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«La mierda petrificada del presente»… Liev Davídovich lanzó el periódico contra la pared y abandonó el estudio de trabajo. Mientras bajaba las escaleras, de la cocina le llegó el olor del cabrito estofado que Natalia preparaba para la cena, y le pareció obsceno aquel aroma goloso. Tras su mesa de trabajo contempló a la hermosa Sara Weber, que tecleaba con aquella velocidad que en ese instante se le antojó automática, definitivamente inhumana. Cruzó la puerta de acceso al jardín yermo y los policías turcos le sonrieron, disponiéndose a seguirlo, y él los detuvo con un gesto. Los hombres hicieron como que acataban su deseo, pero no lo perderían de vista, pues la orden recibida era demasiado precisa: sus vidas dependían de que el exiliado no perdiera la suya.

La belleza del mes de abril en Prínkipo apenas lo rozó mientras, seguido porMaya, descendía la duna que moría en la costa. ¿Qué angustias podían atenazar al cerebro de un hombre sensible y expansivo como Maiakovski para que hubiera renunciado voluntariamente al perfume de un estofado, a la magia de un atardecer, a la visión del encanto femenino y se encerrara en el mutismo irreversible de la muerte?, se preguntó y avanzó por la orilla para observar la elegante carrera de su perra, un regalo de la naturaleza que también le pareció ofensivamente armónico.

Tres años atrás, cuando estaban a punto de expulsarlo de Moscú y su buen amigo Yoffe se había pegado un tiro, buscando que su acto provocara una conmoción capaz de mover las conciencias del Partido e impidiera la catastrófica defenestración de Liev Davídovich y sus cama-radas, él había pensado que el dramatismo del hecho tenía un sentido en la lucha política, aun cuando no compartiera semejante salida. Pero la noticia recién leída lo había sacudido por la magnitud de la castración mental que encerraba su mensaje. ¿Qué alturas habían alcanzado la mediocridad y la perversión para que el poeta Vladimir Maiakovski, precisamente Maiakovski, decidiera evadirse de sus tentáculos quitándose la vida? La mierda petrificada del presente de la que se espantaba el poeta en sus últimos versos, ¿se había desbordado hasta empujarlo al suicidio? La nota oficial pergeñada en Moscú no podía ser más ofensiva con la memoria del artista que con más entusiasmo había luchado por un arte nuevo y revolucionario, el que con más fervor entregara al espíritu de una sociedad inédita su poesía cargada de gritos, caos, armonías rotas y consignas triunfales, el que más se empeñó en resistir, en soportar las sospechas y presiones con que la burocracia asediara a la inteligencia soviética. La nota hablaba de una «decadente sensación de fracaso personal», y como en la retórica implantada en el país la palabra decadencia se aplicaba al arte, la sociedad, la vida burguesas, al hacer «personal» el fracaso, estaban reafirmando con calculada mezquindad aquella condición individual que solo podía existir en el artista burgués que, solían decir, todo creador siempre arrastraba, como el pecado original, por más revolucionario que se proclamase. La muerte del escritor, aclaraban, nada tenía que ver con «sus actividades sociales y literarias», como si fuera posible desligar a Maiakovski de acciones que eran, ni más ni menos, su respiración.

Algo demasiado maligno y repelente tenía que haberse desatado en la sociedad soviética si sus más fervientes cantores comenzaban a dispararse balazos en el corazón, asqueados ante la náusea que les provocaba la mierda petrificada de su presente. Aquel suicidio era, bien lo sabía Liev Davídovich, una dramática confirmación de que habían comenzado tiempos más turbulentos, de que los últimos rescoldos del matrimonio de conveniencia entre la Revolución y el arte se habían apagado, con el previsible sacrificio del arte: tiempos en los que un hombre como Maiakovski, disciplinado hasta la autoaniquilación, podía sentir en su nuca el desprecio de los amos del poder, para quienes poetas y poesía eran aberraciones de las cuales, si acaso, se podían valer para reafirmar su preeminencia, y de las que se prescindía cuando no se las necesitaba.

Liev Davídovich recordó que varios años atrás había escrito que a Tolstói la historia lo había vencido, pero sin quebrarlo. Hasta sus últimos días aquel genio había sabido guardar el don precioso de la indignación moral y por eso lanzaba contra la autocracia su grito de «¡No puedo callarme!». Pero Maiakovski, obligándose a ser un creyente, se había callado y por eso terminó quebrado. Le faltó valor para irse al exilio cuando otros los hicieron; para dejar de escribir cuando otros partieron sus plumas. Se empeñó en ofrecer su poesía a la participación política y sacrificó su Arte y su propio espíritu con ese gesto: se esforzó tanto por ser un militante ejemplar que tuvo que suicidarse para volver a ser poeta… El silencio de Maiakovski presagiaba otros silencios tanto o más dolorosos que, con toda seguridad, se sucederían en el futuro: la intolerancia política que invadía a la sociedad no descansaría hasta asfixiarla. Como sofocaron al poeta, como tratan de ahogarme a mí, escribiría el exiliado, varado junto al opresivo Mar de Mármara que lo rodeaba hacía ya un año.


Hasta el fin de sus días Liev Davídovich recordaría sus primeras semanas de exilio turco como un tránsito ciego a lo largo del cual tuvo que desplazarse tanteando paredes en movimiento constante. Lo primero que lo asombró fue que los agentes de la GPU encargados de vigilar su deportación, además de entregarle mil quinientos dólares que decían adeudarle por su trabajo, mantuvieran un trato amable hacia él a pesar de que, cruzadas las aguas turcas, él había enviado un mensaje al presidente Kemal Paschá Atatürk advirtiéndole que se asentaba en Turquía únicamente porque lo obligaban. Después fueron los diplomáticos de la legación soviética en Estambul quienes le dispensaron cobijo y una cordialidad que solo hubieran prodigado a un huésped de primera categoría enviado por su gobierno. Por ello, ante tanta amabilidad fingida, no se extrañó cuando los diarios europeos, alentados por los rumores propalados por los ubicuos hombres de Moscú, especularon con la idea de que tal vez Trotski había sido enviado a Turquía por Stalin para fomentar la revolución en Oriente Próximo.

