Una tarde fatigosa y sudorosamente típica de 1993, la tuerca que me mantenía sujeto a la historia de Ramón Mercader volvió a girar. Apenas había dejado en el suelo el saco cargado de plátanos, malangas y mangos, y acomodado la bicicleta en la que había ido y regresado de Melena del Sur en busca de aquellas provisiones salvadoras, cuando Ana me dio una extraña noticia: me había llegado un paquete por correos. Ni sé cuántos años hacía que no recibía siquiera una carta y mucho menos un paquete: los amigos que se iban escribían una, a lo sumo dos veces, y nunca más volvían a hacerlo, urgidos de separarse del pasado que los laceraba y que nosotros les recordábamos. Mientras me bebía a pico de botella un litro de agua con azúcar, estudié el sobre de Manila cruzado por la advertencia de Certificado y leí el remitente escrito en una esquina: Germán Sánchez, y la dirección de una oficina postal de Marianao, en el otro extremo de la ciudad.
Sin hacer café, con un cigarro en la boca, abrí el sobre y de inmediato advertí que el remitente era falso. El envío era un libro, editado en España, y estaba escrito precisamente por alguien llamado Germán Sánchez y por Luis Mercader: un libro en el cual, según advertía el título, Luis contaba, con la ayuda del periodista Germán Sánchez, la vida de su hermano Ramón. Lo primero que hice, por supuesto, fue hojear el volumen y, al descubrir que contenía fotos, me detuve en ellas hasta que me topé con una imagen que me removió las entrañas. Aquel hombre de cabeza recia, casi cuadrada, y facciones envejecidas tras los espejuelos de armadura de carey, aquel hombre cuyos ojos me miraban desde la obra de Germán Sánchez y Luis Mercader, era, ya sin dudas, un asesino y también, por supuesto, el hombre que amaba a los perros.
Creo que yo había tenido la mayor sospecha de que Jaime López no era Jaime López en el instante en que éste me confirmó que Ramón siempre había oído el grito de Trotski: el tono de su voz y la humedad de su mirada me advirtieron que hablaba de algo demasiado íntimo y doloroso. Unos años después, la carta traída por la enfermera y la convicción de que la nostalgia por un mundo perdido siempre acompañó al militante Ramón me acercaron un poco más al convencimiento de que el hombre que amaba a los perros no podía ser otro que el mismo Ramón Mercader, por extraordinaria que pudiera parecer la existencia palpable, en una playa cubana, de aquel personaje que, en mi presente, parecía inconcebible, pues la lógica me decía que había sido devorado por la historia muchos años atrás. ¿Acaso no eran Trotski, su vida y su muerte referencias librescas y remotas? ¿Cómo podía escapar alguien de la Historia para pasearse con dos perros y un cigarro en la boca por una playa demi realidad? Con esas preguntas y suspicacias yo había tratado de preservar un espacio a la duda, pienso que, sobre todo, con la intención de protegerme a mí mismo. Para nadie resulta agradable estar convencido de que se ha tenido una relación de confidencia y cercanía con un asesino, que se le ha estrechado la mano con la cual mató a un hombre, se ha compartido con él café, cigarros y hasta desazones personales muy privadas… Y menos agradable hubiera resultado si aquel asesino era precisamente el autor de uno de los crímenes más impíos, calculados e inútiles de la historia. Aquel margen de dudas que yo había preservado me había dado, sin embargo, cierta paz de ánimo que me resultó especialmente necesaria cuando decidí comenzar a hurgar en aquella historia a través de la cual, entre otras, buscaba las razones que habían movido a Ramón Mercader: las verdades últimas que quizás nunca me había confesado su omnisciente amigo Jaime López. Pero con la caída del último parapeto, provocada por el encuentro con aquella imagen, tendría para siempre la certeza de que nunca había hablado con Jaime López, sino con ese hombre que alguna vez había sido Ramón Mercader del Río, y también la certeza de que Ramón me había contado a mí, precisamente a mí (¿por qué cojones a mí?), la verdad de su vida, al menos del modo en que él las entendía: su verdad y su vida.
