15

A lo largo de la última semana de noviembre y el mes de diciembre de 1977 tuve seis encuentros, todos pactados de antemano, con el hombre que amaba a los perros. El invierno, indeciso, se iría disolviendo hasta el fin de año en dos o tres frentes fríos que se agotaron en su tránsito sobre el Golfo de México y solo trajeron a la isla alguna llovizna incapaz de alterar los termómetros y unas olas turbias que quebraron la placidez del mar ante el cual sostuvimos nuestras conversaciones. Arrastrado por las palabras del hombre, yo corría de mi trabajo a la playa y apenas si pensaba en otra cosa que en el nuevo encuentro acordado. Oír y tratar de deglutir aquella historia donde casi todas las peripecias constituían revelaciones de una realidad sepultada, de una verdad ni siquiera imaginada por mí y por las personas que yo conocía, se había convertido en una obsesión. Lo que iba descubriendo mientras lo escuchaba, sumado a lo que había comenzado a leer, me turbaba profundamente, mientras la llama de un miedo visceral me laceraba, sin que fuera capaz, a pesar de todo, de quemar mis deseos de saber.

Desde que el hombre empezó a dibujar el tránsito de su amigo Ramón Mercader partiendo de su niñez y juventud en Barcelona, empezaron a abrírseme las puertas de un universo de cuya existencia hasta ese momento había tenido nociones vagas y ortodoxas, con tajantes divisiones entre buenos y malos, pero cuyas entretelas desconocía: profesiones de una fe sincera y devoradora mezcladas con intrigas, juegos sucios, mentiras siempre creídas verdades y verdades nunca sospechadas, que alumbraban mi inocencia y mi ignorancia con unos flashazos deslumbrantes. A medida que López avanzaba en la historia, en varias ocasiones estuve a punto de rebatirle, de gritarle que aquello no podía ser, pero siempre me contuve y me limité a hacer alguna pregunta cuando mi credibilidad o mi entendimiento se sentían superados, y seguí escuchando una narración que derretía muchas creencias y recolocaba otras de las nociones que me habían inculcado.

Después de la segunda conversación, yo arrastraba la insidiosa certeza de que algo muy importante no acababa de funcionar en el relato del hombre que amaba a los perros. Aunque todavía no había desarrollado por completo la desconfianza cósmica que adquiriría, precisamente, como consecuencia de aquellos encuentros (esa vocación por la sospecha que tanto molestaría a Raquelita y a mis amigos, pues me llevaba a reaccionar de modo casi mecánico y a calificar de imposible, de pura mentira, cualquier historia capaz de desafiar mínimamente la verosimilitud), en lo que iba oyendo había una inquietante pero ubicua falta de lógica que, para empezar, me haría pensar si algunos episodios de la historia de Ramón no estaban siendo manipulados por su amigo y relator Jaime López. Pero solo al final de la tercera conversación, ya en pleno diciembre, vislumbré con cierta claridad dónde estaba la grieta por la que se rugaba la lógica: ¿cómo era posible que López tuviera una información tan precisa de la vida y sentimientos de su amigo? Por más explícito y detallista que hubiese sido Ramón durante las conversaciones sostenidas en Moscú unos diez años antes, cuando se reencontraron luego de tanto tiempo sin verse, y el decepcionado Ramón Mercader le abriera a su viejo camarada Jaime López todos los conductos hacia los más increíbles recovecos de su existencia, el conocimiento exhibido por el narrador resultaba sin duda exagerado y solo podía deberse a dos razones. La primera ya se calentaba en mi cabeza desde el diálogo inicial: López era un fabulador redomado y podía estar coloreando el relato con brochazos de su cosecha; la segunda me sorprendió como un flechazo, mientras viajaba en la guagua hacia La Habana después del tercer encuentro, y casi me enloqueció: ¿Jaime López no sería el mismísimo Ramón Mercader? ¿Todavía podría existir aquel ser fantasmagórico encajado en una esquina procelosa y perdida de la historia, protagonista sin rostro de un pasado plagado de horrores? Aunque las únicas respuestas posibles para aquellas preguntas eran dos negaciones rotundas, la semilla de la duda había caído en tierra húmeda y allí se mantendría, pues una persistente sospecha me impedía cultivarla: si el hombre que amaba a los perros era Ramón Mercader, ¿qué coño hacía en Cuba?, ¿por qué carajo estaba contándome a su historia?, ¿qué cojones era todo aquello de Jaime López y su misterio?

