Segunda parte
16

¿Qué sensaciones lo acompañaron cuando vio levantarse sobre la línea del horizonte la silueta de la interrogación más absoluta? Observó aquel mar de una transparencia refulgente, capaz de herir las pupilas, y seguramente pensó que, a diferencia de Hernán Cortés, lanzado sobre aquella tierra ignota en busca de gloria y poder, él, si acaso, podía aspirar a encontrar allí un punto de apoyo para los días finales de su existencia y la grotesca posibilidad de reivindicar un pasado donde ya había alcanzado y agotado su cuota de gloria y poder, de furia y esperanzas.

Veinte días había durado la navegación de pesadilla. Desde que abordaron elRuth y sus sirenas lanzaron el quejido de despedida hacia la agreste costa noruega, aquel carguero que desde sus cisternas regurgitaba el vaho malsano del petróleo se había convertido en una prolongación aún más encarnizada del encierro sufrido en el fiordo desolado. A pesar de que Liev Davídovich, Natalia y la escolta policial eran los únicos pasajeros de la embarcación, el inevitable Jonas Die y sus hombres se encargaron de mantener aislados a los deportados, impidiéndoles la comunicación por radio y vigilándolos incluso cuando se sentaban a la mesa del capitán Hagbert Wagge, tan orgulloso de llevar a bordo aquel pedazo de historia. Confinados en la cabina del comandante, Liev Davídovich y Natalia pasaron los días leyendo los pocos libros sobre México que habían conseguido gracias a Konrad Knudsen, tratando de vislumbrar lo que les aguardaba en aquel Nuevo Mundo, siempre violento y exaltado, donde el precio de la vida podía ser una simple mirada mal recibida y donde, según sabían, nadie los esperaba.

Cuando la costa cobró toda su nitidez, sus temores salieron a flote, y Liev Davídovich lanzó a Die una postrera exigencia: solo abandonaría el petrolero si venía en su busca alguna persona que le inspirara confianza. ¿Quién?, pensaba, cuando Jonas Die le dio la sorprendente respuesta de que iban a complacerlo, y él también se concentró en la observación de la costa.

Mientras el barco se acercaba al puerto de Tampico, se hizo visible la multitud intranquila que se congregaba en sus alrededores, punteada por los uniformes azules de la policía mexicana. Aunque hacía mucho que Liev Davídovich había superado el temor a la muerte, los gentíos exaltados siempre le obligaban a recordar el que había rodeado a Lenin en septiembre de 1918 y del cual había salido la mano armada de Fanny Kaplan. Pero un manto de alivio cayó sobre sus aprensiones cuando descubrió, en un extremo del espigón, las facciones de Max Shachtman, la estampa maciza de George Novack y la levedad irradiante de una mujer que no podía ser otra que la pintora Frida Kahlo, la compañera sentimental de Diego Rivera.

Apenas atracaron, los Trotski cayeron en un torbellino de júbilo. Varios amigos de Frida y Rivera, sumados a los correligionarios norteamericanos venidos con Shachtman y Novack, los envolvieron en una ola de abrazos y congratulaciones que obraron el milagro de hacer correr las lágrimas de Natalia Sedova. Conducidos a un hotel de la ciudad donde les habían organizado una comida de bienvenida, los recién llegados fueron oyendo el tropel de informaciones retenidas por Jonas Die, sin duda molesto por el carácter de las noticias: el general Lázaro Cárdenas no solo había concedido a Liev Davídovich asilo indefinido, sino que lo consideraba su huésped personal y, con el mensaje de bienvenida, le enviaba el tren presidencial para que los trasladara a la capital. A su vez, Rivera, que se disculpaba por no haber podido desplazarse hasta Tampico, les ofrecía, también indefinidamente, una habitación en la Casa Azul, la edificación que ocupaba con Frida en el barrio capitalino de Coyoacán.

Los vinos franceses y el rudo tequila mexicano ayudaron a Liev Davídovich y a Natalia en el empeño de saltar del mole poblano a las puntas de filete a la tampiqueña, del pescado a la veracruzana a la consistencia rugosa de las tortillas, coloreadas y enriquecidas con pollo, guacamole, ajíes, jitomates, frijoles refritos, cebollas y cerdo asado al carbón, todo salpicado con el fogoso chile que clamaba por otra copa de vino o un trago de tequila capaces de aplacar el incendio y limpiar el camino hacia la degustación de aquellas frutas (mangos, pinas, zapotes, guanábanas y guayabas) pulposas y dulces, insuperables para coronar el festín de unos gustos europeos deslumbrados por texturas, olores, consistencias y sabores que se revelaban exóticos para ellos. Abrumados por aquel banquete de los sentidos, Liev Davídovich descubrió cómo sus prevenciones se esfumaban y la tensión dejaba paso a una invasiva voluptuosidad tropical capaz de arroparlo en una molicie benéfica que su organismo y su cerebro agotados recibieron golosamente, según escribió.