Esa misma noche, después que comimos, empecé a leer el libro, hasta terminarlo. Mientras avanzaba concluí que solo una persona podría haberme enviado aquella obra que ponía en mis manos los últimos detalles de una historia -justificaciones, hipocresías, silencios y venganzas de Luis mediante-, incluidos los de la dolorosa salida del mundo de Ramón Mercader, que hasta ese momento todavía desconocía. Y esa persona no podía ser otra que la supuesta enfermera negrísima, innominada y escuálida que, obviamente, debía de saber sobre su «paciente» muchísimo más de lo que, diez años antes, me había dicho en su única y brevísima visita. Si ahora la mujer (quizás todavía relacionada con la familia, tal vez con los hijos del hombre que, ya sin duda -también para ella-, era un asesino) se tomaba aquel trabajo, no podía deberse solo a su deseo de iluminar los últimos rincones de la ignorancia del «muchacho» que había compartido unas tardes de charla con Jaime López, en otra vida llamado Ramón Mercader, en otra Jacques Mornard, en otra Frankjacson, en otra Román Pávlovich…
Al leer la biografía comprobé que parte de mis conocimientos quedaban ratificados por informaciones que Luis Mercader debió de manejar de primera mano, pues había sido testigo de los episodios de los que hablaba. Mientras, otras historias se contradecían con las que yo sabía y, por alguna causa que en ese momento todavía desconocía, resultaba que yo estaba enterado de actitudes y episodios vividos por Ramón que su hermano omitía o ignoraba. Pero lo más importante era que, una vez ratificada la identidad de Jaime López, conocida la suerte final de Ramón Mercader y ya concretada la caída del mundo que lo había cultivado como una flor venenosa, me sentí totalmente liberado de mi compromiso de guardar silencio. Sobre todo porque, con aquel libro enviado por un fantasma, me había llegado también la certeza de que el asedio al que me había sometido en vida -y hasta después de su muerte- el hombre que amaba a los perros, solo podía tener una razón calculada por una mente de ajedrecista: empujarme silenciosa pero inexorablemente a que yo escribiera el relato que él me había contado, mientras me hacía prometerle lo contrario.
El libro dictado por Luis Mercader no solo me liberó del compromiso del silencio, sino que me permitió ponerle las últimas letras al crucigrama disperso de la vida y la obra de un asesino. Sin embargo, antes que la liberación o el beneficio del conocimiento, mi primera reacción fue sentir pena por mí mismo y por todos los que, engañados y utilizados, alguna vez creímos en la validez de la utopía fundada en el ya para entonces desaparecido país de los Soviets; incluso, más que rechazo, me provocó un patente sentimiento de compasión por el propio Mercader y creo que por primera vez entendí las proporciones de su fe, de sus miedos, y la obsesión por el silencio a ultranza que conservaría hasta la última respiración.
La segunda reacción fue contarle a Ana toda la historia, pues sentía que reventaría si no exprimía de una buena vez el pus que se me había enquistado en el grano del miedo. Y le dije que, si Luis Mercader había relatado una parte de la vida de su hermano, yo por fin me sentía dispuesto y en condiciones intelectuales y físicas de escribir aquella historia, ocurriese lo que ocurriese.
– No entiendo, Iván, no entiendo, por Dios que no -me diría Ana, enfática y exaltada, y (yo lo sabía) llena de rencor por la parte del engaño que le había tocado vivir a ella misma-. ¿Cómo es posible que un escritor deje de sentirse escritor? Peor todavía, ¿cómo que deje de pensar como un escritor? ¿Cómo es que en todo este tiempo no te atreviste a escribir nada? ¿No se te ocurrió pensar que a los veintiocho años Dios te había puesto en las manos la historia que se podía convertir en tu novela, la grande?…
Yo la dejé hablar, asintiendo ante cada una de sus afirmaciones e interrogantes (bien pudieran haber sido admiraciones -bastaba cambiarles el signo-, o en realidad acusaciones), y entonces le respondí:
– No se me ocurrió porque no se me podía ocurrir, porque no quería que se me ocurriera y me busqué todos los pretextos para olvidarlo cada vez que intentaba ocurrírseme. ¿O es que tú no sabes en qué país vivíamos en ese momento? ¿Tienes idea de cuántos escritores dejaron de escribir y se convirtieron en nada, o, peor todavía, en antiescritores, y nunca más pudieron levantar el vuelo? ¿Quién podía apostar por que las cosas cambiarían alguna vez? ¿Sabes lo que es sentir que estás marginado, prohibido, sepultado en vida a los treinta, treinta y cinco años, cuando de verdad puedes empezar a ser un escritor en serio, y creyendo que esa marginación es para siempre, hasta el fin de los tiempos, o por lo menos hasta el fin de tu puta vida?
