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Los acontecimientos que se habían sucedido a partir del 26 de agosto de 1936 le revelaron diáfanamente las muchas veces inextricables razones de por qué Stalin aún no le había roto el cuello. Enfrascado desde ese día en un combate ciego, Liev Davídovich había comprendido que el juego macabro del Gran Líder todavía exigía su presencia, pues su espalda tenía que servirle como catapulta en su carrera hacia las cumbres más inaccesibles del poder imperial. Y al mismo tiempo había comprendido que, agotada aquella utilidad de enemigo perfecto, realizadas todas las mutilaciones requeridas, Stalin fijaría el momento de una muerte que entonces llegaría con la misma inexorabilidad con que cae la nieve en el invierno siberiano.

Unos meses antes, previendo algún incidente que complicara las delicadas condiciones de su asilo, Liev Davídovich había comenzado a eliminar cualquier argumento que las autoridades noruegas pudieran esgrimir contra él. Más que la agresividad del partido pronazi del comandante Quisling, lo alarmaba la creciente virulencia de los estalinistas locales, quienes habían sumado a sus ataques un rumor inquietante: con machacona insistencia advertían que «el contrarrevolucionario Trotski» utilizaba a Noruega como «base para las actividades terroristas dirigidas contra la Unión Soviética y sus líderes». Su olfato entrenado le había advertido que la acusación no era fruto de una cosecha local, sino que venía de más lejos y escondía fines más tenebrosos. Por ello le había pedido a Liova y a sus seguidores que borrasen su nombre del ejecutivo de la IV Internacional, al tiempo que decidía dejar de conceder entrevistas y hasta abstenerse de participar, como simple espectador, en ningún acto político de la campaña parlamentaria de su anfitrión Konrad Knudsen. Su relación con el mundo exterior se redujo a las salidas que, una vez a la semana, Natalia y él hacían con los Knudsen a Honefoss, donde solían cenar en restaurantes baratos para luego gastar el resto de la noche en un cine, disfrutando de alguna de esas comedias de los hermanos Marx que tanto le gustaban a Natalia Sedova.

Por eso le extrañó que los dos oficiales de la policía noruega que aquella tarde se presentaron en Vexhall no mostraran la amable cordialidad con que siempre lo habían tratado las autoridades del país. Secamente imbuidos de su función, le habían informado que cumplían órdenes del ministro Trygve Lie y solo habían venido para entregarle un documento y regresar a Oslo con él firmado. El más joven, después de hurgar en su carpeta, le había alargado un sobre sellado. Knudsen y Natalia habían observado, expectantes, cómo él lo abría, desplegaba el folio y, tras ajustarse las gafas, lo leía. Mientras avanzaba, la hoja había comenzado a vibrar con un leve temblor. Entonces Liev Davídovich volvió a meterla en el sobre, para extendérselo al oficial que se lo había entregado y rogarle que le dijera al ministro que él no podía firmar ese documento y que el hecho de pedírselo le parecía un gesto indigno de Trygve Lie.

El oficial más joven había mirado a su compañero sin atreverse a tomar el sobre. La incertidumbre se había apoderado de los policías, inmóviles ante una actitud para la cual seguramente no estaban preparados. En ese instante él dejó caer el sobre, que fue a posarse junto a las botas del mayor de los oficiales, que al fin reaccionó: si no firmaba el documento podía ser detenido y puesto en manos de la justicia hasta que fuese deportado del país, pues tenían evidencias de que había violado las condiciones de su permiso de residencia al inmiscuirse en cuestiones políticas de otros estados.

Entonces se produjo la explosión: moviendo el índice en clara señal de advertencia, Liev Davídovich les gritó a los oficiales que le recordaran al ministro que él se había comprometido a no intervenir en los asuntos noruegos, pero que por nada del mundo habría renunciado a un derecho que era su razón de ser como exiliado político: decir lo que creyese conveniente sobre lo que ocurría en su país. Por lo tanto no firmaría aquel documento y, si el ministro quería hacerlo callar, tendría que coserle la boca o hacer algo que seguramente molestaría muchísimo a Stalin: matarlo.