Una de las razones que habían dado aliento a mis dudas sobre el lugar que ocupaba Jaime López en aquel relato provenía del hecho de que, en el momento en que yo lo escuchaba, tenía algunas claves con las que no contaba cuando lo conocí. Había sido después de la segunda conversación cuando, sabiendo ya hacia dónde apuntaba aquella historia, decidí ir a ver a mi amigo Dany a las oficinas de la editorial donde él había empezado a trabajar como «especialista C en promoción y divulgación». Aunque aquél no era el trabajo con el que Daniel soñaba, lo había aceptado con la esperanza de que, una vez vencidos los dos años de servicio social, se liberara una codiciada plaza de editor, a la que tendría más opciones de acceder si se hallaba en la plantilla administrativa de la editorial.

Como Daniel Fonseca ya se ha asomado y va a aparecer en otras etapas de esta historia, debo decir algo sobre este amigo que había sido, en cierta forma, mi único pupilo literario, si es que puedo llamarle así. Dany había matriculado Letras en la universidad justo cuando yo cursaba mi último año de periodismo. Recomendado por un primo mío que era su vecino, un día se apareció en mi casa de Víbora Park con la siempre peligrosa intención de que yo le prestara algunos libros que necesitaba para sus clases. Contra toda lógica, se los presté y, para disponer que en el futuro todo fuese como sería, él forzó más aún la lógica y me los devolvió al terminar los exámenes. Así habían empezado sus visitas, por lo general los sábados en la tarde, y de los libros de texto pasamos a las novelas que le fui sugiriendo y con las cuales comenzó a llenar su enciclopédica incultura. Por aquella época Dany me escuchaba y me miraba como si yo fuera un cabrón gurú, solo porque él era un ignorante absoluto, aunque inteligente, y yo un tipo cinco años mayor, con varios kilómetros de lecturas delante de él y, sobre todo, con un libro de cuentos ya publicado. Ni Dany ni yo hubiéramos podido soñar por aquellos tiempos que alguna vez aquel animalito voraz, que antes de matricular la carrera de Letras había dedicado cada hora de su vida a jugar pelota y ahora leía como un verdadero condenado, llegaría a ser escritor, más aún, un escritor sagaz y notable -lo cual equivale a algo más que aceptable y varios escalones menos que brillante- que por momentos parecía dotado de una mayor capacidad literaria de la que alcanzaría en sus libros publicados.

A pesar de que, por la época de mis conversaciones con López, Dany y yo apenas nos veíamos, él no se extrañó al verme aparecer en la casona del Vedado donde radicaba la editorial. Pero sí lo removió de pies a cabeza la causa que me había llevado hasta allí: necesitaba conseguir una biografía de Trotski y, entre la gente que yo conocía, él era quien la podía tener más cerca de sus manos. Antes de que Dany consiguiera salir del asombro por la insólita petición, le expliqué que en la Biblioteca Nacional y en la Central, la de la universidad, únicamente había unos libros sobre Trotski publicados por la editorial Progreso, de Moscú, en los que sus autores se dedicaban a devaluar cada acto, cada pensamiento, incluso cada gesto que aquel hombre había hecho en su vida y hasta en su muerte -el falso profeta, el renegado, el enemigo del pueblo, lo llamaban, y siempre eran varios autores, como si uno solo no pudiera con la carga de tantas acusaciones-, y a mí me interesaba conseguir algo que no fuese aquella propaganda frontal, tan burda que obligaba a sospechar de su justeza. Y si alguien podía tener el material que yo necesitaba leer, ése era el tío de Elisa, la mujer de Dany, un viejo periodista y militante comunista, muy activo en el país desde los años cuarenta, que en los tiempos convulsos de la década de los sesenta incluso había estado varias semanas preso, con un grupo de simpatizantes trotskistas con los que sostenía relaciones personales y dijeron que hasta filosóficas.

