El 2 de mayo de 1939, los Trotski mudaron las camas, la mesa de trabajo, y pusieron carbón en las hornillas. La casa del número 19 de la avenida Viena era ya su casa. Aunque apenas significaba un cambio de cárcel, Liev Davídovich sintió que con aquel tránsito ganaba una enorme libertad. ¿Puedo sentirme feliz, tengo derecho a ese sentimiento humano?, se preguntaría al sentarse ensu despacho y mirar en derredor: el patio que se veía desde la ventana estaba arruinado y las obras principales aún no habían concluido, pues, a pesar de la estricta administración de Natalia Sedova y el trabajo «estajanovista» de los secretarios, los fondos se habían agotado. Pero él no podía vivir un día más bajo el mismo techo que Rivera. En los dos últimos meses ni siquiera se habían hablado y él lamentaba el modo en que terminó aquella amistad, pues nunca podría olvidar que, por la razón que fuese, Rivera lo había ayudado a viajar a México, le había brindado su hospitalidad y contribuido a que recuperara el aliento luego de la terrible experiencia de los meses finales del exilio noruego.
Desde muy joven él había pensado que la peor de las agresiones a la condición humana es la humillación, porque desarma al individuo, agrede lo esencial de su dignidad. Él, que a lo largo de su vida había sufrido todos los insultos y calumnias posibles, nunca se había sentido tan al borde de la humillación como cuando Natalia y Jean van Heijenoort le impidieron, después de su último cumpleaños, abandonar la Casa Azul y gritarle a Rivera la repugnancia que le provocaban su exhibicionismo, sus poses de macho mexicano, su inconsistencia de payaso político. Hacía tiempo que sabía que si lo había acogido en su casa, y quizás hasta aceptado que su mujer se tendiese en su cama, solo había sido para utilizarlo como argumento de su pretendida heterodoxia, un trampolín hacia las páginas de los periódicos. Pero cuando las cosas alcanzaron el nivel que definitivamente debían alcanzar, su bondad condicionada se había deshecho y él había mostrado su verdadera catadura.
La tensión se había agravado con el inevitable choque entre la ambición de Rivera y el sentido de la responsabilidad de Liev Davídovich, cuando éste se opuso a que el pintor ocupara la secretaría mexicana de la IV Internacional. Pero la situación desbordó los límites de lo permisible tras el anuncio de Rivera de su ruptura con el general Cárdenas y su decisión de apoyar la candidatura presidencial del derechista Juan Almazán. Aunque el exiliado sabía que todo se debía a su insolencia, trató de advertir al pintor lo dañina que resultaba su defección para el proyecto progresista de Cárdenas, y la respuesta obtenida había sido tan ofensiva que, ese mismo día, decidió dar por terminada su estancia en la Casa Azul: Trotski no podía darle lecciones de política a nadie, le había dicho su anfitrión, nada más a un lunático podía ocurrírsele fundar una Internacional que no era otra cosa que un esfuerzo jactancioso con el que se convertía en jefe de algo.
Si en otros tiempos se había ido del mismísimo Kremlin, ¿cómo no largarse ahora de la Casa Azul? Si se marchaba y se iban a un sitio poco protegido, su vida peligraría, lo cual no le importaba demasiado, pero Van Heijenoort le había recordado que también ponía en riesgo la vida de Natalia. Liev Davídovich tuvo que bajar la cabeza, aunque hizo pública su ruptura con Rivera y su desacuerdo con el viraje político del pintor, urgido de que no se le vinculase con aquel desatino que atacaba directamente al general Cárdenas con quien el asilado se sentía tan comprometido.
A principios de año Liev Davídovich había escrito a Frida, que seguía por Nueva York, con la esperanza de que ella fuese capaz de aliviar la crisis, pero nunca recibió respuesta. Mientras, Rivera, que ahora se declaraba almazanista, anunciaba su ruptura con el trotskismo por considerarlo una ideología aventurerista -¿necesitaba repetir las consignas moscovitas si se decía antiestalinista?- que le hacía el juego a los fascistas en contra de la URSS.
Jean y los demás secretarios intensificaron la búsqueda de un sitio seguro y al fin optaron por alquilar una casa de ladrillos, con un amplio patio sombreado, en la cercana avenida Viena, una calle polvorienta, donde había unas pocas chozas. La casa tenía las ventajas de poseer muros altos y resultar inaccesible por el fondo, donde corría el río Churubusco. Pero la construcción llevaba diez años abandonada, y exigiría mucho trabajo hacerla habitable. Ya decididos por esa opción, él había tratado de ofrecerle a Diego una renta por los meses que demoraría la recuperación de la casa, pero el pintor ni siquiera lo recibió, dispuesto a hacer patente su intención de humillarle. La tensión cobró entonces un nivel tal que Van Heijenoort le confesó a Liev Davídovich que incluso temía una acción violenta y desproporcionada por parte de Rivera.
Aquella crisis apenas le había permitido seguir con la cercanía deseada los acontecimientos que ocurrían fuera de la Casa Azul. A duras penas había podido concentrarse en la reorganización de la sección norteamericana, minada de caudillismo, o conversar con Josep Nadal sobre la gravedad de los acontecimientos españoles tras iniciarse la ofensiva franquista hacia Cataluña, el último reducto republicano, además de Madrid. En México, mientras tanto, los ataques contra su presencia entraban en una peligrosa espiral, y al tiempo que Hernán Laborde, el secretario del Partido Comunista, exigía al gobierno su expulsión con amenazas de ruptura política, la derecha había teñido sus protestas de un antisemitismo oscuro y fascista. Liev Davídovich vivía envuelto en la sensación de que el cerco se estrechaba: los puñales y revólveres estaban cada vez más próximos a su encanecida cabeza.
