón no conseguía tener una comprensión clara de los acontecimientos que se sucedían. Los periódicos de las distintas facciones republicanas llegaban a sus manos troceados por una censura elemental, que se contentaba con levantar los textos y dejar en blanco los espacios que habían ocupado los trabajos condenados. Solo los diarios comunistas, libres de la censura que el Partido se encargaba de ejercer sobre los demás periódicos, escapaban a aquella orgía de mutilaciones y, con independencia de su triunfalismo primitivo, Ramón podía medir en sus editoriales las altas temperaturas que alcanzaban las acusaciones cada vez más furibundas lanzadas contra los trotsko-fascistas del POUM, los incontrolables sindicalistas de la CNT y los indisciplinados anarquistas de la FAI, capaces de llegar al extremo de retirar batallones del frente por cualquier desacuerdo. Pero lo más significativo para él fue la creciente insistencia en criticar la tibieza militar y organizativa del jefe de gobierno y ministro de la Guerra, Largo Caballero, y a sus hombres de confianza. Aquella dura campaña en la que se mezclaban verdades y mentiras le confirmaba las palabras de Kotov de que avanzaban hacia una batalla frontal contra las hordas de conciliadores y extremistas.
Caridad, a la que prácticamente no había visto durante dos semanas, sufrió una recaída en la crisis de su angina de pecho que la mantuvo en cama durante dos días, con el brazo izquierdo acalambrado y atormentada por aquel angustioso dolor en el tórax. Cuando la mujer pudo bajar al devastado jardín de la mansión, Ramón buscó el modo de alejar a la persistente Lena y quedarse a solas con ella. Llevaba demasiados días de inactividad, se sentía engañado por su madre y por Kotov, y se atrevió a lanzar un ultimátum.
– En tres días vuelvo al frente -le dijo, pero Caridad apenas movió la cabeza-. Toda esa historia del silencio y la responsabilidad es para tenerme aquí, para controlarme.
Caridad sacó del bolsillo de su abrigo el paquete de cigarrillos y la lucha que libró consigo misma debió de ser agónica.
– Eso va a matarte -le advirtió él cuando la vio extraer uno de los pitillos.
– Cuando me siento así, lo que quiero es morirme -dijo ella y comenzó a deshacer el cigarrillo con los dedos y se llevó la picadura a la nariz para respirar su aroma. Finalmente lanzó a la tierra el pitillo trucidado y colocó otro en sus labios, sin darle fuego-. No me mires con esa cara, no te atrevas a sentir compasión, porque no lo resisto. Odio mi cuerpo cuando no me responde. Y no me vengas más con esa tontería de que te vas al frente… Aquí están pasando cosas que tú ni te imaginas y, más pronto de lo que crees, llegará tu momento. Pero todo i su tiempo, Ramón, todo a su tiempo.
– Ya me sé de memoria ese cuento del tiempo, Caridad.
Ella sonrió, pero el dolor en el brazo le congeló la alegría. Esperó unos segundos mientras el calambre ardiente remitía.
– ¿Cuento? Vamos a ver… ¿Te creíste el cuento de que a Buenaventura Durruti lo mató una bala perdida?
Ramón miró a su madre y sintió que no podía pronunciar palabra.
– ¿Tú crees que podemos ganar la guerra con un comandante anarquista que tiene más prestigio que todos los jefes comunistas?
– Durruti luchaba por la República -trató de razonar Ramón.
– Durruti era un anarquista, lo habría sido toda su vida. ¿Y has oído el cuento del traductor que desapareció, el tal Robles?
– Era un espía, ¿no?
– Un infeliz lameculos. Fue un cabeza de turco de una bronca interna entre los asesores militares y los de seguridad. Pero no lo escogieron al azar: ese Robles sabía demasiadas cosas y podía ser peligroso. No era un traidor: lo convirtieron en traidor.
– ¿Quieres decir que lo mataron sin que fuera un traidor?
– Sí, ¿y qué? ¿Sabes a cuántos han ejecutado de un lado y otro en estos meses de guerra? -Caridad esperó la respuesta de Ramón.
– A muchos, creo.
– A casi cien mil, Ramón. Mientras avanzan, los fachas fusilan a todos los que consideran simpatizantes del Frente Popular, y de este lado los anarquistas matan a cualquiera que, según ellos, sea un enemigo burgués. ¿Y sabes por qué?
– Es la guerra -fue lo que se le ocurrió decir-. Los fascistas sentaron esas reglas de juego…
– Es la necesidad. La de los fascistas, para no tener enemigos en la retaguardia, y la de los anarquistas, para seguir siendo anarquistas. Y nosotros no podemos permitir que la guerra se nos vaya de las manos. También nosotros hemos matado gente y vamos a tener que matar a muchos más, y tú…
Ramón levantó la mano para interrumpirla.
– ¿Me habéis traído aquí para matar gente?
– ¿Y qué coño hacías en el frente, Ramón?
– Es distinto, es la guerra.
– Y dale con la puta guerra… ¿Conseguir que el Partido imponga su política y los soviéticos sigan apoyándonos no es lo más importante para ganar esta guerra? ¿Limpiar la retaguardia de enemigos y espías n es la guerra? ¿Eliminar a los quintacolumnistas en Madrid no formaba parte de la guerra?
– En Paracuellos fusilaron a personas que no tenían nada que ver con la quinta columna, y yo sé que algunos del Partido estaban metidos en eso.
– ¿Quién asegura que los muertos no eran saboteadores, tú o los de la Falange?
Ramón bajó la cabeza y contuvo su indignación. En la Sierra de Guadarrama, con un fusil en la mano y un puñado de compañeros, muñéndose de frío y trinando de hambre, con los enemigos al otro lado de la montaña, todo era más sencillo.
