Nada más llegar, Ramón tuvo la sensación de que Barcelona había envejecido.
La orden del Estado Mayor del Ejército Popular que lo reclamaba en la ciudad había arribado al campamento una semana después de la visita que le hizo Caridad en la Sierra de Guadarrama. Lleno de dudas y cargando una buena dosis de vergüenza, Ramón se había despedido de sus compañeros y, con su ropa cubierta de lodo, subió en el transporte militar que evacuaba a los heridos del frente. ¡No pasarán!, había gritado hacia sus compañeros de trinchera, quienes les respondieron con las mismas palabras: ¡No pasarán! Ramón Mercader no imaginaba que era la última vez que utilizaría aquella consigna.
Seis meses atrás, cuando regresó a Barcelona con los restos de su regimiento miliciano destrozado por la primera ofensiva franquista sobre Madrid, Ramón había hallado una ciudad en tal estado de efervescencia política que, en pocos días, ya había conseguido organizar un nuevo batallón, dispuesto a adscribirse al recién creado Ejército Popular. Tras él se afiliaron la mayoría de sus compañeros sobrevivientes del diezmado regimiento y decenas de jóvenes de la Columna de Hierro de las Juventudes Socialistas, jubilosos ante la posibilidad de partir hacia el frente madrileño, donde parecía decidirse todo. La fe en la victoria era el oxígeno que se respiraba en la ciudad.
Para Ramón las Ramblas sintetizaban, por aquellos días del inicio del conflicto, el espíritu de una Barcelona exultante, borracha de sueños anarquistas, comunistas y sindicalistas. Aun cuando el viento maligno de la guerra y la muerte se dejaran sentir como una presencia viscosa, centenares de personas circulaban por el paseo, vestidos con los monos azules de los obreros, portando el distintivo de las diversas milicias recién creadas, envueltos todos en las estridentes marchas revolucionarias que clamaban desde los altavoces colocados prácticamente en cada edificio, de los que colgaban consignas y estandartes de los partidos fieles al gobierno. Ser trabajador, militante, miliciano o soldado de la República se había convertido en un signo de distinción y se podía pensar que las clases adineradas que, como su propia familia, habían adornado durante décadas la geografía del lugar, hubieran desaparecido de la faz de aquella tierra en ebullición donde la gente se saludaba con el puño en alto, cruzaba consignas y se preparaba para el sacrificio, convencida de que había que luchar por una dignidad humana que muchos recién habían descubierto.
Ramón había bebido de aquel ambiente enloquecido en el que nadie parecía tener verdadera noción de la tragedia que los acechaba y se había sentido exaltado, más dispuesto a empujar hacia delante la rueda de la historia. Unas semanas después, cuando se vivía el momento más crítico de la guerra y había llegado la salvadora decisión soviética de brindar ayuda militar a la República, la noticia, jubilosamente recibida, había dado un espaldarazo al Partido y a sus militantes, arrinconados durante las primeras semanas ante una marea anarquista en pleno disfrute del mejor verano de su historia.
Apoyado por África, Joan Brufau y sus colegas de la dirección de las Juventudes Unificadas, Ramón había explotado el multiplicado entusiasmo revolucionario y juntos hicieron una rápida y abultada cacería de mancebos. El batallón «Jaume Graells» (el pobre Jaume, el primer mártir del grupo, caído en la defensa de Madrid) se aprestó a partir hacia el nuevo destino militar que les habían asignado, a unos pocos kilómetros del Madrid asediado por los nacionales. Ramón, que ya se consideraba un veterano y mostraba con orgullo la herida de bala que le había rasgado el dorso de la mano derecha en los primeros días de la guerra, sería su comandante hasta tanto el grupo se sumara al V Regimiento, y durante varios días se había paseado por Barcelona exhibiendo unos grados que lo llenaban de fervor militante.