Después de la siesta de rigor, se dispusieron a dar un paseo en auto con Frida, Shachtman, Novack y Octavio Fernández, el camarada que más había trabajado para que se les concediera el asilo. Sin embargo, los acogidos pronto volvieron a la realidad cuando vieron que el vehículo se colocaba en una caravana encabezada por el jeep descapotado donde viajaban, fusiles en mano, los miembros de la guardia presidencial. Liev Davídovich pensó que ni siquiera en el paraíso volverían a ser totalmente libres.

En el tren, Frida lo puso al día de las reacciones que estaba provocando su llegada. Tal y como era de esperar, la decisión del general Cárdenas había sido un acto de desafiante independencia, pues la había tomado en un momento de grandes tensiones políticas, en pleno proceso de reforma agraria y con la nacionalización del petróleo en su agenda. El decreto de acogida (cuya única y comprensible condición era que el exiliado se abstuviera de participar en los asuntos políticos locales) había sido un acto de soberanía mediante el cual el presidente expresaba la fidelidad a sus propias ideas políticas más que una simpatía por las del asilado. Pero aquella decisión había convertido a Cárdenas en objeto de las más disímiles acusaciones, que iban de los gritos de traidor a la Revolución mexicana y de aliado de los fascistas (proferidos por los comunistas y los líderes de la Confederación de Trabajadores, soporte tradicional del presidente), hasta la de anarquista rojo a las órdenes de Trotski (esgrimidos por una burguesía para la cual Trotski y Stalin significaban lo mismo y la llegada del primero confirmaba la ascendencia de «los rusos» sobre el presidente).

Un exultante Diego Rivera los esperaba en una pequeña estación cercana a México D.F. y desde allí, acompañados por otros policías y muchos amigos armados de botellas de coñac y whisky, emprendieron el camino hacia aquel extraño domicilio pintado de azul telúrico.

El primer conocimiento que Liev Davídovich había tenido de la obra de Rivera se había producido en París, durante los años de la Gran Guerra, cuando los ecos de la Revolución mexicana llegaron a Europa y, con ellos, las obras de sus pintores revolucionarios. Luego, había seguido con atención el fenómeno cultural del muralismo, del que incluso tuvo noticias en los días de su destierro en Alma Ata, cuando Andreu Nin le había enviado un hermoso libro sobre la pintura de Rivera que había perecido en el incendio de Prínkipo. En cambio, apenas tenía una noción superficial de la obra atormentada y simbolista de Frida, pero desde que se encontraron rodeados de sus pinturas, de un surrealismo muy personal, descubrió que su sensibilidad se comunicaba mucho mejor con el arte adolorido de la mujer que con la monumentalidad explosiva de Rivera.

Los anfitriones habían dispuesto para él la antigua habitación de Cristina Kahlo, la hermana de Frida. Cuando Rivera se había resuelto a cobijarlos, le compró a la joven una residencia cerca de la Casa Azul, por lo que advirtió a los Trotski que podían disponer a sus anchas de aquel espacio. La amabilidad de los pintores y el estado crítico de sus finanzas obligaron a Liev Davídovich a aceptar lo que, pensaba, solo sería un hospedaje temporal.

La Casa Azul ya había cobrado el aspecto de una fortaleza sitiada. Varias ventanas habían sido tapiadas y algunas paredes reforzadas y, tan pronto arribaron los exiliados, se dispusieron turnos de guardia. A los jóvenes trotskistas norteamericanos se les encargó el interior de la morada, mientras el exterior era custodiado por la policía local. No obstante, apenas instalados, Liev Davídovich empezó a sentir cómo lo envolvía un optimismo que ya creía extraviado, aunque se impuso, más por la agotada Natalia que por él mismo, tomar un respiro antes de lanzarse otra vez a la lucha que lo reclamaba.

Como tantas veces en su vida, la política se encargó de sacudirlo y recordarle que ni la posibilidad del más breve reposo le había sido conferida a Prometeo y a los que se atreviesen a estar cerca de su roca. Aquél era el sino que lo perseguiría hasta el último día de su vida.

Las radios y los periódicos comenzaron a anunciar que la sala penal montada en la Casa de los Sindicatos de Moscú volvía a abrir sus puertas para escenificar un nuevo episodio del grotesco estalinista. Al principio no se sabía el número de enjuiciados ni sus nombres, hasta que se especificó que eran trece, encabezados por el mismo Rádek que, con su retumbante capitulación, se había creído a salvo de las iras de Stalin. En la causa también aparecían encartados el pelirrojo Piatakov, Murálov, Sokólnikov y Serebriakov, aunque volvían a ser Liev Sedov y Liev Davídovich los principales reos en ausencia.