Unos días después el exiliado tendría que reconocer que Stalin, fiel a su oportunismo político, había escogido con alevosía el momento más propicio para organizar la farsa de Moscú y tratar de convertirlo en culpable de todas las perversidades concebibles. La reciente entrada de Hitler en Renania había gritado al rostro de Europa que las intenciones expansionistas del fascismo alemán no eran solo un discurso histérico. Mientras, el levantamiento de una parte del ejército español contra la República, y el inicio de una guerra por cuyos campos de batalla se paseaban tropas italianas, aviones y buques alemanes, habían colocado a los gobiernos de las democracias (atemorizados por la posibilidad de quedarse solos ante el enemigo fascista) en una situación de dependencia casi absoluta de las decisiones de Moscú. En aquella coyuntura, cuando se decidían los destinos de tantos países, nadie se iba a atrever a defender a unos lamentables procesados en Moscú y a un exiliado que había sido acusado, precisamente, de ser agente fascista a las órdenes de Rudolf Hess. Entonces le había resultado evidente que la presión sobre el gobierno noruego debía de ser intensa y le advirtió a Natalia que debían prepararse para agresiones mayores.

Pero el exiliado había decidido que, mientras le fuera posible, explotaría su única ventaja: el gobierno de Oslo no podía deportarlo, pues nadie lo aceptaba, y ni siquiera tenían la opción de entregarlo a la justicia soviética, que no lo reclamaba, a pesar de su propia petición de someterse a juicio. Stalin no estaba interesado en juzgarlo, menos aún teniendo en cuenta que la repatriación habría tenido que ventilarse ante un tribunal noruego donde él podría tener la oportunidad de refutar las acusaciones lanzadas contra su persona y contra los ya condenados y ejecutados en Moscú.

Liev Davídovich tuvo la certeza de que se había desatado la crisis cuando el juzgado de Oslo lo requirió con el pretexto de que debía prestar declaración sobre el allanamiento de la casa de Knudsen: todo había comenzado a clarificarse cuando el juez que lo había citado expuso las reglas de juego, advirtiéndole de que como se trataba de una declaración y no de un interrogatorio, no se admitía la presencia de Puntervold, su abogado noruego, ni de Natalia, ni siquiera de Knudsen, como dueño de la casa allanada. Solo, frente al juez y los secretarios del tribunal, había tenido que responder a preguntas sobre el carácter de los documentos sustraídos, en los cuales, aseguró, no se inmiscuía en los asuntos internos de Noruega ni de ningún otro país que no fuera el suyo. Entonces el juez había levantado unos folios y él había comprendido la trampa que le habían tendido: aquel escrito, según el letrado, demostraba lo contrario, pues a propósito del Frente Popular, él había hecho un llamado a la revolución en Francia.

En el artículo, escrito tras la victoria de la alianza de las izquierdas francesas, Liev Davídovich había comentado que Léon Blum, a la cabeza del nuevo gobierno, resultaba una garantía mínima de que la influencia estalinista encontraría escollos para establecerse en el país, y advertía que si Francia conseguía radicalizar su política, bien podría convertirse en el epicentro de la revolución europea que él había esperado desde 1905, la revolución capaz de frenar al fascismo y arrinconar al estalinismo. Sin embargo, según el juez, aquel documento era una prueba de su conducta desleal hacia el gobierno que tan generosamente lo había acogido, y una violación de las condiciones del asilo. Indignado, Liev Davídovich preguntó si investigaban sus opiniones políticas o un allanamiento de la casa donde se alojaba, practicado por un grupo profascista. Como si no lo hubiera escuchado, el juez se había vuelto hacia el secretario de actas y había confirmado que el señor Trotski admitía ser el autor del documento que demostraba su intromisión en la política de terceros países.

Cuando se dirigía a la puerta, los policías que lo custodiaban le informaron que debían llevarlo al vecino Ministerio de Justicia. Ya en el edificio contiguo, lo recibieron dos funcionarios tan imbuidos de su carácter que le parecieron recién salidos de un cuento de Chéjov. Luego de informarle que el ministro Lie se disculpaba por no estar presente, le tendieron una declaración que el ministro le rogaba que firmase como requisito para prolongar su permiso de permanencia en el país. Mientras avanzaba en la lectura de la declaración, Liev Davídovich había creído que las sienes le explotarían si no daba rienda suelta a su ira.

