– Sí, dile que sí.
Por el resto de sus días Ramón Mercader recordaría que, apenas unos segundos antes de pronunciar las palabras destinadas a cambiarle la existencia, había descubierto la malsana densidad que acompaña al silencio en medio de la guerra. El estrépito de las bombas, los disparos y los motores, las órdenes gritadas y los alaridos de dolor entre los que había vivido durante semanas, se habían acumulado en su conciencia como los sonidos de la vida, y la súbita caída a plomo de aquel mutismo espeso, capaz de provocarle un desamparo demasiado parecido al miedo, se convirtió en una presencia inquietante, cuando comprendió que tras aquel silencio precario podía agazaparse la explosión de la muerte.
En los años de encierro, dudas y marginación a que lo conducirían aquellas cuatro palabras, muchas veces Ramón se empeñaría en el desafío de imaginar qué habría ocurrido con su vida si hubiera dicho que no. Insistiría en recrear una existencia paralela, un tránsito esencialmente novelesco en el que nunca había dejado de llamarse Ramón, de ser Ramón, de actuar como Ramón, tal vez lejos de su tierra y sus recuerdos, como tantos hombres de su generación, pero siendo siempre Ramón Mercader del Río, en cuerpo y, sobre todo, en alma.
Caridad había llegado unas horas antes, acompañada por el pequeño Luis. Habían viajado desde Barcelona, a través de Valencia, conduciendo el potente Ford, confiscado a unos aristócratas fusilados, en el que solían moverse los dirigentes comunistas catalanes. Los salvoconductos, adornados con un par de firmas capaces de abrir todos los controles militares republicanos, les habían permitido llegar hasta la ladera de aquella montaña agreste de la Sierra de Guadarrama. La temperatura, varios grados bajo cero, los había obligado a permanecer en el interior del auto, cubiertos con mantas y respirando el aire viciado por los cigarrillos de Caridad, que colocaron a Luis al borde de la náusea. Cuando por fin Ramón consiguió bajar hasta la seguridad de la ladera, molesto por lo que consideraba una de las habituales intromisiones de su madre en la vida de cuantos se relacionaban con ella, su hermano Luis dormía en el asiento trasero y Caridad, con un cigarrillo en la mano, daba paseos alrededor del auto, pateando piedras y maldiciendo el frío que la hacía bufar nubes condensadas. Apenas lo divisó, la mujer lo envolvió con su mirada verde, más fría que la noche de la sierra, y Ramón recordó que desde el día que se reencontraron, hacía más de un año, su madre no le daba uno de aquellos besos húmedos que, cuando era niño, solía depositar con precisión en la comisura de sus labios para que el sabor dulce de la saliva, con un persistente regusto de anís, bajara hasta sus papilas y le provocara la agobiante necesidad de preservarlo en la boca más tiempo del que le concedía la acción de sus propias secreciones.
Hacía varios meses que no se veían, desde que Caridad, convaleciente de las heridas recibidas en Albacete, fuera comisionada por el Partido y emprendiera un viaje a México con la tarea de recabar ayuda material y solidaridad moral para la causa republicana. En ese tiempo la mujer había cambiado. No era que el movimiento de su brazo izquierdo aún se viera limitado por las laceraciones provocadas por un obús; no debía de ser tampoco a causa de la reciente noticia de la muerte de su hijo Pablo, el adolescente a quien ella misma había obligado a marchar al frente de Madrid, donde había sido destrozado por las orugas de un tanque italiano: Ramón lo achacó a algo más visceral que descubriría esa noche en que su vida empezó a ser otra.
– Llevo seis horas esperándote. Ya casi va a amanecer y no aguanto más tiempo sin tomarme un café -fue el saludo de la mujer, dedicada a aplastar el cigarrillo con la bota militar, mientras observaba el pequeño perro lanudo que acompañaba a Ramón.
En la distancia, los cañones tronaban y los motores de los aviones de combate eran un retumbar envolvente que bajaba desde un lugar ubicuo de un cielo desprovisto de estrellas. ¿Irá a nevar?, pensó Ramón.
– No podía soltar el fusil y salir corriendo -dijo él-. ¿Cómo estás? ¿Y Luisito?
– Desesperado por verte, por eso lo he traído. Yo estoy bien. ¿Y ese perro?
Ramón sonrió y miró al animal, que olisqueaba las ruedas del Ford.