Aquellas dos semanas de octubre de 1936 que Ramón había permanecido en Barcelona antes de volver al frente, África las utilizó para ponerlo al día de los oscuros acontecimientos políticos que ya comenzaban a correr por debajo del ambiente entusiasta y combativo. El mayor peligro que enfrentaban las fuerzas republicanas, según la joven, era el fraccionalismo, exacerbado desde el inicio de la guerra. Nacionalistas catalanes, sindicalistas de tendencia anarquista o de filiación socialista, y renegados trotskistas como los del Partido Obrero de Unificación Marxista -al frente del cual estaba ahora la espina atravesada del empecinado Andreu Nin (miembro incluso del gobierno de la Generalitat)-, se oponían ya a la estrategia comunista y habían puesto sobre el tapete la cuestión más trascendental del momento: la guerra con revolución, o la guerra con victoria pero sin revolución. Aun antes de que llegaran a España los asesores soviéticos y los dirigentes del Komintern, el Partido Comunista había digerido las siempre acertadas políticas de Moscú y mostrado con claridad su posición: la prioridad de las fuerzas de izquierda era la unidad para conseguir la victoria militar e impedir la entronización de un fascismo que se lanzaba al apoyo de los militares rebeldes, brindándoles una ayuda masiva e inmediata. Solo después de esa victoria republicana se podría hablar de sentar las bases de una revolución social cuyo simple anuncio, en aquellos momentos, ponía los pelos de punta a las veleidosas democracias, a las cuales no tenían que asustar, pues debían ser los aliados naturales de los republicanos contra los fascistas. Los militantes del POUM, con su filosofía trotskista de la revolución europea, y los anarquistas, con sus prédicas libertarias (movidos por ellas ya habían cometido excesos criminales tan deleznables como los de los militares rebeldes), se habían opuesto desde el inicio a aquella estrategia, según ellos errada, mientras abogaban por hacer la guerra y, junto a ella, también la revolución contra el sistema burgués. Aquella diferencia de principios anunciaba combates arduos, y la labor de los comunistas, decía África, era tan importante en el frente como en la retaguardia, donde debían luchar por la validación de una política exigida por los asesores soviéticos, quienes ya habían condicionado su apoyo al trabajo por la victoria militar sin provocar las fracturas idealistas que libertarios y trotskistas se empeñaban en generar.
– A esos revisionistas les encanta jugar a la revolución -le había dicho África-, y si les dejamos, lo único que conseguirán es que nos quedemos solos y se pierda la guerra. Tienen el signo de Trotski en la frente y vamos a tener que arrancárselo con fuego. Sin la ayuda soviética no podemos ni soñar con la victoria, y así ya me dirás cómo coño se va a hacer una revolución… Parece que ya se les ha olvidado 1934.
En el lujoso Hispano-Suiza en que se desplazaba, África lo había llevado a recorrer los arrabales y los pueblos cercanos a Barcelona para que Ramón viera el caos al que trotskistas y anarquistas estaban llevando el país. Fuera de las Ramblas y los centros neurálgicos de la ciudad, se había instalado una lamentable desolación, con calles interrumpidas por absurdas barricadas, fábricas paralizadas, edificios saqueados hasta los cimientos, iglesias y conventos convertidos en ruinas carbonizadas. África le contaba de los fusilamientos ejecutados por los anarquistas y de cómo crecía entre los obreros el temor a expresar sus opiniones. La clase media y muchos propietarios de industrias habían sido despojados de sus bienes, y el proyecto de crear una industria militar navegaba por un mar de voluntarismos sindicalistas. La escasez de productos se había adueñado de tiendas y mercados. La gente tenía entusiasmo, era cierto, pero también hambre, y en muchos lugares el pan solo podía ser adquirido tras largas colas y únicamente si se tenían los cupones distribuidos por anarquistas y sindicalistas, convertidos en dueños de una ciudad en la que el gobierno central y el local apenas eran referencias lejanas. Aunque los anarquistas aseguraban que haber entrado en una era de igualdad bastaba para mantener el apoyo de unas masas esclavizadas por siglos, África se preguntaba hasta cuándo duraría el entusiasmo, la fe en la victoria.
– Esta República es un burdel y hay que meterla en cintura.
