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Réquiem

Hace treinta y un años Iván me confesó que durante mucho tiempo había tenido un sueño: ir a Italia. En la Italia de su anhelo, Iván no hubiera podido dejar de hacer varias cosas: visitar el Castel Sant' Angelo; ir, como en peregrinación, a Florencia, y contemplar los paisajes toscanos que alguna vez había visto Leonardo; asombrarse ante elduomo de la ciudad y sus mármoles verdes; recorrer Pompeya como quien lee un libro eterno sobre lo eterno de la vida, la pasión y la muerte; comerse una pizza y unos espaguetis verdaderos, preferiblemente en Nápoles; y, para garantizarse el regreso, lanzar una moneda en la Fontana de Trevi. Mientras llegaba el gran momento, Iván había alimentado su sueño estudiando las obras de Leonardo (aunque quien de verdad lo enloquecía era Caravaggio), viendo las películas de Visconti y de De Sica, leyendo a Calvino y las novelas sicilianas de Sciascia, tragando las pizzas esponjosas y las pastas blandas que se establecieron en la isla en los años sesenta y que tanta hambre nos mataron durante muchos años. El suyo fue un deseo tan persistente, tan bien diseñado, que he llegado a pensar si en realidad Iván había estudiado periodismo con la única esperanza de, algún día, poder viajar (a Italia) en aquellos tiempos en que casi nadie viajaba y nadie lo hacía si no era en misión oficial.

La primera vez que mi amigo me habló de la existencia y de la posterior difuminación de aquel sueño tan cubano y tan insular de moverse fuera de la isla había sido en la terraza de su casa, dos o tres meses después de habernos conocido. Por esa época yo era el peor leído de los estudiantes de la Escuela de Letras y aquel día Iván, después de hablarme de su pretensión extraviada, me había puesto en las manos una novela de Pavese y otra de Calvino, mientras yo me preguntaba cómo era posible que un tipo como él se diera por vencido y, a los veintipico de años, ya hablara de sueños muertos cuando todos sabíamos que aún teníamos por delante un futuro que se anunciaba luminoso y mejor.

La última ocasión en que vi a Iván con vida fue tres días después de la muerte de Ana. Esa noche de finales de septiembre de 2004, mientras sosteníamos la más extraña conversación, en algún momento yo encontraría, en el baúl sin fondo de los deseos perdidos, la historia del sueño italiano de Iván, y quizás nunca lograré saber si aquella recuperación de un recuerdo de treinta y un años resultó la manifestación inconsciente de una premonición o si fue la respuesta anticipada de mi cerebro a una búsqueda de los orígenes del desastre.

Desde esa noche, yo viviría durante varias semanas escorado en el pantano de la contradicción, sintiendo cómo me hundía en el lodo de mi egoísmo. De todas formas, como Iván no volvió a pasar por mi casa, yo me refugié en su exigencia de que no regresara a verlo, pues eso me había pedido al despedirme, y me comporté de manera mezquina e infantil negándome a ceder y volver a buscarlo, aunque sabía que ése era mi deber. No obstante, cada vez que me encontraba con amigos como el negro Frank o Anselmo, les preguntaba si habían visto a Iván, y no me sorprendió, o más bien me tranquilizó escuchar siempre la misma respuesta: no lo habían visto, dice que no quiere ver a nadie, parece que está terminando de escribir algo. Y (como buen escritor mediocre y, para colmos, seco) me parapeté en aquel pretexto y no intenté buscarlo.

Yo sé que en mi alejamiento también pesó, más que una posible envidia, el temor a una responsabilidad que Iván me había soltado encima y que yo no sabía cómo manejar: ¿qué iba a hacer yo con lo que Iván estaba terminando de escribir? ¿Guardarlo en un cajón, como podía hacer él? ¿Intentar publicarlo, como también podía, pero no quería hacer él? Aquella absurda decisión de mi amigo de entregarme su trabajo y su obsesión de años para cortar así todas sus amarras con aquella historia y con su propia vida me parecía, además, enfermiza y, sobre todo, cobarde: aquéllos eran su problema, su libro, su historia, y no los míos, pensaba.