Ahora se impone volver a recordar que estábamos en 1977, en el apogeo de la grandeza imperial soviética y en la cúspide de su inmovilismo filosófico y propagandístico, y que vivíamos en un país que había aceptado su modelo económico y su muy ortodoxa ortodoxia política: con esas importantes precisiones, tendrán el contexto más exacto de la espantosa sequía bibliográfica, de información y hasta de pensamiento que sufríamos en temas como ése, especialmente sensibles para los queridos hermanos soviéticos, y se imaginarán el pavor que provocaba la sola mención de algún asunto álgido -y Trotski era la algidez política personificada, la maldad ideológica elevada a la enésima potencia-. Por todo eso creo que entenderán la respuesta de Daniel:

– Pero ¿qué coño tú dices? -saltó al conocer mi intención y de inmediato agregó, en voz más baja y con mirada de preocupación clínica-: ¿Tú te volviste loco, mi socio? ¿Te estás emborrachando otra vez o qué carajo te pasa?

En esos años casi nadie en la isla, al menos que yo conociera, tenía el menor interés confeso por Trotski ni por el trotskismo, entre otras razones porque aquel interés -si es que le surgía o le re-surgía a alguien tan enloquecido como para además revelarlo- no podía acarrearle a nadie más que complicaciones de todo tipo. Y muchas. Si escuchar cierta música occidental, creer en cualquier dios, practicar yoga, leer determinadas novelas consideradas ideológicamente dañinas o escribir un cuento de mierda sobre un pobre tipo que siente miedo podía significar un estigma y hasta implicar una condena, meterse con el trotskismo hubiera sido como colgarse una soga al cuello, sobre todo para los que se movían en el mundo de la cultura, la enseñanza y las ciencias sociales. (Después sabría que solo algunos refugiados uruguayos y chilenos de los que por esos años vivían en la isla se atrevían a hablar del tema con cierto conocimiento de causa, aunque hasta ellos mismos, sometidos a la presión atmosférica, lo hacían en voz baja.) De ahí la reacción casi violenta de mi amigo.

– No comas mierda, Dany -le contesté cuando empezó a calmarse-. No voy a meterme a trotskista ni un carajo. Lo que necesito es saber…, s-a-b-e-r, ¿me entiendes? ¿O es que también está prohibidosaber?

– ¡Pero es que ya túsabes que Trotski es candela!

– Ese es mi problema. Consígueme algún libro de los que debe de tener el pariente de Elisa y no me jodas. No le voy a decir a nadie de dónde lo saqué…

A pesar de sus protestas, yo había tocado una fibra de la curiosidad inteligente de Dany, pues más rápido de lo que esperaba (teniendo en cuenta la no muy cercana relación que sostenía con el viejo ex trotskista) me puso en contacto con un autor y una biografía de los cuales yo jamás había oído hablar: Isaac Deutscher, y su trilogía sobre «el profeta»: desarmado, armado y desterrado, en ediciones publicadas en México a finales de la década de los sesenta. La mañana en que me entregó los tres tomos, después de obligarme a hacerle todas las promesas concebibles de que le devolvería los libros lo antes posible, pasé por mi trabajo y pedí el resto del mes de vacaciones. Fuera de los viajes a la playa, lo que mejor recuerdo de esos días fue la intensidad devoradora con que leí aquella voluminosa biografía del revolucionario llamado León Bronstein, y la consecuente comprobación de mi monumental desconocimiento de las verdades (¿verdades?) históricas de los momentos y los hechos en medio de los cuales había vivido aquel hombre, hechos y momentos tan rusos y lejanos, comenzando por la Revolución de Octubre (nunca he entendido bien qué pasó en Petro-grado aquel 7 de noviembre que en realidad era el 25 de octubre y cómo se tomó un Palacio de Invierno que al final casi nadie quería defender y que automáticamente marcó el triunfo de la Revolución y dio el poder a los bolcheviques) y siguiendo, entre otros, por unas también extrañas luchas dinásticas entre revolucionarios en las que solo Stalin parecía dispuesto a tomar el poder y por unos casi silenciados procesos de Moscú (que para nosotros parecían no haber existido nunca) en los que los reos eran sus peores fiscales. Al final de todo aquel desfile de manifestaciones del «alma rusa» (si no entendemos algo de los rusos siempre parece ser por culpa de su alma), estaba la corroboración del asesinato del viejo líder, algo que se había difuminado en los libros soviéticos dedicados a él, pues Trotski (quizás porque era ucraniano y no ruso) más bien parecía haber muerto de un catarro o, mejor aún, devorado un día cualquiera por una tembladera, como si fuera un personaje de las novelas de Emilio Salgari.