– Pero ¿qué te podían hacer? -insistió ella-. ¿Te mataban?
– No, no te mataban.
– Entonces, entonces…, ¿qué cosa terrible te podían hacer? ¿Censurarte un libro? ¿Qué más?
– Nada.
– ¿Cómo que nada? -saltó ella, creo que ofendida.
– Te hacíannada. ¿Sabes lo que es convertirte en nada? Porque yo sí lo sé, porque yo mismo me convertí en nada… Y también sé lo que es sentir miedo.
Y le conté de todos esos escritores de los que ya ni ellos mismos se acordaban, aquellos que escribieron la literatura vacía y complaciente de los años setenta y ochenta, prácticamente la única que alguien podía imaginar y pergeñar bajo el manto ubicuo de la sospecha, la intolerancia y la uniformidad nacional. Y le hablé de los que, como yo, inocentes y crédulos, nos ganamos un «correctivo» por sacar apenas la punta de un pie, y de los que, tras una estancia en el infierno de la nada, trataron de regresar y lo hicieron con libros lamentables, también vacíos y complacientes, con los que lograban un perdón siempre condicional y la sensación mutilada de que otra vez eran escritores porque volvían a ver sus nombres impresos.
Como Rimbaud en sus días en Harar, yo había preferido olvidarme de que existía la literatura. Más aún: como Isaac Babel -y no es que me compare con él ni con otros, por Dios-, había optado por escribir el silencio. Al menos con la boca cerrada podía sentirme en paz conmigo mismo y mantener acorralados mis miedos.
Cuando arreció la crisis de los noventa, Ana, el poodle Tato y yo estuvimos a punto de morir de inanición, como tantísima gente de un país oscuro, paralizado y en vías de derrumbe. Pese a todo, creo que por seis, siete años, los más difíciles y jodidos de una crisis total e interminable, Ana y yo fuimos felices a nuestra estoica y hambrienta manera. Aquella complementación humana que entonces me salvó del hundimiento fue una verdadera lección de vida. En los últimos años de mi matrimonio con Raquelita, cuando aquella bonanza de los años ochenta se fue haciendo normalidad y todo parecía indicar que el futuro luminoso empezaba a encender sus luces -había comida, había ropa (socialista y fea, pero comida y ropa), había guaguas, a veces hasta taxis, y casas en la playa que podíamos alquilar con el dinero del salario-, la incapacidad que yo había generado para ser feliz me impidió disfrutar, junto a mi mujer y a mis hijos, de lo que me ofrecía la vida. En cambio, al desaparecer aquel falso equilibrio con la difuminación soviética e implantarse la crisis, la presencia y el amor de Ana me devolvieron unas ganas patentes de vivir, de escribir, de luchar por algo que estaba dentro y fuera de mí, como en los años remotos en que, con todo mi entusiasmo, había cortado caña, sembrado café y escrito unos pocos cuentos empujado por la fe y la más sólida confianza en el futuro -no solo el mío, sino el de todos…
Como desde principios de los años noventa prácticamente había desaparecido el transporte urbano, cinco días a la semana yo pedaleaba en mi bicicleta china los diez kilómetros, a la ida, y los diez, a la vuelta, que separan mi casa de la Escuela de Veterinaria. A los pocos meses llegué a estar tan flaco que más de una vez, mirándome de refilón en el espejo, no tuve más remedio que preguntarme si no me habría mordido un cáncer devorador. Por su lado, Ana sufriría, por el ejercicio diario sobre la bicicleta, la falta de las calorías necesarias y una mala jugada genética, las peores consecuencias de aquellos años terribles, pues, como a muchas otras personas, se le declaró una polineuritis avitaminosa (la misma que se extendía en los campos de concentración alemanes) que, en su caso, desembocaría después en la osteoporosis irreversible, preludio del cáncer que al final la mataría.