De más está decir, a estas alturas, que la muerte de Ana resultó para Iván un golpe más duro de lo que todos, incluso él mismo, habíamos imaginado. Aunque en los meses finales, atormentado por la impotencia y el dolor que le provocaba ver el sufrimiento de la mujer, más de una vez él me había confesado que ya era preferible que ella descansara, la ausencia irreversible de Ana lo sumió en una melancolía de la cual mi amigo no tuvo fuerzas ni deseos de volver a salir.

En esa última visita que le hice al apartamentico de Lawton, lo primero que comprobé fue cuánta urgencia tenía Iván por arrancarse los testimonios del dolor entre los cuales había vivido por ni sé cuántos años. La actividad que había desplegado en los días posteriores al entierro debió de ser frenética, pues cuando entré en su casa lo primero que noté fue la desaparición de todas las trazas hospitalarias que se habían ido adueñando de aquel espacio. Junto con la cama reclinable y el sillón de ruedas habían desaparecido el soporte para los sueros, las cuñas para las deposiciones, las jeringuillas y los frascos de medicina y hasta el televisor en colores con mando a distancia (préstamo de un vecino, para que Ana se entretuviera con algo más visible que el titubeante televisor en blanco y negro que un cliente de su consultorio le había regalado a Iván antes de irse de Cuba, unos años atrás). Los suelos olían a creolina barata y las paredes, como siempre, a humedad, pero no a alcoholes y linimentos. Incluso Iván se había lanzado a sí mismo a la metamorfosis: se había rapado la cabeza y exhibía un cráneo plagado de colinas y cruzado por el río de la cicatriz que, muchos años atrás, le habían regalado sus contendientes en la pelea etílica que lo recluyera en el pabellón de politraumatizados del Hospital Calixto García.

El cambio en el ambiente y su aspecto de recién egresado de un campo de concentración hacían más palpable la devastación física sufrida por mi amigo en los últimos meses (en algún momento me había cruzado por la mente una idea: Iván se va a esfumar y va subir a los cielos), y me preparó mejor para escuchar, al final de esa noche, la palabra taladrante, el sentimiento capaz de paralizarlo que él me había ocultado durante diez años, avergonzado por el significado encerrado en una reacción inapropiada:compasión. Porque al final no fue tanto el miedo como aquel sustantivo artero, del cual también trataba de librarse, el ladrillo que sostuvo el edificio de demoras, misterios, ocultamientos tras el cual se había perdido el propio Iván.

– ¿Por qué coño te hiciste eso en la cabeza? ¿Sabes lo que pareces? -le había dicho, nada más verlo, pero mi amigo no me respondió y aceptó, con una sonrisa triste, la cantina rebosante de comida que mi mujer le había preparado. En silencio, Iván comenzó a servirse en un plato hondo, pero antes de sentarse a comer, fue hasta el cuarto y regresó con un sobre en las manos.

– Hace tiempo tú querías leer esto…

Apenas lo oí, adiviné de qué se trataba: debían de ser, y de hecho eran, las cuartillas escritas más de veinticinco años atrás por el títere interpuesto de Jaime López, los papeles de cuya existencia yo tenía noticias desde hacía diez años y que, siempre que tocábamos el tema, yo le pedía a Iván que me dejara leer, pues consideraba que, con su lectura, palparía con mis propias manos el alma esquiva del hombre que amaba a los perros.

Mientras él comía, yo me adentré en un híbrido de relato, reflexión y carta sobre los años en Moscú de un Ramón Mercader que, de manera enfermiza, insistía en aferrarse a la mediación vergonzante del muñeco de ventrílocuo de Jaime López y en presentarse a sí mismo como una segunda persona a la que se puede mirar con cierta distancia. ¿O fue que se sintió tan despojado de su propio yo, tan ajeno al Ramón Mercader original que prefirió seguir siendo, hasta el final, uno de sus disfraces? El hombre esencial, el primario, el que había estado en la Sierra de Guadarrama, ¿había sido devorado por la misión, el dogma y la impiedad de la historia hasta convertirse en un personaje visible en la distancia, más que en una persona? De lo escrito se desprendía el mal sabor de una confesión apenas capaz de esconder un reclamo de perdón y la frustración de un hombre que, desde la perspectiva que le dieron los años y los acontecimientos, al fin se enfrentaba consigo mismo y con lo que él había significado en una trama sórdida, destinada a deglutirlo hasta la última célula.