– Vive con nosotros en el batallón… Se me ha pegado como una lapa. Es bonito, ¿no? -y se acuclilló-. ¡Churro! -susurró, y el animal se acercó moviendo la cola. Ramón le acarició las orejas mientras lo limpiaba de abrojos. Levantó la vista-. ¿Por qué has venido?
Caridad lo miró a los ojos, más tiempo del que el joven podía soportar sin desviar la mirada, y Ramón se incorporó.
– Me han enviado para que te haga una pregunta…
– No puedo creerlo… ¿Has venido hasta aquí para hacerme una pregunta? -Ramón trató de sonar sarcástico.
– Pues sí. La pregunta más importante: ¿qué estarías dispuesto a hacer para derrotar el fascismo y por el socialismo?… No me mires así, que no bromeo. Necesitamos oírlo de tus labios.
Ramón volvió a sonreír, sin alegría. ¿Por qué le hacía esa pregunta?
– Pareces un oficial de reclutamiento… ¿Tú y quién más lo necesita? ¿Esto es cosa del Partido?
– Responde y después te lo explico -Caridad se mantenía seria.
– No sé, Caridad. Pues lo que estoy haciendo, ¿no? Jugarme la vida, trabajar para el Partido… No dejar que esos hijos de puta fascistas entren en Madrid.
– No es suficiente -dijo ella.
– ¿Cómo que no es suficiente? No vengas a complicarme…
– Luchar es fácil. Morir, también… Miles de personas lo hacen… Tu hermano Pablo… Pero ¿estarías dispuesto a renunciar a todo? Y cuando digo todo, es todo. A cualquier sueño personal, a cualquier escrúpulo, a ser tú mismo…
– No lo entiendo, Caridad -dijo Ramón, con toda su sinceridad y una naciente alarma instalada en el pecho-. ¿Hablas en serio? ¿No podrías ser más clara?… Yo tampoco puedo pasarme aquí toda la noche -y señaló hacia la montaña de la que había bajado.
– Creo que ya estoy hablando muy claro -dijo ella y extrajo otro cigarrillo. En el instante en que prendió la cerilla, el cielo se iluminó con el destello de una explosión y la portezuela trasera del auto se abrió. El joven Luis, cubierto con una manta, corrió hacia Ramón, resbalando sobre el suelo helado, y se estrecharon en un abrazo.
– Pero, caray, Luisito, estás hecho un hombre.
Luis se sorbió los mocos sin soltar a su hermano.
– Y tú estás flaquísimo, tío. Te toco los huesos.
– Es la puta guerra.
– ¿Y ése es tu perro? ¿Cómo se llama?
– EsChurro… No es mío, pero como si lo fuera. Apareció un día… -Luis silbó y el animal vino hasta sus pies-. Aprende rápido, y es más bueno… ¿Quieres llevártelo? -Ramón acarició los cabellos revueltos de su hermano menor y con los pulgares le limpió los ojos.
Luis miró a su madre, indeciso.
– Ahora no podemos tener perros -afirmó ella y fumó con avidez-. A veces no tenemos ni para comer nosotros.
– Churro come cualquier cosa, casi nada -dijo Ramón e instintivamente levantó los hombros para protegerse cuando un cañón retumbó en la distancia-. Con lo que te gastas en tabaco, come una familia.
– Mis cigarrillos no son tu problema… Anda, Luis, vete con el perro, necesito hablar con Ramón -exigió Caridad, y caminó hacia una encina cuyas hojas habían logrado resistir el agresivo invierno en la sierra.
Ya bajo el árbol, Ramón volvió a sonreír al observar el retozo de Luis y el pequeñoChurro.
– ¿Me vas a decir a qué has venido? ¿Quién te ha enviado?
– Kotov. Quiere proponerte algo muy importante -dijo ella y volvió a colocarlo bajo el cristal verde de su mirada.
– ¿Kotov está en Barcelona?
– De momento. Quiere saber si estás dispuesto a trabajar con él.
– ¿En el ejército?
– No, en cosas más importantes.
– ¿Más que la guerra?