Desde que se inició el nuevo proceso, el 23 de enero de 1937, Liev Davídovich se encerró con la radio para tratar de desentrañar la lógica de aquel absurdo donde los procesados parecían competir con confesiones cada vez más humillantes y desquiciadas, que ahora añadían a las conspiraciones para derrocar al sistema o asesinar a Stalin la existencia de planes de sabotaje industrial, de envenenamientos masivos de obreros y campesinos, e incluso la firma de un pacto secreto entre Hitler, Hirohito y Trotski para desmembrar a la URSS. Los saboteadores fueron cargando sobre sus espaldas todos los fracasos económicos, el hambre y hasta los accidentes ferroviarios e industriales con los que habían agredido al país y a sus heroicos trabajadores y traicionado la confianza del Líder. Una de las acusaciones del proceso ubicaba a uno de los reos en París, recibiendo órdenes de Trotski justo cuando él se hallaba en Barbizon sin permiso para visitar la capital. Pero la piedra angular de la conspiración abortada descansaba sobre la confesión de Piatakov, quien aseguraba haber viajado de Berlín a Oslo en 1935 para celebrar en esa ciudad una cumbre contrarrevolucionaria con el renegado Trotski.

Obligado a salvar su responsabilidad en este asunto, el pusilánime gobierno noruego emitió un desmentido con pruebas de que el presunto avión de Piatakov, procedente de Alemania, nunca había aterrizado en Noruega en los sitios y las fechas declaradas por el fiscal y aceptadas por el acusado. Pero ya se sabía que las rabiosas imprecaciones del ex menchevique Andréi Vishinsky contra los perros rabiosos degenerados y malolientes para los que pedía la muerte iban a superar cualquier obstáculo o evidencia de la empecinada realidad… Liev Davídovich sabía, sin embargo, que aquel proceso insostenible escondía algún objetivo que iba más allá de la necesidad de reparar las contradicciones del anterior y eliminar a otro grupo de viejos bolcheviques: y algo de ese fin se le fue haciendo evidente a medida que se repetían en el juicio los nombres de Bujarin y sus compañeros de la difuminada Oposición de derechas. Más oscuro y difícil de entender se le antojó, en cambio, la mención de ciertos oficiales del Ejército Rojo, supuestamente vinculados, también ellos, a la conspiración trotskista, a la traición y el sabotaje.

Con aquel terremoto originado en Moscú se esfumó la tranquilidad de la Casa Azul. El exiliado organizó una rueda de prensa y, adelantándose a las previsibles sentencias, declaró su propósito de rebatir las acusaciones con pruebas incontestables. Esa declaración, por supuesto, no detuvo al tribunal y, antes de que Liev Davídovich lograra recabar un testimonio u obtener un solo documento probatorio, los jueces en Moscú dictaron las sentencias que contemplaban la pena de muerte para casi todos los reos y la sorpresiva condena a diez años para el incombustible Rádek, que volvía a salvar el pellejo, sabían solo Stalin y él a qué precio, y únicamente Stalin hasta cuándo.

Abrumado por la noticia de que tantos viejos compañeros de lucha iban a ser ejecutados, Liev Davídovich esgrimió la única arma que tenía a su alcance y volvió a pedir a Stalin que lo extraditara y llevara a juicio. Pero, como también esperaba, Moscú guardó silencio y ejecutó a los condenados con la rapidez y eficiencia habituales. Entonces él lanzó la siguiente piedra y pidió que se creara un comité internacional de investigación y repitió su disposición de comparecer ante una Comisión de Terrorismo de la Sociedad de Naciones y a entregarse a las autoridades soviéticas si alguno de esos organismos demostraba una sola de las acusaciones. Pero otra vez el mundo, atemorizado y chantajeado, calló. Convencido de que se jugaba la última carta, el exiliado decidió organizar él mismo un contraproceso donde denunciaría la falsedad de los cargos que se le imputaban y, a la vez, se convertiría en acusador de los verdugos de Moscú.


En su fuero interno, Liev Davídovich sabía que el contraproceso, si acaso, lograría marcar un rasguño en una piedra, pero se precipitó hacia él con la fe y la desesperación de un náufrago. Durante varias noches maduró la idea en largas charlas con Rivera, Shachtman, Novack, Natalia y el recién llegado Jean van Heijenoort, mientras Frida Kahlo entraba y salía de aquellas discusiones como una sombra inquieta. Cubiertos con ponchos, viendo cómo la pantagruélica voracidad de Rivera evaporaba botellas de whisky y devoraba platos de carnes ardientes por el chile, solían acomodarse en torno al naranjo que reinaba en el patio de la Casa Azul y debatían todas las posibilidades, aunque el principal desafío radicaba en hallar a las personas con suficiente autoridad moral e independencia política como para legitimar si no legal, al menos éticamente, un contraproceso que tal vez aún pudiera remover algunas conciencias del mundo.