Pero lo más alarmante, al menos para mí, fue descubrir los comentarios y preguntas que, con letra diminuta, Iván había ido agregando en los márgenes de las hojas, con tintas de colores y matices diversos: advertencias de un obsesivo regreso a aquellas palabras a lo largo de los años. Me pregunté si Iván, más que interrogar al autor de la confesión, no habría estado buscando a través de aquella confesión una respuesta perdida dentro de sí mismo. Los papeles, además, estaban sobados, como si hubiesen pasado por muchas manos, cuando sabía que únicamente Iván y el negro alto y flaco que se los hizo llegar (¿y Ana?) debían de haberlos tenido ante sus ojos. Me alarmó la relación que mi amigo había podido establecer con aquella confidencia y con el ser intangible que habitaba detrás de ella.

– Me deja con las ganas de saber qué pasó cuando Caridad llegó a Moscú, cómo Ramón consiguió que lo dejaran salir de allá… -le dije cuando terminé la lectura, sin atreverme a comentarle que mi verdadera inquietud tenía que ver con él. Entonces Iván me tendió una taza de café recién hecho y dio media vuelta, como si no le interesara mi curiosidad.

En la meseta, Iván empezó a servir la comida deTruco. Como no soy especialmente aficionado a los perros, esa noche me había olvidado del animal, y sólo en ese momento reparé en que no había salido a saludarme. Lo busqué y lo descubrí debajo de una butaca, con sus ojos muy abiertos, echado sobre un pedazo de tela. Iván le acercó el plato plástico, Truco olió la comida, pero no se animó a probarla.

– Vamos, niño, come -le dijo Iván, acuclillándose junto al animal, y agregó con ternura, como si estuviera asombrado-: ¡Anda, mira, es carnita!

– ¿Está enfermo?

– Está triste -me aseguró Iván, mientras le pasaba la mano por la cabeza. Me fijé en los ojos del perro y, aunque no soy de los que creen tales cosas, me pareció descubrir cierto dolor en su mirada húmeda y desconsolada. Iván le mostró algo de comida, pero el perro volteó la cara-. El sabe lo que pasó. Hace tres días que no come, pobreTruco.

La voz de Iván sonó a lamento. Se alejó deTruco, se lavó las manos y bebió su café. Sentado a la mesa, encendió un cigarro mirando hacia su perro, y recuerdo que pensé: Iván va a llorar.

– Lo que tieneTruco se llama melancolía, y es una enfermedad que se cura sola o lo puede matar… -dijo, casi arrastrando las palabras. Aspiró el cigarro un par de veces y por fin levantó la mirada hacia mí-. Llévate esos papeles. No quiero tenerlos cerca.

– ¿Qué te pasa, Iván? -su actitud, más que sorprenderme, empezó a preocuparme. En sus ojos había una tristeza húmeda idéntica a la que flotaba en la mirada de su perro.

– Haberme encontrado con ese hombre es lo peor que me pasó en la vida. Y me han pasado unas cuantas cosas bastante jodidas… Voy a terminar de escribir cómo lo conocí y por qué no me atreví desde el principio a contar su historia. No quiero hacerlo, pero tengo que escribirlo. Cuando acabe, te voy a dar todos mis papeles para que hagas con eso lo que te salga… Yo no soy escritor ni nunca lo fui, y no me interesa publicarlo ni que nadie lo lea…

Iván dejó el cigarro en el cenicero colocado sobre la mesa. Parecía muy cansado, como si nada le importara demasiado, y hasta me pareció que respiraba con dificultad, como un asmático. Cuando fui a reprocharle sus últimas palabras, él se me anticipó.

– Yo también soy un fantasma…

En ese momento entendí un poco mejor lo que Iván trataba de decirme con eso. Y pensé lo peor: se va a matar.