– Mucho más. Esta guerra se puede ganar o se puede perder, pero…
– ¡Qué coño dices! No podemos perder, Caridad. Con lo que están enviando los soviéticos y con las gentes de las Brigadas Internacionales, vamos a joder uno por uno a todos esos fachas…
– Eso estaría bien, pero dime… ¿Tú crees que se puede ganar la guerra con los trotskos haciéndoles señas a los fascistas en la trinchera de al lado y con los anarquistas llevando a votación las órdenes de combate?… Kotov quiere que trabajes en cosas importantes de verdad.
– ¿Importantes como qué?
La explosión sacudió la montaña, demasiado cerca de donde estaban los tres. El instinto impulsó a Ramón a proteger a Caridad con su propio cuerpo y rodaron por el suelo congelado.
– Voy a volverme loco. ¿Esos maricones no duermen? -dijo, de rodillas, mientras sacudía una manga del capote de Caridad.
Ella le detuvo la mano y se inclinó a recoger el cigarrillo humeante. Ramón la ayudó a ponerse de pie.
– Kotov piensa que eres un buen comunista y puedes ser útil en la retaguardia.
– Cada vez hay más comunistas en España. Desde que llegaron los soviéticos y las armas, la gente piensa distinto de nosotros.
– No lo creas, Ramón. La gente nos tiene miedo, a muchos no les gustamos. Éste es un país de imbéciles, beatos hipócritas y fascistas de nacimiento.
Ramón observó cómo su madre exhalaba el humo del cigarrillo, casi con furia.
– ¿Y para qué me quiere Kotov?
– Ya te lo he dicho: algo más importante que disparar un fusil en una trinchera llena de agua y de mierda.
– No me imagino qué puede querer de mí… Los fascistas están avanzando, y si toman Madrid… -Ramón negó con la cabeza cuando descubrió una leve presión en el pecho-. coño, Caridad, si no te conociera diría que has hablado con Kotov para que me aleje del frente. Después de lo que le pasó a Pablo…
– Pero me conoces… -lo cortó ella-. Las guerras se ganan de muchas maneras, deberías saberlo… Ramón, quiero estar lejos de aquí antes de que amanezca. Necesito una respuesta.
¿La conocía? Ramón la miró y se preguntó qué había quedado de la mujer refinada y mundana con la que él, sus hermanos y su padre solían caminar las tardes de domingo por la plaza de Cataluña en busca de los restaurantes de moda o de la elegante heladería italiana recién abierta en el paseo de Gracia: de aquella mujer no quedaba nada, pensó. Ahora Caridad era un ser andrógino que hedía a nicotina y sudores enquistados, hablaba como un comisario político y solo pensaba en las misiones del Partido, en la política del Partido, en las luchas del Partido.
Sumido en sus cavilaciones el joven no había percibido que, tras la explosión del obús que los lanzara al suelo, sobre la sierra se había instalado un compacto silencio: como si el mundo, vencido por el agotamiento y el dolor, se hubiera dormido. Ramón, tanto tiempo sumergido en los ruidos de la guerra, parecía haber extraviado la capacidad de escuchar el silencio, y en su mente, ya alterada por la posibilidad de un regreso, en ese momento flotaba el recuerdo de la Barcelona efervescente de la que había salido unos meses antes y la imagen tentadora de la joven que le había dado un sentido profundo a su vida.
– ¿Has visto a África? ¿Sabes si sigue trabajando con los soviéticos? -preguntó, apenado por la persistencia de una debilidad hormonal de la que no había logrado deshacerse.
– ¡Eres pura fachada, Ramón! Saliste blando como tu padre -dijo Caridad, buscando sus partes sensibles. Ramón sintió que podía odiar a su madre, pero tuvo que darle la razón: África era una adicción que lo perseguía.
– Te he preguntado si ella sigue en Barcelona.
– Sí, sí…, anda con los asesores. Hace unos días la vi en La Pedrera.
Ramón observó que los cigarrillos de Caridad eran franceses, muy perfumados, tan distintos de los canutos malolientes que se pasaban sus compañeros de batallón.
– Dame un pitillo.
– Quédatelos… -ella le entregó el paquete-. Ramón, ¿serías capaz de renunciar a esa mujer?
El presentía que una pregunta así podía llegar y sería la más difícil de responder.
– ¿Qué es lo que quiere Kotov? -insistió, evadiendo la respuesta.
– Ya te lo he dicho, que renuncies a todo lo que durante siglos nos dijeron que era importante, solo para esclavizarnos.