Ahora, en un lapso de pocos meses, cuando volvía del olor a sangre y de los rugidos de un frente donde caían diariamente jóvenes como su hermano Pablo o su amigo Jaume, Ramón se encontraba una ciudad cansada, más aún, desencantada, asediada por las escaseces y ansiosa de regresar a una normalidad quebrada por la guerra y los sueños revolucionarios. Era como si la gente solo aspirara a llevar una vida común y corriente, a veces incluso al precio infame de la rendición. Pocos días antes, el devastador ataque de los franquistas sobre Málaga, donde la infantería y la marina rebeldes, con el apoyo de la aviación y las tropas italianas, habían masacrado a los que escapaban de la ciudad, había hecho mella en la fe de la gente. Si bien los carteles seguían colgando de los edificios, de las iglesias confiscadas y de los pocos transportes que recorrían Barcelona, ahora, en lugar de clamar por la unidad y la victoria, gritaban con furia por la eliminación de enemigos que poco antes eran considerados aliados, incluso hermanos. Mientras, la burguesía, hasta unas semanas atrás arrinconada, volvía a salir de sus cuevas: en los cafés de las Ramblas, todavía mal guarnecidos, otra vez se veían abrigos de piel entre los monos proletarios. En los bares supervivientes, en cambio, eran los milicianos anarquistas quienes, con toda su indolencia, bebían lo que encontraban, jugaban al dominó, fumaban unos canutos malolientes y retozaban con las prostitutas a las que, unas semanas antes, habían alentado a la reconversión proletaria. La efervescencia de los meses anteriores iba perdiendo su fulgor, como el de las letras desvaídas de los carteles que, en aquellos mismos bares, rotuladas por aquellos mismos hombres, todavía recordaban los Grandes Propósitos: «EL BAILE ES LA ANTESALA DEL PROSTÍBULO; LA TABERNA DEBILITA EL CARÁCTER; EL BAR DEGENERA EL ESPÍRITU: ¡CERRÉMOSLOS!».
Camino del confiscado palacio de su pariente el marqués de Villota, Ramón, consciente de que olía a monte y pólvora, sintió el orgullo de saberse fiel a sus propósitos y también la ansiedad por conocer cuál sería su nuevo destino. Las razones últimas del cambio atmosférico de Barcelona aún se le escapaban, pero desde ese instante tuvo la noción de que se imponían acciones concretas, draconianas si era preciso, para devolver la fe resquebrajada e implantar la disciplina que nunca había existido y exigía a gritos la agobiada República.
Mientras el tranvía ascendía hacia las alturas de la Bonanova, Ramón recordó las visitas que hiciera con sus padres a la casa del acaudalado y noble pariente, dueño de una admirable jauría de perros con los que Ramón pasaba las horas de los convites. La evocación le pareció remota, casi ajena, como si entre aquellos días leves del pasado y las horas cargadas del presente, hubieran navegado por su cuerpo muchos años, quizás varias vidas, y del niño Ramón apenas quedara un nombre, retazos de nostalgia y poco más. En la alta verja de la propiedad colgaba ahora el cartón que advertía de la ubicación de la sede de la Agrupación de Mujeres Antifascistas, presidida por Caridad. Aunque el edificio no podía esconder su esplendor, el jardín se había llenado de hierbajos, de autos destripados y de unos perros famélicos que Ramón prefirió no mirar. Sin que nadie lo detuviera, el joven atravesó el jardín y el recibidor del palacio, con el piso de mármol italiano manchado de fango y grasa y una gran foto de un Stalin iluminado y recio colgada del sitio privilegiado donde, lo recordaba perfectamente, los marqueses exhibían un oscuro bodegón de Zurbarán. Cuando le informaron que la camarada Caridad estaba en el patio trasero, Ramón, conocedor de los caminos de la casa, buscó la salida de la biblioteca y vio bajo un ciprés la pequeña mesa alrededor de la cual conversaban, sonrientes, Caridad y el sólido y rojizo Kotov.
Ramón había conocido al soviético a través de su madre, apenas éste había llegado a Barcelona con los primeros asesores de inteligencia y los enviados del Komintern. Antes de que Ramón partiera hacia Madrid y Caridad a Albacete, habían tenido varios encuentros con Kotov, y a Ramón lo había admirado la portentosa capacidad de análisis de aquel especialista en trabajos secretos, dueño de unos ojos transparentes y filosos, y de una leve cojera en el pie izquierdo, que a veces conseguía disimular. Más tarde, cuando la caída de Madrid parecía inminente, hasta el joven habían llegado los comentarios de los actos casi suicidas de aquel enviado de Moscú, quien, tras la senda de los primeros tanquistas soviéticos, varias veces se había colocado a la cabeza de milicianos e internacionalistas, violando la orden moscovita que prohibía a los asesores participar directamente en acciones de guerra. Sabía, además, que su madre sentía devoción por aquel hombre, capaz, según ella, de leer en una noche un libro de quinientas páginas, de recitar de memoria casi toda la poesía de Pushkin y de expresarse en ocho lenguas diferentes, incluido el cantones.