Dedicado a cuidar a Ana en aquel arranque de sus enfermedades (estuvo casi ciega por unos meses), en 1993 opté por dejar el trabajo en la Escuela de Veterinaria cuando se me dio la oportunidad de montar un gabinete para primeros auxilios en un cuartón desocupado, cerca de nuestra casa. Desde ese momento, con la anuencia (de apoyo, nada) del poder local, me convertí en el veterinario amateur del barrio, comisionado con las campañas de vacunación contra la rabia. Aunque en realidad no fuese mucho dinero, allí podía ganar el triple de mi antiguo salario, y destiné cada peso obtenido a buscarle comida a mi mujer. Una vez por semana, para que rindieran más mis escasos dineros, me encaramaba en la bicicleta e iba hasta Melena del Sur, a treinta kilómetros de la ciudad, a comprarle viandas directamente a los campesinos y a trocar mi habilidad como capador y desparasitador de cerdos por un poco de carne y algunos huevos para Ana. Si unos meses antes yo parecía un canceroso, el nuevo esfuerzo me convirtió en un fantasma pedaleante y elemental, y todavía hoy ni yo mismo me explico cómo salí vivo y lúcido de aquella guerra por la supervivencia, que incluyó desde operar de las cuerdas vocales a cientos de cerdos urbanos para evitar sus chillidos hasta protagonizar una pelea a trompadas (en la que llegaron a destellar los cuchillos) con un veterinario que trataba de robarme los clientes en Melena del Sur: en el fondo del abismo, acosado por todos los flancos, los instintos pueden ser más fuertes que las convicciones.
Además del lento y trabado ejercicio de escritura al que regresé después de recibir el libro de Luis Mercader -nunca había tenido idea de lo difícil que puede ser escribir de verdad, con responsabilidad y visión de las consecuencias y, para colmos, tratar de meterte en la cabeza de otro individuo que existió en tu misma realidad, e imponerte pensar y sentir como él-, aquel período oscuro y hostil tuvo la recompensa de permitirme sacar completamente de mi interior la que en realidad debió haber sido la vocación de mi vida: desde el rústico y elemental consultorio que había montado en el barrio, no solo vacuné perros y capé o enmudecí puercos que luego serían devorados, sino que también pude dedicarme a ayudar a todos los que, como yo, amaban a los animales, en especial a los perros. A veces ni yo mismo sabía dónde conseguía medicinas e instrumental para mantener abiertas las puertas del consultorio, justo en días en que hasta las aspirinas habían desaparecido de la isla y cuando en la Escuela de Veterinaria recomendaban curar las enfermedades de la piel con fomentos de manzanilla o escoba-amarga y los problemas intestinales con sobaduras y la oración de san Luis Beltrán. Los precios simbólicos que cobraba a los dueños de los animales -excepto a los que hacían negocios con ellos, y allí entraban los criadores de cerdos, multiplicados por toda una ciudad que se había convertido en un gigantesco y apestoso chiquero en procura de un poco de manteca y carne- apenas cubrían los gastos y no habrían sido suficientes para que sobreviviéramos Ana y yo. Mi fama de buena persona, más que la de veterinario eficiente, se extendió por la zona y la gente acudía a verme con animales tan flacos como ellos (¿se imaginan una serpiente flaca?) y, casi contra toda razón en aquellos días de oscuridad, a regalarme medicinas, sutura, vendas que por algún motivo les sobraban, en una práctica fervorosa de la solidaridad entre los jodidos, que es la única verdadera. Y participando de aquella solidaridad en la que Ana se enrolaba siempre que podía -muchas veces era mi asistente en las vacunaciones, esterilizaciones y desparasitaciones masivas que pude organizar-, alejado de cualquier pretensión de reconocimiento o trascendencia personal, saludablemente apartado de los circuitos del miedo y la sospecha, fui elemental y realmente la persona que más se parecía a la que siempre hubiera querido ser, a la que, aún ahora, más me ha gustado ser.