Gracias a esa biografía, la persona que viajó hasta la playa a partir del tercer encuentro ya empezaba a ser alguien mínimamente capaz de asimilar distintos elementos de aquella historia desde un prisma diferente. Ahora mis oídos se empeñaban en interpretar una información que, con un somero conocimiento de los hechos y de sus actores, intentaba colocar en un tablero de cuyas coordenadas empezaba a tener una primera noción.

Unos días después de que se me inoculara la peregrina pero lógica sospecha de que López no fuese López y de que Mercader no estuviera muerto, llegué a la playa dispuesto a tratar de forzar al hombre para que me confesara la verdad sobre su identidad -si es que esa verdad existía, algo de lo que yo no estaba seguro-. Cautelosamente aceché el resquicio apropiado para colar mi duda y hallé la ocasión cuando López me hablaba de la conmoción que provocó en su amigo Ramón y en su madre, Caridad del Río, el polémico pacto Molotov-Ribbentrop.

– ¿Sabes? -le pregunté, sin mirarlo-, en todo lo que me has contado hay algo que no me creo.

López dio fuego a uno de sus cigarros con la valiente fosforera de bencina. Ante su silencio, seguí:

– Nadie puede saber tanto de la vida de otra persona. Por más que le hayan contado. Es imposible.

López fumaba sin prisa, y me dio la impresión de que no había escuchado mis palabras. Después entendería que un tipo como yo apenas hubiera podido mover aquella roca: el hombre era un especialista en responder solo lo que deseaba, y su estrategia fue quitarme la sartén, aferrarse al mango y darme un golpe en la cabeza con la plancha.

– ¿Qué estás pensando? ¿Que es mentira lo que te he contado? -se quitó unos momentos los espejuelos, los miró a trasluz y los mojó con la lengua, para limpiarlos del salitre que se les había adherido.

– No sé -dije, y dudé. Su voz había adquirido un tono capaz de enfriar mis impulsos y por eso elegí muy cuidadosamente mis palabras-: ¿Cómo es posible que sepas tanto de Ramón? ¿No es mucha casualidad que Caridad y tu madre, las dos, hayan nacido en Cuba? Estoy pensando que…

– ¿Que soy el hermano de Ramón? ¿O que fui su jefe?

Sopesé rápidamente aquellas posibilidades, sin darme cuenta de que con ellas el hombre no hacía más que aflojarme en mi convencimiento. Pero no me dejó mucho tiempo para pensar, pues de inmediato fue al grano.

– ¿O acaso crees que yo soy Ramón? -preguntó.

Lo miré en silencio. En las últimas semanas, el hombre que amaba a los perros perdía peso a ojos vistas, su piel se había vuelto más opaca, definitivamente verdosa, y con frecuencia sufría de dolor de garganta y lo asaltaban ataques de tos que calmaba con buches de agua endulzada con miel de la botella que ahora también lo acompañaba siempre. Pero en aquel instante en sus ojos había una intensidad que quemaba y, debo admitirlo, que me daba miedo.

– Ramón está muerto y enterrado, muchacho. Y lo peor es que se ha convertido en un fantasma. Si buscas en todos los cementerios de la Unión Soviética no encontrarás su tumba. Ni yo mismo sé con qué nombre lo enterraron… Ya te lo dije: entre las cosas que Ramón entregó a la causa, estaban su nombre y su libertad de tomar cualquier decisión… Además, si te estoy contando todo esto, ¿para qué iba a engañarte en lo demás? ¿Qué importa quién sea yo? Es más: ¿qué cambiaría si yo fuera Ramón?

Las respuestas acudieron a mi mente: importa porque lo que me estás contando es la Historia del Engaño, y todo habría cambiado si tú fueses Ramón, pues nadie (al menos eso pensaba yo) hubiera querido ser Ramón Mercader. Porque Ramón provocaba asco y producía miedo… Pero de más está aclarar que no me atreví a decírselas.