– ¿Por qué me vas a dar lo que tienes escrito? ¿Qué quiere decir eso? -me atreví a preguntarle, temiendo oír la peor confesión, y quise quitarle dramatismo al asunto-. Mira que tú no eres Kafka…

– No me voy a matar -me dijo, después de dejarme sufrir durante unos segundos-. Y no estoy loco. Es que no quiero ver más esos papeles. Mejor los tienes tú, que todavía eres escritor… Pero si quieres los puedes quemar, a mí me da lo mismo…

– No te entiendo, Iván. ¿No te importa la verdad? Ese hombre era un hijo de puta y no tiene justificación ni…

– ¿Qué verdad? ¿Cuál es la verdad? Y él no fue el único hijo de puta que hizo cosas injustificables.

– Claro que no. Pero fue uno de los que ayudó a Stalin a fumarse a los veinte millones de personas que se llevó en la golilla en nombre del comunismo… Y no mató a un tipo cualquiera… Mató a otro hijo de puta que, cuando tuvo el poder, le arrancó la cabeza a ni se sabe cuánta gente… Todo eso es demasiado fuerte, Iván. Fíjate que los rusos, después de que destaparon la olla, la han vuelto a cerrar a cal y canto… Hay que hacer muchas cosas horribles para matar a tanta gente…

– Mercader fue víctima y verdugo, como la mayoría -protestó, ya menos vehemente, mientras observaba la fosforera que el hombre que amaba a los perros le había dejado en herencia.

– Fue más verdugo que víctima, y eso no lo dejaba vivir tranquilo. ¿Sabes por qué te contó su historia y después hizo esta carta?… Pues para que tú lo escribieras y lo publicaras…

Iván se frotó la cabeza rapada, con fuerza, como si quisiera borrar algo dentro de ella. ¿Y decía que no estaba loco?

– A veces pienso lo mismo que tú. Pero otras veces creo que fue una necesidad de moribundo. Tiene que ser muy jodido vivir toda tu vida como si fueras otro, diciendo que eres otro, y saber que es mejor estar escondido detrás de otro nombre porque sientes vergüenza de ti mismo…

– ¿De qué mierda de vergüenza me hablas? Ninguno de ellos tenía vergüenza ni nada que se pareciera…

– ¿Tú no crees que pagó todas sus culpas? ¿Sabes que un preso de Lecumberri contó que a Ramón lo habían violado en la cárcel?

– El tenía que saber a lo que se arriesgaba, y así y todo aceptó… Y me parece muy bien que le hayan partido el culo en la cárcel.

– Él no andaba por ahí matando gentes… Fue un soldado que cumplió órdenes. Hizo lo que le mandaron por obediencia y convicción…

Iván se puso de pie, sirvió más café en las tazas, pero ninguno de los dos bebió. Miraba otra vez hacia su perro cuando me dijo:

– ¿Sabes cómo tuve la seguridad de que López era Mercader, antes de leer estos papeles, antes de ver la foto?

– No sé… Por lo que te dijo del grito de Trotski, ¿no? -aventuré, dispuesto a darle una tregua: al fin y al cabo, Iván no había matado a nadie ni había ayudado a que jodieran a otros. Él sí era una víctima, total.

– No, no, la clave fue la forma en que trataba a sus perros y cómo miraba el mar. Era Mercader buscando la felicidad que sintió en Sant Feliu de Guíxols. Su paraíso perdido… Cuba fue un placebo.

– ¿Y cómo pudiste seguir hablando con él después de estar seguro de que era Mercader?

Iván me miró a los ojos y yo le sostuve la mirada. Mecánicamente bebió su café, tomó la cajetilla y extrajo otro cigarro. ¿Cuántos iba a fumarse?

– Creo que nunca estuve seguro de que fuera Mercader. Cuando López me contaba la vida de Mercader, me parecía que hablaba de un hombre de hacía mucho tiempo, no sé, del siglo XIX… Y aunque suene morboso, yo quería saber cómo terminaba la historia. Pero sobre todo sentía que él necesitaba que yo lo oyera… -hizo una pausa y le dio fuego al cigarro-. ¿Sabes qué es lo que más me jode de toda esta historia?

– ¿Las mentiras?

– Además de las mentiras.

– ¿Que Stalin lo pervirtiera todo? ¿Que a lo mejor sus mismos camaradas mataran a Mercader envenenándolo con radiactividad? -Más que eso.

Me quedé en silencio: a fin de cuentas, a mí me jodía todo en aquella historia y la lista podía ser infinita. Iván fumaba sin dejar de mirarme.