Aunque todavía no había comenzado a acompañar a Ana a la iglesia, Dany, Frank y los otros pocos amigos que veía, me decían que yo parecía estar trabajando para mi candidatura a la beatificación y para mi incorpóreo ascenso a los cielos. Lo cierto era que leyendo y escribiendo sobre cómo se había pervertido la mayor utopía que alguna vez los hombres tuvieron al alcance de sus manos, zambulléndome en las catacumbas de una historia que más parecía un castigo divino que obra de hombres borrachos de poder, ansias de control y pretensiones de trascendencia histórica, había aprendido que la verdadera grandeza humana está en la práctica de la bondad sin condiciones, en la capacidad de dar a los que nada tienen, pero no lo que nos sobra, sino una parte de lo poco que tenemos. Dar hasta que duela, y no hacer política ni pretender preeminencias con ese acto, y mucho menos practicar la engañosa filosofía de obligar a los demás a que acepten nuestros conceptos del bien y de la verdad porque (creemos) son los únicos posibles y porque, además, deben estarnos agradecidos por lo que les dimos, aun cuando ellos no lo pidieran. Y aunque sabía que mi cosmogonía resultaba del todo impracticable (¿y qué carajo hacemos con la economía, el dinero, la propiedad, para que todo esto funcione?, ¿y qué coño con los espíritus predestinados y los hijos de puta de nacimiento?), me satisfacía pensar que tal vez algún día el ser humano podía cultivar esta filosofía, que me parecía tan elemental, sin sufrir los dolores de un parto ni los traumas de la obligatoriedad: por pura y libre elección, por necesidad ética de ser solidarios y democráticos. Pajas mentales mías…
Por eso, en silencio y también con dolor, me fui dejando arrastrar hacia la escritura, aunque sin saber si alguna vez me atrevería a mostrar lo escrito, o a buscarle un destino mayor, pues esas opciones no me interesaban demasiado. Solo estaba convencido de que aquel ejercicio de rescate de una memoria escamoteada tenía mucho que ver con mi responsabilidad ante la vida, mejor dicho, ante mi vida: si el destino me había hecho depositario de una historia cruel y ejemplar, mi deber como ser humano era preservarla, sustraerla del maremoto de los olvidos.
La necesidad acumulada de compartir la costra de aquella historia que me perseguía, junto a la revulsión de recuerdos y culpas que me provocaría la visita que hicimos a Cojímar, fueron las razones por las cuales decidí contarle también a mi amigo Daniel los detalles de mi relación con el resbaloso individuo al que yo había bautizado como «el hombre que amaba a los perros».
Todo se precipitó una tarde del verano de 1994, justo cuando tocábamos fondo y parecía que a la crisis solo le faltaba masticarnos un par de veces más para tragarnos. No resultó fácil, pero ese día saqué a Dany del pozo de la desidia y nos fuimos hasta Cojímar en nuestras bicicletas, dispuestos a presenciar el espectáculo del momento, lo nunca visto: la salida masiva, en las embarcaciones menos imaginables y a la luz del día, de cientos, miles de hombres, mujeres y niños que aprovechaban la apertura de fronteras decretada por el gobierno para lanzarse al mar en cualquier objeto flotante, cargando con su desesperación, su cansancio y su hambre, en busca de otros horizontes.
La implantación, desde hacía tres, cuatro años, de apagones de ocho y hasta doce horas diarias había servido para que Dany y yo nos acercáramos de nuevo. Como su área de apagón (Luyanó I) hacía frontera con la mía (Lawton II) descubrimos que, por lo general, cuando no había electricidad en su casa había en la mía y viceversa. Siempre con nuestras bicicletas y la mayoría de las veces con nuestras respectivas mujeres a cuestas, solíamos trasladarnos de la oscuridad a la luz para ver en la televisión alguna película, un desabrido juego de pelota (los narradores y los peloteros estaban más flacos, los estadios casi vacíos) o, simplemente, para conversar viéndonos las caras.