Fueron los norteamericanos quienes propusieron convocar al casi octogenario profesor John Dewey para que presidiera el tribunal. A pesar de su prestigio como filósofo y pedagogo, a Liev Davídovich le pareció, sin embargo, un hombre demasiado ajeno a las interioridades de la política soviética. Mientras, Liova había comenzado a trabajar en París, tratando de obtener todas las pruebas posibles para rebatir las acusaciones: en unos pocos días la papelería enviada, más la que Natalia, Van Heijenoort y Liev Davídovich habían extraído de los archivos que habían viajado a México, implicaron una desproporcionada labor de análisis.

Liev Davídovich trabajaba abrasado por la fiebre de la desesperación y les exigió a sus colaboradores, y sobre todo a Liova, un esfuerzo sobrehumano. Dominado por la ansiedad, cualquier descuido lo enfadaba y llegó a calificar de negligencias ciertos fracasos y demoras de su hijo, sin importarle los llamados a la cordura de Natalia, encargada de recordarle las precarias condiciones en que vivía Liova en París, donde incluso se había visto obligado a publicar una declaración en la cual advertía de la vigilancia de que era objeto por parte de la policía secreta soviética. En realidad, lo que más había molestado a Liev Davídovich había sido recibir una carta donde su hijo le comentaba que toda aquella labor ingente le parecía inútil: aunque lograra que las figuras de más prestigio en el mundo certificaran su inocencia, el resultado no significaría nada para los que le creían culpable, y poco aportaría a quienes le sabían inocente. Liova pensaba, en cambio, que la difusión del folletoLos crímenes de Stalin, que su padre había comenzado a escribir, podría ser más efectiva que un juicio pedido por el propio acusado. En un arranque de ira, el ex comisario de la Guerra había calificado al joven de derrotista y hasta lo amenazó con relevarlo al frente de la sección rusa de la oposición. Liova le respondió con una nota donde le pedía disculpas por no poder estar siempre a la altura que él reclamaba.

La inquietud de Liev Davídovich recibió en ese momento un soplo de esperanza al que Natalia y él se aferraron con uñas y dientes. Gracias a un desertor de la antigua GPU que se había visto amenazado por las purgas iniciadas también en el interior del aparato represivo, Liova había logrado saber que su hermano Serguéi había sido detenido en Moscú durante la cacería que antecedió al último proceso. Aseguraba el informante que lo habían enviado a un campo de trabajos forzados en Siberia, acusado de planear el envenenamiento de obreros. En medio de la prolongada falta de noticias que el matrimonio había atribuido al peor desenlace, la noticia de que el muchacho (sin duda después de ser torturado) era lanzado al infierno en la tierra de un campo de trabajo cayó en la Casa Azul como una bendición. ¡Seriozha estaba vivo! En la privacidad de su habitación, jugaron la dolorosa partida de darse ánimos, y hablaron varias noches de las estrategias de supervivencia que aplicaría la mente lógica del joven y de la entereza que debía de haber mostrado a fin de no aceptar las confesiones que con toda seguridad habían tratado de hacerle firmar para llevarlo a juicio. Evitaron, sin embargo, las imágenes punzantes de Serguéi martirizado con los sistemas más crueles y no se atrevieron con las preguntas más lacerantes: ¿cómo habría resistido sin derrumbarse? (¿qué cosa es derrumbarse: confesar lo que no se ha hecho, enloquecer, dejarse morir?), ¿adónde habría llevado Serguéi los límites de su resistencia? (¿se derrumba primero el cerebro o el cuerpo?), ¿cuáles de aquellas torturas imaginadas le habrían aplicado o cuáles de las inimaginables, extraídas del infame catálogo de aquella policía criminal? (¿era Seriozha de los pocos que resistían y preferían morir antes de envilecerse?).

Liev Davídovich tampoco se atrevió a revelarle a Natalia, y menos aún a Liova, que el pesimismo comenzaba a vencerlo cuando comprendió el limitado alcance que tendría el contraproceso por el cual tanto habían trabajado. Ni las organizaciones sindicales ni la intelectualidad progresista, dominadas por la propaganda y los dineros de Moscú, habían aceptado participar y, con escepticismo, comprobó que sólo comités nacionales integrados por anticomunistas y antiestalinistas declarados se atrevían a brindarle su apoyo, mientras hombres como Romain Rolland proclamaban la integridad de Stalin, certificaban los métodos humanitarios de la GPU al obtener las confesiones y hasta desmentían que hubiera represión intelectual en la URSS.