– Lo que me ha metido aquí -dijo y se señaló la cabeza rapada-. Cuando leí esos papeles y tuve una idea cabal de lo que había hecho Ramón Mercader, sentí asco. Pero también sentí compasión por él, por el modo en que lo habían usado, por la vergüenza que le provocaba ser él mismo. Ya sé, era un asesino y no merece compasión, ¡pero todavía yo no puedo evitarlo, cojones! A lo mejor es verdad que su misma gente le metió radiactividad en la sangre para matarlo, como dice Eitingon, pero no hacía falta, porque ya lo habían matado muchas veces. Se lo habían quitado todo, su nombre, su pasado, su voluntad, su dignidad. ¿Y al final para qué? Desde que le dijo que sí a Caridad, Ramón vivió en una cárcel que lo persiguió hasta el mismo día de su muerte. Ni quemándose todo el cuerpo se podía quitar su historia de encima, ni creyéndose que era otro… Pero a pesar de todo, a mí me daba lástima saber cómo había terminado, porque siempre había sido un soldado, como tantísima gente… Y si lo mataron ellos mismos, no se puede sentir por él otra cosa que compasión. Y esa compasión lo hace sentirse a uno sucio, contaminado por el destino de un hombre que no debería merecer ninguna piedad, ninguna pena. Por eso me niego a creer que lo haya matado su misma gente: de alguna forma, eso lo haría un mártir…

Y no quiero publicar nada, porque solo de pensar que esa historia le provoque a alguien un poco de compasión me dan ganas de vomitar…

Observaba a mi amigo y sentí que al fin comenzaba a entender algo. Su vida (si han llegado a estas alturas del cuento ya lo saben) había sido un rosario de desgracias y frustraciones inmerecidas pero ineludibles, tantas y a la vez tan comunes que parece increíble que a un solo hombre le cayera arriba todo el peso de su tiempo y su circunstancia: fue como si a él le tocara recibir cada uno de los golpes que le han correspondido a una generación de crédulos por obligación. Para colmos, había vivido con esa puñetera historia dentro durante casi treinta años y tuvo la desgracia de que Ana, lo más limpio de su vida, reprodujera con su muerte el suplicio final de Ramón Mercader y él se viera obligado a asistir, día a día, a una agonía que no podía dejar de recordarle la de un asesino despreciable y despreciado. Aun así, junto a la indignación, Iván sentía compasión por aquel hombre y su destino, y ese sentimiento le provocaba un intenso rencor hacia sí mismo.

– Iván, él fue uno de ellos y ellos lo trataron como le enseñaron desde el principio que se debía tratar a los demás: sin piedad. Pero por nada de eso merece tu compasión.

Iván meditó durante unos segundos que se alargaron. Debía de estar calibrando las consecuencias de lo que quería decirme y, nada más de mirarlo, ya lo presentía: no iba a ser algo agradable. Fue en ese momento cuando recordé, no sé por qué asociación de ideas, la historia del deseo que Iván había tenido de viajar a Italia.

– Es que ya no puedo más… -dijo al fin-. Me he pasado toda mi cabrona vida con la sensación de estar huyendo de algo que siempre me agarra, y ya estoy cansado de correr… Ahora coge esos papeles y vete. Dale, quiero acostarme.

Casi aliviado me puse de pie, pero no recogí los papeles. Cuando fui a salir me volteé y lo vi fumando otra vez. Iván tenía la vista fija enTruco, que dormitaba en el rincón. Sentí compasión por mi amigo y por su perro, compasión real y justificada, pero también unos deseos enormes de mandarlo todo a la mierda, de cagarme en la madre del mundo entero, de desaparecer. Por supuesto, no hacía falta que le preguntara a Iván de qué había estado escapándose toda su vida: yo sabía que había estado huyendo del miedo, pero, como él mismo dijo, por más que corras y te escondas, el miedo siempre te alcanza. Yo lo sé bien.

– Estamos jodidos. Todos -dije, no sé si en voz alta.


¿Cómo es posible que haya dejado pasar tanto tiempo? Es cierto que yo también tenía -tengo- miedo, pero Iván se merecía algo más de mí.