Convencido de que el silencio y la pasividad podían ser sus peores enemigos, decidió ponerse en movimiento y, mientras insistía en la solicitud de visados en varios países (el presidente del Reichstag alemán había hablado de la disposición de su país de ofrecerle un «asilo de libertad»), redactó un texto, publicado por algunos diarios occidentales, donde clarificaba las condiciones de su destierro, denunciaba la persecución y el encarcelamiento de sus seguidores en la Unión Soviética, y calificaba a Stalin, por primera vez públicamente, de Sepulturero de la Revolución.

El cambio de actitud de diplomáticos y policías fue inmediato y curiosamente coincidente con la llegada de nuevas negativas de Noruega y Austria a acogerlo, y con la noticia de lo que ocurría en Berlín, donde Ernst Thälmann y los comunistas fieles a Moscú habían comenzado a gritar contra la posible acogida del renegado. Expulsados sin miramientos del consulado soviético y despojados de toda protección, los Trotski tuvieron que alojarse en un pequeño hotel de Estambul, donde sus vidas quedaban expuestas a las previsibles agresiones de sus enemigos, rojos y blancos. Aun así, apenas instalados, Liev Davídovich envió a Berlín el telegrama con el cual quemaba la última nave a la que había confiado su suerte: «Interpreto silencio como una forma poco leal de negativa». Pero, no bien lo despachó, le pareció insuficiente y reforzó su postura con un último mensaje al Reichstag: «Lamento mucho que se me deniegue la posibilidad de estudiar prácticamente las ventajas del derecho democrático de asilo».

La eclosión de la primavera los había sorprendido en aquel tétrico albergue de paredes agrietadas y sucias donde se habían alojado. Aunque no tuviera la menor idea de cuáles podrían ser sus siguientes pasos, Liev Davídovich decidió aprovechar la estación y gastar su tiempo muerto en conocer el exultante Estambul. Pero ni siquiera el descubrimiento de un mundo de sutilezas que remitían a los orígenes mismos de la civilización conseguiría despertarlo del letargo pesimista en que había caído y que le hacía sentirse extraño de sí mismo: Liev Davídovich Trotski necesitaba una espada y un campo de batalla.

Unas semanas después había aceptado, sin demasiado entusiasmo, la propuesta de su mujer y su hijo de dar un paseo por el Mar de Mármara hasta las Islas Prínkipo. El pequeño archipiélago volcánico, a hora y media de la capital, había sido el refugio de príncipes otomanos destronados y el lugar donde se pensó celebrar, en 1919, una conferencia de paz para poner fin a la guerra civil rusa. Liev Davídovich aprovecharía aquel paseo para distraerse, tomar el sol y degustar las delicadas empanadas turcas conocidas comopochas y pides, a las que Natalia se había aficionado. Con ellos viajaron dos jóvenes simpatizantes trotskistas que, unos días antes, su viejo amigo Alfred Rosmer había enviado desde Francia para garantizar mínimamente su seguridad.

El pequeño vapor zarpó a las nueve de la mañana. Tocados con sombrero, ocuparon la proa de la embarcación y disfrutaron del paisaje que ofrecían las dos mitades de Estambul. La mirada de Liev Davídovich, sin embargo, trataría de ver más allá de los edificios, las iglesias puntiagudas, las mezquitas abombadas: había procurado verse a sí mismo en aquella ciudad en la que no tenía un solo amigo, un seguidor confiable. Y no se encontró. Sintió que, en ese instante preciso, comenzaba su exilio: verdadero, total, sin asideros. Fuera de la familia y unos pocos amigos que le habían reiterado su solidaridad, era un hombre abrumadoramente solo. Sus únicos aliados útiles para una lucha como la que debía iniciar (¿cómo?, ¿por dónde?) seguían recluidos en campos de trabajo, o ya habían claudicado, pero todos permanecían dentro de las fronteras de la Unión Soviética, y la relación con ellos se apagaba con la distancia, la represión y el miedo.

Siempre que evocaba aquella mañana de aspecto tan apacible, Liev Davídovich recordaría que había experimentado la urgencia de oprimir la mano de Natalia Sedova para sentir un calor humano cerca de sí, para no asfixiarse de desasosiego ante la acosadora sensación de extravío. Pero también recodaría que en ese momento se había ratificado en su decisión de que, aun solo, su deber era luchar. Si la Revolución por la que había combatido se prostituía en la dictadura de un zar vestido de bolchevique, entonces habría que arrancarla de raíz y sembrarla de nuevo, porque el mundo necesita revoluciones verdaderas. Aquella decisión, bien lo sabía, lo acercaría más a la muerte que lo acechaba desde las atalayas del Kremlin. La muerte, no obstante, solo podía considerarse como una contingencia inevitable: Liev Davídovich siempre había pensado que las vidas de uno, diez, cien, de mil hombres, pueden y hasta deben ser devoradas si el torbellino social así lo reclama para alcanzar sus fines transformadores, pues el sacrificio individual es muchas veces la leña que se quema en la pira de la revolución. Por eso le provocaba risa que ciertos periódicos insistiesen en mencionar su «tragedia personal». ¿De qué tragedia hablaban?, escribiría: en el suprahumano proceso de la revolución no cabía pensar en tragedias personales. Su tragedia, si acaso, era saber que para lanzarse a la lucha no tenía a mano correligionarios forjados en los hornos de la revolución, ni medios económicos, ni mucho menos un partido. Pero le quedaba la que siempre había sido su mejor arma: la Pluma, la misma que difundió sus ideas en las colaboraciones entregadas alIskra y que, ya en su primer destierro, lo había conducido al corazón de la lucha desde aquella noche de 1901 en que recibió el mensaje capaz de ubicar su vida de luchador en el vórtice de la historia: la Pluma había sido reclamada en la sede del Iskra, en Londres, donde lo esperaba Vladimir Ilich Uliánov, ya conocido como Lenin.