– Esta guerra en la que te vas a meter es más importante, porque si no la ganamos, no ganaremos la otra, y los camaradas que están en las trincheras van a caer como moscas cuando dejen de llegar aviones, cañones, fusiles y granadas desde Moscú. Ramón, el destino de España estará en manos de personas como tú… Para que te hagas una idea de lo que está pasando, esta noche irás conmigo a La Pedrera. Hay una reunión importante… De más está decirte que todo lo que allí se va a hablar es secreto. Allí no puedes hablar ni decir cómo te llamas, ¿está claro?
– ¿Irá también África?
– ¿Por qué no te olvidas un poco de esa mujer, Ramón?
Bajo la sombra de Caridad, esa noche Ramón franqueó la entrada de La Pedrera sin que los guardias lo detuvieran. En uno de los salones de la última planta, envueltos en una nube de humo, varios hombres discutían y apenas se inmutaron por la llegada de Caridad y su joven acompañante. Ramón se sintió decepcionado al no ver a África, y de los presentes solo pudo reconocer a una persona: a Dolores Ibárruri, quizás la única que no fumaba en ese instante. Había también un hombre con aspecto eslavo, que luego identificaría como el camarada Pedro, el húngaro que comandaba a los enviados del Komintern. Su atención, sin embargo, se centró en un personaje vociferante, velludo y corpulento, con una cabeza grande, ojos globulosos y labios gruesos que hacían ruido al despegarse cuando hablaba. Por su forma de dirigirse a los demás se adivinaba que era un tipo irascible, y por lo que iba diciendo, parecía de los que suponen traidores a todos los demás y consideran las negligencias e ineptitudes perversos complots y sabotajes enemigos. Al oído, Caridad le dijo que el hombre era André Marty, y Ramón entendió de inmediato que estaba en presencia de algo importante: si en aquel momento de la guerra Marty se mantenía alejado de su puesto en la comandancia de las Brigadas Internacionales, solo podía ser por causas del mayor peso. Gracias a su hermana Montse, que durante unas semanas había trabajado como secretaria de aquel dirigente del Komintern, Ramón sabía que tenía fama de ser un hombre despiadado y déspota, y esa noche se lo corroboraría la andanada que soltaba, adornada de insultos. Marty acusaba a los dirigentes del Partido de débiles e ineptos, pues, según él, el comité central prácticamente no existía y el trabajo del buró político era terriblemente primitivo y conciliador: los españoles, decía, y apuntaba hacia la Ibárruri, tenían que crecer de una vez y dejar de permitir que Codovilla, solo por ser un enviado del Komintern, actuara como si el Partido fuera su coto personal. Debía darles vergüenza que Codovilla los utilizara como marionetas -y miraba otra vez a Pasionaria, que bajaba la vista como un perro apaleado- y llegara al extremo de escribir los discursos del secretario general Pepe Díaz y de la camarada Dolores Ibárruri solo para crear la ilusión de que existía una dirección de los comunistas españoles, cuando en realidad ni existía ni decidía nada. La situación ya no permitía titubeos: o se lanzaban a por todo o que se olvidaran de la más mínima posibilidad de éxito.
Indignado, Ramón apenas escuchó la conclusión del encuentro: según Pedro, el Partido debía incrementar su campaña contra el modo en que el gobierno manejaba la cuestión militar y la política interior, exigir más purgas en el mando militar y, sobre todo, estar listo para lanzar una ofensiva contra los saboteadores. Los comunistas tenían que asegurar el éxito de una operación capaz de garantizarles el control de una retaguardia limpia de trotskistas y anarquistas. La dirección soviética esperaba que esta vez los españoles supieran desempeñar su papel.
– Es ahora o nunca -afirmaba Pedro, cuando Ramón, sin esperar a Caridad, escapó del local en busca del aire puro de la calle, desierta a esas horas de la noche.
Dos días después, Máximus se presentó en la Bonanova. Cada una de las horas transcurridas entre aquella reveladora reunión y la llegada del enviado de Kotov que al fin pondría a Ramón en movimiento habían servido para reafirmar al joven en una idea: los asesores tenían razón en sus exigencias y se imponía remover los cimientos del bando republicano. Al menos él se entregaría a aquella misión en cuerpo y alma, y demostraría además que un militante español es capaz no solo de obedecer, sino también de pensar y de actuar, pues para su orgullo de comunista resultaba demasiado humillante haber tenido que escuchar en silencio, en su propia tierra, en su propia guerra, cómo los llamaba revolucionarios sin iniciativa un vociferante con cara de paranoico que les gritaba las verdades en la cara. Se imponía actuar.
Máximus -de quien Ramón, luego de varias semanas de trabajo, llegaría a sospechar que era húngaro- resultó ser un especialista en la lucha clandestina y la desestabilización. Por órdenes suyas Ramón se integró a una célula de acción de seis hombres (uno de los llamados «grupos específicos»), todos españoles, de los que solo Máximus parecía conocer la verdadera identidad y a quienes, por su presumible admiración por el mundo romano, distinguió con apelativos de personajes latinos -Graco, César, Mario- mientras los calificaba de pretorianos. Desde aquel día Ramón comenzaría a llamarse Adriano. Fue el primero de los muchos nombres que usó, y se sintió orgulloso cuando lo rebautizaron, sin que aún tuviera el menor atisbo de los años que viviría no ya con otros nombres, sino con otras pieles.
