La Casa de los Sindicatos de Moscú es una obra maestra de la arquitectura rusa del siglo XIX. El arquitecto Kazakov había convertido el edificio del siglo XVIII en un club para la aristocracia moscovita, y en su lujoso Salón de las Columnas habían bailado, entre muchos, Pushkin, Lérmontov y Tolstói, e interpretado su música Chaikovski, Rimski-Korsakov, Liszt y Rajmáninov. Después de la revolución, la sala, de excelente acústica, se utilizó para reuniones del Partido y charlas de divulgación: allí se escuchó decenas de veces la voz de Lenin, allí se había montado la capilla de donde saldrían los restos del líder hacia el mausoleo de la plaza Roja. Pero Liev Davídovich estaba convencido de que el recinto iba a pasar a la posteridad por haber albergado las más grotescas farsas judiciales del siglo: y el 2 de marzo de aquel ya nefasto año de 1938, cuando volvieron a abrirse las puertas del Salón de las Columnas, él también sabía que la muerte regresaba al edificio histórico, dispuesta a recoger otra cosecha.
Desde que comenzaran a llorar el destino de su hijo Liova, Natalia y Liev Davídovich habían aprendido de manera demasiado doloro-sa lo que significaba albergar una última esperanza, pues se habían aferrado a una: la vida de Seriozha. Aunque hacía meses que no habían vuelto a tener noticias del joven, el hecho de no saber si estaba muerto les permitió abrazar la improbable pero todavía concebible esperanza de que siguiese con vida. Su otra ilusión era Sieva: además de ellos, el niño era el único miembro de la familia que vivía fuera de la Unión Soviética, y le habían rogado a Jeanne que viniera con él a México, al menos por unos meses, y los ayudaran con su presencia a paliar el dolor por la pérdida sufrida.
Pero Jeanne había decidido pedir una investigación más exhaustiva de las causas de la muerte de Liova y se disponía a nombrar a un abogado, amigo de los Molinier, a pesar de que Rosenthal, el representante legal de los Trotski en Francia, era de la opinión de que no debían mezclar al grupo de Molinier con el caso. Del modo más diplomático, Liev Davídovich le había pedido a la mujer que dejara la solicitud de investigación en sus manos, pero ella insistía en seguir adelante y había decidido que Sieva permaneciera con ella en París, pues, decía, se había convertido en su mejor soporte. Natalia Sedova, como casi siempre, fue la primera en prever que por aquel flanco se avecinaban conflictos desgarradores.
Mientras, el eficiente Étienne se había comprometido a continuar en París el trabajo con elBoletín. En los últimos meses Liova le había asegurado a su padre que muchas veces la publicación circulaba gracias a la dedicación de Étienne. La confianza de Liova en el joven era tal que, para casos de emergencia, le había entregado una llave del buzón donde recibía la correspondencia personal. Ahora Étienne se había brindado a seguir la tarea iniciada por Liova, junto a Klement, en la planeada constitución de la IV Internacional. Ojalá Étienne sea la mitad de eficiente que nuestro pobre Liova, había comentado Liev Davídovich, sabiendo cuánto se engañaba.
En medio de aquellos desasosiegos, la noticia de que el Consejo Militar del Tribunal Supremo volvía a sesionar en el Salón de las Columnas no lo sorprendió. El exiliado esperaba que en cualquier momento la maquinaria del terror pusiera otra vez a punto sus mecanismos, pues Stalin necesitaba culminar la obra de barrido de la memoria iniciada con el asesinato de Kírov, y construida con esmero y eficiencia a lo largo de aquellos tres últimos años. De un modo que lo hizo sentirse mezquino, trató de concentrarse en los avatares de la nueva farsa judicial, intentando alejar de su mente el obsesivo sentimiento de culpa y el dolor que lo asediaban desde la muerte de su hijo.
Cuando se develó la lista de los veintiún acusados, Liev Davídovich encontró muchos nombres previsibles: Ríkov, Bujarin, Rakovsky, Yagoda, y él,in absentia. También se juzgaría la memoria de Liev Sedov, su eterno lugarteniente, y a personajes menos conocidos, entre ellos médicos, embajadores y funcionarios. De los acusados, trece eran de origen judío, y tal insistencia en llevar hebreos a aquellos procesos podía leerse como otra señal de simpatía hacia Hitler y como testimonio del antisemitismo visceral de Stalin. Los cargos tampoco fueron demasiado novedosos, pues repetían las acusaciones de los juicios anteriores, aunque había más, pues siempre tenía que haber más: terrorismo contra el pueblo y los dirigentes del partido, envenenamientos… La mayor novedad era que varios de los encartados habían caído tan bajo en los mercados del espionaje y el crimen que se les culpaba de servir no ya a la inteligencia alemana y japonesa, sino además a la polaca, y no solo de querer asesinar al camarada Stalin, sino también de haber envenenado a Gorki y hasta a su hijo Max. Como no parecía que fuesen suficientemente criminales, los delitos ahora se extendían a la época de la Revolución e incluso a fechas anteriores, cuando no existía el Estado que los juzgaría. La jugada maestra de la fiscalía era acusar a Yagoda de haber actuado como un instrumento de las agresiones trotskistas, por lo que durante los diez años en los que había perseguido, encarcelado y torturado a los camaradas de Liev Davídovich y confinado en los campos de la muerte a miles de personas, sus excesos criminales se debían a órdenes contrarrevolucionarias precisamente de Trotski y no a disposiciones de Stalin…
Sintiendo cómo aquella agresión a la verdad le devolvía fuerzas, el exiliado escribió que el Sepulturero de la Revolución estaba superando toda su experiencia anterior y desbordando los recipientes de la credulidad más militante. La irracionalidad de las acusaciones era tal que le resultaba casi imposible concebir un contraataque, aunque al principio decidió responder con la ironía: tanto era su poder, escribió, que por órdenes suyas, dadas desde Francia, Noruega o México, decenas de funcionarios y embajadores con quienes nunca había hablado se convertían en agentes de potencias extranjeras y le enviaban dinero, mucho dinero, para sostener su organización terrorista; jefes de industrias devenían saboteadores; médicos respetables se dedicaban a envenenar a sus pacientes. El único problema, comentaría, era que aquellos hombres habían sido los dirigentes elegidos por el propio Stalin, pues hacía muchos años que él no nombraba a nadie en la URSS.