«Yo, Liev Trotski», había leído, «declaro que mi esposa, mis secretarios y yo no realizaremos, mientras nos hallemos en Noruega, ninguna actividad política dirigida contra ningún Estado amigo de Noruega. Declaro que residiré en el lugar que el gobierno escoja o apruebe, y que no nos inmiscuiremos de ninguna manera en asuntos políticos, que mis actividades como escritor estarán circunscritas a obras históricas, biográficas y memorias, y que mis escritos de índole teórica no estarán dirigidos contra ningún gobierno de ningún Estado extranjero. Convengo en que toda la correspondencia, telegramas o llamadas telefónicas enviados o recibidos por mí sean sometidos a la censura…»

El exiliado se había puesto de pie mientras arrugaba la declaración, al tiempo que preguntaba por dónde se llegaba más rápido a la cárcel donde lo encerrarían para mantenerle callado.

Liev Davídovich comprobaría que los atemorizados noruegos no necesitaban encarcelarlo para someterlo a un silencio que, a todas luces, exigía Stalin, empeñado en tapiar unos argumentos que pudieran poner de manifiesto las mentiras y contradicciones de la farsa judicial recién celebrada en Moscú. De regreso a Vexhall, de donde se habían llevado a sus secretarios con órdenes de deportación, los confinaron a Natalia y a él en la habitación cedida por Knudsen, frente a la cual colocaron una pareja de guardias para impedirle incluso la comunicación con el dueño de la casa. Como si se tratara de un juego de niños, sólo que dramático y macabro, Liev Davídovich había pasado por debajo de la puerta una protesta formal en la que acusaba al ministro de violar la Constitución con un confinamiento que no había ordenado ningún tribunal. A la mañana siguiente, un policía le entregó una comunicación de Trygve Lie donde le informaba que el rey Haakon había firmado una orden que le permitía atribuciones extraconstitucionales en el caso de los exiliados Liev Davídovich Trotski y Natalia Ivánovna Sedova. Sin duda, Lie parecía dispuesto a conseguir que, con el silencio, cayera cuando menos un manto de duda sobre la inocencia del deportado.

Convencido de que se acercaban tiempos aún más turbulentos, Liev Davídovich había encargado a su secretario Erwin Wolf que hiciera llegar a Liova la última versión deLa revolución traicionada. Aunque había dado por terminado el libro a principios del verano, los acontecimientos de Moscú lo llevaron a retrasar su envío a los editores, pues esperaba poder añadir una reflexión sobre el juicio contra Zinóviev, Kámenev y sus compañeros de suerte. Sin embargo, ante la in-certidumbre de lo que podría ocurrir con su vida, había decidido añadir sólo un pequeño prefacio: el libro sería una especie de manifiesto en el que Liev Davídovich adecuaba su pensamiento a la necesidad de una revolución política en la Unión Soviética, un cambio social enérgico que permitiera derrocar el sistema impuesto por el estalinismo. No dejaba de advertir la extraña ironía que encerraba una propuesta política jamás concebida por las más febriles mentes marxistas, para las cuales hubiera sido imposible imaginar que, logrado el sueño socialista, fuera necesario llamar al proletariado a rebelarse contra su propio Estado. La gran enseñanza que proponía el libro era que, del mismo modo que la burguesía había creado diversas formas de gobierno, el Estado obrero parecía crear las suyas y el estalinismo se revelaba como la forma reaccionaria y dictatorial del modelo socialista.

Con la esperanza de que aún fuese posible salvar la revolución, él había tratado de desligar el marxismo de la deformación estalinista, a la que calificaba como el gobierno de una minoría burocrática que, por la fuerza, la coacción, el miedo y la supresión de cualquier atisbo de democracia, protegía sus intereses contra el descontento mayoritario dentro del país y contra los brotes revolucionarios de la lucha de clases en el mundo. Y terminaba preguntándose: si ya se habían pervertido, hasta sus entrañas, el sueño social y la utopía económica que lo sustentaba, ¿qué quedaba del experimento más generoso jamás soñado por el hombre? Y se respondía: nada. O quedaría, para el futuro, la huella de un egoísmo que había utilizado y engañado a la clase trabajadora mundial; permanecería el recuerdo de la dictadura más férrea y despectiva que pudiera concebir el delirio humano. La Unión Soviética legaría al futuro su fracaso y el miedo de muchas generaciones a la búsqueda de un sueño de igualdad que, en la vida real, se había convertido en la pesadilla de la mayoría.