La rehabilitación de la casa estaba resultando más compleja de lo que estimaron: Natalia había ordenado alzar aún más los muros, construir torres de vigilancia, recubrir con planchas de acero las entradas, instalar un sistema de alarma. En algún momento él le había preguntado si le estaban preparando una casa o un sarcófago.
Como permanecía casi todo el día encerrado en su habitación de la Casa Azul, Liev Davídovich había aprovechado su tiempo y había escrito un análisis sobre el fin previsible de la guerra civil española y la derrota de un movimiento revolucionario que, quizás, hubiera podido retrasar y hasta evitar la conflagración europea. Nadal le había contado que, en los últimos meses del año anterior, el gobierno español había reclamado más armas a sus aliados, en un intento desesperado por salvar la República. Los soviéticos, efectivamente, hicieron un envío a través de Francia, pero París se negó a permitir el tráfico del armamento por sus fronteras y aquel fracaso había sido definitivo: los soviéticos, o bien cansados de una guerra sin futuro, o bien decididos a cortar de raíz su compromiso, desistieron del intento y desde ese momento España quedó a la deriva, pues, mientras los fascistas volcaban su potencia militar sobre el suelo español, Stalin desplazaba la mirada y comenzaba a preocuparse por lo que siempre había sido su verdadero interés: sus vecinos de la Europa del Este.
Después de muchos meses sin información alguna sobre Seriozha, un periodista norteamericano, recién llegado a Nueva York tras una estancia en Moscú, les había escrito contándoles que un colega suyo había logrado entrevistarse con un preso recién liberado por el nuevo jefe de la NKVD, Laurenti Beria. El ex confinado le narró que unos meses atrás había visto con vida a Serguéi Sedov y que otro detenido le había dicho que Seriozha se encontraba en el campo de Vorkutá en 1936, durante la huelga de los trotskistas, donde había estado a punto de morir de hambre; pero en 1937 lo habían trasladado a la tenebrosa cárcel de Butirki, en Moscú, donde lo habían torturado para que entregara una confesión contra su padre, y que había sido de los pocos prisioneros que resistieron sin flaquear. El preso anónimo decía haberlo conocido en un campo del Subártico, donde los otros confinados hablaban de Serguéi Sedov como de un indomable.
Natalia y Liev Davídovich habían creído a pie juntillas la noticia, aun cuando más de una vez pensaran que probablemente todo fuera un malentendido, pues difícilmente su hijo hubiera podido salir con vida de Vorkutá o de Butirki, sitios peores que el sexto círculo del infierno. Pero no podían evitar sentirse orgullosos cuando oían siempre la misma versión sobre la actitud de Seriozha, que parecía ser lo único de lo cual no existían dudas: había resistido los interrogatorios sin firmar confesiones contra su padre. Y se consolaban pensando que si Stalin se había cebado con su vida inocente, Seriozha lo había vencido con su silencio.
Un nuevo congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, celebrado a principios de año, le había dejado a Liev Davídovich varias certezas. En el plano internacional, le había hecho más evidente la voluntad de Stalin de buscar una alianza con Hitler; en el plano nacional, la cínica pretensión de realizar otro borrón histórico y endilgarle los excesos de las purgas a los defenestrados jefes de la GPU. Para indignación de unos pocos y para confirmación popular de sus buenas intenciones, el Gran Capitán había criticado a los ejecutores de la purga, pues había estado acompañada, eran sus palabras, de «más errores de los esperados». Entonces, ¿todo habría ido bien si solo se hubieran cometido los errores esperados? ¿A cuántos se podía fusilar por equivocación? Lo más alarmante era que ya nadie de los que en el mundo reconocían la honestidad de Stalin parecía recordar que unos meses antes el montañés había enviado una pomposa felicitación a Yézhov y los jefes de la NKVD: sólo parecía importarles que el Genio hubiese advertido sobre la existencia de «deficiencias» en la operación, tales como los «procedimientos simplificados de investigación» y la falta de testigos y pruebas. ¿Y dónde había estado Stalin mientras aquello ocurría?, el exiliado le había preguntado a un mundo que, tampoco esa vez, le había respondido.
En realidad, la más dramática de las certezas históricas que le había revelado el Congreso fue constatar que el Secretario General por fin había llegado a donde deseaba en su ascenso hacia el cielo del poder. El terror de aquellos últimos años le había permitido sacar de la escena, de una forma u otra, a dieciocho de los veintisiete miembros del Politburó elegidos en el último congreso que presidió Lenin, y dejar con cabeza apenas al veinte por ciento de los miembros del Comité Central elegidos en 1934, cuando la situación, por última vez, estuvo a punto de írsele de las manos. Stalin había demostrado ser un verdadero genio de la componenda: su exitosa eliminación de cualquier oposición dentro del Partido (apoyándose en el acuerdo sobre la ilegalidad de las facciones promovido por Lenin) se convirtió en su arma política más eficaz para esfumar la democracia y, después, instaurar el terror y llevar a cabo las purgas que le daban el poder absoluto. Tal vez el primer error del bolchevismo, debió de pensar Liev Davídovich, fue la radical eliminación de las tendencias políticas que se le oponían: cuando esa política pasó del exterior de la sociedad al interior del Partido, el fin de la utopía había comenzado. Si se hubiera permitido la libertad de expresión en la sociedad y dentro del Partido, el terror no hubiera podido implantarse. Por eso Stalin había emprendido la depuración política e intelectual, de manera que todo quedara bajo el control de un Estado devorado por el Partido, de un Partido devorado por el Secretario General: exactamente como Liev Davídovich, antes de la abortada revolución de 1905, le predijo a Lenin que ocurriría.