Indicándolo con la mano, Liova comentó que el pueblo de pescadores que se veía en la costa se llamaba Büyük Ada, y las palabras del joven lo devolvieron a la realidad de un islote cubierto de pinos y punteado por algunas construcciones blancas. Fue entonces cuando, tentando al destino, preguntó si podían bajar para almorzar allí: casi sin pensar agregó que le gustaba aquel lugar, pues sin duda había tranquilidad para escribir y buena pesca para probar los músculos. Natalia Sedova, que lo conocía como nadie, lo observó y sonrió: «¿Qué estás pensando, Liovnochek?»…

La mujer lo sabría solo una semana después y se sintió feliz: se iban a vivir a Büyük Ada, el más grande de los islotes del archipiélago de los príncipes desterrados.


No les había resultado difícil encontrar la casa apropiada para sus necesidades y bolsillos. Erigida sobre un pequeño promontorio, a unos doscientos metros del embarcadero, sus dos niveles parecían alcanzar más altura y poner el histórico Propontis a disposición de sus moradores. También habían valorado el hecho de que la edificación estuviese rodeada por un tupido seto que facilitaba la vigilancia, encargada a dos policías enviados por el gobierno y a unos jóvenes franceses, correligionarios de su seguidor Raymond Molinier. En realidad la villa, propiedad de un anciano bajá turco, estaba tan arruinada como su dueño, y Natalia Sedova se vio obligada a subirse las mangas para hacerla habitable. Entre todos -incluidos policías, vigilantes y hasta periodistas de paso- limpiaron, pintaron y acondicionaron los espacios con los muebles necesarios para comer, dormir y trabajar. La provisionalidad con que se acomodaron en aquel refugio se advertía en la ausencia de objetos destinados a embellecerlo; ni siquiera había un simple rosal en el jardín: «Plantar una sola semilla en la tierra sería como reconocer una derrota», había advertido Liev Davídovich a su mujer, pues aún tenía la mente puesta en los centros de la lucha a los cuales, más pronto que tarde, pensaba que lograría acceder.

A lo largo de aquel primer año de exilio, la tarea más engorrosa a la que se enfrentarían los custodios encargados de la seguridad del revolucionario había sido la de lidiar con los periodistas empeñados en arrancarle primicias, la de recibir a editores venidos de medio mundo (quienes le contrataron varios libros y abonaron generosos adelantos capaces de aliviar las tensiones económicas de la familia) y la de verificar que los seguidores y amigos que comenzaron a llegar fuesen quienes decían ser. Al margen de esas intromisiones, la vida en una isla perdida en la historia, habitada la mayor parte del año solo por pescadores y pastores, resultaba tan primitiva y lenta que cualquier presencia foránea se detectaba de inmediato. Y, aunque prisionero, Liev Davídovich se había sentido casi feliz por haber hallado aquel lugar donde jamás había circulado un auto y los traslados se hacían como veinticinco siglos atrás, a lomo de burro.

Apenas instalados, el exiliado había empezado a preparar su contraofensiva y decidió que la primera necesidad era cohesionar la oposición fuera de la Unión Soviética, aunque pronto comprobaría hasta qué punto Stalin se le había anticipado, encargándole a sus peones de la Internacional comunista la tarea de convertir a su persona y sus ideas en el espectro del mayor enemigo de la revolución. Como cabía esperar, fueron pocos los comunistas europeos que se atrevieron a asumir la herejía «trotskista», más cuando no parecía reportar ventajas prácticas y, con toda seguridad, conducir a la inmediata excomunión del Partido y hasta de las filas de los luchadores revolucionarios. No obstante, Liev Davídovich insistió, y descargó sobre los hombros de su hijo Liova la organización de un movimiento oposicionista, mientras él se dedicaba a trabajar personalmente con los seguidores más notables. El resto del tiempo lo dedicaría a la redacción de una autobiografía comenzada en Alma Ata y a reunir información para una planeadaHistoria de la revolución.

Entre los visitantes que recibió en aquellos primeros meses se contaban sus antiguos camaradas Alfred y Marguerite Rosmer, los siempre políticamente enrevesados Pierre Naville y Souvarine, y el impulsivo Raymond Molinier, que, con el mismo entusiasmo con que podría haber emprendido una excursión veraniega, había traído a rastras a su esposa Jeanne y a su hermano Henri. Pero los primeros en llegar, como cabía esperar, habían sido sus buenos amigos Maurice y Magdeleine Paz, a quienes no habían vuelto a ver desde que los Trotski fueran expulsados de Francia, en plena guerra mundial. El arribo del matrimonio, cargado de quesos franceses, trajo un soplo de alegría, envuelta en la certeza de una libertad que les permitía el lujo de recibir a viejos camaradas. Durante el año de la deportación en Alma Ata, los Paz habían sido sus representantes en París y habían viajado a Prínkipo para poner al día cuentas y deberes, y para reafirmarle su solidaridad a prueba de adversidades.