Las increíbles confesiones escuchadas durante los diez días que duró el proceso, y el modo en que se vieron obligados a humillarse hombres cargados de historia como Bujarin y Ríkov, no asombraron a Liev Davídovich. En cambio, le provocó una gran tristeza leer las autoinculpaciones de un luchador como el radical Rakovsky (tan al borde de la muerte que se le había permitido declarar sentado), quien reconoció haberse dejado llevar por las aventureras teorías trotskistas, a pesar de que Trotski le había confesado en 1926 su condición de agente británico. ¿A qué extremos habrían llegado las presiones para quebrar la dignidad de un hombre que había resistido años de deportaciones y encierros sin renunciar a sus convicciones y que además se sabía en el final de la vida? ¿De verdad alguno de ellos creía que, con su confesión, brindaba un servicio a la URSS, como se les obligaba a repetir? Liev Davídovich debió de reconocerse incapaz de comprender aquellas exhibiciones de sumisión y cobardía.
Un primer contratiempo del proceso mostró las costuras de su armazón. Lo protagonizó Krestinski, quien durante toda una tarde se atrevió a sostener que sus confesiones, hechas ante la policía secreta, eran falsas y se declaró inocente de todos los cargos. Pero a la mañana siguiente, cuando subió al estrado, Krestinski admitió que eran ciertas las acusaciones anteriores y algunas más, seguramente elaboradas a toda prisa. ¿Con qué argumentos habían quebrado a un hombre ya convencido de que sería fusilado? La nueva GPU estaba desarrollando métodos que espantarían al mundo el día en que se conocieran, métodos gracias a los cuales se produjo la revelación más espectacular del proceso, cuando Yagoda, tras declararse inocente y recibir el mismo tratamiento que Krestinski, confesó haber preparado el asesinato de Kírov por órdenes de Ríkov, pues éste envidiaba el meteórico ascenso del joven.
Pero la estrella del juicio, como cabía esperar, fue Nikolái Bujarin que, al cabo de un año de estancia en los fosos de la Lubyanka, parecía listo para acometer el último acto de su autodemolición política y humana. Aunque negó ser responsable de las actividades de terrorismo y espionaje más tremebundas, Liev Davídovich creyó descubrir que su táctica era aceptar lo inaceptable con una convicción y un énfasis con los cuales pretendía demostrar a los observadores más perspicaces la falsedad del sumario. El viejo revolucionario, sin embargo, advirtió el error de perspectiva que cometía Bujarin al intentar lanzar un grito de alarma a los alarmados, para quienes (a pesar del silencio que mantenían) todas aquellas acusaciones serían tan poco creíbles como las de los juicios anteriores. Pero la gran masa, la que seguía en Moscú y en el mundo el curso de los procesos, había sacado de sus palabras una sola conclusión que validaba los cargos y destruía la estrategia del reo: Bujarin confesó, dijeron, y eso era lo importante. ¿Para terminar arrodillado y lloroso, admitiendo crímenes ficticios, Bujarin había preferido volver a Moscú?, se preguntaría Liev Davídovich, recordando la dramática carta que tres años atrás le remitió Fiódor Dan.
A Liev Davídovich le parecía evidente que en los procesos Stalin exigía, más que una verdad, la destrucción humana y política a los acusados. Cuando ejecutó a los encartados en los juicios anteriores, los había obligado a morir con la conciencia de que no solo se habían escarnecido a sí mismos sino que además habían condenado a muchos inocentes. Por ello le sorprendía que Bujarin, quien sin duda había aprendido la lección de los bolcheviques que lo antecedieron en aquel trance, conservara la ilusa esperanza de salvar la vida. En una de las muchas cartas que le escribió a Stalin desde los fosos de la Lubyanka y que el Sepulturero se encargaba de hacer circular en ciertas esferas, Bujarin llegó a decirle que solo sentía por él, por el Partido y por la causa, un amor grandioso e infinito, y se despedía abrazándolo en sus pensamientos… Liev Davídovich podía imaginar la satisfacción de Stalin al recibir mensajes como aquél, que lo convertían en uno de los pocos verdugos en la historia que recibían la veneración de sus víctimas mientras las empujaba hacia la muerte… El 11 de marzo, el juicio quedó visto para sentencia. Cuatro días después, los condenados a muerte habían sido ejecutados, aseguraba elPravda…
Desde que comenzara a desplegarse aquel montaje, Liev Davídovich se había ido encerrando en su habitación, pues le resultaba doloroso intentar dar respuesta a las preguntas que le hacían periodistas, correligionarios, secretarios y guardaespaldas, todos en busca de una lógica que estuviese más allá del odio, de la obsesión conspirativa y de la insania criminal del hombre que gobernaba sobre la sexta parte de la Tierra y sobre la mente de millones de hombres en todo el mundo. Liev Davídovich sabía que el único objetivo posible de Stalin en esos procesos era desacreditar y eliminar adversarios reales y potenciales y transferirles las culpas por cada uno de sus fracasos. Lo que se les escapaba era que aquella desacreditación estaba dirigida hacia dentro de la sociedad soviética, que en un por ciento sin duda notable debió de creerse todo lo propalado, por difícil de asimilar que resultase. El otro gran propósito era hacer extensivo y omnipresente el miedo, sobre todo el miedo de los que tenían algo que perder. Por eso los primeros destinatarios de aquellas purgas habían sido, en realidad, los burócratas: siguiendo esa estrategia, Stalin había golpeado a decenas de sus acólitos, incluidos varios miembros del Politburó y secretarios del partido en las repúblicas, estalinistas que, de un día para otro, habían sido calificados de traidores, espías o ineptos. Si los oposicionistas de otros tiempos fueron deshonrados públicamente, los estalinistas, en cambio, solían ser destruidos en silencio, sin procesos abiertos, del mismo modo que habían sido diezmados los comunistas de diversos países refugiados en la URSS, con los que Stalin, después de utilizarlos, parecía haberse cebado.