A Ramón le pareció estar escuchando a África. Era como si las palabras de Caridad brotaran de la misma torre del Kremlin, de las mismas páginas deEl capital de donde salían las de África. Y en ese instante tuvo noción del silencio que los envolvía desde hacía varios minutos. Caridad era África, África era Caridad, y la renuncia a todo lo que había sido se le exigía ahora como un deber, mientras aquel mutismo doloroso y frágil se posaba sobre su conciencia, cargando el temor de que en el próximo minuto su cuerpo pudiera ser quebrado por el obús, la bala, la granada todavía agazapada pero ya destinada a destrozarle la existencia. Ramón comprendió que temía más al silencio que a los rugidos perversos de la guerra, y deseó estar lejos de aquel lugar. Fue entonces cuando dijo, sin saber que colgaba su vida de aquellas pocas palabras:
– Sí, dile que sí.
Caridad sonrió. Tomó el rostro de su hijo y, con su precisión alevosa, le estampó un beso demorado en la comisura de los labios. Ramón percibió que la saliva de la mujer se filtraba hacia la suya, pero no pudo encontrar ahora el sabor del anís, ni siquiera el de la ginebra que le entregara la última vez que lo había besado: solo recibió el dulzor asqueante del tabaco y la acidez fermentada de una mala digestión.
– En unos días te reclamarán desde Barcelona. Estaremos esperándote. Tu vida va a cambiar, Ramón, mucho -dijo y se sacudió la tierra-. Ahora me voy. Está amaneciendo.
Como si fuera algo casual, Ramón escupió, girando la cabeza, y encendió un cigarrillo. Avanzó tras Caridad hacia el auto, del que Luis bajó conChurro entre sus brazos.
– Suelta el perro y despídete de Ramón.
Luis la obedeció y volvió a abrazar a su hermano.
– Nos veremos pronto en Barcelona. Te llevaré a que te inscribas en las Juventudes. Ya has cumplido los catorce, ¿no?
Luis sonrió.
– ¿Y me alistarás en el ejército? Todos los comunistas se han pasado al Ejército Popular…
– No te apures, Luisillo -Ramón sonrió y lo apretó contra sí. Sobre la cabeza del muchacho descubrió la mirada, otra vez perdida, de Caridad. Esquivó la incertidumbre que le provocaban los ojos de su madre y entrevio, con las primeras luces del día, la silueta pétrea y hostil de El Escorial-. Mira, Luisito, El Escorial. Yo estoy al otro lado, por esa ladera.
– ¿Y siempre hace este frío?
– Un frío que pela.
– Nos vamos. Sube, Luis -Caridad interrumpió a sus hijos, y Luis, luego de despedirse de Ramón con el saludo de los milicianos, rodeó el auto para ocupar el asiento del copiloto.
– Si ves a África, dile que iré pronto -casi susurró Ramón.
Caridad abrió la portezuela del auto, pero se detuvo y volvió a cerrarla.
– Ramón, de más está decirte que esta conversación es secreta. Desde este momento métete en la cabeza que estar dispuesto a renunciar a todo no es una consigna: es una forma de vida -y el joven vio cómo su madre se abría el capote militar y extraía una Browning reluciente. Caridad dio unos pasos y sin mirar a su hijo preguntó-: ¿Estás seguro de que puedes?
– Sí -dijo Ramón en el instante en que el estallido de una bomba iluminó una ladera remota de la montaña, mientras Caridad, con el arma en la mano, colocaba aChurro en el punto de mira y, sin dar tiempo a que su hijo reaccionara, le disparaba en la frente. El animal rodó, empujado por la fuerza del plomo, y su cadáver comenzó a congelarse en la alborada fría de la Sierra de Guadarrama.
Los inviernos en Sant Feliu de Guíxols siempre han sido brumosos, propensos a las tormentas que bajan desde los Pirineos. Los veranos, en cambio, se ofrecen como un lujo de la naturaleza. La roca de la costa, que emerge hasta formar la montaña, se abre allí en una caleta de arena gruesa, y el agua suele ser más transparente que en toda la costa del Empordá. En la década de 1920, en Sant Feliu solo vivían pescadores y algunos anacoretas sin fe, los primeros fugados del bullicio de la urbe y la modernidad. Con el verano, en cambio, aparecían las familias pudientes de Barcelona, dueñas de chalets de playa o casas en la montaña. Y el clan de los Mercader era uno de los afortunados, gracias a que durante la Gran Guerra los negocios textiles habían tomado un segundo aire.