Pero él sabía que, aun en esas condiciones, debía presentar aquel combate. Durante el reciente pleno del Comité Central, calientes todavía los cadáveres de los últimos fusilados, el oscuro Nikolái Yézhov, convertido en la estrella rutilante de la represión, había acusado a Bujarin y a Ríkov de preparar a grupos terroristas destinados a asesinar al Gran Conductor, por quien sentían «un odio perverso». En la estela abierta por Yézhov se había lanzado Atañas Mikoyán, otro de los perros de caza del zar rojo, pronunciado un discurso lleno de comentarios mezquinos sobre los dos viejos bolcheviques, en el cual llegó a asegurar que la tan cacareada relación de cercanía entre Bujarin y Lenin jamás había existido. Al final de la sesión (que, comentaban, Stalin había seguido en silencio y con rostro consternado por aquellas «revelaciones»), mientras Bujarin y Ríkov eran detenidos y conducidos a las cámaras del horror de la Lubyanka, se decidió crear una comisión de treinta y seis militantes, entre quienes estarían todos los miembros del buró político, con la misión de dictar un veredicto partidista contra los acusados. Entre los integrantes de la comisión, Liev Davídovich descubrió con dolor los nombres de Nadezhda Krúpskaya y María Uliánova, la viuda y la hermana de Lenin. Las dos mujeres, a las que Stalin había comenzado a agredir y marginar aún en vida del líder, infinitas veces habían visto a Vladimir Ilich hablar y discutir con Bujarin y ahora aceptaban en silencio las mentiras de Mikoyán, elaboradas por Stalin. Aquella sórdida jugada le permitió a Liev Davídovich ver algo que se le había escapado durante los juicios anteriores: Stalin también se había propuesto convertir a las pocas figuras del pasado que aún lo acompañaban no ya en sumisos comparsas de sus mentiras, sino en cómplices directos de su furia criminal: quien no fuese víctima, sería cómplice y, más aún, sería verdugo. El terror y la represión se establecían como política de un gobierno que adoptaba la persecución y la mentira como recursos de Estado y como un estilo de vida para el conjunto de la sociedad. ¿Así se construía la sociedad «mejor»?, se preguntaría, aunque ya conocía la respuesta.


Cuando John Dewey llegó a México, tras imponerse a infinidad de presiones políticas, pidió la información que le faltaba por leer y se negó a entrevistarse con Trotski. Recordó a la prensa que, ideológicamente, no compartía las teorías del procesado, y, como presidente de la Comisión, solo se atendría a ofrecer unas conclusiones a partir de las pruebas y testimonios presentados y que el único valor de aquel resultado sería de carácter moral.

El 10 de marzo, la Casa Azul tenía el aspecto de un campamento militar. Dentro de la edificación se había esfumado la armonía de objetos y colores al ser retirados los tiestos de plantas, los muebles de madera veteada y las obras de arte, para ceder espacio a miembros del jurado, periodistas y guardaespaldas. Fuera de la mansión se habían levantado barricadas y desplegado decenas de policías. La mañana de la apertura, ya a la espera de Dewey y los miembros del jurado, Diego Rivera observó el patio y, sonriente, le habló a su huésped de los sacrificios que debían hacerse por la revolución permanente.

Dewey mostró una energía que desafiaba sus setenta y ocho años. Nada más entrar en la casa, tras saludar a Diego y a Liev Davídovich, pidió comenzar: su función y la de los miembros del jurado, dijo, consistiría en oír cualquier testimonio que el señor Trotski tuviera a bien presentarles, interrogarlo y ofrecer después unas conclusiones. La pertinencia de aquellas sesiones, en su opinión, se basaba en el hecho de que el señor Trotski hubiera sido condenado sin la oportunidad de hacerse escuchar, lo cual constituía un motivo de grave preocupación para la Comisión y para la conciencia del mundo entero.

En ese instante se iniciaba, quizás, la semana más intensa y absurda de la vida de Liev Davídovich… No podía recordar que alguna vez se hubiera visto sometido al esfuerzo físico e intelectual de lidiar por horas y horas contra una lógica enfermiza como la que emanaba de las acusaciones pergeñadas en Moscú. Como todo el contraproceso se desarrolló en inglés, constantemente él temía no ser lo preciso o explícito que necesitaba y deseaba. En las noches apenas dormía dos o tres horas, cuando el cuerpo vencía a la mente; su estómago, afectado por la tensión y los litros de café bebidos, se le había convertido en una piedra de fuego clavada en el abdomen, mientras la presión arterial, ya intranquilizada por la altura, le había instalado un zumbido en los oídos y una dolorosa molestia en la base del cráneo. Al final del sexto día lo envolvió la impresión de hallarse en un lugar extraño, entre desconocidos que hablaban de asuntos incomprensibles, y creyó que desfallecería, pero sabía que hablar ante aquellas personas era su única alternativa, quizás la última ocasión de luchar en público por su nombre y por su historia, por sus ideas y por los restos mortales de una revolución traicionada.