Dany, que por esa época todavía trabajaba en la editorial como ¡efe del departamento de promoción y divulgación, era ahora quien hábil dejado de escribir. Los dos libros de cuentos y las dos novelas que publicó en los ochenta lo habían convertido en una de las esperanzas plausibles de la literatura cubana, siempre tan llena de esperanzas y… El caso es que al leer aquellos libros se percibía que en su fabulación había fuerza dramática, capacidad de penetración, posibilidades narrativas: pero alguien con mi entrenamiento también podía advertir que faltaba la osadía necesaria para saltar al vacío y jugárselo todo en su escritura. Había en su literatura algo elusivo, una pretensión de búsqueda que de pronto se interrumpía cuando se perfilaba el precipicio, una falta de decisión final de atravesar el fuego entrevisto y tocar las partes dolorosas de la realidad. Como yo lo conocía bien, sabía que sus escritos eran el espejo de su actitud ante la vida. Pero ahora, agobiado por la crisis y la casi segura imposibilidad de publicar en Cuba, había caído en una depresión literaria de la que yo (precisamente yo) trataba de sacarlo en aquellas noches de charlas. Mi argumento más recurrente era que debía aprovechar los días vacíos para meditar y escribir, aunque fuese a la luz de una vela: al fin y al cabo, así lo habían hecho los grandes escritores cubanos del siglo XIX; además, su caso no se parecía al mío: él sí era escritor y no podía dejar de serlo (Ana me miraba en silencio cuando yo tocaba este tema) y los escritores escriben. Lo más penoso era que mis palabras no parecían surtir (es más: no surtían) efecto alguno: la pasión que impulsa el demoledor oficio literario debía de haberlo abandonado y él, siempre tan disciplinado con su oficio, apenas dejaba flotar los días, ocupado en perfeccionar sus estrategias de supervivencia y la búsqueda de la próxima comida, como casi todos los habitantes de la isla. Una de aquellas noches, mientras hablábamos del tema, esta vez en el apartamentico de Lawton, le propuse que al día siguiente hiciéramos la excursión a Cojímar, para ver con nuestros propios ojos lo que allí ocurría.
El espectáculo que encontramos resultó devastador. Mientras grupos de hombres y mujeres, con tablas, tanques de metal, cámaras neumáticas, clavos y sogas se dedicaban junto a la costa a dar forma a los artefactos sobre los que se lanzarían al mar, otros grupos llegaban en camiones donde cargaban las embarcaciones ya construidas. Cada vez que arribaba uno de aquellos engendros, el gentío corría hacia el camión y, luego de aplaudir a los recién llegados, como si fuesen héroes de una hazaña deportiva, unos se lanzaban a ayudarlos en la descarga de la preciada embarcación, mientras otros, incluso con los fajos de dólares en las manos, trataban de comprar un espacio para la travesía.
En medio de aquel caos se producían robos de carteras y de remos, se habían montado negocios de venta de bidones de agua potable, de brújulas, de comida, de sombreros y gafas para el sol, de cigarros, fósforos, faroles e imágenes de yeso de las protectoras vírgenes de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, y la de Regla, reina de los mares, y hasta se alquilaban cuartos para despedidas amorosas y servicios sanitarios para necesidades mayores, pues las menores solían hacerse en las rocas de la costa, sin vergüenza. Los policías que debían garantizar el orden observaban aquella corte de los milagros con ojos nublados de confusión y obediencia, y de mala gana intervenían, con los frenos puestos, solo para apaciguar los ánimos, cuando brotaba la violencia. Mientras, un grupo de gente cantaba junto a unos muchachos que habían llegado con un par de guitarras, como si estuviesen en un camping; otros discutían sobre la cantidad de pasajeros que podía albergar una balsa de tantos pies y comentaban lo primero que comerían al llegar a Miami o los negocios millonarios que allí harían; y los más, cerca de los arrecifes, ayudaban a los que lanzaban sus naves al mar y los despedían con aplausos, llantos, promesas de verse pronto, allá, incluso más lejos: acullá. Creo que nunca se me va a olvidar el negro grande y voluminoso, con voz de barítono, que desde su balsa ya navegante gritó hacia la costa: «Caballero, el último que salga que apague la luz del Morro», y de inmediato empezó a cantar, con voz de Paul Robe-son: «Siento un bombo, mamita, m'están llamando…».
– Jamás me imaginé que fuera a ver algo así -le dije a Daniel, embargado por una profunda tristeza-. ¿Todo para llegar a esto?
– El hambre obliga -comentó él.
– Es más complicado que el hambre, Dany. Perdieron la fe y se escapan. Es bíblico, un éxodo bíblico…, una fatalidad.
– Éste es demasiado cubano. Qué éxodo ni éxodo: esto se llama escapar, ir echando un pie, quemar el tenis, pirarse porque no hay quien aguante ya…
Casi con temor, me atreví a preguntarle:
– ¿Y por qué tú no te vas?
El me miró, y en sus ojos no había ni una gota de la ironía o el cinismo con que trataba de defenderse del mundo pero que tan poco le servían cuando debía protegerse de sí mismo y de sus verdades.