Adriano se lamentaría de que le encargaran una misión tan inocua como acercarse a los locales del POUM y establecer las rutinas de sus dirigentes, especialmente los de Andreu Nin. Aunque Máximus los había sometido a una delicada compartimentación informativa y él ignoraba los detalles de las tareas asignadas a los otros pretorianos, consiguió saber, gracias a la locuacidad de sus compatriotas, que algunos de ellos participaban en acciones violentas y peligrosas, según lo corroboraban las misteriosas desapariciones, algunas sospechosamente definitivas, de ciertos rivales políticos no demasiado notables pero sin duda molestos, a los que se imponía sacar del juego antes de que éste entrara en la etapa crítica anunciada por Pedro. Por eso, verse limitado a caminar por las Ramblas, entrar en los hoteles donde se alojaban algunos de los poumistas y sus simpatizantes, y conocer los pormenores de las actividades cotidianas de las cabezas del partido trotskista, le pareció algo que ofendía sus capacidades, sin sospechar que su labor cobraría importancia en las acciones que se avecinaban y que su eficiencia y habilidad camaleónica, advertidas por Máximus, serían el aval que lo colocaría en el sendero de su extraordinario destino.
Muy pronto Adriano tuvo la certeza de que, por el bien de la causa, Andreu Nin era un hombre que debía morir. Desde antes de que comenzara la guerra y se agitaran tan violentamente las rivalidades políticas entre los republicanos, el renegado Nin era un enemigo declarado de los comunistas y había sido de los primeros en calificar (haciéndose eco de los alaridos de Trotski) de crímenes los juicios moscovitas de 1936 y de principios de aquel año, y en tachar de cómplices culpables a los «amigos de la URSS» que defendieron su legalidad y pertinencia. También había sido de los que sostuvieron con mayor pasión la necesidad de la revolución junto a la guerra, la tesis de la lucha total contra la república burguesa (que, a pesar de ser antiproletaria, se sostenía con el apoyo de los que Nin calificaba como conciliadores comunistas) y su desacuerdo con la ayuda soviética, como si para el gobierno hubiese sido posible resistir sin ella. Pero lo que había marcado del modo más rotundo su filiación fue su exigencia, desde el puesto deconseller en el gobierno de la Generalitat y desde su liderazgo en el POUM, de que la República ofreciera asilo al traidor Trotski, después de que su felonía quedara corroborada en los juicios celebrados en Moscú. Aunque Companys, el presidente catalán, se había visto obligado a apartar a Nin de su gabinete, la prepotencia del trotskista llegó al extremo de hacerlo clamar en público que únicamente matando a todos los poumistas lograrían apartarlos de la lucha política. Adriano pensaría que sin duda lo mejor sería complacerlo, por lo menos a él, de una sola y buena vez.
Adriano había escogido el hotel Continental como una de sus paradas habituales. A pesar de la escasez que asolaba la ciudad, allí todavía se podía beber un buen café y adquirir algún paquete de cigarrillos franceses. Varios de los miembros del POUM se alojaban en él y en el cercano hotel Falcón, y el infiltrado comprobó que, con la debida cautela, su presencia en aquellos sitios podía convertirse en habitual y nada sospechosa. Al fin y al cabo, los varios agentes secretos que pululaban por el edificio resultaban tan visibles que él sentía que podía resultar transparente o, a lo sumo, ser tomado por un buscavidas más.
Periódicamente Adriano rendía informes a Máximus, y ambos llegaron a la conclusión de que los poumistas estaban atemorizados por la escalada de la prensa comunista, pero sus líderes no tenían posibilidad de retroceso ni conciencia cabal del abismo al que estaban abocados. Entre los huéspedes y visitantes del hotel con los que logró establecer conversaciones ocasionales, solo un periodista inglés, miliciano del POUM, le comentó que en los próximos días algo grave iba a ocurrir en Barcelona: se podía respirar en la tensión que flotaba en el ambiente. El miliciano-periodista, evacuado del frente de Huesca después de que lo hirieran, era un tipo alto, muy delgado, con cara de caballo, y exhibía el color malsano de una enfermedad que seguramente lo corroía. Siempre iba acompañado de su diminuta mujer y miraba hacia todos lados, como si algo lo acechara sin cesar tras una columna. Adriano se le había presentado con su nuevo nombre de guerra y el inglés le dijo llamarse George Orwell y le confesó que sentía más te mor en un hotel de Barcelona que en una trinchera helada de Huesca.
– ¿Ves a aquel gordo que arrincona a los extranjeros y les explica que todo lo que pasa aquí es un complot trotsko-anarquista? -le preguntó Orwell, y con disimulo Adriano observó al personaje-. Es un agente ruso… Es la primera vez que veo a alguien dedicado profesional y públicamente a contar mentiras, exceptuando a los periodistas y los políticos, claro.
Muchos años tuvieron que pasar para que Ramón supiera quién era aquel hombre. En 1937 prácticamente nadie conocía a Orwell. Pero cuando leyó algunos libros sobre lo que había pasado en Barcelona y encontró una foto de John Dos Passos, Ramón hubiera jurado que, unos días antes de que explotara todo, había visto a Orwell conversando con Dos Passos en la cafetería del hotel. Durante aquellos encuentros, sin embargo, Ramón y Orwell casi nunca hablaron de política: solían hablar de perros. El inglés y su mujer, Eileen, amaban a los perros y en Inglaterra tenían un borzoi. Por Orwell supo Ramón de esa raza, según el periodista, el galgo más elegante y bello de la Tierra.