Cuando llegó el momento de su alegato, el 17 de abril, los miembros de la Comisión vieron ante sí a un hombre extenuado que tuvo que pedir permiso a Dewey para permanecer sentado. Sin embargo, cuando se encarriló en el discurso, su vehemencia de los viejos tiempos retornó y los reunidos en la Casa Azul percibieron algunos de los destellos del Trotski que había conmovido a las masas en 1905 y 1917, de la pasión que le habían valido la devoción de tantos hombres y el odio eterno de otros, desde Plejánov hasta Stalin. Su primera conclusión fue que, de acuerdo con el actual gobierno soviético, todos los miembros del buró político que hizo triunfar la revolución y acompañó a Lenin en los días más difíciles de la guerra y la hambruna y habían puesto en marcha al país, hombres que habían sufrido cárcel, destierro, represiones incontables, en realidad desde siempre habían sido traidores a sus ideales y, más aún, agentes al servicio de potencias extranjeras deseosas de destruir lo que ellos mismos habían construido. ¿No era una paradoja que los líderes de Octubre, todos, hubieran resultado unos traidores? ¿O tal vez el traidor era uno solo y se llamaba Stalin? No se detendría a demostrar la falsedad, más aún, el absurdo de los hechos que le imputaban, dijo, pero debía recordar que los gobiernos de Turquía, Francia y Noruega habían corroborado que él no había desarrollado en sus territorios labor antisoviética alguna, pues había permanecido apartado e incluso confinado bajo vigilancia policial. Olvidado de sus debilidades físicas, se puso de pie: la combustión de las ideas debió de actuar como un resorte que lo proyectaba y daba fuerzas para llegar a la salida: la experiencia de su vida, recordó, en la cual no habían escaseado los triunfos ni los fracasos, no había destruido su fe en el futuro de la humanidad sino que, por el contrario, le había dado una convicción indestructible. Esa fe en la razón, en la verdad, en la solidaridad humana, que a la edad de dieciocho años llevó consigo a las barriadas de la ciudad provinciana de Nikoláiev, la había conservado plenamente, se había hecho más madura, pero no menos ardiente, y nada ni nadie, nunca, podría matarla.

Con la respiración agitada y la cabeza adolorida, volvió a ocupar su asiento. Sus ojos se habían posado en los del anciano profesor norteamericano y, por unos segundos densos, se sostuvieron la mirada. El silencio resultó dramático. Antes del alegato de Liev Davídovich, Dewey había prometido pronunciar unas conclusiones provisionales, pero ahora se mantenía como petrificado. Un sollozo de Natalia Sedova rompió el ensalmo. Por fin Dewey bajó la mirada y observó sus apuntes para susurrar que la vista quedaba cerrada hasta que elaboraran las conclusiones finales… Y agregó: todo lo que él pudiera decir hubiera sido un imperdonable anticlímax.


Apenas cerradas las sesiones, Liev Davídovich se vio obligado a acatar la orden de Natalia y salió hacia una casa de campo, en la hermosa ciudad de Taxco. Aunque había pedido a los secretarios que llevaran las escopetas de caza, era tal su fatiga que solo pudo dar unos paseos por la ciudad y, casi al final de la estadía, realizar una excursión a las pirámides del Sol y de la Luna de Teotihuacán. Por fortuna, los dolores de cabeza, la tensión sanguínea y los insomnios comenzaron a ceder, pero la vigilancia estricta de Natalia lo mantuvo en una reclusión que incluía el bloqueo de la correspondencia.

Cuando regresaron a Coyoacán, a Liev Davídovich lo sorprendió una sensación que no experimentaba desde los días de Prínkipo: volvía a un sitio deseado. Para un hombre que había vivido toda su existencia en constante movimiento, la noción tradicional del hogar había sido sustituida por la necesidad de un sitio propicio para trabajar, y la Casa Azul, con sus encantos y su atmósfera exótica, ejercía un magnetismo benéfico al que se añadía (Liev Davídovich nunca lo admitiría en sus escritos) el atractivo revoloteo de las hermanas Kahlo, cuyas atenciones habían despertado instintos que los años de lucha y aislamiento habían adormecido. Disfrutar de la belleza de Cristina y del halo misterioso de Frida, del olor a juventud que emanaba de ambas y de los diálogos en los que solía deslizar galanterías a veces torpes y elementales, se fue convirtiendo en una especie de juego adolescente capaz de volatilizar la noción de encierro y de convertir la cocina, los corredores, el patio de la casa, en lugares de encuentros sonrientes, mientras sentía que aquel retozo hacía retroceder la acechante vejez.

A la espera de las conclusiones de Dewey, Liev Davídovich siguió comprobando informaciones capaces de desarmar su presunta participación en la conspiración antisoviética. Se lamentó de que muchos de aquellos documentos no hubieran llegado a sus manos semanas antes, y la idea de que Liova había actuado con cierta indolencia lo colocó al borde de la ira. Decidido a castigar la imperdonable ineficiencia, delegó en sus secretarios la correspondencia con Liova, sabiendo que el joven captaría de inmediato la señal que transmitía su silencio.