Una de las conversaciones sostenidas con los Paz cobraría una dimensión extraña unos pocos meses después, cuando Stalin rompió la barrera sagrada de la sangre. Había tenido lugar una tarde de principios de mayo, cuando Natalia, Liova, Maurice, Magdeleine y Liev Davídovich, antecedidos por la perraMaya, habían bajado hacia la costa para disfrutar de la brisa de la tarde en compañía de una garrafa de un tinto griego, mientras los policías turcos preparaban una cena a base de pescado y marisco, a la manera otomana, aderezada con especias. A causa de los excesos cometidos en el acondicionamiento de la villa, Liev Davídovich sufría un ataque de lumbalgia que apenas le permitía avanzar en los diversos escritos en que andaba empeñado. Bebidos los primeros vasos de vino, los Paz habían dado rienda suelta a su entusiasmo por la posibilidad de poder luchar junto al mítico Liev Trotski, congratulándose por el hecho de que el exiliado que en 1929 miraba una puesta de sol en Prínkipo, no era igual que aquel de quien se habían despedido en el París de 1916, cuando se movía como una voz exaltada pero sin filiación precisa entre las tendencias de un movimiento clandestino por cuyo éxito muy pocos apostaban. Ahora era el Desterrado, conocido en el mundo como el compañero de Lenin, el líder de la insurrección de Octubre, el victorioso comisario de la Guerra y creador del Ejército Rojo, el animador de la III Internacional, que fundara con Vladimir Ilich, dijeron. Incluso Maurice, quizás convencido de que su anfitrión necesitaba levantar el ánimo, le recordó que su persona había estado a unas alturas de las que no era posible descender, desde las cuales no le estaba permitido retirarse, y se dedicó a exaltar su responsabilidad histórica, pues ningún marxista, tal vez a excepción de Lenin, había tenido jamás tanta autoridad moral, como teórico y como luchador. Y había concluido: «Su rival es la Historia, no ese advenedizo de Stalin que en cualquier momento va a caer por el peso de sus ambiciones…».

El desterrado trató de matizar aquella grandeza histórica, recordándole a su partidario que, además del dolor de espalda, no tenía nada tras de sí. La hostilidad que lo rodeaba era infinita y poderosa, y su principal conflicto era con una revolución que había llevado a triunfar y con un Estado que había ayudado a fundar: aquella realidad le ataba una de las dos manos.

A pesar de exaltaciones como ésa y de las pruebas de afecto que cada día le llegaban con la correspondencia, Liev Davídovich sabía que aquellos seguidores no tenían las cicatrices que solo pueden dejar los combates reales. Por ello, en silencio, seguía confiando el futuro de su lucha a las deportaciones de oposicionistas que sin duda ordenaría Stalin; el temple de esos hombres curtidos por la represión, la tortura, los confinamientos, con sus convicciones intactas, fortalecerían el movimiento.

La llegada del verano quebraría el ensalmo de paz insular con el arribo ruidoso y vulgar de comerciantes y funcionarios de Estambul con medios económicos para retirarse a Prínkipo, pero insuficientes para viajar hasta París y Londres. Confinado en la casa, Liev Davídovich había conseguido dar el empujón final a la obra en que revisaba su vida, a pesar de que no había podido escapar a la decepción mientras iba recibiendo noticias de la orgía de capitulaciones a las que eran arrastrados los grupos de la Oposición por sus más importantes líderes. Desde el recién fundado Bulktin Oppozitssi, que empezaron a editar en

París, y a través de mensajes filtrados hacia el interior de la Unión Soviética por las más rocambolescas vías, se dedicó a advertir a sus cantaradas que Stalin intentaría que renunciasen a sus posiciones, con promesas políticas que nunca cumpliría (Lenin solía decir que su especialidad era incumplir compromisos) y anuncios de rectificación que no ejecutaría, pues implicaban la aceptación de manipulaciones que el montañés jamás reconocería. A los que capitulen, Stalin solo los admitirá en Moscú cuando se presenten de rodillas, dispuestos a reconocer que Stalin, y nunca ellos, siempre había tenido la razón, escribió.

Aquel flujo de capitulaciones llegó a convencer a Liev Davídovich de que, al menos dentro de la Unión Soviética, su guerra parecía perdida. El súbito viraje concretado por Stalin, quien luego de apropiarse del programa económico de la Oposición obligaba a sus antiguos rivales a declararse partidarios de la estrategia ahora presentada como estalinista, sellaba una derrota política que escribía su capítulo más lamentable con las claudicaciones de unos hombres que, atados de pies y manos, habían empezado a preguntarse para qué seguir sufriendo deportaciones y sometiendo a sus familiares a las presiones más crueles por defender unos ideales que, al fin y al cabo, ya se habían impuesto. La prueba más dolorosa de la caída en picada de la Oposición había sido el anuncio de que hombres tan brillantes como Rádek, Smilgá y Preobrazhensky habían mostrado su voluntad de reconciliarse con la línea de Stalin, proclamando que no había nada censurable en ello, una vez logrados los grandes objetivos por los que habían luchado. Especialmente rastrera le había resultado la actitud de Rádek, quien había declarado que se consideraba enemigo de Trotski desde que éste publicara artículos en la prensa imperialista. Lo más triste era saber que, con la capitulación, aquellos revolucionarios caían en la categoría de los semiperdonados, presidida por Zinóviev: esos hombres que vivirían con miedo a decir una sola palabra en voz alta, a tener una opinión, y se verían obligados a reptar, volteando la cabeza para vigilar su sombra.

Las más vividas noticias sobre el estado de la Oposición llegarían a Büyük Ada por un conducto inesperado. Había ocurrido a principios de agosto y su portador fue aquel fantasma del pasado llamado Yakov Blumkin.

Blumkin le había enviado un mensaje desde Estambul, rogándole un encuentro. Según la nota, el joven venía de regreso de la India, donde había cumplido una misión de contrainteligencia, y deseaba verlo para reiterarle sus respetos y adhesión. Natalia Sedova, al enterarse de las pretensiones de Blumkin, le había pedido a su esposo que no lo recibiera: un encuentro con el ex terrorista, devenido alto oficial de la GPU, solo podía traer una desgracia. Liova también había expresado sus dudas sobre la utilidad de la reunión, aunque se había ofrecido a servir de mediador, para mantener a Blumkin lejos de la isla. Entonces Liev Davídovich había instruido a su hijo, pues pensó que, al menos, deberían oír qué deseaba aquel hombre al cual lo había ligado en el pasado la más dramática de las potestades: la de dejarlo vivir o enviarlo a la muerte.