La familia del padre, emparentada incluso con la nobleza local, había acumulado riquezas a lo largo de varias generaciones; como buenos catalanes, se habían dedicado al comercio y a la industria; la de Caridad, dueños de un castillo en San Miguel de Aras, cerca de Santander, eran indianos regresados de Cuba antes del desastre de 1898; habían vuelto con su fortuna mellada, pues parte de ella la habían perdido con los negros que tuvieron que liberar al decretarse el fin de la esclavitud en la isla. Aunque Pau, el padre de Ramón, era varios años mayor que Caridad, a los ojos del niño formaban una pareja envidiable, que compartía la pasión por la hípica, como buenos aristócratas, y solo de verlos poner al trote sus caballos se sabía que eran excelentes jinetes, mucho más hábil ella que él.
Aquel verano de 1922 fue el primero y el único en que la familia gozó de todo un mes de sol, playa y libertad en aquella caleta que la memoria haría prodigiosa y congelaría como la estampa de la felicidad. Solo dos años después, cuando la vida empezó a torcer sus rumbos, Ramón supo que la decisión del padre, siempre tan ahorrativo, de trocar la visita veraniega al pétreo castillo de San Miguel por la privacidad del chalet rentado en la costa del Empordá, no tenía como origen el disfrute posible de sus hijos, sino la intención de procurar la reparación de lo que ya comenzaba a ser insalvable: la relación con su mujer.
Fue en Sant Feliu de Guíxols, durante ese verano, cuando sus padres se arroparon en los últimos rescoldos de su vida marital, y debió de ser allí donde engendraron a Luis, nacido en la primavera del año siguiente. Mucho tiempo después Ramón sabría que aquel acto de amor había sido como el reflujo de una ola que se deshace en la orilla para de inmediato retirarse hacia profundidades inalcanzables. Porque algo imparable, antes de que engendrara a su hermano menor, ya había comenzado a crecer dentro de Caridad: el odio, un odio destructivo que la perseguiría para siempre y que no solo daría sentido a su propia vida, sino que alteraría hasta la devastación la de cada uno de sus hijos.
Unos meses antes, con el temor latente que ya le provocaba cualquier cercanía con su madre, Ramón se había atrevido a preguntarle por el origen de los puntos encarnados que destacaban en la piel blanquísima de sus brazos y ella apenas le respondió que estaba enferma. Pero muy pronto, cuando se desató la tormenta y la casa burguesa de Sant Gervasi se llenó de gritos y peleas, sabría que las marcas habían sido producidas por las agujas con que se inyectaba la heroína a la que se había hecho adicta en una vida paralela que ella llevaba en las noches, más allá de las apacibles paredes de la casa familiar.
Muchos años después, una noche mexicana de agosto de 1940, Ramón escucharía de labios de Caridad que precisamente su respetable, emprendedor y católico marido había sido quien la alentó a dar el primer paso hacia una vertiginosa degradación de donde la rescataría, sufridas ya muchas humillaciones y recibidos infinitos golpes, el ideal supremo de la revolución socialista. Pau Mercader, pensando que la ayudaría a vencer el rechazo al sexo que desde el matrimonio ella sufría, la había conminado a acompañarlo a ciertos burdeles exclusivos de Barcelona donde era posible disfrutar, a través de cristales especiales, de las más atrevidas acrobacias sexuales, en las que podían intervenir un hombre y una mujer, o dos y dos, o un hombre con dos mujeres y hasta con tres, o dos mujeres solas, todos expertos y expertas en posturas y fantasías eróticas, dotados ellos con vergas exageradas, y capacitadas ellas para recibir dimensiones descomunales, naturales o artificiales, por cualesquiera de sus orificios. El saldo del experimento resultó poco satisfactorio para las expectativas del padre, pues provocó que Caridad rechazara con más fuerzas sus exigencias sexuales, aunque se aficionó a ciertas bebidas espirituosas que servían en aquellos antros de cortinas malvas y luces amortiguadas, unos licores que la desinhibían y, al final de la noche, le permitían abrir las piernas casi como un acto reflejo. Poco después, en busca de esos elixires, ella había comenzado a frecuentar los bares más selectos de la ciudad, muchas veces sin su marido, cada vez más exigido por sus absorbentes negocios. Pero pronto Caridad sentiría que en aquellos lugares sobraba lo que no buscaba (hombres dispuestos a embriagarla para lanzarla en una cama) y faltaba algo, todavía indefinible para ella misma, algo capaz de motivarla y reconciliarla con su propia alma.