– Sé lo que estás pensando, y no me asombra -me dijo el hombre, y yo sentí un nuevo corrientazo de temor-. Ésta es una historia repulsiva, que devalúa ella sola millones de discursos que se han hecho durante sesenta años… Y también es verdad que Ramón terminó repugnando a mucha gente -hizo una pausa, aunque permaneció inmóvil-. Pero intenta entenderlo, coño, aunque no lo justifiques. Ramón es un hombre de otra época, de un tiempo muy jodido, cuando no estaba permitida ni siquiera la duda. Cuando él me contó su historia, la situé en su mundo y en su tiempo, y entonces la entendí. Aunque, eso sí, nunca le tengas compasión, porque Ramón odiaba ese sentimiento.

– Si jamás viste su tumba ni fuiste a su entierro, ¿cómo estás tan seguro de que Ramón está muerto? -pregunté, echando mano a mi última posibilidad de perseverancia, a pesar de que ya me sabía derrotado por las razones de López.

– Sé que está muerto porque lo vi unas semanas antes de que muriera, cuando ya lo habían desahuciado… -dijo y sonrió, con visible tristeza-. Mira, para que estés tranquilo, te voy a dar una razón que no vas a poder rebatirme: ¿crees que Ramón, después de prometer que guardaría silencio para el resto de su vida, y de haber sostenido su compromiso contra viento y marea, le contaría su historia al primer…, al primero que se encontrara? Si yo fuera Ramón, ¿crees que me hubiese arriesgado a hacerlo? Y, además, ¿para qué?

En un segundo conté diez adjetivos con los que López pudo haberme calificado (desde los comemierda o sapingo cubanos hasta el gilipollas que alguna vez él mismo había usado), y pensé en otras tantas razones para rebatirle a López sus últimas preguntas (un hombre que, según él mismo, se está muriendo, ¿a qué puede temerle?: la única respuesta afirmativa implicaría que el miedo también se transmite, como una herencia, e incluya el destino de esos mismos hijos a los que, quizás para protegerlos, López, o Mercader -si en realidad aquel hombre era Ramón Mercader-, había decidido no contarles aquella historia). Pero me di cuenta de que si deseaba seguir escuchando, mi única opción era creerle; de hecho, en ese instante yo le creía. Me impuse olvidar o por lo menos posponer mis dudas, hasta que de algún modo tuviera la certeza absoluta de que López era López y Mercader un fantasma sin tumba. O lo contrario. Pero ¿cómo coño iba a llegar a cualquiera de aquellas certezas si unos días antes ni siquiera sabía que había existido un hombre llamado Ramón Mercader del Río?

La interrupción del relato cortó el impulso del hombre que amaba a los perros, y aquella tarde se despidió mucho antes de la caída del sol. Aunque acordamos volver a vernos el lunes, yo permanecí otro rato en la arena, temiendo que la relación se hubiese deteriorado por mi suspicacia. Y si era así, me quedaría sin saber el modo en que se desarrollaron las acciones destinadas a sellar la entrega sin límites de Ramón Mercader.

De todas formas, ese fin de semana me dediqué a la maratoniana lectura del último tomo de la biografía de Deutscher, Elprofeta exiliado, para tratar de colocar mi conocimiento en la época en la cual transcurría el relato de López. Recuerdo que cuando apareció en las páginas finales del libro la figura tétrica de Jacques Mornard sentí un salto en el pecho, como si el asesino hubiese entrado en mi habitación. Mi cerebro comenzó entonces a jugarme una mala pasada: la imagen de Mornard que me venía a la mente era la de López, con sus pesados espejuelos de carey. Yo sabía que aquello no tenía sentido, pues entre el Mornard joven y apuesto y el López cetrino y, según él, moribundo, la distancia debía de ser enorme. Pero mi imaginación insistía en encajar el retrato vivo y real del dueño de los borzois en el cuerpo esquivo del supuesto belga aparecido en la fortaleza de Coyoacán con la misión de matar al hombre que, junto a Lenin, había conseguido lo impensable: que los bolcheviques se hicieran con el poder en 1917, y más aún, que lo conservaran después, imponiéndose a ejércitos imperiales y enemigos internos.