Doce años atrás, cuando el recién estrenado comisario de la Guerra Liev Trotski lo había hecho traer a su despacho, Blumkin era un muchacho imberbe, con aires de personaje dostoievskiano, que enfrentaba cargos que el tribunal militar sancionaría con la pena de muerte. El joven había sido uno de los dos militantes del partido social-revolucionario que habían atentado contra el embajador alemán en Moscú, con la intención de boicotear la polémica paz con Alemania que los bolcheviques habían firmado en Brest-Litovsk, a principios de 1918. La víspera del juicio, después de leer unos poemas escritos por el joven, Liev Davídovich había pedido reunirse con él. Aquella noche hablaron durante horas sobre poesía rusa y francesa (coincidieron en su admiración por Baudelaire) y sobre la irracionalidad de los métodos terroristas (si con una bomba se resuelve todo, ¿para qué sirven los partidos, para qué la lucha de clases?), al cabo de las cuales Blumkin había escrito una carta en donde se arrepentía de su acción y prometía, si era perdonado, servir a la revolución en el frente que se le designara. La influencia del poderoso comisario resultó decisiva para que se le perdonara la vida, mientras por vía oficial se informaba al gobierno alemán que el terrorista había sido ejecutado. Ese día, alumbrada por Liev Trotski, había comenzado la segunda vida de Yakov Blumkin.

Durante la guerra civil, Blumkin había destacado como agente de contrainteligencia, lo cual le valió condecoraciones, ascensos e, incluso, la militancia en el partido bolchevique. Considerado un traidor por sus antiguos camaradas, dos veces escapó, de modo milagroso, a atentados contra su vida. Los meses finales de la guerra, mientras se recuperaba de las heridas del segundo atentado, formó parte del cuerpo de asesores de Liev Davídovich, quien, al ver sus aptitudes, lo premió con una recomendación especial para la academia militar. Sin embargo, su capacidad para las misiones de espionaje lo decantaría por el mundo de la inteligencia, y desde hacía varios años fulguraba como una de las estrellas de los servicios secretos, para los que todavía trabajaba a pesar de que todos sabían, incluido el jefe máximo de la GPU, que, por su devoción hacia Trotski, sus simpatías políticas estaban con la Oposición.

Cuando Liova le contó los pormenores de su encuentro con Blumkin (el antiguo terrorista había ido a la India, y ahora a Turquía, para vender unos antiquísimos manuscritos hasídicos a fin de obtener fondos para el gobierno), Liev Davídovich se convenció de que el agente secreto seguía sintiendo por él el afecto de siempre. Y, a pesar de todas las prevenciones de Natalia Sedova, aceptó recibirlo.

Cuando Liev Davídovich vio de nuevo el rostro inconfundiblemente judío y aquellos ojos enormes y refulgentes de inteligencia del pequeño Yakov, como antes solía llamarle, sintió una profunda alegría, cargada con oleadas de nostalgia. Se fundieron en un abrazo y Blumkin besó varias veces el rostro y los labios de su anfitrión, para llorar después, como la noche en que había escrito una carta salvadora en el despacho del poderoso comisario de la Guerra.

Las tres visitas que durante la segunda semana de agosto hizo Blumkin a Büyük Ada fueron como un soplo vivificador para el desaliento que iba dominando a Liev Davídovich. Entre evocaciones del pasado y noticias del presente, rieron, lloraron y discutieron (incluso a propósito de Maiakovski y del estado lamentable de la poesía soviética), y Blumkin, además de ponerle al día sobre la desesperada situación de los opositores dentro del país, insistió en servirle de correo en su inminente regreso a Moscú, pues pensaba que su trabajo en la inteligencia tenía como misión neutralizar a los enemigos externos de la URSS, pero no era incompatible con sus ideas políticas oposicionistas.

De boca del agente, Liev Davídovich escuchó también los argumentos de Rádek para escenificar una capitulación que, según el joven, solo podía ser una maniobra dilatoria. Blumkin, mostrando una capacidad invencible para las fidelidades, defendió la postura de su amigo Rádek, pues él también pensaba que si se podía luchar dentro del Partido era mejor que hacerlo fuera. Liev Davídovich le confesó que ya no confiaba en la capacidad de un partido al frente del cual estuviese un hombre como Stalin y donde militase Rádek. Pero Blumkin se asombró de su pesimismo y le recordó que precisamente él, Liev Trots-ki, no podía flaquear.