Para coronar aquella serie de derrotas, una tarde de marzo había llegado a la Casa Azul Josep Nadal con varios periódicos en las manos y el color de la decepción en el rostro. El ejército republicano se había rendido y las tropas de Franco se paseaban por Madrid. Liev Davídovich sabía que en los próximos meses las represalias serían terribles y se compadeció de los republicanos que no habían podido o querido huir de una España ganada para un fascismo cínico y grotesco. Lo más triste había sido ver cómo un país valiente, que tuvo la Revolución al alcance de sus dedos, había sido sacrificado por los dueños de la Revolución y el socialismo, tal como años atrás hicieran con los comunistas chinos o con los obreros alemanes. ¿Tan difícil era ver aquella serie de traiciones?, había preguntado, observando el rostro de Nadal.
La nueva vida en la casa de la avenida Viena colocó a la familia en la coyuntura de tener que contar solo con sus propios recursos económicos. Los derechos de autor de Liev Davídovich eran cada día más magros, pero el anticipo cobrado por la edición inglesa del Stalin y las colaboraciones con los periódicos les permitieron salir adelante. Al exiliado le amargaba que una parte de ese dinero se esfumara en el esfuerzo de convertir la quinta en una trinchera: porque, por altos que fuesen los muros, por inexpugnables que parecieran las puertas, cuando se diera la orden la mano de la GPU encontraría una grieta en la tierra para llegar hasta él. Y, lo presentía, más aún, lo sabía, la orden había sido dada: cuanto más inminente fuese la guerra, más cercana estaría su muerte.
Natalia y los guardaespaldas trataron de extremar la vigilancia de cada una de las personas que los visitaban, pero él se negó a atravesar los límites de la suspicacia y caer en los territorios de la paranoia. La gran ventaja de vivir en su propia casa era poder relacionarse libremente con las personas que le interesaban, y desde que se instalaron había comenzado a recibir visitas de políticos, filósofos, profesores universitarios, simpatizantes mexicanos y de otros países, republicanos españoles recién llegados, muchos de los cuales se habrían sentido incómodos con la cercanía de Rivera o, simplemente, hubieran preferido no visitarlo en la Casa Azul. Aquellos encuentros y los amigos que conservaba eran su contacto con el mundo, y sus opiniones le servían para informarse, para reafirmar o atemperar ideas.
Con cierta frecuencia, los Trotski hacían escapadas en el auto que habían comprado. Lo decidían de forma aleatoria, casi sorpresiva: los empleados de la casa nunca sabían cuándo sería y, en ocasiones, ni siquiera los guardaespaldas, a los que muy poco antes Van Heijenoort les advertía de la salida. Como la situación en México era cada vez más explosiva (desde que el país había entrado en campaña electoral comenzaron a jugar con la presencia del acogido como otra de las promesas políticas), apenas visitaban la ciudad y, cuando lo hacían, él se ocultaba en el asiento trasero. Pero, decididamente, las salidas al campo era con lo que más disfrutaba Liev Davídovich. Daba largos paseos que su cuerpo agradecía, embotado por tantas horas de trabajo sedentario, y se entregaba a lo que pronto se convirtió en uno de sus hob-bies preferidos, la recolección de cactus raros, que trasplantaba al patio de la casa. La maravillosa variedad de aquellas plantas que ofrecía la tierra mexicana convertía la búsqueda de especies en una aventura, que a veces les llevaba por terrenos difíciles y muchas horas de esfuerzo, para desenterrar las raíces del cactus con picos y palas y finalmente trasladarlo al auto. Natalia llamaba a esas jornadas «días de trabajo forzado», pero volver a casa con ejemplares que plantaban con sumo cuidado era un premio al empeño. Una tarde, mientras acomodaba uno de los cactus más singulares de su colección, Liev Davídovich recordó la orden de no sembrar ni un rosal en la casa de Büyük Ada. ¿Eran aquellos cactus la imagen de su derrota?