La premonición que lo había impulsado a ordenar a Wolf el envío deLa revolución traicionada cobró forma el 2 de septiembre. Ese día Natalia y él tuvieron la impresión de abrir las páginas del capítulo más oscuro del torbellino en que se habían convertido sus vidas y también la certeza de que la maquinaria estalinista no se detendría hasta asfixiarlos. La orden de traslado informaba escuetamente que su destino sería un lugar escogido por el ministro de Justicia y solo los habían dejado tomar sus objetos personales. Los policías, en cambio, habían tenido la deferencia de permitir que se despidieran de los numerosos miembros de la familia Knudsen. La atmósfera en la casa había adquirido la densidad malsana de un funeral, y los jóvenes hijos de Kon-rad habían llorado al verlos salir como parias, tras haber compartido con ellos un año de sus vidas durante el cual habían incorporado un nuevo miembro a la familia (Erwin Wolf y Jorkis, una de las hijas de Knudsen, se habían casado), la predilección por el café y, como lo demostraba aquel instante, la noción de que la verdad no siempre triunfa en el mundo.

El destino que les habían escogido era una aldea llamada Sundby, en un fiordo casi deshabitado de Hurum, treinta kilómetros al sur de Oslo. El Ministerio había alquilado una casa de dos plantas que los confinados compartirían con una veintena de policías dedicados a fumar y jugar a las cartas y donde las restricciones resultaron ser peores que las de un régimen penal: no se les autorizaba a salir y la única visita permitida era la del abogado Puntervold, cuyos papeles eran revisados al llegar y al partir. Además, recibían los periódicos y la correspondencia solo después de ser groseramente censurados con tijera y tinta oscura por un funcionario que, al igual que Jonas Die, el jefe de la guardia que los custodiaba, proclamaba orgulloso su militancia en el partido nacionalsocialista de Quisling.

Los confinados solo habían vuelto a tener una idea de lo que pasaba fuera de aquel fiordo remoto cuando Knudsen consiguió que les luna devuelta la radio, confiscada cuando pasaron por Oslo. Así pudo tener Liev Davídovich una medida del éxito conseguido por Stalin con la colaboración noruega cuando escuchó las declaraciones del fiscal Vishinsky, quien comentaba que si Trotski no había contestado a las acusaciones de su Ministerio era porque no tenía modo de impugnarlas, y que el silencio de sus amigos en los gobiernos socialistas de Noruega, Francia, España, Bélgica, corroboraba la imposibilidad de rebatir lo irrebatible. Liev Davídovich había comprendido que debía hacerse oír o estaría perdido para siempre: la más burda de las mentiras, dicha una y otra vez sin que nadie la refute, termina por convertirse en una verdad. Y había pensado: quieren acallarme, pero no van a conseguirlo.

Utilizando la tinta simpática que Knudsen había logrado pasarle en un frasco de jarabe para la tos, preparó una carta para Liova donde le ordenaba lanzarse al contraataque y la acompañó de una declaración, dirigida a la prensa, donde refutaba las imputaciones hechas en su contra y acusaba a Stalin de haber montado el proceso de agosto con el fin de reprimir el descontento que se vivía en la URSS y para eliminar todo tipo de oposición, en una ofensiva criminal comenzada con el asesinato de Kírov. Insistía, además, en la inexistencia de canales de comunicación con cualquier persona en territorio soviético, incluido su hijo menor, Serguéi, de quien no habían tenido noticias en más de nueve meses. Por último, ofrecía al gobierno noruego su disposición a que se analizaran las acusaciones en su contra y pedía la creación de una comisión internacional de las organizaciones obreras para que se investigaran los cargos y se le juzgara públicamente… El 15 de septiembre, como salida del más allá, su voz se dejó escuchar con aquel alarido: era la advertencia de que Liev Davídovich Trotski no se rendía.