La partida del joven había dejado en el exiliado una sensación de vacío que, semanas más tarde, sería sustituida por el avieso sentimiento de indignación que provocan las infidelidades. El cambio de estado de ánimo lo había catalizado una carta de los Paz en la cual, tras unos saludos más secos de lo habitual, los remitentes entraban en materia sin miramientos: «No se haga demasiadas ilusiones sobre el peso de su nombre», comenzaba aquel párrafo con sabor a epitafio, que de un modo alarmante enfrentaba al revolucionario a la evidencia de su ruina política. «Durante cinco años la prensa comunista lo ha calumniado hasta el punto de que entre las grandes masas solo queda un vago recuerdo de usted como el jefe del Ejército Rojo, como conductor de los trabajadores durante Octubre. Cada vez su nombre significa menos y la maquinaria que se ha desatado terminará por devorarlo, después de que haya devorado su nombre.» Al cabo de la tercera lectura, había necesitado limpiar las gafas, frotándolas con el borde del blusón ruso, como si los cristales fueran los verdaderos responsables de la percepción turbia de unas palabras que le sonaban dolorosas pero cada vez más ciertas. Cuando se apartó de la ventana desde donde había observado el jardín invadido por la maleza y, más allá, el brillo aceitoso del antiguo Propontis, había sentido que ni siquiera su optimismo impermeable ni su fe en la causa podían sustraerlo de la invasiva sensación de soledad que lo embargaba. ¿Cuántas adversidades se habían sucedido en unos pocos meses para que Maurice y Magdeleine Paz le hubieran escrito aquella carta envenenada de verdades? ¿De qué modo la realidad se había empeñado en trocar un discurso dedicado al orgullo de un coloso por aquellas reflexiones dirigidas a la humillación de un olvidado?… Lo más insultante de la carta era el hecho de que, apenas un mes antes, durante su segunda visita a Prínkipo, los Paz no se atrevieran a confesarle sus aprehensiones y se hubiesen marchado prometiendo trabajar por la unidad de los trotskistas franceses, entre quienes, habían vuelto a afirmar, el prestigio y las ideas del exiliado se mantenían incólumes.

Durante semanas aquella carta rodó por la mesa de trabajo de Liev Davídovich, como un testimonio del que no quería desentenderse pero del cual tampoco deseaba ocuparse. Impulsado por la calma que traía la cercanía del invierno, se había centrado en el trabajo serio y andaba embebido en la escritura de suHistoria de la revolución. Alguna vez, incluso, Natalia Sedova le había dicho que terminara de responder aquella carta, y él le había dado cualquier pretexto.

Las temperaturas invernales de Prínkipo nada tenían que ver con las sufridas un año antes, en Alma Ata. Cubierto apenas con un viejo saco, Liev Davídovich se había acostumbrado a disfrutar de la llegada de la mañana en su estudio de trabajo, mientras bebía café y contemplaba cómo la luz del amanecer se filtraba a través de un velo plateado, casi corpóreo, que hacía destellar al mar. Aquel día se disponía a trabajar en suHistoria de la revolución, cuando Liova había entrado para sacarlo de sus cavilaciones: habían llegado noticias de Moscú. Como siempre, el presentimiento de que podía haber ocurrido algo grave a algún ser querido resultó lacerante para el exiliado. Liova, como si no se decidiera a hablar, fue a sentarse del otro lado de la mesa, para quedar frente a Liev Davídovich, que se había mantenido en silencio, ya convencido de que iba a escuchar algo terrible. Pero las palabras de su hijo consiguieron desbordarlo: habían fusilado a Blumkin.

Liova tuvo que referirle todos los detalles: la falta de noticias del agente se debía a que durante dos meses había estado recluido en los fosos de la Lubyanka, sometido a interrogatorio por sus camaradas de la policía secreta. Según el informante soviético, la detención se había producido tras una denuncia de Rádek, a quien el propio Blumkin había puesto al corriente de sus encuentros con Trotski. Rádek, sin embargo, negaba que él lo hubiera delatado, y aseguraba que la GPU se había enterado de que Blumkin había visitado a Trotski y regresado a la Unión Soviética con correspondencia para los oposicionistas. Nadie sabía la fecha exacta en que lo habían fusilado, dijo Liova.

Liev Davídovich advirtió cómo el sentimiento de culpa lo embargaba. Natalia Sedova había tenido razón: nunca debió haber recibido al joven, pues ahora le parecía evidente que Stalin lo había hecho pasar por Turquía porque sabía que intentaría verle y se proponía, de aquel modo, dar un rotundo escarmiento a los oposicionistas. Pero esa vez Stalin había ido demasiado lejos: matar a los rivales por disputas políticas era cometer el mismo error que los jacobinos y abrir las puertas de la revolución a la venganza y la violencia fratricida. Una de las condiciones que siempre exigió Lenin (que no era muy piadoso cuando la política lo exigía, le dijo a Liova) fue que no corriera la sangre entre ellos. La muerte del pequeño Yakov tenía que servir para remover la conciencia de todos los comunistas que obedecían a Stalin. Blumkin puede ser el Sacco y Vanzetti de nuestra lucha, le dijo a Liova, que lo miraba fijamente. Si por un instante el joven había sentido compasión por su padre, en aquel momento ya debía de estar recriminándose.

Cuando Liova se marchó, Liev Davídovich, la vista fija en el mar, pensó que lamentaría por el resto de su vida la debilidad afectiva que le había impedido valorar la presencia de Blumkin en Turquía como el inicio de una sibilina partida de ajedrez organizada por Stalin. Y con ese ánimo tomó una hoja en blanco y se dispuso a cumplir una obligación pospuesta:


«M. y Mme. Paz:

»Hoy he recibido una noticia que pone de relieve la mezquindad de personas como ustedes, que apenas pasan de ser bolcheviques de salón y para los cuales la revolución es un pasatiempo. Ustedes, que no han sufrido en carne propia la represión, la tortura, el invierno en los campos de trabajo, tienen la posibilidad de renunciar a la lucha cuando ésta no cumple sus expectativas de éxito y protagonismo. Pero el revolucionario verdadero empieza a serlo cuando subordina su ambición personal a una idea. Los revolucionarios pueden ser cultos o ignorantes, inteligentes o torpes, pero no pueden existir sin voluntad, sin devoción, sin espíritu de sacrificio. Y como para ustedes esas cualidades no existen, les agradezco que tan diligentemente se hayan apartado del camino.

»L.D. Trotski».