Cuando la casa reunió las condiciones mínimas para trabajar, decidió dar el impulso final a la biografía de Stalin. Natalia, tan radical en sus actitudes, insistía en que rebajaba su talento al empeñarse como retratista del georgiano, y pensaba que muchos dudarían de sus juicios a causa del enfrentamiento que sostenían ambos desde hacía tantos años. También sus editores le habían instado a que escribiera una biografía de Lenin y le hablaron de notables adelantos. Pero Liev Davídovich deseaba revelar al mundo la verdadera catadura del zar rojo. Aun cuando sabía que por momentos la pasión lo cegaba, no llegaba al punto de desvirtuar la verdad: las monstruosidades del culto a Stalin y sus crímenes le repugnaban, y ese sentimiento debía impregnar la obra. Si de sus páginas iba brotando una figura siniestra, casi reptil en su camino hacia el poder, era porque Stalin siempre había sido de ese modo. Sus años de lucha clandestina lo habían dotado de esa capacidad para trabajar su ascenso en la oscuridad y un día hacerse con el poder (ayudado por la desidia de Lenin, por el miedo congénito de Zinóviev, Kámenev y Bujarin, y por su maldito orgullo, contó: ¿o la dictadura fue una necesidad histórica insoslayable, la única alternativa del sistema?). Pero lo que más lo alentaba a dedicarse a la escritura de aquel libro desolador era el convencimiento de que, como le ocurriera al también deificado Nerón, después de su muerte las estatuas de Stalin serían derribadas y su nombre borrado de todas partes: porque la venganza de la historia suele ser más poderosa que la del más poderoso emperador que jamás hubiese existido. Liev Davídovich estaba seguro de que, cuando Luis XIV afirmó«L'Etat c'est moi», estaba enunciando una fórmula casi liberal en comparación con las realidades del régimen de Stalin. El Estado totalitario implantado por él había ido mucho más allá del cesaropapismo, y por eso el Secretario General podía decir, con toda justicia, «La société c'est moi». Pero el mundo debía recordar que tanto Stalin como la sociedad construida a su medida eran seres profundamente enfermos. El terror de esos años no había sido solo un instrumento político, sino también un placer personal, una fiesta para los sentidos alterados del Sepulturero y para la hez de la sociedad rusa. A nadie debía extrañarle que ese terror hubiera alcanzado incluso a la familia y a los más allegados a Stalin (¿por qué se suicidó Nadezhda Allilúyeva?: denme una respuesta convincente que no tenga a Stalin al otro lado del disparo, pensaba). Lo más terrible era la certeza de que el terror había tocado al mismo Lenin, al cual, Liev Davídovich estaba convencido, Stalin había envenenado: éste sabía que Vladimir Ilich, apenas se lo permitieran su cuerpo y su cerebro devastados, dirigiría su primer movimiento a conseguir su sustitución como Secretario General.
Mientras avanzaba el verano de 1939, Liev Davídovich se reafirmaba en la certeza de que el inicio de la guerra en Europa era cuestión de días. El ambiente, también en su entorno más cercano, se caldeaba y aceptó la sugerencia de secretarios y amigos de poner mayor cautela en sus movimientos: la animosidad de los estalinistas locales crecía, y aquella atmósfera estaba destinada a preparar el terreno para acciones mayores. Durante el último año, las manifestaciones que pedían su salida de México se habían convertido en una campaña en la que ahora exigían su cabeza. En mítines como el recién celebrado en la Arena México, se habían presentado incluso oradores no mexicanos y la bola de fuego había tomado proporciones tenebrosas. El sabía que si comenzaba la guerra, Stalin haría lo indecible por liquidarlo, pues, aun desde su confinamiento, él era la única bandera capaz de desafiarlo y no correría el riesgo de que Liev Davídovich pudiera regresar a territorio soviético y organizar una oposición a su sistema.
Por ello, imponiéndose a sus opiniones, Natalia había continuado las labores de fortificación de la casa y decidido reducir las visitas de periodistas, profesores y simpatizantes que con frecuencia le pedían un encuentro. El número de hombres que lo protegían aumentó, aunque confrontaban el problema de que aquellos jóvenes acudían a México por unos meses y, precisamente cuando estaban preparados para su misión, debían volver a sus países. El resultado de aquella paranoia colectiva fue que volvió a vivir prácticamente enclaustrado, y su marginación se le hacía especialmente dolorosa en aquellos días de verano, los más amables para el paseo y la pesca. Decidido a procurar una distracción a sus muchas horas de trabajo, tuvo entonces la idea de criar conejos y gallinas, y comenzó a pedir libros sobre el tema: si iba a intentarlo, lo haría científicamente.