Lo que más le gustó a Ramón de aquella misión fue sentirse tan camuflado bajo su propia piel que, sin pensarlo demasiado, era capaz de reaccionar como el despreocupado y simplón Adriano. Descubrió que usar otro nombre, vestir de un modo diferente al que hubiera considerado cercano a sus preferencias, e inventarse una vida anterior en la cual predominaba el desengaño por la política y el rechazo a los políticos, eran sensaciones de las que comenzaba a disfrutar recónditamente. Así, cada día que pasaba se sentía más Adriano, era más Adriano, y hasta podía ver a Ramón con cierta distancia. Con alegría descubrió que, sin África a su alcance, podía prescindir de su familia. Además, a pesar de su espíritu gregario y partidista, no tenía un solo amigo al que se sintiera unido. El único norte al que se aferraba era su responsabilidad y trataba de cumplirla con esmero, y por eso, el día en que le entregó a Máximus el resumen de los movimientos, los lugares que frecuentaban y los gustos personales de las cabezas del POUM, especialmente exhaustivo en el caso de Andreu Nin, pensó que la felicitación recibida era un premio para Adriano y, muy remotamente, para el Ramón Mercader que le había prestado su cuerpo.
Kotov parecía una estatua abandonada sobre un banco de la plaza de Cataluña. La primavera estaba en su apogeo y un sol tibio bañaba la ciudad. El asesor, con el rostro ligeramente levantado, recibía el calor como un lagarto goloso de las radiaciones que lo vivificaban. Se había despojado incluso de la chaqueta y del pañuelo estampado que solía llevar al cuello, y se mantuvo inmóvil todavía unos segundos cuando Ramón se sentó a su lado.
– ¡Qué maravilla de país! -dijo al fin y sonrió-. Yo viviría aquí toda la vida.
– ¿A pesar de los españoles?
– Precisamente por vosotros. De donde yo vengo las gentes son como piedras. Vosotros sois flores. Mi país huele a arenque seco y lúpulo, éste a aceite de oliva y vino…
– Tus colegas dicen que somos primitivos y casi tontos.
– No hagas demasiado caso de esos lunáticos. Confunden la ideología con el misticismo y no son más que máquinas andantes, peor aún, son fanáticos. Aquí se hacen los duros, pero tendrías que verlos cuando los llaman desde Moscú… Najui. Se cagan. No los mires como a un ejemplo, no quieras ser como ellos. Tú puedes ser mucho más.
– ¿Qué te dijo Máximus de mí?
– Está satisfecho y tú lo sabes. Pero hoy dejas de ser Adriano y vuelves a ser Ramón, y como Ramón vas a trabajar conmigo estos días. Hasta que se decida otra cosa, Adriano ya no existe, Máximus nunca existió, ¿está claro?
Ramón asintió y se despojó de la bufanda. El calor le subía desde el pecho.
– ¡Aprovecha, muchacho, respira esta paz! Sácale jugo a cada momento apacible. La lucha es dura y no nos regala muchas ocasiones como ésta… ¿Ves la tranquilidad? ¿La sientes?
Ramón había pensado que se trataba de una pregunta retórica, pero la insistencia de Kotov lo obligó a mirar a su alrededor y responder.
– Sí, claro, la siento.
– ¿Y ves ese edificio de ahí enfrente?
– ¿La Telefónica? ¿Cómo podría dejar de…?
La risa de Kotov lo interrumpió. El asesor bajó el rostro y por primera vez miró directamente a Ramón. Tenía los carrillos brillantes, los ojos transparentes entornados para protegerlos de la intensa luz.
– Es una cueva de quintacolumnistas que están preparando un golpe de Estado contra el gobierno central -dijo Kotov y Ramón hubo de despabilar sus neuronas para recuperar el hilo del razonamiento del asesor-. Antes de que lo hagan tenemos que fumigarlos, como a cucarachas, como a los enemigos que son… Estamos perdiendo la guerra, Ramón. Lo que hicieron los fascistas en Guernica no es un crimen: es una advertencia. No habrá piedad, y parece que no lo entendéis… Esos anarquistas se creen que la Telefónica les pertenece porque, cuando se rebelaron los militares, ellos entraron allí y dijeron: es nuestra. Y el gobierno es tan blando que no ha podido expulsarlos… Cuando el bombardeo de Guernica, llegaron al extremo de negarle una línea al presidente de la República -Kotov volvió a sonreír como si aquella historia le hiciera gracia-. Dentro de unos días, de esta paz no va a quedar nada.
– ¿Qué vamos a hacer?
Kotov guardó un silencio demasiado prolongado para la curiosidad de Ramón.
– Los fascistas siguen ganando territorio y el enano de Franco tiene ahora el apoyo de todos los partidos de la derecha. Mientras, los republicanos se entretienen en sacarse los ojos unos a otros y cada cual quiere ser el dueño de su finca… No, no puede haber más contemplaciones. Si estos quintacolumnistas dan un golpe de Estado, podéis olvidaros de España… Tenemos que hacer algo definitivo, muchacho. Te espero hoy a las ocho en la plaza de la Universidad.
Kotov se anudó el pañuelo al cuello y recogió la chaqueta. Ramón supo que no debía preguntar y lo vio alejarse, con una cojera más visible que en otras ocasiones. Desde el banco contempló, unos metros más abajo, el inicio de las Ramblas, varios sacos de arena que alguna vez fueron una barricada y las gentes despreocupadas o presurosas que paseaban, vestidas de civil o con los uniformes con que cada facción trataba de distinguir sus efectivos. Ramón se sintió superior: era de los enterados en medio de una masa de marionetas.
Quince minutos antes de las ocho, Ramón ocupó un banco en la plaza de la Universidad. Vio desfilar por la Gran Vía, rumbo a la estación de Sants, varios camiones cargados de reclutas de las milicias anarquistas de la CNT, con sus estandartes batidos por el viento. Supuso que esa misma noche saldrían hacia el frente y comenzó a entender la estrategia de Kotov y el alto mando de los asesores. Media hora después, cuando la ansiedad comenzaba a atenazarlo, sintió que el estómago se le enfriaba. Del otro lado de la avenida la vio venir: entre los millones de seres que poblaban la Tierra, aquella figura era la única a la que jamás confundiría.