No fue hasta el 22 de diciembre, dos días antes de la Nochebuena, cuando decidí dar mi brazo a torcer y por fin salí a buscar a Iván. El pretexto me lo dio mi mujer, aunque no era demasiado bueno: ella quería invitarlo para que cenara con nosotros la noche del 24. El problema era que tanto Iván como yo siempre habíamos detestado el ambiente navideño y el espíritu festivo que por esos días la gente asume como una obligación.

Cuando llegué a su apartamento encontré la puerta y la ventana cerradas. Toqué varias veces, sin tener respuesta. Algo en el ambiente de la casa me pareció extraño, aunque en ese instante no me di cuenta de qué podía ser lo anormal, fuera del hermetismo y el silencio.

Como apenas eran las tres de la tarde, fui hasta el consultorio veterinario donde Iván trabajaba y también lo encontré cerrado, con la cadena y el candado que solía poner entre la puerta y el marco. Le pregunté a una mujer que vivía en la acera del frente y me dijo que hacía dos o tres días que Iván no venía, y eso la tenía preocupada, él nunca faltaba tanto tiempo.

Regresé a la cuadra de Iván y toqué en la casa del vecino que le había prestado el televisor en colores durante la enfermedad de Ana. El hombre me reconoció, me invitó a pasar, pero yo le dije que andaba apurado y solo quería saber si había visto a Iván.

– Hace tres días… Sí, hace como tres días que no lo veo.

Le di las gracias y, por cortesía elemental, le deseé unas felices navidades, y el hombre me respondió con dos palabras llenas de sentido:

– Lo propio.

Cuando caminaba hacia el Pontiac, preguntándome dónde coño podía haberse metido Iván, recordé que aquella fórmula navideña que me había regalado su vecino era la misma que, según mi amigo, él le había dicho a modo de despedida al hombre que amaba a los perros, justo el día en que se encontraron por última vez, hacía exactamente veintisiete años. Y en ese instante una luz se encendió en mi cabeza: ¿cómo era posible queTruco no hubiese ladrado cuando toqué la puerta del apartamento? El perro de Iván y Ana era un ladrador empedernido, y solo habría dejado de hacer bulla por unas pocas razones: porque estaba muy enfermo, o porque no estaba en la casa o -lo más probable- porque hubiera muerto, quizás de melancolía por la ausencia de Ana.

Abrazado por un mal presentimiento cambié el rumbo y fui en busca del único teléfono público que funcionaba en el barrio, en el quiosco de periódicos y revistas que no vende periódicos ni revistas. Desde allí logré llamar a las casas de Frank y de Anselmo, y en ambas me ratificaron que Iván hacía mucho no pasaba por ellas. Entonces llamé a Raquelita y ella me dijo que hacía siglos que no veía a Iván y mejor si no lo volvía a ver nunca más al «infeliz comemierda». Sentado en el Pontiac, me puse a pensar y, realmente, vi escasas alternativas: no tenía la menor idea de dónde buscarlo, aunque sabía que debía buscarlo. En este país la gente no suele desaparecer: cuando alguien se pierde es porque se lo tragó el mar o porque todavía no tiene monedas para llamar desde el primer teléfono que se encuentre en Mia-mi. Pero ése no sería Iván. No a estas alturas, no después de todo lo que había vivido entre las cuatro paredes de la isla.

De pronto tuve una inspiración. Encendí el carro y salí hacia el cementerio. El lugar estaba desierto, después del último entierro de la tarde. Busqué la tumba de Ana, en el panteón de su familia, y lo encontré todo en el espantoso estado de soledad en que siempre se quedan los muertos. Las coronas de flores hacía mucho que habían dejado su espacio al polvo y la suciedad, que volvían a adueñarse de un sitio que en varias semanas no parecía haber sido visitado por nadie.