Una noche de finales de marzo, terminada la cena, Natalia, Jean van Heijenoort y Liev Davídovich, junto a los moradores de la Casa Azul, prolongaron una de las amables veladas en las que, con frecuencia, se le exigía al exiliado que narrara los más disímiles recuerdos de su existencia. Como se sentía animado, se lanzó a relatar la historia de su relación con el mariscal Tujachevsky, el joven y elegante oficial que en los días de la guerra civil, gracias a su capacidad como estratega, había sido bautizado como «el Bonaparte ruso». Natalia, que conocía aquellos episodios y entendía poco y mal el inglés que utilizaban como lengua franca, fue la primera en retirarse, y de inmediato la siguió Rivera, quien ya almacenaba en su sangre una cantidad impresionante de whisky. Frida, vencida por el sueño, fue la siguiente, y entonces Van Heijenoort se esfumó, discretamente.

La sonrisa de Cristina, el vino ingerido y las ansias acumuladas por varias semanas de cercanía provocaron la previsible explosión. Más de una vez, en cenas y paseos, Liev Davídovich había deslizado una mano hacia las piernas o los brazos de Cristina, solo como un juego cariñoso, y ella, coqueta y delicadamente, siempre con una sonrisa, había impedido cualquier avance, aunque sin disuadirle del todo, sugiriendo quizás que escarceos y sonrisas eran parte de un rito de acercamiento al que por fin el hombre se lanzó esa noche. Entonces, para su sorpresa, ella lo detuvo y le pidió que no confundiera admiración y afecto con otros sentimientos. Sin entender la reacción de una mujer que hasta ese momento parecía aceptar sus insinuaciones, Liev Davídovich se quedó mudo, con los deseos congelados.

Molesto por el fracaso, avergonzado por haber cedido a un impulso que ponía en peligro su relación con los dueños de la casa y, peor aún, la solidez de su matrimonio, el hombre se llamó a la cordura para desterrar el alarido hormonal que lo había superado. Se impuso pensar si sus intenciones con la joven no habían sido más que una embriaguez pasajera provocada por el magnetismo de una piel tersa: una manifestación absurda de la fiebre de la cincuentena, se dijo.

Cuando Frida se enteró de lo ocurrido, ella misma asumió el papel de confidente y le ofreció el magro consuelo de ponerlo al día de los desmanes sexuales de su hermana, tan aficionada a aquellos juegos de calentamiento de varones e, incluso, al más sórdido engaño: Cristina había sobrepasado todos los límites cuando se metió en la cama con el mismísimo Diego, algo que Frida se había tragado aunque nunca les perdonaría ni a su marido ni a su hermana. La ternura y la comprensión de la pintora, salpicadas de coquetería, llevaron a Liev Davídovich a preguntarse si no habría calibrado mal sus posibilidades, y empezó a redirigir sus intenciones, que pronto adquirieron una vehemencia avasalladora, capaz de alterar sus horas de vigilia y de sueño con la imagen de la mujer que le había confiado tan íntimas revelaciones.

Envuelto en la tupida tela de araña del deseo, Liev Davídovich debió acudir a toda su disciplina para concentrarse en el trabajo. La presencia de Frida y la atmósfera misma de la Casa Azul lo inducían a la molicie y las divagaciones, cuando tantos compromisos políticos y problemas económicos lo reclamaban. Quizás el hecho de haber pospuesto la redacción de la biografía de Lenin por empeñarse en la de Stalin, de la cual había cobrado unos adelantos, también afectó a su ritmo de trabajo. Investigar en los archivos y hurgar en su memoria todo lo relacionado con aquel ser oscuro le resultaba una tarea ingrata, y, aunque pretendía convertir el libro en una granada contra el Sepulturero, en el fondo sentía que se rebajaba al dedicarle su inteligencia y su tiempo.

Un extraño y confuso suceso ocurrido en Barcelona el 3 de mayo consiguió centrar su atención en lo que ocurría en España. Desde hacía varios meses, el escenario de la guerra civil se había convertido en un terreno de confrontación política entre los grupos que combatían a favor de la República, y Liev Davídovich había advertido la mano de Moscú detrás de acusaciones y debates entre las facciones. No podía ser casual, escribiría, que poco después de iniciadas las purgas en Moscú y anunciado el apoyo militar a la República, dependiente de las armas y asesores soviéticos, se hubiese desatado una campaña contra los reales y supuestos trotskistas españoles, a quienes se les asediaba con la misma saña y las mismas acusaciones, casi con las mismas palabras con que habían sido juzgados los bolcheviques en la URSS. Su viejo amigo Andreu Nin, de quien se había distanciado por diferencias tácticas, había sido uno de los primeros expulsados del aparato gubernamental, mientras su partido, el POUM, se convertía en blanco de ataques propagandísticos más acerbos que los proferidos contra los militares fascistoides.