Como si lo hubiera visto esa mañana, Caridad le ofreció un asiento. Mientras, el efusivo Kotov le daba la bienvenida con un abrazo de oso y le ofrecía un trago de vodka que Ramón rechazó. El aire frío de marzo no parecía hacer mella en el soviético, apenas vestido con una camisa de lana cruda y un pañuelo de colorines atado al cuello; Caridad, en cambio, se cubría con unas mantas y tenía el rostro ajado.
– ¿Cómo dejaste las cosas en Madrid? -quiso saber Kotov, y él trató de explicarle lo que, desde una trinchera a treinta kilómetros de la ciudad, se podía saber o especular sobre la situación de la interminable batalla por la capital, aunque le expresó su convencimiento de que la ofensiva iniciada en Guadalajara terminaría como la del Jarama: sería una nueva victoria sobre los fascistas.
– Eso lo damos por descontado -afirmó Kotov, como si pudiera predecir el futuro, incluso el de aquella guerra impredecible, y tomó de la mesa uno de los cigarrillos de Caridad. Comenzó a fumar sin absorber el humo-. Pero ahora tenemos una batalla más compleja acá en Barcelona -agregó y, sin preámbulos, le trazó a Ramón un cuadro de las tensiones políticas en la capital catalana, donde el gobierno de la Generalitat al fin pretendía llegar a ser algo más que una asamblea de consejeros a la que nadie obedecía. Allí, en Barcelona, más que en Madrid, se podía decidir el rumbo de la guerra, aseguró.
Escuchando a Kotov, Ramón recordó la pregunta que Caridad le hiciera unos días antes y su insistencia en la idea de que podía haber otros frentes más importantes en aquella guerra. Según el asesor, el presidente Companys parecía dispuesto a disciplinar su territorio y había ordenado requisar las armas y desmantelar las patrullas de vigilancia anarquistas y sindicalistas que tenían el control efectivo de Barcelona. Para el Partido, la necesidad de neutralizar a las distintas facciones republicanas, o falsamente republicanas, había pasado a ser una tarea de primer orden y por ello debían apoyar el empeño de Companys. El problema radicaba en que la política de los comunistas se veía constantemente limitada por la hostilidad del gobierno conciliador del socialista Largo Caballero, quien seguía demostrando su desagrado por ellos y, lo que era peor, su incapacidad para dirigir la guerra. El panorama comenzó a aclararse para Ramón cuando Kotov le explicó que un grupo de militantes de plena confianza iba a trabajar por lo que se presentaba como una urgencia política: deshacerse de los lastres que afectaban a la disciplina y a la voluntad militar y catalizar los esfuerzos republicanos dedicados a la unificación de las fuerzas. Para alcanzar ese objetivo iban a utilizar todos los medios, desde la propaganda más agresiva hasta la posibilidad de generar una crisis tal que condujera a un cambio en el gobierno y permitiera sustituir a Largo Caballero por un dirigente capaz de conseguir la unidad de las fuerzas.
Ramón empezaba a entrever las dimensiones de la misión para la cual había sido convocado y escuchó las reflexiones de Kotov sobre la urgencia de iniciar la ofensiva con una limpieza en el ejército, donde debían deshacerse de algunos jefes incondicionales a Largo Caballero. El camarada Stalin en persona había sugerido que se hicieran purgas en los mandos y se designaran dirigentes más capaces: en el desastre de Málaga se habían portado como imbéciles, peor, como traidores y saboteadores. Por tanto, se imponía quitar del camino a oponentes recalcitrantes y, al mismo tiempo, conseguir una preeminencia de los comunistas dentro del bando republicano, tanto en el ejército como en las instituciones. Solo así se podría lograr la cohesión necesaria y empezar a soñar con la victoria.