Lo más terrible era saber que aquellas limpiezas habían afectado a toda la sociedad soviética. Como cabía esperar en un Estado de terror vertical y horizontal, la participación de las masas en la depuración habría contribuido a su difusión geométrica: porque no era posible emprender una cacería como la vivida en la URSS sin exacerbar los instintos más bajos de las gentes y, sobre todo, sin que cada persona sufriera el terror a caer en sus redes, por cualquier motivo, incluso sin motivos. El terror había generado el efecto de estimular la envidia y la venganza, había creado una atmósfera de histeria colectiva y, peor aún, de indiferencia ante el destino de los demás. La depuración se alimentaba de sí misma y, una vez desatada, liberaba fuerzas infernales que la obligaban a seguir hacia delante y a crecer…
Semanas antes, Liev Davídovich había tenido una dramática constatación del horror vivido por sus compatriotas cuando una vieja amiga, milagrosamente escapada a Finlandia, le había escrito: «Es terrible comprobar que un sistema nacido para rescatar la dignidad humana haya recurrido a la recompensa, la glorificación, el estímulo de la delación, y que se apoye en todo lo humanamente vil. La náusea me sube por la garganta cuando oigo decir a la gente: han fusilado a M., han fusilado a R, fusilado, fusilado, fusilado. Las palabras, de tanto escucharlas, pierden su sentido. Las gentes las pronuncian con la mayor tranquilidad, como si estuvieran diciendo: vamos al teatro. Yo, que viví estos años en el miedo y sentí la compulsión de delatar (lo confieso con pavor, pero sin sentimiento de culpa), he extraviado en mi mente la brutalidad semántica del verbo fusilar… Siento que hemos llegado al fin de la justicia en la Tierra, al límite de la indignidad humana. Que han perecido demasiadas personas en nombre de la que, nos prometieron, sería una sociedad mejor»…
La llegada de André Bretón vino a sacar a Liev Davídovich del pozo de sus dolores personales e históricos. Diego y Frida lo recibieron con el lógico entusiasmo que les provocaba tener con ellos al gurú del surrealismo, el eterno inconforme capaz de desafiar los dogmas más sagrados cuando advirtió que él y sus colegas se afiliaban al Partido Comunista Francés recordando que acataban la disciplina partidista como ciudadanos… pero no como surrealistas.
Cumplido un primer encuentro, ensombrecido por los pésames, Liev Davídovich le pidió al poeta unos días para poner sus ideas en orden antes de comenzar a trabajar en el proyecto que lo había traído a México: la creación de una Federación Internacional de Artistas Revolucionarios. Sabía que trabajaría con toda su pasión, pero con gran esfuerzo: ni siquiera para alguien como él era fácil cargar con el peso de tanta muerte y dolor. Además, la candente situación de México no dejaba de preocupar al exiliado. Las pasiones se habían exacerbado hasta límites explosivos cuando el presidente Cárdenas anunció la expropiación del petróleo y el secretario del Tesoro norteamericano respondió con la amenaza de no comprar más plata mexicana: un millón de personas se congregaron en el Zócalo para expresar su apoyo a Cárdenas, pero al mismo tiempo se hablaba de posibles alzamientos contra el gobierno. Liev Davídovich sabía que aquella situación los ponía a él y a Natalia en una coyuntura crítica: en medio de tanta exaltación, los asesinos de la NKVD podían aprovechar para lanzarse sobre ellos, pues estaba convencido de que, luego del último juicio, terminada la limpieza del antiguo liderazgo bolchevique, su existencia había dejado de ser útil a Stalin.
Antes de que Bretón y su esposa Jacqueline desembarcaran, en Francia y en México los comunistas habían comenzado una campaña en su contra. Los franceses, de los que Bretón se había separado en 1935, lo acusaban de Judas y, por supuesto, de algo peor: de simpatizante trotskista; en México, mientras tanto, los estalinistas locales, con Lombardo Toledano y Hernán Laborde a la cabeza, lanzaron contra el poeta y contra Liev Davídovich una propaganda más agresiva, al punto de que Van Heijenoort decidió tomar algunos de los guardaespaldas para organizar la protección de Bretón durante las conferencias que éste daría en el país.
Poder hablar de literatura y arte, de surrealismo y vanguardia, de compromiso político y libertad creativa fue un bálsamo para el exiliado. La presencia de Bretón y su aliento literario le habían recordado que desde su niñez, y luego más tarde, cuando era un joven estudiante, el sueño de su vida había sido llegar a ser escritor, aunque poco después sometiera esa pasión y todas las demás a la labor revolucionaria que había marcado su existencia.
Guiados por Diego, los Bretón y los Trotski pasearon por las ruinas precolombinas, visitaron museos y a los artistas locales que aceptaron la presencia del exiliado. El sumo pontífice del surrealismo se confesó atónito ante los abigarrados mercados, los cementerios y las manifestaciones de religiosidad popular, en los que solía encontrar un «surrealismo en estado puro», más revelador que el choque del paraguas y la máquina de coser en la mesa de disecciones, y por eso consideró a México «la tierra electa del surrealismo».
Cuando comenzaron a trabajar en el manifiesto a los escritores y artistas revolucionarios con el que llamarían a la creación de una Federación Internacional, Liev Davídovich y Bretón debieron de sentir la explosiva tensión que generaban dos espíritus empecinados, pero a la vez la posibilidad de entendimiento nacida de una necesidad compartida. Desde el principio Diego aclaró que las elucubraciones teóricas se las dejaba a ellos, aunque podían contar con su firma, pues los tres partían de un acuerdo básico: la urgencia de ofrecer una alternativa política a la intelectualidad de izquierdas, un asidero que les permitiera reconciliarse con el pensamiento marxista en un momento en que muchos creadores, desencantados con las olas represivas desatadas en Moscú, comenzaban a alejarse del ideal socialista.