Fuera del cementerio rastreé otro teléfono con vida y llamé a Gisela, la hermana de Ana. Ella tampoco sabía de Iván; ni siquiera había vuelto a llamarla después del entierro. Cada vez más alarmado, recordé a sus parientes de Antilla, allá en Oriente, con los que Iván había ido a vivir por unas semanas tras su salida del pabellón para los enfermos de adicciones del Hospital Calixto García. Como estaba en El Vedado, manejé hasta la casa de Raquelita (la mansión espectacular que le «resolvió» su segundo marido, un gordo joyero y traficante al que media Habana conocía como «el mago» Alcides, un triunfador del socialismo, el verdadero hombre de la vida de Raquelita), y conseguí que la ex, en una libreta vieja, encontrara un número telefónico de Serafín y María, los primos de la madre de Iván, allá en Antilla. Raquelita, a su pesar, se había contagiado con mi preocupación y ella misma se encargó de llamar, para recibir idéntica respuesta a la que yo había ido obteniendo hasta entonces: los parientes de Antilla ni siquiera sabían de la muerte de Ana. Cuando salí de la mansión de Raquelita, llevaba un dolor adicional en el pecho, pues era evidente que a Francesca no le interesaba demasiado lo que hubiera podido ocurrir con su padre, aunque no me asombró saber que ella también andaba en gestiones para irse a vivir fuera de la isla -decisión en la que su hermano Paolo y mis hijos, típicos representantes de su generación, se le habían adelantado.

En la noche, mientras revolvía, más que comer, lo que me había servido mi mujer, noté cómo la preocupación se me había convertido en un sentimiento de culpa, pues ya estaba convencido de que había ocurrido algo muy grave. Le comenté a mi mujer sobre las pesquisas de aquella tarde y ella me dio una solución en la que no había pensado: ir a la policía. Me pareció ridículo y excesivo, pero empecé a considerar la posibilidad. Algo le podía haber pasado, quizás estuviera en un hospital por haber sufrido un accidente, un infarto, no sé qué coño pensé. ¿Y si de verdad se había montado en una balsa y todavía no había llegado a ningún sitio o se había ahogado como su hermano Wi-lliam?… Casi a medianoche, en lugar de meterme en la cama, volví a vestirme, decidido a poner la denuncia en la estación de la Avenida de Acosta y, cuando estaba apenas a dos cuadras del castillejo de la policía, recibí el relámpago de una certeza. Me desvié y bajé hacia Lawton. No sabía todavía (ni sé ahora) por qué ya estaba convencido de lo que iba a encontrar.

Entré por el pasillo oscuro y resbaloso que conducía al apartamento. En la mano llevaba la mandarria que siempre tengo en el maletero del Pontiac. Frente a la puerta me envolvió una atmósfera hedionda que no había advertido esa tarde, y la premonición se convirtió en evidencia. No obstante, toqué varias veces, grité el nombre de Iván y el deTruco: el silencio vino a darme la respuesta. No esperé más. Con un solo golpe de la mandarria hice saltar la cerradura de la puerta, tan podrida que casi se desprendió del marco. De inmediato la fetidez se intensificó, y a tientas busqué el interruptor, cuidando de no chocar con las muletas de madera que apuntalaban la estructura. Cuando el apartamento se iluminó, desde la pieza que hacía de sala vi lo que jamás hubiera querido ver: en la otra habitación estaba la cama, hundida, las patas quebradas por la carga que tenía encima. Sobre el colchón, también hundido por el peso, logré entrever bajo los pedazos de madera, concreto y yeso, la forma de unas piernas, un brazo, parte de una cabeza humana y también algo de la pelambre amarilla de un perro. Alcé la vista y vi que del techo colgaban unas pocas cabillas de acero, oxidadas y roídas, y más allá, un cielo desencantado y ajeno, desprovisto de estrellas.