– Muchacho, en esta guerra se deciden muchas cosas para el futuro del proletariado, para el mundo entero, y no podemos andarnos con paños tibios. Sabemos que Largo y sus putos socialistas están organizando una campaña mezquina contra los soviéticos, los comunistas y nuestros comisarios políticos. ¿O te parece casual que hablen cada vez con más frecuencia de que México ofrece una ayuda desinteresada a la República? Algunos hasta nos acusan de haber sacado hacia Moscú las reservas de oro español como pago por las armas, cuando todo el mundo sabe que, además de venderles a los españoles unas armas que nadie les vendería, les estamos protegiendo ese tesoro que podía haber caído en manos de los fascistas, lo que hubiera sido el fin de la República… Está muy claro: en el fondo hay una alianza entre socialistas y trotskistas para desacreditar a los soviéticos. Sospechamos incluso que el gobierno está tramando un pacto con los ingleses para sacarnos de en medio. Nosotros nos iríamos por donde mismo vinimos, lamentando la derrota de la República, pero ¿y vosotros? Vosotros seríais las cabezas de turco y lo pagaríais con sangre. Franco va a por todo, con Hitler y Mussolini empujándolo hasta el final…
Ramón, encolerizado por lo que iba escuchando, observó a Caridad, que encendió un cigarrillo, fumó un par de veces y lo lanzó lejos de ella.
– Estoy fatal. Tengo angina de pecho -comentó la mujer y se inclinó sobre la mesa-. Y el maldito tabaco… Creo que Kotov ha sido claro.
Ramón sentía que las ideas formaban un fárrago oscuro en su mente. La lista de complots, traiciones y mezquindades enumerados por Kotov le resultaba abrumadora y el proyecto de un frente amplio antifascista, en el cual había creído y por el que había luchado, parecía deshacerse bajo el peso de aquellos argumentos. Pero aún no conseguía ver su sitio en una guerra descentrada, en la cual los enemigos saltaban en cualquier esquina y no solo en el campo de batalla. El asesor se puso de pie y lo miró a los ojos, obligándolo a mantener la cabeza en alto.
– Para que me entiendas mejor: seguramente te enteraste de que hace un mes retiraron a varios asesores del primer grupo que llegó… Lo que seguramente no sabes es que ahora mismo están en Moscú, los han juzgado y a varios de ellos los van a fusilar… ¿Quieres que te diga quién es el próximo en la lista? -el asesor bajó la voz e hizo una pausa llena de dramatismo-. Acaba de llegar la orden de que mandemos de regreso a Antónov-Ovseienko, nuestro cónsul aquí en Barcelona… Antónov -la voz de Kotov cambió al repetir el nombre-, todo un símbolo, el bolchevique que en 1917 aseguró la toma del Palacio de Invierno… ¿Sabes lo que significa que lo saquen del juego a él y a otros viejos militantes? ¿Has leído las noticias de los procesos que acaban de celebrarse en Moscú? Pues todo eso significa que no podemos tener piedad con nadie, Ramón, ni siquiera con nosotros mismos si cometemos el menor fallo. La España republicana necesita un gobierno capaz de garantizar el éxito militar… Por eso tenemos que movernos con cautela y rapidez.
– ¿Qué se supone que tenemos que hacer? -Ramón temía no haber entendido con exactitud lo que se iba perfilando en su mente y se descubría asustado por las revelaciones escuchadas.
– El Partido tiene que hacerse con el poder real, incluso por la fuerza si es preciso -dijo Kotov-. Pero antes hay que limpiar la casa…
Ramón se atrevió a buscar la mirada verde vidriosa de Caridad, que periódicamente daba sorbos al líquido amarillento servido en una copa adornada con las armas del marqués de Villota.
– No mires más: es zumo de limón, para la angina… -dijo ella y agregó-: África está trabajando con nosotros, por si no lo sabías -y Ramón sintió un latigazo. Volvió a levantar la mirada hacia Kotov. Y dio un paso hacia África.
– ¿Qué debo hacer yo?
– Ya te enterarás en su momento… -Kotov sonrió y luego de dar un breve paseo, regresó a la silla-. Lo que debes saber ahora es que si trabajas con nosotros no volverás a ser el Ramón Mercader que fuiste. Y debo decirte también que si cometes una indiscreción, si flaqueas en cualquier misión, seremos muy despiadados. Y no tienes ni idea de cuan despiadados podemos ser… Si estás aquí y has oído todo esto es porque Caridad nos ha asegurado que eres un hombre capaz de guardar silencio.