Lo que más preocupaba a Natalia Sedova, en verdad, era que la salud de su esposo, tan quebradiza en los últimos años, sufría el rigor de una altura que le provocaba un permanente estado de alta tensión sanguínea. Sus digestiones seguían siendo difíciles, y solo una alimentación ligera, a horas fijas, lo salvaba de males mayores. Definitivamente, la vida de paria llevada durante años le pasaba factura y, al borde de los sesenta, el propio Liev Davídovich debía admitir que se había convertido en un viejo, al punto de que muchas personas le llamaban precisamente así, el viejo Trotski, o simplemente, «el Viejo»…
Cuando Liev Davídovich escribía sobre la cercanía de la guerra no podía dejar de advertir que la URSS de aquellos días quizás resultaría una víctima fácil para la aviación y los tanques alemanes. Stalin (que lo acusaba de oportunista y traidor cuando publicaba esos análisis) había debilitado hasta tal punto la potencia militar del país que, lo sabían todos, solo un milagro podría salvarlo. Y ese milagro, nadie podía decirlo mejor que Liev Davídovich, era el soldado soviético, cuya capacidad de sacrificio no tenía igual en el mundo. Pero el precio que se pagaría sería el de muchas vidas que pudieron haberse salvado. ¿Qué necesitaba Stalin para resistir un ataque alemán? Ante todo, tiempo, escribió. Tiempo para reforzar las fronteras y para rehacer un ejército descabezado. Y también necesitaba que la Europa occidental resistiese el embate fascista, al menos por ese lapso que precisaba Stalin. Por ello, cuando el 23 de agosto de 1939 se difundió la noticia, Liev Davídovich apenas se sorprendió, aunque sintió un profundo asco. Las emisoras de radio, los periódicos del mundo, de izquierdas o de derechas, comunistas o fascistas, grandes o pequeños, todos tenían ese día el mismo titular: la Unión Soviética y la Alemania nazi habían firmado un Pacto de No Agresión, un pacto de entendimiento…
La reacción a la noticia de que Von Ribbentrop y Molotov, como ministros de Exteriores, habían alcanzado un acuerdo, del que, obviamente, solo se había hecho pública una parte, asombró a más gentes en el mundo de lo que Liev Davídovich hubiera imaginado. La consumación de un tratado que dejaba a Hitler las manos libres para lanzarse sobre Occidente resultaba incomprensible para las mentes de buena y hasta de mala voluntad que, a pesar del terror y los procesos criminales, habían seguido defendiendo a Stalin como el Gran Conductor de la clase obrera. Por eso el exiliado se atrevió a predecir que por los siglos aquella fecha iba a ser recordada como una de las más extraordinarias traiciones a la fe y la credulidad del hombre.
Liev Davídovich sabía que Stalin pronto argumentaría que la defensa de la URSS era prioritaria, y que si Occidente había dado vía libre al expansionismo alemán con el Pacto de Munich, el país tenía derecho a evitar una guerra con Alemania. Y llevaría parte de razón. Pero el rastro fangoso de la humillación ya nunca podría borrarse, escribió; ver que el radical antifascismo de la URSS no era tal provocaría un desengaño masivo, y la inocencia de millones de creyentes, cuya fe había resistido todas las pruebas, tal vez se perdería para siempre. Pero los obreros y militantes desmoralizados quizás tuvieran en breve la oportunidad de convertir la vergüenza en un impulso para alcanzar la revolución pospuesta. Se acercaban días de dolor, pero tal vez también tiempos de gloria para una nueva generación de bolcheviques, armados con la amarga experiencia vivida, dentro y fuera de la Unión Soviética, concluyó.
Menos de diez días después, cuando la Wehrmacht invadió Polonia, Liev Davídovich notó que los alemanes parecían penetrar con demasiada cautela en territorio polaco, como si sus tanques avanzaran con el freno echado. Pero cuando dos semanas más tarde las tropas soviéticas entraron en Polonia, el exiliado entendió las proporciones del pacto. Los dos dictadores, como lo suponía, extendían su mano sobre la otra vez sacrificada Polonia. Lo curioso fue que las potencias occidentales que habían declarado la guerra a los nazis aceptasen, sin grandes protestas, que Stalin hiciera lo mismo que Hitler. La hipocresía de la política, pensó, puede desbordar los pozos más profundos.
En aquel instante, Liev Davídovich era un hombre con el alma angustiosamente dividida. Algún día, se dijo, se reconocerá que fueron los errores de los revolucionarios, más que los empeños de los imperialismos, los que retrasaron los grandes cambios de la sociedad humana, pero, aun con aquella convicción y después de tantas infamias, bajezas políticas y crímenes de todo tipo, él seguía creyendo que la defensa de la URSS contra el fascismo y el imperialismo constituía el gran deber de los trabajadores del mundo. Porque Stalin no era la URSS, ni el representante del verdadero sueño soviético.
Le avergonzaba, por lo que significaba para el ideal socialista, saber que, tras invadir Polonia, Stalin imponía allí el orden soviético con la misma furia con que Hitler exportaba la ideología fascista. Aquella burda exportación del modelo soviético a Polonia y la Ucrania occidental traería la desmoralización de los obreros europeos al ver el oportunismo político del estalinismo. Por su parte, los habitantes de aquellas regiones invadidas, víctimas históricas de los imperios rusos y germanos, seguramente ya se habrían preguntado qué diferencia existía entre un invasor y otro, y a Liev Davídovich no le extrañaría que, muy pronto, muchos de aquellos pueblos llegasen a considerar a los nazis sus libertadores del yugo estalinista.