África se acercó y Ramón sintió cómo perdía el control que imaginaba poseer. Avanzó hacia el borde de la calle y la abrazó, casi con furia.
– Pero ¿dónde cono…? -Andando, nos esperan.
La frialdad de África cortó de cuajo la ansiedad de Ramón, quien de inmediato presintió que algo había cambiado. Mientras avanzaban hacia el mercado, África le comentó que había estado en Valencia, donde ahora radicaba la sede del gobierno, y había vuelto convocada por Pedro y por Orlov, el mismísimo jefe de los asesores de inteligencia, que había trasladado su puesto de mando a Barcelona. De Lenina no tenía noticias recientes. La suponía con sus padres, todavía en las montañas de Las Alpujarras, dijo y cerró el tema. Cerca del mercado entraron en un edificio y subieron por las escaleras hasta la tercera planta. La puerta se abrió sin que ellos llamaran y, en la habitación que debía de hacer las veces de salón, Ramón vio a Kotov y a otros cinco hombres de los cuales solo reconoció a Graco. Dos permanecían de pie, mientras Kotov y los demás estaban sentados sobre unas cajas. Ninguno saludó.
Kotov fue preciso: tenían la misión de capturar a un hombre, ni él mismo sabía cómo se llamaba, solo que se trataba de un anarquista a quien se imponía sacar de circulación. El hombre saldría sobre las diez de un bar situado a dos cuadras de allí y lo distinguirían porque llevaría una bufanda roja y negra. «Tú y tú», señaló a Ramón y a un hombre moreno, de treinta y tantos, con pinta de andaluz, «vestidos demossos d'esquadra, lo van a detener y lo van a llevar hasta un auto que ella», señaló a África, «les va a indicar.» Los otros tres servirían de apoyo, por si se presentaba alguna eventualidad. Kotov insistió en que todo debía hacerse como una detención rutinaria, no podía haber disparos ni escándalos. Los del auto se encargarían de conducir al hombre a su destino. Después todos se dispersarían y esperarían hasta que los convocara él o algún enviado suyo.
El ambiente de misterio y clandestinidad colmó a Ramón de regocijo. Miró a África y le sonrió, pues mientras se enfundaba el uniforme de la policía catalana, pudo sentir cómo su utilidad para la causa iba en ascenso. Aquella misión podía ser el principio de su integración definitiva en el mundo de los verdaderamente iniciados, pero trabajar con África resultaba un premio inesperado. Él nunca recordaría si se había sentido nervioso: solo conservaría en su memoria la sensación de responsabilidad que lo acometió y la actitud distante de África.
La facilidad con que se desarrolló la detención, el traslado del hombre al auto (cuando lo oyó protestar, Ramón supo que era italiano) y la partida de aquél terminaron de llenarlo de entusiasmo. ¿Podía ser todo tan fácil? Luego de alejarse unas manzanas, Ramón se quitó la chaqueta demosso d'esquadra y la arrojó a un tacho de basura. Se sentía eufórico, deseoso de hacer algo más, y lamentó que la orden de Kotov fuera la dispersión inmediata una vez realizada la operación. Tener a África tan cerca y perderla de inmediato… Buscó una de las callejuelas oscuras que conducían al Raval, con la brújula atenta al hallazgo de una aventura más cálida que la desabrida Lena Imbert. Cuando se detuvo para encender un cigarrillo, sintió cómo se helaba: el frío metálico de un cañón de revólver se le prendió de la nuca. Por unos instantes su mente quedó en blanco, hasta que su olfato vino en su ayuda.
– Estás desobedeciendo las órdenes -dijo él, sin volverse-. Eres el único militante con olor a violetas. ¿Cogemos el tranvía para la Bona-nova o todavía tienes aquel cuartito en la Barceloneta?
África guardó el revólver y emprendió la marcha, obligando a Ramón a seguirla.
– Quería verte porque siento que debo ser sincera contigo, Ramón -dijo ella, y él descubrió en su voz un tono que lo alarmó.
– ¿Qué pasa?
África se acomodó el cabello y dijo:
– Que ya no pasa nada, Ramón. Olvídate de mí.
– ¿De qué estás hablando? -Ramón sintió que temblaba. ¿Había oído bien?
– No volveré a verte…
– Pero…
Ramón se detuvo y la asió por el brazo, casi con violencia. Ella lo dejó hacer, pero le clavó una mirada que lo heló. Ramón la soltó.
– Nunca te prometí nada. Nunca debiste enamorarte. El amor es un lastre y un lujo que nosotros no podemos darnos. Suerte, Ramón -dijo ella y, sin volverse, avanzó por la calle hasta perderse en un recodo y en la oscuridad.
Ramón, como petrificado, percibió la conmoción que afectaba a sus músculos y su cerebro. ¿Qué coño estaba pasando? ¿Por qué hacía eso África? ¿Obedecía órdenes del Partido o era una decisión personal?
El hombre se dirigió a la parte alta de la ciudad, sin que el desasosiego lo abandonara. Se sentía disminuido, humillado, y en su mente comenzaron a cruzarse señales, evidencias hasta entonces desestimadas, actitudes que bajo la nueva luz cobraban una dimensión reveladora. Y en aquel ascenso de lobo herido hacia su guarida, Ramón se prometió a sí mismo que alguna vez África sabría quién era él y de qué era capaz…
La explosión que esperaba el periodista inglés con cara de caballo, y que Kotov le había anunciado con conocimiento de causa, al fin se produjo. La leña seca del odio y el miedo, que tanto abundaba en España, solo necesitó de un fósforo, colocado con precisión, para que ardiera la pira en la cual, como muchas veces diría Caridad, se había purificado la República.