Durante aquel primer año de exilio Liev Davídovich solo había podido contar derrotas y defecciones: en el interior de la Unión Soviética la Oposición había sido prácticamente desintegrada, sin que se produjeran las esperadas deportaciones. Fuera del país, sus seguidores se peleaban por un pedazo de poder, por estar más o menos a la izquierda de una idea, o simplemente lo abandonaban, como los Paz, por no resistir la presión de los estalinistas o por la falta de una perspectiva clara de éxito… Tal vez por esa razón la sacudida que le provocara la noticia del suicidio de Maiakovski lo acompañaría por semanas, durante las cuales había llegado a sentirse culpable por haber polemizado varias veces con el poeta, entregando quizás argumentos a los detractores que habían brotado en todo el país.

El arribo de los primeros ejemplares de su autobiografía, esperados con ansiedad, apenas le procuró algo de satisfacción en medio de tantas pérdidas. Al releer la obra, concluida un año antes, lamentó haber dedicado demasiadas páginas a una autodefensa que comenzaba a parecerle fútil en medio del vendaval de adversidades que se cebaba con la vida y la dignidad de sus compañeros; le resultaba oportunista ese empeño por contextualizar sus desacuerdos con Lenin a lo largo de veinte años de combates, y, sobre todo, se recriminó por no haber tenido el valor de reconocer, con la perspectiva benéfica o quizás maléfica de los años, los excesos que él mismo había cometido por defender la revolución y su permanencia. Aunque jamás lo confesaría en público, desde hacía varios años Liev Davídovich había comenzado a lamentar los momentos en que, desde el poder, había dejado que la posesión de la fuerza lo dominara, con independencia de los fines perseguidos. Su salvadora militarización de los sindicatos ferroviarios, cuando la suerte de la guerra civil dependía de las locomotoras detenidas en cualquier vía del país, ahora le parecía excesiva, aun cuando sobre el éxito de aquella medida se hubiese depositado el destino de la Revolución. Ya sabía que nunca podría perdonarse el intento de aplicar esas mismas medidas coercitivas para la reconstrucción de la posguerra, cuando se hizo evidente que la nación se hallaba al borde de la desintegración y no era posible inducir a unos obreros desencantados sin aplicar sobre ellos medidas de fuerza. Sobre su espalda cargaba la responsabilidad de haber destituido a líderes sindicales, de haber borrado la democracia de las organizaciones obreras, y contribuido a convertirlas en las entidades amorfas que ahora utilizaban a placer los burócratas estalinistas para cimentar su hegemonía. El, como parte del aparato del poder, también había contribuido a asesinar la democracia que, desde la oposición, ahora reclamaba.

No menos vergonzoso le parecía su protagonismo en el aplastamiento de la insurrección de los marinos de la base de Kronstadt, en el infausto mes de marzo de 1921. Aquel destacamento, que habían garantizado con su apoyo el éxito del golpe bolchevique en octubre de 1917, cuatro años después reclamaba derechos tan elementales como una mayor libertad para los trabajadores, un trato menos despótico para con los campesinos obligados a entregar el grueso de sus cosechas y, sobre todo, el sagrado derecho a elecciones libres a las asambleas de los Soviets. El argumento de que los nuevos marinos de la flota del Báltico estaban siendo manipulados por anarquistas y oficiales contrarrevolucionarios nunca debió justificar la medida que él, como comisario de la Guerra, se encargó de aplicar: el aplastamiento de la revuelta y la liberación de una violencia que llegó hasta el fusilamiento de rehenes. Para él y para Lenin había resultado evidente que el escarmiento constituía una necesidad política, pues aun cuando sabían que la protesta no tenía posibilidades de convertirse en la Tercera Revolución anunciada, temían que agravara hasta límites insostenibles el caos existente en un país asolado por el hambre y la parálisis económica.

Sabía que si en marzo de 1921 los bolcheviques hubieran permitido unas elecciones libres, probablemente hubiesen perdido el poder. La teoría marxista, que Lenin y él utilizaban para validar todas sus decisiones, nunca había considerado la coyuntura de que los comunistas, una vez en el poder, pudieran perder el apoyo de los trabajadores. Por primera vez, desde el triunfo de Octubre, debieron haberse preguntado (¿alguna vez nos lo preguntamos?, le confesaría a Natalia Sedova) si era justo establecer el socialismo en contra o al margen de la voluntad mayoritaria. La dictadura proletaria debía eliminar a las clases explotadoras, pero ¿también reprimir a los trabajadores? La disyuntiva había resultado dramática y maniquea: no era posible permitir la expresión de la voluntad popular, pues ésta podría revertir el proceso mismo. Pero la abolición de esa voluntad privaba al gobierno bolchevique de su legitimidad esencial: llegado el momento en que las masas dejaban de creer, se impuso la necesidad de hacerlas creer por la fuerza. Y aplicaron la fuerza. En Kronstadt -Liev Davídovich bien lo sabía- la revolución había comenzado a devorar a sus propios hijos y a él le había correspondido el triste honor de haber dado la orden que inauguró el banquete.

La inflexibilidad con que había actuado (generalmente apoyado por Lenin) quizás se justificaba en aquellos años. Pero ahora, al revisar sus actitudes, no podía dejar de preguntarse si, de haber tenido la desvergüenza y la astucia necesarias para abalanzarse sobre el poder tras la muerte de Lenin, no habría terminado convirtiéndose, él también, en un zar pseudocomunista. ¿No habría enarbolado las justificaciones de la supervivencia de la Revolución para aplastar rivales, como en 1918 las utilizó Lenin para ¿legalizar los partidos que junto a los bolcheviques habían luchado por la revolución? ¿Habría sido capaz de sostener la pertinencia democrática de una oposición, de facciones dentro del Partido, de una prensa sin censura?