En aquellas conversaciones Bretón sostenía la necesidad de hacer una distinción capital: los intelectuales de izquierda que habían vinculado su pensamiento al experimento soviético cometían un grave error de concepto, pues no era lo mismo marchar al lado de una clase revolucionaria que a la zaga de una revolución victoriosa, más cuando esa revolución era representada por un nuevo estrato empeñado en estrangular la creación artística con una mano totalitaria… Pero, a pesar de las acusaciones de los estalinistas, su propio alejamiento del Partido no era una ruptura con la revolución y, menos aún, con los obreros y sus luchas, decía. Su gran controversia con Liev Davídovich giró entonces en torno a un concepto que ambos consideraban básico establecer claramente, y sobre el cual la posición del exiliado era terminante y no negociable: «Todo está permitido en el arte». Al escucharlo, Bretón había sonreído y mostrado su acuerdo, pero solo si se añadía una precisión esencial: Todo, menos que atente contra la revolución proletaria. Bretón recordó que el mismo Liev Davídovich lo había dicho así, y el exiliado le aclaró que cuando escribióLa revolución traicionada la deformación estética en la Unión Soviética ciertamente había alcanzado niveles alarmantes, pero los sucesos de los últimos tres años habían roto el dique. Si era inevitable que una revolución proletaria atravesara no ya un período termidoriano, sino un terror que negaba su esencia misma, no había derecho a imponer condiciones a la libertad artística: Todo tiene que estar permitido en el arte, insistió, a lo que el francés volvió a agregar: Menos que atente contra la revolución proletaria; ése era el único principio sagrado.
Bretón era el contendiente agudo que tanto le complacía al exiliado. Persuadirlo de algo de lo que no estuviese convencido entrañaba un reto y le había recordado al Parvus de su juventud, cuando hablar de marxismo se convirtió en una obsesión para él. Entonces, buscando reforzar sus argumentos, Liev Davídovich le recordó al surrealista los destinos de Maiakovski y Gorki, los silencios forzosos de la Ajmátova, Ósip Mandelstam y Babel, las degradaciones de Romain Rolland y de varios ex surrealistas fieles al estalinismo, e insistió en que no se debía admitir ninguna restricción, nada que pudiera generar que se aceptasen las desnaturalizaciones que una dictadura podía imponer al creador con el pretexto de la necesidad histórica o política: el arte tenía que atenerse a sus propias exigencias y solo a ellas. Por aceptar condiciones políticas que él mismo había defendido (a esas alturas mucho lamentaba haberlo hecho), en el presente no se podían leer sin repugnancia y horror los poemas y novelas soviéticas, ni ver las pinturas de los obedientes: el arte en la URSS se había convertido en una pantomima en la que funcionarios armados de pluma o pincel, y vigilados por funcionarios armados de pistolas, solo tenían la posibilidad de glorificar a los grandes jefes geniales. A eso los había llevado la consigna de la unanimidad ideológica, el pretexto de que estaban sitiados por los enemigos de clase y la justificación eterna de que no era el momento apropiado para hablar de los problemas y de la verdad, para dar libertad a la poesía. La creación durante la época de Stalin, pensaba, quedaría como la expresión de la más profunda decadencia de la revolución proletaria y nadie tenía el derecho de condenar al arte de una nueva sociedad al riesgo de repetir esa experiencia frustrante… «Para el arte la libertad es sagrada, su única salvación. Para el arte todo tiene que sertodo», concluyó.
En aquellas conversaciones con las que pretendían arreglar el mundo, Liev Davídovich descubrió con cierta sorpresa que a Bretón lo fascinaba, más que cualquier teoría, la dramaturgia misma de la vida y que con frecuencia traía a colación el tema del azar y su papel en los acontecimientos que marcan el destino. Fue durante uno de esos diálogos, al parecer intrascendentes y que se imponen sin saber exactamente su origen, cuando Liev Davídovich confesó al poeta, a propósito de Sieva y su demorado viaje a México, cuánto amaba a los perros. Se lamentó ante Bretón de que su vida errante le hubiera impedido volver a tener uno desde que se despidió de su galgo ruso en el muro del cementerio de Prínkipo y le habló de la bondad deMaya, y de la devoción que, en general, sienten los perros de esa raza por sus dueños. Entonces pudo comprobar que el más surrealista de los surrealistas era un hombre estrictamente lógico cuando rebatió aquella idea, advirtiéndole que se dejaba llevar por los afectos. Y le explicó que, al hablar del amor que sienten los perros, él intentaba atribuir a las bestias sentimientos sólo propios de los humanos.
Con argumentos quizás más pasionales que racionales, Liev Davídovich trató de convencer al francés: ¿se podía negar que un perro sintiera amor por su amo?, ¿cuántas historias de ese amor y esa amistad no habían escuchado? Si Bretón hubiera conocido a Maya y visto su relación con él, tal vez su opinión hubiera sido otra. El poeta le dijo que lo entendía y le aclaró que él también amaba a los perros, pero el sentimiento partía de él, el humano. El perro, si acaso, expresaba de manera primaria que sabía distinguir los efectos de su relación con los hombres: miedo al humano que puede provocarle dolor, por ejemplo.
Pero si aceptaban que un perro era devoto de alguien, debían admitir que el mosquito cuando picaba era conscientemente cruel, o que la marcha de los cangrejos era deliberadamente retrógrada… Y aunque no lo convenció, a Liev Davídovich le gustó la imagen surrealista del cangrejo retrógrado a conciencia.