Gracias a las informaciones que manejaba, la dramaturgia de los acontecimientos no sorprendió a Ramón, aunque sus imprevisibles consecuencias llegaron a alarmarlo. El día 3 de mayo, la irrupción en el edificio de la Telefónica de un contingente de la policía, dirigido por el comisario de orden público Rodríguez Salas, portador de la orden dictada por elconseller de Seguridad Interior de desalojar el local y ponerlo en manos del gobierno, provocó la previsible negativa de los anarquistas y su atrincheramiento en los pisos altos del inmueble. Como también era de esperar, enseguida se iniciaron los enfrentamientos entre los cuerpos policiales de la República y el gobierno catalán con los anarquistas y los sindicalistas de la CNT, a cuyo lado se colocaron los trotskistas del POUM. La tensión acumulada y los odios enquista-dos estallaron y Barcelona se convirtió en un campo de batalla.
Unos días antes, varios contingentes de milicianos anarquistas, negándose a obedecer las órdenes del Estado Mayor, habían abandonado el frente y, con sus armas, se habían acantonado en la ciudad. Las autoridades, en previsión de posibles enfrentamientos, decidieron incluso suspender los actos del 1.° de Mayo, pero el día 2 unos integrantes del partido catalanista abrieron fuego contra un grupo de anarquistas y la tensión aumentó. La pretensión de los policías de desalojar la Telefónica fue la gota que colmó el vaso y provocó un derrame tal de violencia que Ramón llegaría a preguntarse si el gobierno, con el apoyo de los socialistas y los comunistas, sería capaz de controlarlo y salir victorioso.
Justo aquella mañana del 3 de mayo, y en contra de lo que esperaba, Ramón había recibido la orden de permanecer en la Bonanova, ocurriese lo que ocurriese, hasta que un hombre de Kotov fuese a buscarlo. A primera hora de la mañana, Caridad había salido con Luis, en su invencible Ford, para poner al muchacho en manos seguras que lo conducirían hasta el otro lado de los Pirineos. Ramón se despidió de Luis con un mal presentimiento. Antes de que montara en el auto, lo abrazó y le pidió que siempre recordara que él era su hermano, y todo lo que había hecho y haría en el futuro sería para que jóvenes como él pudieran entrar en el paraíso de un mundo sin explotadores ni explotados, de justicia y prosperidad: un mundo sin odio y sin miedo.
Cuando a media tarde se supo del incidente iniciado en la Telefónica y la explosión de violencia fratricida que le siguió, Ramón comprendió que Caridad tomaba aquellas precauciones porque ni siquiera los del Partido estaban seguros de poder controlar la situación. Los anarquistas y poumistas, reacios a entregar las armas, acusaban al comunista Rodríguez Salas de haberles provocado para suscitar un enfrentamiento. Los comunistas, por su parte, acusaban a sus rivales políticos de rebelarse contra las instituciones oficiales, de entorpecer el trabajo del gobierno central, de generar el caos y la indisciplina y, de modos indirectos y hasta directos, de planear un golpe de Estado que hubiera sido el final de la República. El grueso del fuego verbal se centró en los dirigentes del POUM, catalogados como traidores-instigadores, promotores incluso del planificado golpe trotsko-fascista en contubernio con los falangistas. Ante los hechos y las palabras, Ramón comprendió que había tenido el privilegio de asistir a la puesta en marcha de un juego político en el que se había derrochado una capacidad de previsión y una maestría tal para la explotación de las circunstancias que no dejaba de sorprenderlo. Pero también pensó que, como nunca antes, el destino de la República pendía de un hilo y resultaba difícil predecir el ganador de la partida.
Varias veces estuvo tentado de bajar hacia La Pedrera en busca del esquivo Kotov para pedirle que le revocara la orden de permanecer alejado. Las horas del día se le hicieron interminables y cuando, en la noche, Caridad regresó al palacio de la Bonanova con un fusil terciado al hombro, lo tranquilizó diciéndole que si bien la Telefónica no había sido tomada, su caída era cuestión de horas y que la operación había sido un éxito, pues el levantamiento había demostrado la felonía de libertarios y trotskistas. Además, confiaba en que las escaramuzas que aún se producían pronto serían controladas, pues varios dirigentes de la CNT estaban mediando para calmar los ánimos y se había anunciado que contingentes del ejército se acercaban desde Valencia.
– Lo que no entiendo es por qué me tienen aquí -se lamentó Ramón, mientras Caridad encendía uno de sus cigarrillos y, entre calada y calada, deglutía unos pedazos de butifarra, que iba lubricando con vino.
– Gente para matar quintacolumnistas y traidores es lo que sobra. Kotov sabrá para qué te quiere.
– ¿Qué se supone que va a pasar ahora?
– Pues no lo sé. Pero cuando acabemos con los anarquistas y los trotskistas, quedará claro quién manda en la España republicana. No podíamos seguir lidiando con indisciplinados y traidores ni esperar a que Largo Caballero se fuera tranquilamente. Ahora mismo lo estamos echando.
– ¿Y qué va a decir la gente?
Caridad aplastó el cigarrillo y sacó otro del paquete. Bebió un largo trago de vino para limpiarse la boca de los restos de la butifarra.
– Toda España sabe ya que los trotskistas del POUM, la juventud libertaria y la Federación Anarquista se han pasado de rosca. Se han rebelado contra el gobierno, y en una guerra eso se llama traición. Hasta hay documentos que prueban las conexiones de los trotskistas con Franco, pero Caballero no quiere aceptarlos. Esos hijos de puta les pasaban a los fascistas mapas y hasta las claves de comunicación del ejército.