Liev Davídovich comprobaría hasta qué punto los avatares de la política absorbían sus energías cuando su mujer lo sorprendió con la noticia de que Liova deseaba irse de Prínkipo. El temblor oculto que desde hacía unos meses sacudía los cimientos de la villa de Büyük Ada solo se le reveló en ese momento, cuando ya había cobrado proporciones de terremoto. Recordó entonces que alguna vez Natalia Sedova le había comentado que no era bueno que Jeanne Molinier permaneciera por temporadas con ellos, mientras Raymond regresaba a París. Habían sostenido aquella conversación una tarde en que habían ido de paseo hasta la impresionante estructura del antiguo hotel Prínkipo Pa-lace, la mayor construcción de madera en toda Europa, y, al oírla, él le había preguntado con sorna qué sucedía. Ella había sonreído mientras le explicaba las cosas con su pragmatismo de siempre: sucedía que las esposas debían estar con los esposos y que su Liovnochek se estaba volviendo viejo y los años le empañaban la vista incluso a un hombre como él.

Hasta ese instante las idas y venidas de Raymond Molinier habían funcionado como una peripecia más en la rutina de Büyük Ada. Dotado de esaénergie Molinièresque que tanto atraía a Liev Davídovich, aquel seguidor se había convertido en el principal sostén de la oposición en París. Entusiasmado por la posibilidad de convertir el trotskismo en una fuerza política dentro de la izquierda francesa, Molinier había puesto su devoción, su fortuna y su familia al servicio del proyecto, y mientras él luchaba en París por buscar nuevos adeptos, su esposa, Jeanne, se había convertido en la corresponsal entre el secretariado atendido por Liova y los simpatizantes trotskistas en Europa. La energía de Molinier había tocado fibras sensibles del experimentado revolucionario, y por eso había decidido poner en sus manos el destino de la oposición francesa, pasando por encima de las opiniones de otros camaradas, como Alfred y Marguerite Rosmer, que discretamente decidieron retirarse de la lidia.

Pero solo ahora se enteraba de que, desde la primera ocasión en que Raymond dejó a su mujer en Büyük Ada, Natalia había olfateado lo que se avecinaba: Jeanne era una joven dotada de una languidez que contrastaba con el atropellamiento de su marido, y los veintitrés años de Liova palpitaban en cada célula de su cuerpo, aun cuando se hubiera entregado en cuerpo y alma a la causa. Por ello, mientras su mujer le comunicaba que Jeanne viajaría a París con la intención de terminar su relación con Raymond, y que Liova planeaba irse con ella a otro lugar, el revolucionario comprendió cuan poco se había preocupado por las necesidades de su hijo, aunque de inmediato pensó que el trabajo de tantos meses, el pírrico y doloroso beneficio extraído de los disgustos y defecciones, podían irse por el caño, arrastrados por el impulso egoísta de un hombre y una mujer. Y esa misma noche, sin poder contenerse, le reprochó a Liova su devaneo sentimental, imperdonable en un luchador.

Por fortuna la reacción de Raymond fue profundamente francesa, según Natalia, y dejó partir a Jeanne para que viviera con Liova, que ya planeaba trasladarse a Alemania. Liev Davídovich comprendió entonces que no tenía otra alternativa que aceptar aquella decisión: aunque el espíritu de sacrificio del muchacho fuese inconmensurable, no podía exigirle que invirtiese su juventud en una isla perdida. Lo que más le dolería, escribió, sería perder al único hombre en quien podía descargar el peso de sus frustraciones, el único del que podía escuchar críticas sinceras y del que jamás cabría esperar fuese el encargado de clavarle el puñal, servirle el café envenenado, dispararle el tiro en la nuca que, tarde o temprano, le arrancarían la vida.

Pero la preocupación por la partida de Liova fue momentáneamente empañada por un acontecimiento que, apenas conocido, se transformó en un mal presentimiento para Liev Davídovich: las elecciones alemanas, celebradas el 14 de septiembre de 1930, habían convertido al Partido Nacional Socialista de Hitler en el segundo más votado del país. El salto había sido de los ochocientos mil votos de 1928 a los más de seis millones que ahora lo respaldaban. Perplejo ante una extraña irresponsabilidad política de los comunistas alemanes, Liev Davídovich leyó que éstos festejaban su propio ascenso de tres a cuatro millones y medio de votos, y proclamaban que el repunte hitleriano era el canto de cisne de un partido pequeñoburgués condenado al fracaso. Varios meses atrás, en una de las cartas con que solía bombardear al Comité Central del Partido soviético, ya él había advertido sobre el peligroso enraizamiento del nacionalsocialismo en Alemania, al cual veía como portador de una ideología capaz de cohesionar a todo aquel «polvo humano» de una pequeña burguesía triturada por la crisis y deseosa de revancha. Desde entonces había comenzado a insistir en la necesidad de una alianza estratégica entre comunistas y socialistas para frenar un proceso que podría llevar a los hitlerianos al poder. Pero la respuesta a su premonitorio llamado de alarma había resultado ser la orden de Moscú, canalizada por el Komintern, de que el partido alemán se abstuviera de cualquier alianza con los socialistas y los demócratas.

Nunca, como en ese momento, Liev Davídovich había sentido el peso de su condena. Recluido en una isla perdida en el tiempo, su capacidad de acción se reducía a la escritura de artículos y a la organización de seguidores dispersos, cuando en realidad debería estar en el vórtice de unos acontecimientos que, podía sentirlo en la piel, implicaban el destino de la clase obrera alemana, el de la revolución europea y tal vez el de la misma Unión Soviética. Sabía que se imponía movilizar la conciencia de la izquierda alemana, pues todavía resultaba factible evitar el desastre que se dibujaba en el cielo de Berlín. ¿Nadie advierte que si no se le cierra el camino, Hitler se hará con el poder y los comunistas serán sus primeras víctimas? ¿Qué pasa en Moscú?, se preguntó. Intuía que algo oscuro se gestaba tras los muros rojos del Kremlin. Lo que todavía no podía imaginar era que muy pronto oiría bajar, desde las torres más altas de la fortaleza moscovita, los primeros aullidos de una criatura macabra, capaz de horrorizarlo.

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