Aun así, Liev Davídovich sentía como un peso abrumador la contradicción de no saber hasta qué punto resultaba posible oponerse al estalinismo sin dejar de defender a la URSS. Le atormentaba no poder discernir del todo si la burocracia era ya una nueva clase, incubada por la revolución, o solo la excrecencia que siempre había pensado. Necesitaba convencerse a sí mismo de que todavía resultaba posible marcar una distancia cualitativa entre fascismo y estalinismo para tratar de demostrarles a todos los hombres sinceros, anonadados por los golpes bajos de la burocracia termidoriana, que la URSS conservaba la esencia última de la revolución y esa esencia era la que debía defenderse y preservarse. Pero si, como decían algunos, vencidos por las evidencias, la clase obrera había mostrado con la experiencia rusa su incapacidad para gobernarse a sí misma, entonces habría que admitir que la concepción marxista de la sociedad y del socialismo estaba errada. Y aquella posibilidad lo colocaba frente al meollo terrible de la cuestión: ¿era el marxismo apenas una «ideología» más, una forma de falsa conciencia que llevaba a las clases oprimidas y a sus partidos a creer que luchaban por sus propios fines cuando en realidad estaban beneficiando los intereses de una nueva clase gobernante?… El solo hecho de pensarlo le producía un intenso dolor: la victoria de Stalin y su régimen se alzarían como el triunfo de la realidad sobre la ilusión filosófica y como un acto inevitable del estancamiento histórico. Muchos, él mismo, se verían obligados a reconocer que el estalinismo no tenía sus raíces en el atraso de Rusia ni en el hostil ambiente imperialista, como se había dicho, sino en la incapacidad del proletariado para convertirse en clase gobernante. Habría que admitir también que la URSS no había sido más que la precursora de un nuevo sistema de explotación y que su estructura política tenía que engendrar, inevitablemente, una nueva dictadura, si acaso adornada con otra retórica…
Pero el exiliado sabía que él no podía cambiar su modo de ver el mundo y de entender su lucha. Por ello no se cansaría de exhortar a los hombres de buena fe a permanecer junto a los explotados, aun cuando la historia y las necesidades científicas parecieran estar en su contra. ¡Abajo la ciencia, abajo la historia!: ¡si es preciso hay que re-fundarlas!, escribió: En cualquier caso, yo seguiré del lado de Esparta-co, nunca con los Césares, y hasta contra la ciencia voy a sostener mi confianza en la capacidad de las masas trabajadoras para liberarse del yugo del capitalismo, pues quien ha visto a esas masas en acción sabe que es posible. Los errores de Lenin, sus propias equivocaciones, las del Partido bolchevique que permitieron la deformación de la utopía, nunca podrían achacarse a los trabajadores. Nunca, seguiría pensando.
Cuando mayor era su desazón, Liev Davídovich sintió que la vida, tan ardua, todavía era capaz de compensarlo con una alegría: por fin Sieva llegó a México. Si los abuelos no hubiesen visto algunas fotos recientes del muchacho, jamás lo habrían reconocido. Entre el niño del que se despidieron en Francia y el jovencito de trece años, confundido y tímido, que llegó a Coyoacán, mediaba una historia terrible y desgarradora que los hacía temer incluso por su equilibrio mental. Pero Natalia y él estaban convencidos de que el amor puede curar las más profundas heridas, y amor era lo que les sobraba a ellos, que no se cansaban de abrazarlo y besarlo, de admirar su juventud en flor, a pesar de que ambos sabían que la vida del muchacho no sería fácil en un país donde se hablaba una lengua que no conocía, donde no tenía amigos y donde, para colmos, se alojaba en una fortaleza.
Alfred y Marguerite Rosmer, luego de rescatar al muchacho del pensionado religioso del sur de Francia adonde Jeanne lo había enviado, habían viajado con él desde Francia hasta México, temerosos de otras posibles agresiones. Aquellos amigos, los únicos que les quedaban de los días de incertidumbre de antes de la revolución, habían sido una de las grandes bendiciones de la existencia de Liev Davídovich, que todavía se preguntaba cómo una vez pudo ser tan obtuso para permitir que entre la sinceridad de los Rosmer y su desesperación política pudiera clavarse la cuña del oportunismo de Molinier.
Natalia y los Rosmer se encargaron de llevar a Sieva de paseo por la ciudad, y el abuelo insistió en ser su guía en la imprescindible excursión a Teotihuacán. Exigió que solo fueran con ellos los guardaespaldas, pues quería tenerlo todo el tiempo para sí. Y aunque esa vez no pudo ascender hasta la cumbre de la Pirámide del Sol, gracias al nieto hizo un profundo viaje al pasado. Hablaron de su padre, Platón Vólkov, del que Sieva no tenía recuerdos precisos, pues había sido deportado cuando él tenía tres años; de su madre, Zina, víctima de una horrible venganza; de su tío Liova, con el que el muchacho soñaba muchas noches, según dijo; hablaron de los para él brumosos días de Prínkipo y Estambul, de los que su mente guardaba chispazos memorables: los incendios, las pesquerías, pero sobre todo la compañía deMaya, de la cual conservaba una foto donde aparecían Sieva a sus cinco años, el abuelo con el pelo y la barba todavía oscuros, y la bella borzoi, que daba la impresión de mirar a la cámara para eternizar la bondad de sus ojos. Durante todos los años que vivió en Berlín y París, Sieva había deseado tener otro perro, pero su vida nómada no le había permitido siquiera ese placer. Y Liev Davídovich le prometió que ahora podría tener uno: el abuelo sabía que ese perro lo ayudaría como nada a sentir que algo le pertenecía y él pertenecía a un sitio. ¡Pobre niño!, ¡cuánto odio se había cebado con lo mejor de su vida!, le diría aquella noche a Natalia Sedova.
Entretanto, el Ejército Rojo había invadido Finlandia y la comunidad internacional al fin comparaba a Stalin con Hitler… En el artículo que escribió a raíz del episodio, Liev Davídovich sopesó con extremo cuidado sus juicios, seguro de que provocaría confusiones y disensiones entre sus seguidores, que hasta le calificarían de estalinista por sostener una idea que no le parecía negociable, incluso después de esa invasión: la defensa de la integridad de la URSS seguía siendo, escribió, la prioridad del proletariado mundial.