– Porque tengo miedo. Porque no sé si pueda empezar de nuevo. Porque tengo cuarenta años. No sé, la verdad. ¿Y tú?
– Porque no quiero irme.
– No jodas, eso no es respuesta.
– Pero es verdad: no quiero irme y ya -insistí, negado a dar otros argumentos.
– Iván, ¿tú siempre fuiste así tan raro?
Entonces me mantuve mirando al mar, en silencio. Con aquel ambiente y la conversación malsana que habíamos tenido, había salido a flote un viejo sentimiento de culpa que me atenazaba la garganta y me humedecía los ojos. ¿Por qué siempre aparecía el miedo? ¿Hasta cuándo me perseguiría?
– Lo peor que me pasó cuando William desapareció -dije, cuando al fin logré hablar- fue que me bloqueé y no pude desahogarme. Tuve que fingir con mis viejos, decirles que había esperanzas, a lo mejor estaba vivo en alguna parte. Cuando todos nos convencimos de que estaba en el fondo del mar, ya no pude llorar por mi hermano… Pero lo más jodido siempre ha sido pensar lo hija de puta que es la suerte. Si William se hubiera decidido a hacer aquello dos o tres meses después, se habría ido por el Mariel. Con el papel de la baja de la universidad, donde decía que era un maricón antisocial, lo hubieran montado en una lancha y se habría ido sin problemas.
– Nadie podía ni soñar que iba a pasar lo que pasó. Esto mismo de ahora, ¿alguna vez te imaginaste que íbamos a ver algo así? ¿La gente yéndose y los policías mirando como si nada?
– Es como si a William lo hubiera marcado la tragedia. Nada más por ser maricón o por ser mi hermano… No sé, pero no es justo.
Antes de que cayera la tarde decidimos regresar. Yo me sentía demasiado conmovido por aquella estampida humana capaz de construir en mi retina el cuadro más cercano de la última decisión de mi hermano y de remover las aguas sucias de un recuerdo nunca resuelto, jamás enterrado, como el cadáver de William.
Ya era noche cerrada cuando llegamos a la casa de Dany, donde, por fortuna, ese día había electricidad. Tomamos agua, café de granos mezclados y nos comimos unos panes con picadillo de pescado aumentado con cascaras de plátano hervidas. Daniel sabía que desde hacía dos o tres años yo me había permitido volver a beber alcohol, aunque solo en ocasiones señaladas y en cantidades reducidas. Y, como me conocía, había advertido que en ese momento yo podía necesitar un trago. Abrió el armario de su reserva estratégica y sacó una botella de ron añejo de las que Elisa, siempre que tenía un chance, se robaba de su trabajo. Sentados en los sillones de la sala, con dos ventiladores puestos a toda marcha, bebimos casi sin mirarnos, y sentí que lo ocurrido aquel día de alguna manera me había preparado para lo que pensaba hacer y por fin hice.
– Estoy tratando de escribir un libro -fue el modo en que se me ocurrió introducir el tema y, de inmediato, me pareció el más cruel de los caminos: hablarle de que estás escribiendo a un escritor que se ha secado es como mentarle la madre. Yo lo sé demasiado bien. Pero ya no me detuve y le expliqué que hacía un tiempo estaba tratando de darle forma a una historia con la que me había topado hacía dieciséis años.
– ¿Y por qué no la escribiste antes?
– No quería, ni podía, ni sabía… Ahora creo que quiero, puedo y, más o menos, sé.
Y le conté lo esencial de mis encuentros en 1977 con el hombre que amaba a los perros y detalles de la historia que, por las vías más extrañas y a pedazos, me había ido regalando desde entonces. No sé muy bien por qué, antes de hacerlo puse una condición y le pedí que, por favor, la respetara: nunca debía hablarme de aquel tema si yo no lo traía a colación. Ahora sé que lo hice para protegerme, como era mi costumbre.
Cuando terminé de contarle la historia, incluida la búsqueda de la biografía de Trotski en que yo lo había enrolado, sentí, por primera vez, que en realidad estaba escribiendo un libro. Era una sensación entre jubilosa y atormentadora que había extraviado hacía muchísimos años, pero que no se había ido de mí, como una enfermedad crónica. Lo terrible, sin embargo, fue que también en ese momento tuve la plena conciencia de que Ramón Mercader me provocaba, más que cualquier otro, aquel sentimiento inapropiado que el mismo Ramón rechazaba y que a mí me espantaba por el solo hecho de sentirlo: la compasión.