– Eh, eh… Tú sabes que la mitad de lo que dices es mentira.
– ¿Estás seguro? Aun así, si fuera mentira, de todas maneras lo convertiremos en verdad. Y eso es lo que importa: lo que la gente cree.
Ramón asintió. Aunque le costaba aceptar la mezquindad de aquel montaje, reconocía que lo importante era ganar la guerra y, para hacerlo, se imponían limpiezas como aquélla. Caridad sonrió y encendió el cigarrillo.
– Tienes mucho que aprender, Ramón. Vamos a enfrentar a los socialistas radicales de Negrín e Indalecio Prieto con los conciliadores de Largo. Más bien, les vamos a servir en bandeja la cabeza de Largo para que se destrocen entre ellos.
– Pero ni Prieto ni Negrín nos quieren demasiado…
– No les quedará más remedio que querernos. Y en cuanto sustituyan a Largo y nombren a Negrín o a Prieto, acabaremos de una vez por todas con el POUM. Si los socialistas quieren gobernar, tendrán que ayudarnos: o gobiernan con nosotros o no gobiernan. Les vamos a quitar de en medio a los anarquistas y a los sindicalistas, y ellos tendrán que agradecernos el gesto.
Ramón asintió y se atrevió al fin a formularle la pregunta que lo desesperaba:
– ¿Y África anda metida en todo esto?
Caridad bebió dos sorbos de vino.
– No se despega de Pedro. Así que debe de estar muy cerca de todo…
Ramón asintió. ¿Celos o envidia? Tal vez las dos cosas, más unas gotas de despecho…
– ¿Y qué pinto yo en todo eso, Caridad?
– A su tiempo Kotov te lo dirá… Mira, Ramón, entre lo mucho que tienes que aprender, está tener paciencia y saber que a los enemigos no se les golpea cuando están de pie, sino cuando se han arrodillado. ¡Y se les golpea sin piedad, carajo!
A la mañana siguiente, después de ver salir a Caridad en el Ford, Ramón se arriesgó a desobedecer sus órdenes. Sentía que se asfixiaba en la Bonanova, donde apenas llegaba el retumbar de algún fuego de artillería, y bajó hacia la ciudad, casi sin confesarse a sí mismo que entre sus esperanzas estaba la de encontrarse con África. En el camino hacia el centro, fue eludiendo las calles donde se habían montado barricadas desde las que se producían disparos esporádicos. Tranvías y autobuses detenidos cortaban el tráfico y por todas partes se desplegaban banderas que advertían de la filiación política de los defensores de cada esquina: comunistas, socialistas, anarquistas, poumistas, catalanistas, sindicalistas cenetistas, tropas regulares, milicias y policías, en un calidoscopio centrífugo que convenció al joven de la necesidad de aquella batida: ninguna guerra podía ganarse con una retaguardia tan caótica y dividida. La ciudad entera seguía en pie de guerra y la explanada de la plaza de Cataluña parecía el patio de un cuartel. El edificio de la Telefónica, donde permanecían atrincherados los anarquistas de la CNT, estaba completamente rodeado y en la mira de varias piezas de artillería. Los sitiadores, sin embargo, parecían tan confiados que descansaban aprovechando la cálida mañana de mayo. Evitando la explanada, buscó las Ramblas y, a la altura del Palacio de la Virreina y el hotel Continental y, más abajo, por el Falcón, el paseo estaba completamente vacío; solo ocasionalmente se arriesgaba a pasar algún transeúnte presuroso agitando un pañuelo blanco. Desde las inmediaciones del mercado observó que, a cada lado de la calle, había hombres atrincherados en las azoteas y supuso que los del Continental eran milicianos y directivos del POUM. De una y otra vereda, con desgano, efectuaban disparos, y Ramón pensó que la suerte de los sublevados estaba echada: aquella guerra de retaguardia más parecía una escenificación que un enfrentamiento verdadero. Sintió la tentación de hacer regresar la piel de Adriano y entrar con ella en los locales del POUM, pero comprendió que aquella indisciplina podía resultar peligrosa. La impiedad con la que se había juramentado podía revertirse contra él si alguien lo identificaba y denunciaba su presencia en los predios de los trotskistas sin haber sido enviado por un superior.
Muy pocos días después Ramón sabría hasta qué punto Kotov confiaba en Caridad, pues las predicciones de la mujer comenzaron a cumplirse. Los enfrentamientos esporádicos, violentos por momentos, continuaron por un par de días, acumulando cifras de muertos y heridos, pero fueron perdiendo intensidad, como gastándose. Varios líderes sindicalistas y anarquistas pidieron a sus camaradas la deposición de las armas y, cuando al fin llegó el grueso de las tropas enviadas por el gobierno, los rebeldes habían reconocido su derrota, la ciudad estaba prácticamente pacificada, y la mayoría de los puestos clave, en manos de los hombres escogidos por los asesores y el Partido. La batalla se libraba ahora en el terreno verbal, con un cruce continuo de acusaciones en el que los medios de propaganda comunistas, libres de la censura, llevaban la mejor parte y difundían la opinión de que los sindicalistas de la CNT, los anarquistas y, en especial, los poumistas habían provocado ese levantamiento que tanto olía a golpe de Estado. Ramón pensó que la esquiva Cataluña caía al fin bajo el dominio de los asesores soviéticos y de los hombres del Komintern, mientras, como colofón del éxito, el gobierno se abocaba a una crisis y Largo Caballero comenzaba a patalear, con la soga al cuello.