– Podéis confiar en mí. Soy un comunista y un revolucionario y estoy dispuesto a hacer cualquier sacrificio por la causa.
– Me alegro -Kotov volvió a sonreír-. Pero debo recordarte algo más… No te estamos invitando a participar de un club social. Si decides entrar, nunca podrás salir. Y nunca significa nunca. ¿Está claro?, ¿de verdad estarías dispuesto a cumplir cualquier misión, hacer cualquier sacrificio, como dices, incluso cosas que otros hombres sin nuestras convicciones pueden considerar amorales y hasta criminales?
Ramón sintió que se hundía en un lodo absorbente. Era como si la sangre se le fugara del cuerpo y lo dejara sin calor. Pensó que a África le habrían hecho la misma interrogación y no le fue difícil adivinar cuál había sido la respuesta. Las ideas de la revolución, el socialismo, la gran utopía humana, por las cuales había luchado, le parecieron de pronto otras de esas consignas románticas clavadas en los carretones de carbón tirados por mulos: palabras. La verdad, toda la verdad, estaba encerrada en la pregunta hecha por aquel enviado de la única revolución victoriosa que, para sostener sus ideales, practicaba una necesaria falta de piedad, incluso con sus más queridos hijos, y exigía un eventual rechazo a cualquier atavismo. Su ascenso a aquel nivel estratosférico significaría convertirse en mucho más que un simple aficionado a la revolución y la retórica de sus lemas.
– Estoy dispuesto -dijo y, de inmediato, se sintió superior.
Mientras observaba el puerto, donde había anclados unos pocos barcos, Ramón sintió cómo los días del comienzo de la guerra se le hacían tan distantes que le parecieron flashazos de otra encarnación, vivida incluso con otro cuerpo, pero sobre todo, con otra mente.
Aquella tarde, después de ducharse, Ramón había conversado un rato con el pequeño Luis y con una joven de ojos tristes llamada Lena Imbert, con la que alguna vez se había ido a la cama y que ahora se había convertido en la asistente de Caridad. En lugar de tomar el Ford que le ofreció su madre, prefirió hacer la caminata hasta el paseo de Gracia. Necesitaba reubicar su mente en la nueva condición de su vida, pero, sobre todo, le urgía hablar con África y obtener de la mujer una reafirmación del panorama electrizante dibujado por Kotov. Frente al edificio de La Pedrera varios milicianos del Partido montaban guardia y las credenciales militares y políticas de Ramón no fueron suficientes para que le franquearan la entrada. Desde el mes de septiembre aquel engendro del delirio de Gaudí se había convertido en el cuartel general de la inteligencia soviética y de los dirigentes del Partido en Cataluña y era el edificio más protegido de la ciudad. Ramón consiguió que uno de los milicianos aceptara entregarle una nota a la camarada África y se sentó a esperar en uno de los bancos del paseo.
Un rato después, sintió la agresión del hambre y fue en busca de uno de los mesones del puerto que aún sobrevivía. Más tarde fue hasta la iglesia de la Merced y ubicó el edificio modestísimo donde vivía su padre, quien, según sabía, ahora se dedicaba al trabajo de contable, luego de la ruina de sus negocios. Cumplida la curiosidad, descubrió que no sentía deseos de ver al hombre, pues ni siquiera imaginaba de qué podía hablar con aquel señor burgués aferrado a su retrógrado catalanismo y demasiado blando para sus gustos. Dejó la calle Ample y buscó el nacimiento de las Ramblas, donde había fijado uno de los puntos de encuentro con África.
La noche se enfriaba, la ansiedad por ver a la muchacha lo atormentaba y Ramón se arropó en sus pensamientos. Lo que hasta unos meses antes había estado claro para él, se había convertido en una nebulosa oscura y llena de vericuetos. Del entusiasmo con que había ido a la cárcel, con el que se metió en la Barceloneta para alfabetizar a los hijos de los obreros, y de la furia con que se entregara después a la organización de unas abortadas Olimpiadas Populares, había pasado de inmediato a la lucha por defender a la República de la asonada militar. Entonces anarquistas, poumistas, socialistas y comunistas lucharon revueltos y juntos por impedir el triunfo del golpe. Su incorporación a las milicias y casi de inmediato a las filas del nuevo ejército republicano resultaron consecuencias hacia las que se deslizó de manera natural, con todo su entusiasmo y su fe, convencido de que su vida solo tenía sentido si era capaz de defender con un fusil las ideas en las que creía. Pero al cabo de medio año de guerra, y ante la evidencia de la mezquindad política de británicos, norteamericanos y sobre todo de los socialistas franceses, resultaba evidente que solo los soviéticos los sostendrían y que la República dependía de aquel apoyo.