Entre las páginas del tomo final de la biografía había encontrado tres recortes de prensa que delataban el interés del dueño del libro por la relación entre Trotski y su asesino. Uno era del diario cubanoInformación, donde, bajo un gran titular, el mismo dueño de los libros daba la noticia del atentado sufrido por Trotski el 20 de agosto de 1940 y el estado de máxima gravedad en que se encontraba al momento del cierre del periódico (a un comunista de 1940 aquél le habría parecido un comentario protrotskista, solo porque el redactor no se pronunciaba sobre lo sucedido); el segundo debía pertenecer a una revista y contenía un comentario sobre las parodias del asesinato de Trotski, supuestamente contadas por varios escritores cubanos, que Guillermo Cabrera Infante había incluido en su libro Tres tristes tigres (nunca publicado en Cuba y, por tanto, casi inencontrable para nosotros); y el último, apenas una larga columna sin fecha ni referencia, me resultó el más revelador, pues hablaba de la presencia de Ramón Mercader en Moscú después de salir de la cárcel mexicana donde cumplió su sentencia. El autor de la columna relataba que una persona muy cercana a Mercader -¿habría sido López, responsable de otra infidencia?- le había contado que, desde el día del atentado, el asesino llevaba en sus oídos el grito de dolor de su víctima.

Fue el lunes siguiente, 22 de diciembre, cuando tuve la que, sin saberlo aún, sería mi última conversación con el hombre que amaba a los perros. Recuerdo perfectamente que esa tarde, como nunca antes desde que López comenzara a contarme la historia de Ramón, me sentí sometido a una presión que hasta entonces había logrado escamotear: por mi propio bien, me pregunté mil veces, ¿no debería comentar en oídos propicios lo que me estaba ocurriendo con aquel Jaime López empeñado en contarme a una historia tremebunda y políticamente tan comprometedora? El miedo que ya me envolvía, reforzado por lo leído sobre el final de Trotski, era un sentimiento más sórdido, mucho más mezquino de lo que yo mismo me confesaba en aquel momento, pues en realidad no tenía tanto que ver con el relato de horror y traición que estaba escuchando como con el hecho más que probable de que llegara a saberse que yo había hablado durante varios días con aquel hombre extraño, sin decidirme a «consultarlo», como se solía decir y como, se suponía, era mi deber. Pero la sola idea de buscar al «compañero que atendía» al centro de información que editaba la revista de veterinaria -todos le llamaban así, «el compañero que atendía» y todos sabían quién era, pues parecía importante que todos supiéramos de su existencia difusa pero omnipresente- y contarle una conversación que, fuese quien fuese López, yo había prometido no comentar, me parecía tan degradante hacia mi persona que me rebelé ante la posibilidad. Decidí en ese momento asumir las consecuencias (¿había un trabajo menos importante y ambicionado que el mío?; sí, claro, podrían devolverme, por ejemplo, a Baracoa…) y durante años tapié aquella historia con un muro de silencio, y ni siquiera Raquelita supo nunca -ella no lo sabe todavía hoy y además no le importaría un carajo saberlo- lo que me había contado Jaime López.

Aquella tarde de mis temores desbocados, apenas llegó a la playa, López me confesó que se sentía terriblemente triste:Dax había empezado a tener problemas de locomoción -se marea, como yo, dijo-, y la opción del sacrificio comenzaba a ser inminente.

– Ya sé que no eres veterinario y yo no debería pedírtelo -me dijo, sin mirarme-, pero si tú me ayudas creo que va a ser más fácil…

– Quisiera ayudarte, pero de verdad no sé hacerlo ni puedo -le dije, observando a los dos perros que corrían por la arena. Dax, era evidente, había perdido la elegancia de su trote y tropezaba a los pocos pasos.

– No sé cómo voy a resolver esto… -el hombre hablaba consigo mismo, más que conmigo; su voz estaba a punto de quebrarse-. Quiero asegurarme de que no sufra…

La evidencia de una muerte cercana y la revelación de aquellos sentimientos aplacaron mis dudas sobre la identidad de López y, especialmente, me decidieron a afrontar, con el silencio, las consecuencias que podían derivarse de mi actitud, sin duda alguna ideológicamente cuestionable. Y es que la muerte tiene esa capacidad: resulta tan definitiva e irreversible que apenas deja márgenes para otros temores. Incluso un hombre como el que esa tarde tenía frente a mí (conocedor de todo sobre la muerte, según me había dicho) se detenía ante ella, se removía ante su presencia, aun cuando se tratara de la muerte de un perro.