Tiré de una de las sillas de hierro y me dejé caer en ella. Ante mí estaba el fin previsible de un camino, un desastre de resonancias apocalípticas, la ruina de una casa y de toda una ciudad, pero sobre todo de unos sueños y unas vidas. Aquel montón de escombros asesinos era el mausoleo que le correspondía en la muerte a mi amigo Iván Cárdenas Maturell, un hombre bueno contra el que el destino, la vida y la historia se habían confabulado hasta destrozarlo. Su mundo agrietado al fin se había deshecho y lo había devorado de aquella manera absurda y terrible. Lo peor era saber que de alguna forma -de muchas formas-, la desaparición de Iván era también la de mi mundo y la del mundo de tanta gente que compartió nuestro espacio y nuestro tiempo. Iván al fin se había escapado, y me había dejado en herencia su frustración cósmica, el peso maligno de una compasión que no deseaba sentir y una caja de cartón, rotulada con mi nombre, donde estaban todos aquellos papeles escritos por él y por Ramón Mercader (en realidad por Jaime López) y que eran el mejor retrato de su alma y de su tiempo… ¿En qué estaría pensando Iván cuando oyó crujir la muleta de madera y vio a la muerte que le caía del cielo, arrastrada por la inercia y la gravedad, las únicas fuerzas todavía capaces de movernos? Posiblemente ya no pensaba en nada: había terminado de escribir lo que necesitaba escribir, solo por cumplir una necesidad fisiológica, y su vida se había convertido en el más desolador de los vacíos. A esto habíamos llegado después de tanto caminar, con los ojos vendados. Y en ese instante recordé a Iván hablándome de la melancolía de su perro, de la libertad infinita y de las ventanas abiertas hacia las mentalidades colectivas… y también, otra vez, me vino a la mente la imagen imprecisa de la Fontana de Trevi, donde ni Iván ni yo pudimos lanzar nunca una moneda.


Al fin he podido leer la papelería de Iván. Más de quinientos folios mecanografiados, plagados de tachaduras y añadidos, pero cuidadosamente ordenados en tres sobres de Manila que también había rotulado con mi nombre completo: Daniel Fonseca Ledesma, como para evitar la menor confusión.

Mientras iba leyendo, sentía cómo el propio Iván salía de su piel y dejaba de ser una persona que escribía para convertirse en un personaje dentro de lo escrito: en su historia, mi amigo emerge como un condensado de nuestro tiempo, como un carácter a veces exageradamente trágico, aunque con un indiscutible aliento de realidad. Porque el papel de Iván es el representar a la masa, a la multitud condenada al anonimato, y su personaje funciona también como metáfora de una generación y como prosaico resultado de una derrota histórica.

Aunque traté de evitarlo, y me revolví y me negué, mientras leía fui sintiendo cómo me invadía la compasión. Pero solo por Iván, solo por mi amigo, porque él sí la merece, y mucha: la merece como todas las víctimas, como todas las trágicas criaturas cuyos destinos están dirigidos por fuerzas superiores que los desbordan y los manipulan hasta hacerlos mierda. Ese ha sido nuestro sino colectivo, y al carajo Trotski si con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico no creía que existieran las tragedias personales sino solo los cambios de etapas sociales y suprahumanas. ¿Y las personas, qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron a mí, le preguntaron a Iván, si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y en la utopía pervertida?


No lo pienso demasiado, porque podría arrepentirme. Haré lo único que puedo hacer si no quiero condenarme a arrastrar para siempre el peso muerto de una historia de crímenes y engaños, si no quiero heredar hasta el último miligramo del miedo que persiguió a Iván, si no quiero sentirme culpable por haber obedecido o desobedecido la voluntad de mi amigo. Le devuelvo lo que le pertenece.

Acomodo todos los papeles en una pequeña caja de cartón. Comienzo a sellarla con cinta adhesiva hasta que toda la superficie queda cubierta por la tira de color acero. Esta mañana he enterrado a Truco junto al muro del patio de mi casa, y dentro de la mortaja de tela que le hice, metí un ejemplar del remoto libro de cuentos de Iván, la fosforera de Mercader y la Biblia de Ana. Esta tarde, cuando cierren el ataúd de mi amigo, la cruz del naufragio (de todos nuestros naufragios) y esta caja de cartón, llena de mierda, de odio y de toneladas de frustración y de mucho miedo, se irán con él: al cielo o a la podredumbre materialista de la muerte. Quizás a un planeta donde todavía importen las verdades. O a una estrella donde tal vez no haya razones para sufrir temores y hasta podamos alegrarnos por sentir compasión. A una galaxia donde quizás Iván sepa qué hacer con una cruz roída por el mar y con esta historia, que no es su historia pero en realidad lo es, y que también es la mía y la de tantísimas gentes que no pedimos estar en ella, pero que no pudimos escapar de ella: se irán tal vez al sitio utópico donde mi amigo sepa, sin la menor duda, qué coño hacer con la verdad, la confianza y la compasión.


Mantilla, mayo de 2006-junio de 2009

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