Un par de semanas después de su llegada, Sieva pidió a Harold Robbins, el nuevo jefe de los guardaespaldas, que lo acompañara a dar un paseo a la colonia vecina. Aunque Natalia y Marguerite no estaban muy de acuerdo, Alfred y Liev Davídovich pensaban que debían darle un poco de libertad: Sieva había demostrado ser un niño fuerte, y los golpes de la vida no parecían haber hecho mella en él. Una hora después de haberse marchado, Sieva y Robbins regresaron… con un perro. En uno de los paseos en auto, el niño había visto a su madre, con una carnada, frente a una choza, y, por supuesto, los dueños de la perra se alegraron de que alguien se llevara uno de los cachorros, que al llegar a la casa ya estaba bautizado:Azteca era uno de esos mestizos que poseen la inteligencia que les ha dado, por generaciones, la lucha por la subsistencia.
La alegría que Liev Davídovich sentía por la presencia de Sieva se vio empañada por la ruptura con su viejo amigo Max Shachtman, el colaborador que, desde su primera visita a Prínkipo, en 1929, tanto afecto y pruebas de devoción le había brindado. La defección era consecuencia de la fiebre separatista que estaba minando a los trotskistas norteamericanos, la misma que afectó a los franceses diez años antes y había impedido la gestación de una oposición unificada justo en el momento en que se fraguaba el ascenso fascista. Ahora, el calor de la guerra y las tomas de posición más radicales respecto a la URSS habían exacerbado otra vez los protagonismos y surgían nuevos partidos, un poco más allá o acá de los otros en determinadas estrategias que ellos consideraban «de principios». Max Shachtman y James Burnham se convertían en líderes de su propio partido, un desprendimiento del Socialista Obrero, que con aquella mutilación se reducía a una simple capilla de fieles.
Aunque le pidió a Shachtman que viajara a México para discutir su postura crítica, el disidente no se presentó y él sabía la razón: Shachtman no podría soportar «el soplo de Trotski en la nuca». Al fin y al cabo, reconoció el exiliado, de Shachtman siempre le había molestado cierta superficialidad, pero también tuvo que admitir que había llegado a quererlo y que, al menos, debía agradecerle la sinceridad con que anunció su ruptura, tan distinta al modo sibilino en que lo habían hecho Molinier o, antes, los Paz.
El año 1939 se iba y la guerra se quedaba. Liev Davídovich había cumplido los sesenta y, a pesar de todo, aquél fue el Fin de Año más apacible que celebrara desde su salida al exilio: tenía con él a Sieva y aAzteca, que lo seguía diligente cuando iba a alimentar a los conejos y las gallinas. Sus queridos Alfred y Marguerite seguían con ellos y, junto a otros amigos, guardaespaldas y secretarios, los ayudaban a pasar mejor las horas de la noche con conversaciones inteligentes, o a veces relajadas, pero tan necesarias para el espíritu. Aunque la casa cada vez más semejaba una fortaleza y sus escapadas se habían vuelto esporádicas, tenía la libertad de escribir y opinar, y lo hacía incesantemente, a pesar de las censuras de algunos editores, como los de la revista Life, que habían temido los problemas que les podría acarrear la publicación de un adelanto de Stalin, precisamente el fragmento donde se ventilaba el posible envenenamiento de Lenin. Además, el ambiente festivo que a pesar de la guerra se vivía en México llegaba hasta los muros de Coyoacán, y aunque no conseguía apagar del todo los rescoldos de la tristeza que los Trotski llevaban consigo, les advertían que, aun en las circunstancias más difíciles, la vida siempre trataba de recomponerse y hacerse tolerable…
Entre las visitas que recibió aquella temporada estuvo la de Sylvia Ageloff, la hermana de las eficientes Ruth e Hilda, que ocasionalmente le habían servido como traductoras o secretarias para las relaciones con los trotskistas norteamericanos. Al igual que sus hermanas, Sylvia le demostraría ser una militante convencida pero, sobre todo, una persona utilísima para los trabajos en que los ayudaría desde su llegada a México, cuando Fanny Yanovitch enfermó. La muchacha, además del inglés, hablaba a la perfección el francés, el español y el ruso y era una mecanógrafa veloz… Pero la pobre Sylvia era también una de las mujeres menos agraciadas que Liev Davídovich hubiese conocido: medía poco más de metro y medio, era delgada hasta la escualidez (sus brazos parecían hilos y él imaginaba que sus muslos serían del grueso de sus puños) y tenía la cara llena de pecas rojizas. Para colmos, usaba unos lentes de vidrios gruesos, y aunque su voz tenía una calidez casi seductora, sin duda era el ser femenino con menos gusto para vestir que él hubiera conocido. Las desventuras físicas de Sylvia resultaban tan notables que Natalia y el exiliado las comentaron más de una vez, y también había sido tema de conversación entre los guardaespaldas, como se lo reveló a Liev Davídovich la conmoción provocada entre ellos por la noticia de que Sylvia tenía un novio… pero no unocualquiera, le dijeron, sino uno que parecía disfrutar de una buena situación económica, hijo de diplomáticos, y, según añadiría la propia Natalia, guapísimo y cinco años menor que ella: lo cual demostraba que, en cuestiones de amor, nada está escrito y que debajo de cualquier falda puede haber escondido un monstruo. Fue tal la algarabía por el descubrimiento que Liev Davídovich sintió curiosidad por ver a la pieza que había cobrado la joven.