Después de beber café, fumarse un cigarro y sufrir un acceso de tos, al fin López se lanzó sobre la historia de Ramón Mercader, y me relató el modo en que su amigo había entrado definitivamente en la historia. Yo lo escuchaba, con mi capacidad de juicio extraviada, con todo mi asombro desbordado y hasta con cierto júbilo cuando el relato se cruzaba con las informaciones obtenidas de mis lecturas recientes. En algún momento descubrí también que se iba adueñando de mí una molesta y sibilina mezcla de desprecio y compasión (sí,compasión, y nunca he tenido dudas respecto a la palabra ni a lo que denota) por aquel Mornard-Jacson-Mercader dispuesto a cumplir lo que había asumido como su deber y, sobre todo, como una necesidad histórica reclamada por el futuro de la humanidad.

López parecía al borde del agotamiento cuando llegó al climax del relato. Hacía rato que había oscurecido y yo apenas podía verle el rostro, pero me aferraba a sus palabras, excitado por lo que estaba escuchando.

– Lo que falta de la historia es el regalo de Año Nuevo -dijo en ese momento, y me pareció un hombre conmovido que siente un gran alivio. Todavía hoy cierro los ojos y puedo verlo en los últimos minutos del relato: López había hablado con un silbido en la voz y la mano izquierda sobre la venda que siempre le cubría la derecha-. Mi mujer es la comunista más rara que conozco. Hasta en Moscú se empeñaba en celebrar la Nochebuena y las navidades. Para ella son sagradas, y nunca mejor dicho… Y no querrá soltarme en todos estos días, así que me va a ser difícil venir hasta después de Año Nuevo. Tengo que complacerla.

– ¿Cómo hacemos entonces? -yo me sentía ansioso y frustrado. Una acumulación de evidencias terribles y de preguntas enquistadas casi me asfixiaba, pero sabía que lo mejor era no tocarlas para evitar que se pudiese enturbiar la relación con el hombre, pues me faltaba por atravesar una etapa decisiva en la vida de Ramón Mercader y, por todo lo escuchado, ansiaba conocerla-. ¿Quieres que te llame por teléfono?

Me respondió de inmediato:

– No. Nos vemos el 8 de enero. ¿Puedes?

– Creo que sí.

– Yo vengo el 8, y si no te veo, vuelvo el 9.

– Anjá -acepté ante la falta de alternativas-. ¿YDax?

– No puedo hacerlo ahora -me dijo López y extendió la mano para que yo lo ayudara a ponerse de pie-. Con cuidado, me duelen mucho los brazos…Dax es fuerte, resistirá. Voy a esperar todo lo que se pueda, hasta principios de año. Si tuviera un amigo que me ayudara…

– PobreDax -dije, al ver el rumbo que tomaba la conversación y al comprobar que los borzois se acercaban, ya deseosos de irse, pues había pasado su hora de comer.

López me extendió su mano vendada. Sin pensarlo yo le sonreí y se la estreché. Luego me agaché para recoger la bolsa del termo y entregársela. Y me atreví a soltar una de las preguntas que me atormentaba:

– Leí en un periódico que Ramón oyó toda su vida el grito de Trotski. ¿Él le habló de ese grito?

López tosió y se pasó la mano vendada por el rostro. Yo hubiera querido que hubiese más luz para verle los ojos.

– Todavía lo oía cuando me contó la historia, hace unos diez años -me dijo, y empezó a alejarse-. Creo que lo oyó hasta el final… Que tengas una feliz Navidad.

– Lo propio -alcancé a decir en medio de mi conmoción, y de inmediato me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no pronunciaba ni oía aquellas dos palabras que en Cuba únicamente se utilizaban como fórmula para devolver felicitaciones navideñas, aquellas fiestas desde hacía varios años desterradas de la isla científicamente atea y demasiado necesitada de cada jornada de trabajo como para darse el lujo de desaprovechar algunas de esas valiosas jornadas.

López avanzó por la arena, compacta por la lluvia del día anterior. Junto a él marchabanIx y Dax, a paso lento. La oscuridad no me permitía ver al negro alto y flaco, pero yo sabía que seguía allí, entre las casuarinas, desgranando su paciencia. López se acercó a los árboles y su figura se fue fundiendo con la noche hasta que desapareció. Como si nunca hubiera existido, pensé.

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