Aun cuando el exiliado había evitado mencionar en la declaración su controversia con las autoridades noruegas y los denigrantes sucesos de los últimos días y la había fechado en el 27 de agosto (la víspera de su comparecencia en el juzgado de Oslo), el Ministerio de Justicia le prohibió en adelante toda relación epistolar.

Por eso, aunque hacía muchos meses que Liev Davídovich tenía certeza de que el tiempo que le quedaba de vida no le alcanzaría para revertir la corriente política que lo había convertido en un paria y a la revolución en un baño de sangre fratricida, decidió lanzarse contra muro e intentar que su declaración obtuviera más resonancia. Para empezar, ordenó a Puntervold poner una demanda contra los redactor de los periódicos noruegosVrit Volk, nazi, y Arbejderen, estalinista, co la esperanza de romper por esa vía la reclusión y usar el juzgado como tribuna. El abogado presentó la demanda el 6 de octubre y le informó que se habían iniciado los trámites para resolverla antes de fin de me Pero octubre se esfumaría sin que se iniciara el proceso, hasta que día 30 llegó la explicación: Lie había detenido los trámites del juicio, amparado en un nuevo Decreto Real Provisional según el cual «un extranjero recluido bajo los términos del decreto de 31 de agosto de 1936 no puede comparecer como demandante ante un tribunal noruego sin la concurrencia del Ministerio de Justicia».

El 7 de noviembre, Puntervold viajó a Sundby para entregarle, en nombre de Konrad Knudsen, una hermosa torta para que festejara su cincuenta y siete cumpleaños y el decimonoveno de la Revolución de Octubre. Jonas Die, el fascista jefe de la guardia policial, acompañó al letrado mientras éste les entregaba el dulce y hasta felicitó a su prisionero, deseándole (era tan prepotente que lo hizo sin ironía) muchos años de felicidad. Le rogaron entonces a Die un poco de privacidad para celebrar el inesperado regalo. Apenas quedaron solos, Natalia troceó la torta y extrajeron el pequeño rollo de papel. Liev Davídovich se encerró en el baño a leer: Knudsen sabía que, en los últimos dos meses, aquélla era la historia que más lo había intrigado, pero solo muy recientemente había logrado conocer los detalles que ahora le revelaba al exiliado con letra diminuta, prescindiendo de adjetivos, con muchas abreviaturas.

Según Knudsen, el 29 de agosto, tres días después de que lo confinaran en Vexhall, el gobierno soviético había pedido a Lie, quien sustituía al ministro de Exteriores, de viaje en el extranjero por esos días, la expulsión del proscrito, pues utilizaba a Noruega, insistían, como base para sabotajes contra la Unión Soviética. La prolongación del asilo, decían amenazadores, deterioraría las relaciones entre los países. Lie aseguraba que cuando recluyó a Trotski, el 26 de agosto, aquella declaración aún no le había sido entregada, por lo cual nadie podía acusarlo de haberlo confinado por verse sometido a la presión soviética. Sin embargo, Yakubovich, el embajador ruso, se había encargado de comentar que varios días antes, cuando Liev Davídovich había concedido una entrevista para elArbeiderbladet, él le había expresado verbalmente aquel mismo mensaje a Trygve Lie. En esa ocasión el embajador había amenazado con una crisis política y hasta la ruptura de relaciones comerciales. Los navegantes y pescadores noruegos, convenientemente enterados del diferendo, temieron una represalia que los perjudicaría y Oslo había cedido a la presión y le asignó a Lie el papel de represor. Fue entonces cuando el ministro le había propuesto firmar la declaración de sumisión con la que pensaba contentar a los soviéticos pero, al no conseguirlo, debió ordenar la reclusión en Sundby.

Armado con la tinta simpática, Liev Davídovich empezó a preparar una carta a Liova y a su abogado francés, Gérard Rosenthal. Sintiéndose libre de cualquier compromiso con los políticos noruegos, contó los detalles y causas de su reclusión y pidió a su hijo que agilizara la campaña de respuesta a Stalin: ahora más que nunca sabía que su única posibilidad era no rendirse, que el silencio solo podía darles la victoria a esa marioneta que era Lie y a quien manejaba los hilos, Stalin.