Unos días después tuvieron una discusión menos amable y de muy extrañas consecuencias. Se había producido cuando Liev Davídovich esperaba que Bretón le presentara el borrador delManifiesto, y el poeta le dijo que las ideas se le resistían y no había podido concluirlo. Quizás por las muchas tensiones acumuladas, el exiliado tuvo en ese momento un ataque de ira, sin duda excesivo: le reprochó su negligencia (después lo lamentaría, recordando las veces que acusó a Liova de lo mismo) y su incapacidad para entender la importancia de que ese documento circulara cuanto antes en una Europa cada día más cercana a la guerra. Bretón se defendió y le recordó que no todo el mundo podía vivir con un solo pensamiento en la frente: la pasión de Liev Davídovich le resultaba inalcanzable. Que le llamara «inalcanzable» molestó aún más al otro y estuvieron al borde de una ruptura que Natalia evitó con la estrategia de ponerse del lado del poeta.
Al día siguiente Liev Davídovich recibió la noticia de que se había producido en Bretón un fenómeno fisiológico inusual: había caído en una especie de parálisis general. Apenas conseguía moverse, no podía escribir, y se quedó afásico. Los médicos le diagnosticaron fatiga emocional y le aconsejaron reposo absoluto. Pero, según Van Heijenoort, Liev Davídovich había sido el único culpable del congelamiento intelectual y físico de Bretón: el secretario lo llamaba «el soplo de Trotski en la nuca», y, decía, era capaz de paralizar a cualquiera que se relacionase con él, pues, según Van Heijenoort, andar a su lado resultaba muy difícil: su modo de vivir y de pensar desataban una tensión moral casi insoportable. Liev Davídovich no se daba cuenta, porque se hacía esa exigencia a sí mismo desde hacía muchos años, pero no todos podían vivir día y noche enfrentados a la suma de los poderes del mundo: al fascismo, al capitalismo, al estalinismo, al reformismo, a los imperialismos, a todas las religiones y hasta al racionalismo y el pragmatismo. Si un hombre como Bretón le confesaba que él estaba fuera de su alcance y se quedaba paralizado, Liev Davídovich tenía que entenderlo: el culpable no era Bretón sino el camarada Trotski que había resistido lo que había tenido que resistir en esos años porque era un animal de otra especie… Ojalá no sea un mosquito cruel o un cangrejo retrógrado, le comentó Liev Davídovich al secretario.
A pesar de las discusiones (o tal vez gracias a ellas), la presencia de Bretón seguía incidiendo positivamente en el exiliado, a cuyas preocupaciones se había sumado -como lo predijera Natalia- la negativa de Jeanne a separarse de Sieva. Aunque a todas luces la mujer estaba afectada por una neurosis, y quizás influida por algún consejero que la predisponía contra los padres de Liova, su actitud estaba llena de agresividad, al punto de que no había permitido a Marguerite Rosmer tener una conversación con el niño. Ante aquella situación no les había quedado otra alternativa que poner una demanda legal para obtener la custodia de Sieva.
El 10 de julio los Trotski, los Bretón y Diego Rivera salieron para Pátzcuaro. El poeta, ya restablecido, tenía casi listo elManifiesto y quería darle los retoques finales. Unos pescadores amigos de Diego se encargaron de suministrarles las piezas más hermosas de sus capturas, pues el pintor conocía la debilidad de Liev Davídovich por el pescado del lago de Pátzcuaro. Jacqueline y Bretón también tuvieron que rendirse ante aquel manjar, que el poeta bautizó como «los peces de André Masson». Los pescadores en plena faena le hicieron recordar al exiliado, con más nostalgia de la previsible, los años de Prínkipo, cuando aún tenía fe en el futuro de la oposición dentro de la Unión Soviética y fuerzas y ánimos para salir de pesca con el bueno de Kharálambos. ¿Qué será de su vida?, se preguntó. ¿Regresará cada tarde navegando sobre la estela rojiza que el sol dibuja en el Mar de Mármara?
Como elManifiesto seguía inconcluso, el político y el poeta discutieron mucho sobre los efectos del estalinismo en la creación artística dentro y fuera de la URSS. Liev Davídovich le recordó cuánto desprecio le provocaban los aduladores de Stalin, especialmente autores como Rolland, o como Malraux, a quien tanto había celebrado cuando leyó su primera novela y que ahora se había convertido en el representante típico de esos escritores que vivían en París, Londres y Nueva York y firmaban declaraciones de apoyo a Stalin sin tener una idea (más bien sin querer tenerla) de lo que de verdad ocurría en la URSS. A cada uno de ellos, tan convencidos de las bondades del régimen, Liev Davídovich les haría una prueba: los pondría a vivir con su familia en un departamento de seis metros cuadrados, sin auto, con mala calefacción, obligados a trabajar diez horas por día para vencer en una emulación que no conducía a nada, ganando unos pocos rublos devaluados, comiendo y vistiéndose con lo que les asignasen por la cartilla de racionamiento y sin la menor posibilidad no ya de viajar al extranjero, sino de levantar la voz. Si al cabo de un año todavía defendían el proyecto y esgrimían grandes principios filosóficos, entonces los encerraría otro año en una colonia penitenciaria de las que Gorki había considerado fábricas de hombres nuevos… Ésa sería la prueba de la verdad (más bien un exceso, dijo), y ya verían cuántos Rolland o Aragón aún enarbolarían la bandera de Stalin en un restaurante de París.
Apenas regresaron de Pátzcuaro, Liev Davídovich se encontró con una grave noticia: el 14 de julio, sin dejar rastros, había desaparecido en París su colaborador Rudolf Klement. Las experiencias anteriores le provocaron un profundo temor por el destino del joven, al que lo unían lazos de afecto. Aunque la distancia lo obligaba a ver los acontecimientos con una perspectiva que dependía de informes que llegaban mal y tarde, desde el inicio sintió que entre aquella desaparición y la muerte de Liova había alguna conexión, y así se lo hizo saber a la policía francesa, en una carta de protesta por la negligencia con que habían manejado la investigación.
Finalmente, el 25 de julio quedó listo elManifiesto por un arte revolucionario independiente. Sin restricciones de ningún tipo para el arte. Como Liev Davídovich consideró que su nombre podía marcar políticamente el documento, se abstuvo de firmarlo. Por ello le pidió a Rivera que lo suscribiese junto a Bretón, y el pintor estuvo de acuerdo. El exiliado confiaba en que el llamamiento sería un primer paso hacia una Federación de Artistas Revolucionarios e Independientes tan necesaria para un mundo atrapado entre los dos totalitarismos más devoradores que hubieran existido en la historia.