El 12 de marzo la Unión Soviética tuvo que firmar un oneroso tratado de paz con Finlandia, por el cual obtenían apenas unas hilachas del territorio originalmente pretendido. El fiasco sufrido por el Ejército Rojo en sus intenciones de ocupar un pequeño país se convertía en una prueba de su debilidad. Pero Liev Davídovich previno que aquel episodio debía leerse como algo más que una advertencia, pues mientras Stalin fracasaba en Finlandia, Hitler y sus divisiones habían invadido y ocupado Dinamarca en apenas veinticuatro horas.
Más tarde, cuando Noruega fue invadida por los nazis y su derrota se resolvió en unos días, Liev Davídovich supo que la profecía que tres años atrás le había lanzado a Trygve Lie estaba a punto de cumplirse: sus represores de ayer se convertirían en exiliados políticos y sufrirían la humillación de ser unos acogidos a los que se les impondrían condiciones. A buen seguro, sus anfitriones no serían tan crueles como lo fueron ellos con él, pero el rey y los ministros noruegos quizás se acordarían de él y del modo en que lo habían tratado.
En aquellos primeros meses de 1940, la guerra de los estalinistas mexicanos contra el exiliado subió su temperatura. Expulsados Labor-de y Campa, ahora habían decapitado a otros dirigentes por el mismo pecado: no ser suficientemente «antitrotskistas». Su olfato le decía que algo se cocía, y no era bueno. En medio de esas purgas celebraron el Día de los Trabajadores con un desfile demasiado parecido a los que nazis y fascistas organizaban en Berlín y Roma: veinte mil comunistas, iracundos, convocados por el Partido Comunista y la Central de Trabajadores, que en lugar de gritar consignas contra la guerra, habían inscrito en sus banderas ¡Fuera Trotski!, ¡Trotski fascista!, ¡Trotski traidor!, y quizás por un remoto pudor no habían escrito lo que gritaron con más ardor: ¡Muerte a Trotski!… Aquella agresividad había puesto en alerta a los moradores y vigilantes de la casa-fortaleza, pues la gente escribía y gritaba así cuando estaba dispuesta a empuñar el revólver. Los guardaespaldas adoptaron nuevas precauciones (colocaron ametralladoras en las troneras), hicieron traer de Estados Unidos más voluntarios, y fuera de la casa llegaron a montar guardia diez policías. ¿Servirán para algo todas esas medidas? ¿Podrán detener la mano subrepticia que se filtrará por un resquicio imposible de detectar a simple vista?, se preguntaba Liev Davídovich cuando observaba a aquella multitud armada que lo rodeaba y lo aturdía, sabiendo de antemano la respuesta: él era un condenado y, cuando quisieran, lo matarían.
Un día en que Alfred Rosmer se había puesto enfermo, al fin Liev Davídovich había visto al novio de Sylvia, pues fue el joven quien llevó a Alfred a la clínica e insistió en pagar las medicinas. Según Marguerite, Sylvia no había querido presentarle al novio porque tenía problemas con sus papeles y estaba ilegal en México; según Natalia, siempre tajante, el temor de la muchacha se debía a que el novio andaba en ciertos negocios turbios de los que obtenía el dinero que gastaba a espuertas. Ojalá la pobre Sylvia no lo pierda, le comentaría a su mujer el exiliado.
El 23 de mayo había sido un día de rutina en la casa. Liev Davídovich había trabajado mucho y se sentía agotado cuando salió en la tarde a alimentar a sus conejos, ayudado por Sieva y seguidos porAzteca. En algún momento había conversado con Harold Robbins y le había pedido que esa noche no mantuvieran una de sus habituales charlas educativas con los nuevos muchachos de la guardia, pues estaba extenuado y llevaba varias noches durmiendo mal. Después de la cena había hablado por un rato con su esposa y los Rosmer, y volvió al estudio a organizar los documentos con los cuales pretendía trabajar a la mañana siguiente. Un poco más temprano que de costumbre se había tomado un somnífero para buscar el sueño que tanto necesitaba y se había metido en la cama.
A pesar de que llevaba doce años esperándola, en ocasiones era capaz de olvidar que, ese mismo día, tal vez en el momento más apacible de la noche, la muerte podría tocarle a la puerta. En el mejor estilo soviético, había aprendido a vivir con esa expectativa, a cargar con su inminencia como si fuera una camisa ajustada al cuerpo. Y también había decidido que, mientras tanto, debía seguir adelante. Aunque no la temía, aunque a veces hasta la había deseado, un sentido del deber, casi enfermizo, le había obligado a aceptar los modos más diversos de esquivarla. Tal vez por aquel mecanismo de autodefensa, cuando las detonaciones lo despertaron pensó que se trataba de fuegos de artificios y cohetes disparados en una feria que por esos días se celebraba en Coyoacán. Solo comprendió que eran disparos y que venían de muy cerca cuando Natalia lo empujó de la cama y lo lanzó al suelo. Entonces pensó: ¿había llegado la hora de partir, así, sin más, vestido con un camisón de dormir y arrinconado contra una pared? Liev Davídovich incluso tuvo tiempo de considerarlo un modo muy poco decoroso de morir. ¿Quedaría tendido con el camisón levantado y las vergüenzas al aire? El condenado cerró las piernas y se dispuso a morir.