A través de la radio y de los pocos periódicos que, trucidados, le permitían recibir, el confinado trataba de mantenerse al tanto de lo que ocurría más allá del fiordo. Con unas gotas de mezquina satisfacción supo que, tal y como había predicho, en Moscú y en el resto del país continuaban los arrestos de oposicionistas verdaderos o inventados. Entre los que habían ido cayendo contó al infame Karl Rádek, justo después de que hubiera reclamado en la prensa la muerte del «superbandido Trotski»; también se enteró del arresto del infeliz Piatakov, quien había creído salvarse si declaraba que a los trotskistas había que aniquilarlos como a carroña. En la línea de lo predecible, a finales de septiembre se había producido la destitución de Yagoda como jefe de la GPU, y su puesto había sido asignado a un oscuro personaje llamado Nikolái Yézhov, en cuyas manos Stalin ponía la batuta para dirigir un nuevo capítulo del terror: Liev Davídovich sabía que en Moscú necesitaban organizar otra farsa para tratar de arreglar las chapucerías del proceso de agosto y para eliminar a cómplices demasiado enterados, como el mismo Yagoda o el infame Rádek.

Otro de sus focos de interés era la evolución de la guerra española, la cual podía dar un giro tras el reciente anuncio de Stalin de brindar apoyo logístico a la República. Pero no le extrañó saber que junto a las armas, incluso antes que ellas, habían viajado a Madrid los agentes soviéticos, estableciendo reglas y minando el terreno para que fructificaran los intereses de Moscú. A pesar de aquel movimiento sinuoso, Liev Davídovich había pensado cuánto le habría gustado estar en aquella España efervescente y caótica. Unos meses atrás, cuando se había perfilado el carácter de la República con el triunfo electoral del Frente Popular, él había escrito a Companys, el presidente catalán, solicitándole un visado que, unos días más tarde, el gobierno central le había negado rotundamente… A su manera, Liev Davídovich rogó para que los republicanos lograran resistir el avance de las tropas rebeldes que pretendían tomar Madrid, aunque ya presentía que para los revolucionarios españoles resultaría más fácil vencer a los fascistas que a los persistentes y reptantes estalinistas a los que les habían abierto la puerta del fondo.

La buena noticia de que Knudsen había ganado las elecciones parlamentarias en su distrito llegó al fiordo reforzada con la entrada, asombrosamente permitida, del Livre rouge sur le procés de Moscou, publicado por Liova en París. Liev Davídovich comprobó que el folleto conseguía demostrar, de manera irrebatible, las incongruencias y falsedades de la fiscalía moscovita, mientras advertía al mundo que un juicio donde no se presentaban pruebas, fundado en confesiones autoincri-minatorias de reos detenidos por más de un año, no podía tener valor probatorio alguno.

La mejor noticia para el deportado había sido comprobar que Liova, llegado el momento de tomar decisiones, también era capaz de hacerlo.

En las cartas que su hijo le había enviado, antes y después de la publicación delLibro rojo (cartas que Puntervold trataba de repetirle de memoria), se filtraba la tensión en que vivía el joven, sobre todo desde el proceso de agosto. Si bien el juicio de Moscú había tenido el efecto benéfico de acercar a viejos camaradas como Alfred y Margue-rite Rosmer, dispuestos a salir en defensa de Liev Davídovich, también había desatado en Liova una sensación de acorralamiento que no lo abandonaba y que lo llevaba a temer incluso que pudiera ser secuestrado o asesinado. Su situación, además, se había complicado con el agotamiento de los fondos para pagar la impresión del Boletín y con las tensiones familiares, pues desde la ruptura política con Molinier, Jeanne decía sentirse más cerca de las posiciones del ex marido que de las de Liova y su padre. Sin embargo, su mayor inquietud, insistía el muchacho, no era él mismo ni su matrimonio, sino algo mucho más valioso: los archivos personales e históricos de Liev Davídovich, guardados en París. Liova había conseguido que una parte de los papeles ya estuvieran en poder del Instituto Holandés de Historia Social y, a principios de noviembre, entregó otra parte a la sucursal francesa del Instituto. El resto, que contenía algunos de los legajos más confidenciales, los había puesto bajo la custodia de su amigo Mark Zborowski, el eficiente y culto polaco ucraniano al que todos llamaban Étienne.