La llegada de África lo sorprendió en aquellas cavilaciones. Como ya no esperaba verla, sintió una alegría multiplicada al escuchar la voz y respirar el perfume inalterablemente femenino de la joven. Ramón la besó con furia y la obligó a separarse de él para observarla mejor: no supo si cuatro meses de campaña militar, entre hedores, gritos, sangre y muerte influyeron en su percepción, pero ante sí vio un ángel en traje de combate, con el cabello cortado con un aire definitivamente militar.
África traía las llaves de un pequeño departamento de la Barceloneta y caminaron deprisa, buscando las travesías que acortaran el camino hacia la consumación del deseo. Subieron unas escaleras oscuras, donde el vaho de la humedad se había impregnado, pero al abrir la puerta Ramón encontró un pequeño cuarto, dominado por la cama matrimonial sobre la cual relucía una sábana olorosa a jabón. Con las ansias acumuladas y una agobiante sensación de necesidad, Ramón le hizo el amor con una plenitud y una furia incontenibles. Solo cuando se sintió saciado, mientras se reponía para un nuevo asalto, se atrevió a trabar la conversación que deseaba tanto como el cuerpo de la mujer a la que más amaría en su vida.
África le contó que su hija estaba bien, aunque desde hacía un par de semanas no tenía noticias de ella. Sabía que tras la cruenta toma de Málaga por los fascistas, sus padres habían conseguido irse a un pequeño pueblo de Las Alpujarras donde vivían unos parientes. Además, África había tenido tanto trabajo en la oficina de Pedro, el jefe local de los asesores del Komintern, que apenas le restaba tiempo para pensar en ella misma y ninguno para preocuparse por Lenina, a la que sus padres sabrían cuidar.
– Estoy trabajando con el grupo de propaganda -le comentó y le detalló la labor subterránea de opinión destinada a vencer la resistencia de los que aún se oponían a la presencia soviética en el país, empezando por Largo Caballero, que con toda zalamería aceptaba las armas pero a regañadientes escuchaba los consejos de los asesores. Cada vez más los socialistas, ante la evidencia del crecimiento geométrico del Partido y su ascendente prestigio en el frente, los tildaban de ser marionetas de los designios de Moscú y de querer hacerse con el control de la República. Peores eran los ataques de los trotskos del POUM, a los que se imponía desenmascarar en su verdadera esencia reaccionaria.
– A mí también me han pedido que trabaje para quitar de en medio a toda esa gente -le comentó Ramón, ya totalmente convencido de la necesidad de su nueva misión, y le contó de su entrevista con Kotov.
– ¿Sabes qué, Ramón? -dijo ella-. Lo que me has dicho te puede costar la vida.
– Tú también les dijiste que sí. Sé que puedo confiar en ti.
– Te equivocas. No puedes confiar en nadie…
– No te pongas paranoica, por favor.
África sonrió y negó con la cabeza.
– Camarada, la única forma de que todo lo que hacemos funcione es si lo hacemos en silencio. Métete eso en la cabeza, porque, si no, lo que te van a meter es un plomo. Y óyeme bien ahora, porque me la juego con lo que te voy a decir… Los soviéticos quieren ayudarnos a ganar la guerra, pero los que tenemos que ganarla somos nosotros, y si las cosas no cambian, no ganaremos nunca. Tú vas a formar parte de ese cambio. Por lo tanto, olvídate de que tienes alma, de que quieres a alguien y hasta de que yo existo.
– Eso último es imposible -dijo él y trató de sonreír.
– Pues es lo mejor que podrías hacer… Ramón, quizás está noche sea la última vez que nos veamos en mucho tiempo. En un par de días he de salir de Barcelona… -dijo mientras comenzaba a vestirse, y él la observó, sintiendo cómo sus deseos se congelaban-. Y no me preguntes, pues yo tampoco te he preguntado por qué ni hacia dónde. Yo soy un soldado y voy a donde me manden.