Para despedir a Bretón, Diego y Frida prepararon una fiesta surrealista. Aunque el ánimo de los Trotski andaba muy alejado de lo festivo, trataron de no empañarles la alegría a los otros. Frida le diseñó a Bretón la sotana de Sumo Pontífice del Surrealismo, adornada con relojes de Dalí, peces de Masson y colores de Miró, y lo cubrió con un sombrero de Magritte. Varios de los invitados leyeron poemas surrealistas y Diego brindó con mezcal, según él, el más surrealista de los licores.
Liev Davídovich trató de llenar el vacío que le había dejado un interlocutor extraordinario concentrándose en la escritura de las resoluciones y el Proyecto de Programa de la IV Internacional, cuando le llegó desde el sur de Francia una carta alarmante. La firmaba nada más y nada menos que Klement, quien le comunicaba su ruptura política en unos términos agresivos, llenos de ofensas. De inmediato el exiliado había tenido un terrible presentimiento, pues estaba convencido de que aquellas palabras no habían sido escritas por su colaborador, a menos que lo hubiera hecho bajo presión. Pero una semana más tarde sus peores presagios se cumplieron de manera espeluznante cuando en las márgenes del Sena fue hallado el cadáver descuartizado de Klement.
Aún bajo los efectos psicológicos del asesinato de Klement, se celebró en la villa de los Rosmer, en Périgny, la Asamblea Constituyente de la IV Internacional. A pesar de que la reunión no se acercaba a lo que Liev Davídovich hubiera deseado, lo importante en aquel momento era que ya existiese la Internacional. Tras las muertes de Liova y Klement, la Constituyente había sido presidida por su viejo colaborador Max Shachtman, pero apenas había reunido a unos cuarenta delegados. La sección rusa, como ya se había decidido, estuvo representada por el casi desconocido Étienne.
Aunque Liev Davídovich no se atreviera a confesárselo siquiera a Natalia, sabía que aquel acto significaba, si acaso, un grito en la oscuridad. Los tiempos que corrían no eran especialmente propicios para asociaciones obreras y marxistas ajenas al estalinismo, y para comprobarlo bastaba con echar una mirada al mundo: dentro de la URSS apenas le quedaban seguidores, todos encarcelados; en Europa imperaban las defecciones y divisiones al estilo Molinier o los aplastamientos masivos de socialistas y comunistas, como en Alemania e Italia; en Asia los obreros iban de fracaso en fracaso. Solo en Estados Unidos el movimiento trotskista había crecido con el Partido Socialista Obrero y gracias a líderes como Shachtman y los dos James, Cannon y Burnham. Mientras, los partidos comunistas, en una de sus habituales genuflexiones ante las exigencias de Moscú, habían sido amordazados por la política de los frentes populares y en Estados Unidos se había plegado incluso a la política de New Deal de Roosevelt… Pero si hay una guerra, habrá una sacudida revolucionaria, escribió. Y ahí estaría la IV Internacional para demostrar que era algo más que la ficción de un empecinado que se niega a darse por vencido, soñó y también lo escribió.
Sus predicciones sobre la inminencia de la guerra le parecieron más certeras cuando Hitler le mostró al mundo la longitud de sus cuchillos. Después de reunirse con Chamberlain, el Führer había forzado una conferencia en Munich, el 22 de septiembre, y había impuesto sus condiciones a las potencias europeas: o le daban un pedazo de Checoslovaquia o se lanzaba a la guerra. Como era de esperar, las «potencias» sacrificaron a Checoslovaquia y Liev Davídovich pudo ver en el horizonte, con más claridad que nunca, la llegada del previsible acuerdo entre Hitler y Stalin por el cual los dos dictadores habían trabajado en secreto (y no tanto) en los últimos años. De momento, escribió, debían de haber acordado una repartición de Europa: Hitler aspiraba a la supremacía aria y a convertir el este del continente en su campo de esclavos; Stalin soñaba con tener un imperio mayor que el que jamás tuvo ninguno de los zares. El choque de esas ambiciones sería la guerra.
Fue por esas fechas cuando el exiliado recibió una carta, esta vez franqueada en Nueva York, que le provocaría una persistente inquietud. Su autor se presentaba como un anciano judío norteamericano, de origen polaco, que, sin ser un practicante de su fe política, había seguido su historia de revolucionario y de marginado. Le explicaba que había conocido las noticias que ahora le transmitía a través de un pariente ucraniano, ex miembro de la GPU, que unas pocas semanas atrás había desertado y pedido asilo en Japón y le había pedido encarecidamente que se comunicara con Trotski. Por su seguridad, aquélla sería la única carta que le enviaría y esperaba le fuese útil, decía.
Aunque todo aquel prólogo se le antojó poco creíble, lo que después contaba la carta tenía el olor intenso de la verdad. La misiva giraba en torno a la existencia de un agente soviético, sembrado en París, cuyo nombre para la inteligencia era Cupido. Aquel hombre había llegado a desempeñar un importante papel dentro de los círculos trots-kistas franceses gracias a la infinita ingenuidad de sus seguidores, quienes incluso le habían permitido el acceso a documentos secretos. Mientras, Cupido mantenía todo el tiempo su comunicación con un agente operativo de la Embajada soviética y colaboraba con la supuesta Sociedad de Repatriación de Emigrados, una tapadera de la NKVD, vinculada con la muerte de Reiss y quizás de Klement. Al ex agente refugiado en Japón no le constaba, pero por la cercanía de Cupido a la cúpula trotskista, pensaba que éste debía de haber estado relacionado más o menos directamente con la muerte de Liev Sedov. Lo que sí sabía con seguridad era que su misión, además del espionaje, consistiría, si las condiciones se lo permitían, en acercarse a Trotski y cumplir la orden de asesinarlo que, estaba seguro, ya había dado el Kremlin luego del proceso de marzo contra Bujarin, Yagoda y Rakovsky. El ex agente, sin embargo, había logrado saber que Cupido era solo uno de los candidatos a acercarse a él, pues existían otros varios asesinos potenciales.