Muy pronto aquel asunto de los archivos demostraría ser algo más que una obsesión de Liova cuando, apenas entregada la nueva partida al Instituto, ocurrió lo que él tanto temía: la noche del 6 de noviembre, un grupo de hombres había entrado en el edificio y sustraído algunos de los legajos. Para la policía estaba claro que se trataba de una operación profesional y política, pues no faltaban otros objetos de valor que había en el local. Lo extraño era que los ladrones supieran de la existencia de un depósito del que solo tenían conocimiento personas de la más absoluta confianza de Liova. Más aún, si los ladrones conocían los secretos de la papelería, ¿por qué habían entrado en el Instituto y no en el departamento de Étienne, donde estaban los documentos más valiosos? Liova acusaba del robo a la GPU, pero, al igual que en los incendios de las casas de Prínkipo y Kadikóy, su padre percibió que una historia turbia se escondía tras el suceso.

El 21 de noviembre, Puntervold llevó a los Trotski el cadáver de la que fuera una débil esperanza: el presidente norteamericano Roosevelt había vuelto a rechazar la petición de asilo que Liev Davídovich le dirigiera. Las últimas alternativas para salir del fiordo eran ahora la improbable gestión que, como miembro del gobierno catalán, hacía Andreu Nin para que se les acogiera en España y la que Liova había iniciado a través de Ana Brenner, amiga cercana de Diego Rivera, para que el pintor intercediera ante el presidente mexicano Lázaro Cárdenas a fin de que éste le concediera asilo. Para Liev Davídovich la posibilidad de ir a México, quizás la más realista en ese momento, lo desasosegaba: sabía que en ese país su vida peligraría tanto como si se acostara a dormir desnudo en la costa del fiordo helado de Hurum.

En el momento más estricto del confinamiento, Liev Davídovich recibió la visita de Trygve Lie, a quien no había vuelto a ver desde que se destapara la crisis. Lie traía unas provisiones enviadas por Knudsen, entre ellas una bolsa del café que Natalia abrió y comenzó a preparar de inmediato. Después de beber la infusión, el ministro le comentó al confinado que había venido para decirle que el juicio contra los hombres de Quisling se celebraría el 11 de diciembre. Liev Davídovich no pudo evitar una sonrisa: ¿le dejaría hablar en público? Trygve Lie desvió la mirada hacia los tomos colocados sobre la mesa y le comentó que el juicio sería a puerta cerrada. Aunque Liev Davídovich sintió cómo la ira lo desbordaba, consiguió calmarse y le preguntó al ministro si en las mañanas, cuando se afeitaba ante el espejo, no le daba vergüenza mirarse a la cara. Un vapor rojizo cubrió el rostro de Lie, que esperó unos segundos antes de reprocharle su ingratitud al acogido: como político que era, debía de saber las exigencias que muchas veces imponía la política. Pero la aclaración del otro fue inmediata: Lie era un político; él, un revolucionario… ¿Acaso por su fe política Lie estaría dispuesto a someterse a lo que estaba sometido él?, preguntó, y Trygve Lie se puso de pie, convencido de que nunca debía darle una tribuna a aquel hombre. Sin embargo, persiguiendo alguna distensión, el ministro extendió la mano sobre los libros apilados en la mesa y levantó un volumen de las obras de Ibsen: Un enemigo del pueblo. Liev Davídovich vio la oportunidad pintada en el aire y comentó lo apropiada que resultaba aquella obra en su actual situación: el político Stockmann que traiciona a su hermano se parecía extraordinariamente a

Lie y a sus amigos, y citó de memoria un fragmento: «Todavía queda por ver si la maldad y la cobardía son lo bastante poderosas para sellar los labios de un hombre libre y honrado». Seguidamente le dio las buenas tardes al ministro y extendió la mano para que le devolviera el libro.