La conversación con Daniel y los efectos inmediatos que generó me servirían para desempolvar y revisar lo que hasta ese momento había escrito. Percibí, como una necesidad visceral de aquella historia, la existencia de otra voz, otra perspectiva, capaz de complementar y contrastar lo que me había relatado el hombre que amaba a los perros. Y muy pronto descubrí que mi intención de entender la vida de Ramón Mercader implicaba tratar de entender también la de su víctima, pues aquel asesino únicamente estaría completo, como verdugo y como ser humano, si lo acompañaba el objetivo de su acto, el depositario de su odio y del odio de los hombres que lo indujeron y armaron.
Por años yo me había dedicado a rastrear la poca información existente en el país sobre el complot urdido alrededor de Trotski y sobre la pavorosa, caótica y frustrante época en la cual se cometió el crimen. Recuerdo la tensión jubilosa con la que muchos buscábamos las pocas revistas de laglasnost que durante aquellos años de revelaciones y esperanzas entraron a la isla, hasta que fueron retiradas de los estanquillos -para que no nos contamináramos ideológicamente con ciertas verdades durante tantos años sepultadas, dijeron los buenos censores-. Pero mi necesidad de saber más, al menos un poco más, me lanzó a una búsqueda empecinada y subterránea de información que me llevaría de un libro a otro (conseguido con más trabajo que el anterior) y a constatar la programada ignorancia en la que habíamos vivido durante décadas y el modo sistemático en que habían sido manipulados nuestra credulidad y nuestro conocimiento. Para empezar -y un par de conversaciones con Daniel y Ana me lo reafirmarían-, muy poca gente en el país tenía alguna idea de quién había sido Trotski y las razones de su caída política, la persecución que sufriría y la muerte que le dieron; menos aún eran los que sabían cómo se había organizado la ejecución del revolucionario y quién había cumplido ese mandato final; y, prácticamente, tampoco nadie conocía los extremos a que había llegado la crueldad bolchevique en manos de aquel mismo Trotski en sus días de máximo poder, y casi nadie tenía una idea cabal de la felonía y la masacre estalinista posterior, amparadas todas aquellas barbaries en las razones de la lucha por un mundo mejor. Y los que sabían algo, se callaban.
Gracias a volúmenes que hacían públicos diversos horrores archivados durante décadas en Moscú, y a la capacidad de juicio que aquellas revelaciones proporcionaron a los especialistas, llegué a la conclusión de que ahora nosotros sabíamos o al menos podíamos saber del mundo de Mercader y las entretelas de su crimen más que todo lo que había logrado conocer el propio Mercader. Solo con laglasnost, primero, y con la desaparición inevitable de la URSS, después, y la ventilación de muchos detalles de su historia pervertida, sepultada, escamoteada, reescrita y vuelta a reescribir, se obtenía una imagen coherente y más o menos real de lo que había sido la existencia oscura de un país que había durado, justamente, lo que la vida de un hombre normal: setenta y cuatro años. Pero todos aquellos años, según lo evidenciaba lo que de asombro en asombro iba leyendo (y pensar que Bretón le hubiera dicho al propio Trotski que ya el mundo había perdido para siempre la capacidad de asombro), todos aquellos años, decía, habían sido vividos en vano desde el instante en que la Utopía fue traicionada y, peor aún, convertida en la estafa de los mejores anhelos de los humanos. El sueño estrictamente teórico y tan atractivo de la igualdad posible se había trocado en la mayor pesadilla autoritaria de la historia, cuando se aplicó a la realidad, entendida, con razón (más en este caso), como el único criterio de la verdad. Marx dixit.
Y cuando creía que comenzaba a tener un entendimiento más o menos cabal de todo aquel desastre cósmico y lo que había significado el crimen de Mercader en medio de tanta felonía, una noche oscura y tormentosa -como cabía esperar en esta historia oscura y tormentosa- tocó la puerta de mi casa el negro alto y flaco que en 1977 había escoltado a Ramón Mercader y a sus galgos rusos mientras se metían en mi vida.