El viejo judío cerraba su carta con una reveladora historia que le había contado su pariente, quien decía haber estado presente en los interrogatorios a que sometieron a Yakov Blumkin tras su paso por Prínkipo. La verdad sobre la detención de Blumkin era que su esposa, también agente de la GPU, había sido quien le delatara y lo acusara, no solo de haber contactado con el desterrado, sino, incluso, de haberle entregado cierta cantidad de dinero tomado de la venta de los manuscritos antiguos que Blumkin había hecho en Turquía. El rumor de que Karl Rádek había sido su delator fue otra maniobra de la Lubyanka para demoler el prestigio de Rádek, haciéndolo aparecer también como soplón. En todo aquel proceso, aseguraba el ex agente, Blumkin se había portado con una entereza y dignidad que, en trances similares, él había visto en muy pocos hombres. A pesar de las brutales sesiones de tortura, Blumkin había rechazado firmar ningún tipo de confesión, y el día en que lo ejecutaron, se había negado a arrodillarse.
Leída y releída la carta, consultada con los secretarios y con Natalia, coincidieron en que solo había dos opciones para interpretar aquel documento: o se hallaban ante una provocación de la GPU, de la que no conseguían entrever un objetivo claro, o se lo había enviado alguien que conocía muy bien los propósitos de la policía secreta y que, al revelarle la presencia de un agente en París, estaba señalando con un dedo a la figura precisa de Etienne. Aunque les costó admitir que a Liova se le hubiera podido colar en la cama un enemigo (a él le habían introducido a los Sobolevicius, recordó Liev Davídovich), la sola idea de que Etienne fuese en realidad un hombre de Stalin le producía náuseas. Por eso, en su fuero más interno, Liev Davídovich deseaba que la carta resultase una insidia de la nueva NKVD. Sin embargo, tras la cortina de humo que levantaba el remitente, él podía respirar un aliento de verdad, y lo que más le hacía pensar en la autenticidad de la información era el relato de la detención de Blumkin, pues hasta que llegó la carta ni siquiera Natalia había sabido jamás de aquel dinero que le entregó el joven: pero lo que más le llevaba a creer en lo que decía la carta era la certeza de que, después del último juicio-espectáculo, Stalin lo necesitaba mucho menos como soporte de sus acusaciones y, en consecuencia, su tiempo en la Tierra había comenzado su definitiva cuenta atrás.
Por eso al exiliado no le extrañó que, después de la creación de la IV Internacional, la campaña contra él organizada por el Partido Comunista Mexicano cobrara mayor presión. Lo peor, sin embargo, fue comprobar que en la Casa Azul también parecía haber entrado el calor político levantado por la fundación de la nueva reunión de partidos, algo que había molestado mucho a Rivera. El pintor se había enojado porque Liev Davídovich no había apoyado su aspiración de convertirse en el secretario de la sección mexicana de la IV Internacional. Pero el motivo por el que el exiliado había negado aquel apoyo resultaba para él cristalino: no pensaba que fuese beneficioso para Rivera sacrificar su creación por un trabajo burocrático que, si bien le hubiera dado un relieve político, le habría absorbido tiempo en reuniones y en la redacción de documentos. La segunda razón, menos confesable, era que no le atribuía a Diego suficiente agudeza política. No obstante, Rivera aspiraba a la preeminencia política y se había sentido traicionado por su acogido.
Unos días antes de su cumpleaños, Liev Davídovich recibió un informe de su viejo corresponsal V.V., que resucitaba cuando ya lo creía definitivamente perdido. V.V. le contaba ahora que el jefe de la NKVD, el enano Yézhov, había sido destituido y, poco después, encarcelado bajo los cargos de abuso de poder y traición. Igual que Yagoda, Yézhov iba a morir, y la verdadera razón era que, como siempre, Stalin necesitaba una cabeza de turco a la cual cargar las culpas para, de ese modo, hacer resplandecer su inocencia.
V.V. le contaba en detalles cómo bajo el mandato de Yézhov los campos de deportados habían dejado de ser las prisiones de Yagoda, administradas con crueldad y displicencia, donde la gente moría vencida por el hambre y los elementos. Con Yézhov se había olvidado la propaganda sobre las excelencias de la reeducación soviética de los criminales, y los llamadosgulags se habían convertido en campos de exterminio sistemático, donde los prisioneros eran obligados a trabajar hasta la muerte, o asesinados, en un número que no tenía precedentes en el pasado. Pero el terror de Yézhov no había sido tan irracional y enfermizo como ahora se le haría ver a la gente: por ejemplo, en febrero de 1937, Stalin había dicho a su peón Georgui Dimitrov, secretario general del Komintern, que los comunistas extranjeros acogidos en Moscú «estaban haciéndole el juego al enemigo» y de inmediato encargó a Yézhov que resolviese el problema. Un año después, de los trescientos noventa y cuatro miembros del Comité Ejecutivo de la Internacional que vivían en la URSS, solo quedaban vivos ciento setenta: los demás habían sido fusilados o enviados a los campos de la muerte. Hubo entre ellos alemanes, austríacos, yugoslavos, italianos, búlgaros, finlandeses, bálticos, ingleses, franceses y polacos, mientras la proporción de judíos condenados volvió a ser notable. En esa cacería, Stalin había liquidado a más dirigentes del PC alemán de antes de 1933 que el mismo Hitler: de los sesenta y ocho líderes que, luego de obedecer su política y permitir el ascenso del fascismo huyeron a refugiarse en la patria del comunismo, más de cuarenta habían muerto ejecutados o internados en los campos; los polacos liquidados, por su lado, fueron tantos, que se debió desintegrar el partido en ese país.