Sin mirar al confinado, Trygve Lie le replicó que había muchos modos de sellar los labios y hasta la vida de un hombre «honrado»: en unos días lo trasladarían a una casa más pequeña, lejos de Oslo, pues el Ministerio no podía afrontar el gasto de alquileres y sostenimiento del exiliado y de los guardias en aquel lugar. Luego tiró el libro sobre la mesa y salió a la nieve.

Liev Davídovich asistió al juicio contra los hombres de Quisling aun cuando sabía que el proceso era una cortina de humo detrás de la cual los laboristas y los nacionalsocialistas noruegos se daban la mano, alegres de haber cooperado en su marginación. No obstante, en sus declaraciones aprovechó la ocasión para denunciar que aquel juicio se celebraba a puerta cerrada cumpliendo órdenes enviadas por Stalin al ministro fascista Trygve Lie.

Por eso, una semana después, cuando le anunciaron una nueva visita de Lie, el exiliado se preparó para lo peor. El ministro permaneció de pie, sin quitarse el abrigo y sin mirar a Liev Davídovich, y le dijo que, para el bien de todos, el presidente Cárdenas le había concedido asilo en México y saldrían de inmediato.

Aunque la perspectiva de marchar a México seguía pareciéndole peligrosa, el exiliado trató de convencerse de que era preferible morir a manos de cualquier asesino que vivir en ese cautiverio que amenazaba endurecerse hasta aplastarlo. La prisa que se daban los noruegos por echarlo del país -ni siquiera le permitirían gestionar un tránsito por Francia para ver a Liova- delataba las tensiones entre las que, por su culpa, debían de haber vivido Lie y los demás ministros en los últimos cuatro meses. No obstante, Liev Davídovich pensó que no debía perder su última oportunidad y le recordó a Lie que todo lo que él y su gobierno habían hecho contra su persona era un acto de capitulación y, como toda capitulación, les costaría un precio, pues él sabía que cada día estaba más cercano el momento en que los fascistas llegarían a Noruega y los convertirían a todos ellos en exiliados. Lo único que deseaba Liev Davídovich era que entonces el ministro y sus amigos se encontrasen algún día con un gobierno que los tratase como ellos le habían tratado a él. Trygve Lie, inmóvil en el centro de la pieza, escuchó aquella profecía con una ligera sonrisa en los labios, incapaz de sospechar el modo abrumador y dramático en que se cumpliría.

Natalia preparó los equipajes mientras Liev Davídovich, todavía temeroso de que la prisa y el sigilo de la partida pudieran conducirlos a alguna trampa, se dispuso a lanzar bengalas de advertencia. A toda máquina redactó un artículo contra el abogado inglés del Consultorio Real, y el francés, miembro de la Ligue des Droits de l'Homme, quienes habían certificado la legalidad del proceso de Moscú, y escribió a Liova una carta, a la que daba valor de testamento: le advertía que si algo les ocurría a él y a su madre durante la travesía hacia México o en otro lugar, declaraba que Liova y Seriozha eran sus herederos. También le encomendaba que jamás se olvidara de su hermano y le pedía que, si alguna vez volvía a encontrarse con él, le dijera que sus padres tampoco lo habían olvidado nunca.

El 19 de diciembre de 1936, envueltos en la luz opaca del invierno, subieron al auto que los sacó del fiordo de Hurum. Liev Davídovich contempló el paisaje noruego y, como escribiría poco después, mientras se alejaban del fiordo hizo en silencio balance de su exilio, para ratificarse que las pérdidas y las frustraciones superaban con mucho las dudosas ganancias. Nueve años de marginación y ataques habían conseguido convertirlo en un paria, un nuevo judío errante condenado al escarnio y a la espera de una muerte infame que le llegaría cuando la humillación hubiese agotado su utilidad y su cuota de sadismo. Dejaba Europa, quizás para siempre, y en ella los cadáveres de tantos compañeros, las tumbas de sus dos hijas. Con él se llevaba apenas la esperanza de que Liova y Serguéi pudieran resistir y, al menos, salir con vida de aquel torbellino; se iban las ilusiones, el pasado, la gloria y los fantasmas, incluido el de la revolución por la que había luchado tantos años. Pero conmigo se va también la vida, escribiría: y por más derrotado que me crean, mientras respire, no estaré vencido.

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