En el tumulto de informaciones censuradas y contradictorias llegadas desde Barcelona, el olfato del viejo revolucionario pudo advertir que lo ocurrido en torno al control militar del edificio desde el que se regían las comunicaciones de la República solo había sido un pase de castigo que escondía y a la vez aceleraba el objetivo de la corrida: matar al toro de la oposición y doblegar al gobierno a la voluntad soviética, lo que le permitiría a Stalin convertirse en protagonista imprescindible del juego político europeo. Por ello no se extrañó cuando supo que los primeros en ser colocados en la picota habían sido los militantes del POUM: era evidente que la agresividad con que los comunistas españoles se lanzaron a su liquidación se debía, más que a viejas pugnas o a la necesidad de lograr un gobierno unido, a la obsesión del amo del Kremlin por el control (más deseado incluso que la derrota militar de Franco y de sus fascistas de segunda).

En los últimos días de aquel mayo turbulento llegaron a Coyoacán varios ejemplares de la recién salida edición deLa revolución traicionada. Los Rivera, para celebrarlo, invitaron a los Trotski y a otros amigos a cenar en un restaurante del centro. Como sus ánimos andaban muy restablecidos, Liev Davídovich había comenzado a hacer uso de la libertad de movimientos que le concedían las autoridades mexicanas. Con cierta frecuencia viajaba a la abigarrada ciudad, acompañado por dos o tres guardaespaldas, camuflado en el asiento trasero de un automóvil y cubierto por un sombrero y un pañuelo que le ocultaba hasta la barbilla. Aun así, había disfrutado de esas excursiones y, algunas noches, incluso, se había dedicado a recorrer las calles del centro para diseccionar el pesado barroco de la catedral, el ambiente de las cantinas y su música de mariachis, y la elegancia de los viejos palacios virreinales, siempre perseguido por el olor de las tortillas puestas al fuego en cada esquina de la ciudad. La animación de México le parecía la de un mundo pujante, sostenido sobre un profundo mestizaje cultural que, sin embargo, no sería capaz, en siglos, de derribar las barreras que separaban a las razas convivientes.

La noche de la celebración, luego de la cena, los convocados caminaron por los callejones del centro, leyendo las proclamas políticas que cubrían las paredes, donde igual acusaban a Cárdenas de traidor y comunista, que le daban su apoyo y lo instaban a seguir hasta el final. El nombre de Trotski, como era de esperar, aparecía en varias de esas pintadas, que iban, también, de los vivas a los muera, de las bienvenidas a los fuera de México. Pero esa noche Liev Davídovich no estaba interesado en los carteles ni en los descubrimientos de la ciudad: lo que en realidad buscaba era la cercanía de Frida. El vértigo sensorial en que había caído reclamaba un desahogo que comenzó a perseguir con vehemencia. Aunque el físico de la pintora imponía la barrera de una deformidad que debía valerse de corsés ortopédicos y de un bastón para auxiliar la más afectada de sus piernas, quizás precisamente por aquellas limitaciones la mujer asumía el sexo y la sensualidad de un modo agresivo, desbordado, y cuando Liev Davídovich supo que su moralidad abierta incluso le había permitido volcar sus ansias en relaciones homosexuales, el duende pervertido de la virilidad se había desatado en elucubraciones descarnadas y en unas ansias más urgentes que todas las sentidas en su juventud o en sus días de poderoso comisario, cuando tantas compañeras de lucha le habían brindado un solidario desahogo de las tensiones y fervores acumulados.

De los poemas y cartas de amor, ocultos entre las páginas de los libros que solía recomendarle a Frida, los reclamos de Liev Davídovich ya exigían un ascenso hacia lo concreto. El fuego que lo impulsaba ardía con tal fuerza que había logrado incluso superar el temor de que Natalia sospechara de sus devaneos. Y aquella noche de jolgorio, mientras Diego, Natalia, los amigos sumados al paseo y los secretarios entraron al edificio donde se hallaba uno de los murales de Rivera, él se hizo el demoradizo y, sin que mediaran palabras, detuvo a Frida contra la fachada y la besó en los labios mientras, entre respiro y respiro, le repetía cuánto la deseaba. Con total conciencia, en ese momento Liev Davídovich se estaba lanzando al pozo de la locura y poniendo en peligro todo lo trascendente de su vida: pero lo hizo feliz, orgulloso, temerario y sin el menor sentimiento de culpa, se diría después, convencido de que, al fin y al cabo, había valido la pena haber gastado en aquella orgía de los sentidos los mejores cartuchos de las últimas reservas de su virilidad.

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