Mientras leía y anotaba la carta de V.V, Liev Davídovich sintió cómo lo hundía el peso de aquellas revelaciones. ¿Se podría abrigar la esperanza de que algún día la humanidad llegara a saber cuántos cientos de miles de personas habían sido ejecutadas por los secuaces de Stalin? ¿A cuántos comunistas verdaderos había quitado de en medio? El estaba convencido de que unas y otras eran cifras de vértigo, a las que se debían sumar los millones de campesinos muertos de hambre en Ucrania y otras regiones por la catástrofe de la colectivización, y los millones que habían perecido en los desplazamientos de pueblos enteros ordenados por el antiguo comisario de las nacionalidades… Con toda seguridad se trata, pensó, de la mayor masacre de la historia en tiempos de paz, y lo peor es que nunca sabremos las verdaderas y terribles proporciones que alcanzó el genocidio, pues para muchos de esos condenados no hubo sumario, juicio, acta de condena. La mayoría había muerto en calabozos, en trenes asfixiantes, congelados en los campos siberianos o fusilados al borde de los ríos y precipicios para que sus cadáveres fuesen arrastrados por las aguas o cubiertos por aludes de tierra y nieve…
La sensación de hallarse él mismo a merced de aquel terror se acentuó cuando Víctor Serge y otros amigos de París le confirmaron que Étienne era el agente Cupido, ligado a las muertes de Liova, Reiss y Klement. Acusaban al joven, además, de haber manipulado a Jeanne, para provocar una ruptura que había terminado en un juicio por la custodia de Sieva (favorable a los Trotski, por suerte) y para que interviniera en la investigación sobre la muerte de Liova, entorpeciendo la labor de la policía, más que ayudándola. Pero, al mismo tiempo, los Rosmer y otros camaradas habían tratado en vano de encontrar una grieta en el comportamiento de Étienne, y Liev Davídovich aún se negaba a aceptar la condena lanzada por sus otros amigos. Durante todos aquellos meses la eficiencia de Étienne había sido prodigiosa, nunca antes elBoletín había salido con tal regularidad, y en los trabajos previos y posteriores a la fundación de la Internacional su seriedad había sido ejemplar. Él sabía, no obstante, que toda aquella diligencia podía ser una máscara bajo la que se escondía un agente enemigo. La única solución era enfrentar a Étienne a las acusaciones que se le hacían y exigirle que demostrase su inocencia, decidió.
Jeanne, por su lado, negándose a reconocer el veredicto del tribunal, había huido de París llevándose a Sieva y la parte de los archivos que conservaba Liova, con el argumento de que le pertenecían, pues había sido su esposa. Marguerite Rosmer, con su disposición y bondad, había asumido como una cuestión de honor la localización del muchacho y le garantizaba a Natalia que se lo traería a México. ¡Pobre Sieva!, exclamó entonces la mujer: con su padre biológico desaparecido en un campo de concentración; su madre suicidada en Berlín, casi frente a él; su padre adoptivo muerto en extrañas circunstancias que apuntaban hacia Stalin; su tutora al parecer enloquecida, volcando sobre él todas sus frustraciones; unos abuelos en el exilio, otra abuela confinada en un campo de prisioneros; tías muertas, tíos desaparecidos, hermanos y primos de los que no se había vuelto a saber… ¿Había una víctima más inocente y a la vez ejemplar del odio de Stalin que ese pequeño Vsevolod Vólkov?
A pesar de tantas pérdidas y del ambiente cargado que se vivía en la Casa Azul -sobre todo desde la salida de Frida hacia Nueva York, donde le habían organizado una exposición-, Natalia Sedova decidió celebrar los cincuenta y nueve años de su marido. Acudieron a verlo unos pocos amigos de confianza (Otto Rühle, que se había quedado a vivir en México, Max Shachtman, Octavio Fernández, Pep Nadal y otros), que se unieron a los secretarios y guardaespaldas. Natalia había preparado varios platos, la mayoría mexicanos, pero también rusos, franceses y turcos. El mal gusto de Rivera se patentizó cuando le regaló una calavera de azúcar del Día de Muertos con la leyenda «Stalin» en la frente. Mientras, Shachtman soltó una especie de discurso, medio en broma, medio en serio, y retrató al homenajeado: «Sus cabellos están revueltos, su cara bronceada, sus ojos azules son tan penetrantes como siempre. L.D. sigue siendo un hombre hermoso. Un dandi, como dice Víctor Serge, quien me regaló esta agudeza, con la que Lenin trató de explicar quién era, y es, nuestro querido Trotski. "¿Saben cuál será la respuesta de Liev Davídovich cuando el malencarado oficial encargado de su pelotón de ejecución le pregunte sus últimos deseos?", preguntaba Lenin. "Pues nuestro camarada lo mirará, se acercará a él respetuosamente y le preguntará: Por casualidad, señor, ¿tendrá usted un peine para arreglarme un poco?"».
Pero su verdadero retrato de aquellos tiempos lo trazó quien mejor lo conocía, Natalia Sedova, que dejó escrito: «L.D. está solo. Caminamos por el pequeño jardín de Coyoacán, y estamos rodeados de fantasmas con la frente agujereada… A veces le oigo, cuando trabaja, y lanza unos suspiros y habla consigo mismo en voz alta: "¡Qué cansancio…, no puedo más!". Muchas veces los amigos lo sorprenden conversando a solas con las famosas sombras, los cráneos rotos por las balas del verdugo, los amigos de ayer devenidos penitentes, abrumados por infamias y mentiras, acusando a L.D., el compañero de Lenin…
Él ve a Rakovsky, hermano querido, quien, principesco, había ofrecido al movimiento revolucionario su enorme fortuna. Ve a Smirnov, brillante y alegre; a Murálov, el general de enormes mostachos, héroe del Ejército Rojo… Ve a sus hijos Nina, Zina, Liova, a sus queridos Blumkin, Yoffe, Tujachevsky, Andreu Nin, Klement, Wolf. Todos muertos. Todos. L.D. está solo…».