Los acontecimientos cobraron una velocidad vertiginosa cuando la prensa comunista aseguró que poseía pruebas de la colaboración de los trotskistas del POUM con los fascistas. Se hablaba de telegramas e, incluso, de mapas con movimientos de tropas filtrados hacia el bando enemigo. Largo Caballero, asediado por todos los flancos, o quizás asumiendo al fin su incapacidad para resolver los problemas de la guerra y de la República, presentó la renuncia. Entonces, con el apoyo de los comunistas y de los asesores, Negrín subió a la jefatura del gobierno y, casi como primera medida, anunció la ilegalización del POUM y la intención de juzgar a sus cabecillas.
Ramón, que se sentía molesto por no haber estado más cerca de la acción, se sorprendió cuando el resucitado Máximus se presentó a buscarlo. Lo acompañaban otros dos hombres desconocidos para él, obviamente españoles, pero Máximus prescindió de cualquier tipo de presentación. En silencio bajaron hacia la ciudad, verdadero campo después de la batalla, con tropas en las plazas, edificios incendiados, restos de barricadas en las esquinas. La gente volvía a salir a la calle en busca de comida y no la encontraba, pero ahora se retiraba silenciosa, bajo la mirada de guardias de asalto,mossos d'esquadra y militares desplegados por todas partes. Ramón tuvo la convicción de que la España republicana debía aprovechar aquella sacudida, explotar y dirigir el odio "y el miedo ancestrales, y aceptar de una vez que la única salvación podía venir de la más férrea disciplina y de la intervención soviética frontal. Pensó que tal vez André Marty tenía razón cuando los había calificado de primitivos e incapaces, y cuando Kotov, a su modo casi poético, los llamó románticos e indolentes. El joven sintió que lo apresaba la angustia por el destino del país y por el sueño por el que él llevaba cuatro años luchando: pero se había dado un paso importante para salvarlo.
Máximus, acompañado por Ramón y los otros dos camaradas, detuvo el auto en la carretera del Prat, ya en las afueras de la ciudad, y esperó la llegada de otro vehículo, también ocupado por cuatro hombres, dos de ellos de aspecto extranjero y uno con un brillante uniforme militar, aunque desprovisto de grados. Máximus dio las órdenes, que parecían dirigidas a Ramón más que a sus otros dos acompañantes: la policía se disponía a sacar de Barcelona a un prisionero, un espía al servicio de los nacionales, y a ellos les encomendaba la misión de llevar al hombre sano y salvo hasta Valencia, donde sería interrogado. La información que poseía aquel hombre era capital para desarticular las redes de colaboración con el enemigo y para revelar hasta qué niveles había llegado la traición de los trotskistas. Pero todo el operativo debía hacerse con la mayor discreción, por lo que solo participaban en él hombres de la más absoluta confianza.
Unas horas después, cuando ya anochecía, la patrulla policial apareció en la carretera e hizo señas con las luces. Máximus ordenó a los del segundo coche que se colocaran en la retaguardia y él, con Ramón y los otros dos hombres, se ubicó al frente de la caravana y enfiló hacia Valencia. En un par de ocasiones, uno de los que viajaba en el auto trató de entablar conversación, pero Máximus exigió silencio.
En plena madrugada llegaron a las inmediaciones de Valencia, donde otra patrulla los esperaba. Los que venían de Barcelona se detuvieron y Máximus ordenó que no bajaran del auto y se mantuvieran vigilantes y, sobre todo, callados. Ramón observó cómo Máximus se dirigía hacia la patrulla, acompañado por el hombre vestido de militar que había viajado en el auto encargado de cerrar la fila. En la oscuridad trató de entrever lo que ocurría en la carretera y creyó escuchar que Máximus y los que lo esperaban hablaban en ruso. Uno de aquellos hombres le resultó familiar, y aunque después pensó que podía ser Alexander Orlov, jefe de los asesores soviéticos de inteligencia, la oscuridad le impidió tener la certeza. Con una linterna, el militar que acompañaba a Máximus hizo una señal hacia la caravana y minutos después Ramón vio pasar junto a su coche a un hombre esposado, conducido por dos policías. A pesar de la escasa luz, tuvo un sobresalto cuando pudo identificarlo: era Andreu Nin.
En aquel momento Ramón comprendió que Máximus lo había seleccionado para aquella misión como un premio por su trabajo en el entorno del POUM. Entonces le vino a la mente el periodista inglés con cara de caballo enfermo y las palabras que en una de las charlas en el hotel Continental le dijera a Adriano, unas semanas antes:
– Nin es el español más español que conozco. Si no fuera tan catalán, habría sido torero o cantaor… Vive con una sola idea en la cabeza: la revolución. Es de los que se dejaría matar por ella. A mí me espantan los fanáticos, pero a ese hombre lo respeto.
Sin volverse a mirar a sus compañeros de misión, Ramón dijo:
– A ese hombre tendrán que matarlo.
Uno de sus acompañantes, el de más edad, se atrevió a comentar:
– Acuérdate de lo que dijo el jefe. Van a hacerle cantar todo lo que sabe de los planes de los quintacolumnistas.
– No hablará -Ramón sintió aquella convicción de un modo tan incisivo que lo atormentó el deseo de bajar del auto y decírselo a Máximus y hasta al mismísimo Orlov, si era Orlov quien ahora se apartaba para que introdujeran a Nin en una pequeña camioneta cubierta. Todo aquello era un absurdo y Ramón supo que iba a terminar del peor modo.
– Ellos hacen hablar al que sea -dijo el hombre bajando la voz-. Y todos estos trotskistas están hechos de mantequilla.
– Éste no. Y no hablará.
– Y por qué estás tan seguro, camarada?
– Porque es un fanático y sabe que, si habla, de todas maneras lo matarán, y de paso mataría a sus compañeros. ¿Sabéis una cosa? Yo en su lugar tampoco hablaría.