Entonces aquella dama, rodeada desde la cuna de lujos y comodidades, educada por las monjas, experta en la monta de caballos de estirpe arábiga y casada con un dueño de fábricas ajeno por naturaleza a los sentimientos de los hombres que trabajaban para su riqueza, se despojó de joyas y ropas atractivas y descendió en busca de los rincones menos luminosos de la ciudad. Con sus manos palpó otra geografía, otro mundo, cuando se dio a transitar las calles del Barrio Chino, las plazas más oscuras del Raval, las estrechas y fétidas travesías cercanas al puerto. Allí, mientras probaba otros alcoholes menos sofisticados y más efectivos, descubrió una humanidad turbia, cargada de frustración y odio, que solía hablar, con un lenguaje para ella nuevo, de cosas tan tremendas como la necesidad de acabar con todas las religiones o de voltear patas arriba el orden burgués y explotador, enemigo de la dignidad del hombre, ese mundo del que ella misma provenía. La furia anarquista, de la cual hasta ese momento apenas había tenido idea, fue para ella como un golpe que removió cada célula de su cuerpo.
Con sus amigos libertarios y los lumpen del puerto y de los barrios de putas, Caridad había probado la heroína, que ella pagaba de su generoso bolsillo, y encontró en su iconoclastia una satisfacción recóndita, que le daba sabores más atractivos a la vida. Redescubrió el sexo, en otro nivel y con otros ingredientes, y lo practicó como una lucha a muerte, de un modo primitivo cuya existencia nunca había imaginado en su triste vida matrimonial: lo disfrutó con estibadores, marineros, obreros textiles, conductores de tranvías y agitadores profesionales a los que, con los dineros de su marido, también pagaba tragos y pinchazos. Le satisfacía comprobar que entre aquellos sediciosos no importaba su origen ni su educación: entre ellos era bienvenida, pues se trataba de una compañera dispuesta a romper reglas y ataduras clasistas y a librarse de los lastres de la sociedad burguesa.
A pesar de que en su casa ya dormían cuatro niños engendrados en su vientre, fue en medio de aquel vértigo de sensaciones nuevas y prédicas libertarias recién aprendidas cuando Caridad tuvo conciencia del odio que la minaba y cuando al fin se convirtió en una mujer adulta. Ella nunca supo con certeza hasta qué punto compartió por convicción o por rebeldía las ideas de los anarquistas, pero al mezclarse con ellos percibía que trabajaba por su liberación física y espiritual. En ocasiones pensaba incluso que se regodeaba en su degradación por el desprecio que sentía hacia sí misma y hacia lo que había sido y podría seguir siendo su vida. Pero, ya fuese por convicción o por odio, Caridad se había lanzado por aquel camino del modo en que, desde entonces, lo haría siempre: con una fuerza fanática e incontenible. Para demostrarlo, o tal vez para demostrárselo a sí misma, se dispuso a atravesar sus últimas fronteras y planeó, con los nuevos camaradas, su alucinado suicidio clasista: primero trabajó con ellos para promover huelgas en los talleres de Pau, en quien había fijado la encarnación misma del enemigo burgués; más tarde, en su espiral de odio, comenzó a preparar algo más irreversible, y con un grupo de sus compañeros planificó la voladura de una de las fábricas que la familia tenía en Badalona.
A sus nueve, diez años, Ramón no tenía noción de lo que ocurría en los subterráneos de la familia. Matriculado en uno de los colegios más caros de la ciudad, vivía despreocupadamente, empeñando su tiempo libre en las actividades físicas, con mucho preferidas a las intelectuales que desde la cuna se practicaban en una casa donde, a horarios establecidos, se hablaba en cuatro idiomas: francés, inglés, castellano y catalán. Quizás desde entonces ya existía algo profundamente reconcentrado en su carácter, pues sus mejores amigos no fueron sus compañeros de estudio o sus rivales deportivos, sino sus dos perros, regalo del abuelo materno ante la evidencia de que el niño sentía una debilidad especial por aquellos animales. Santiago y Cuba, bautizados por el abuelo indiano con los nombres de la nostalgia, habían llegado desde Cantabria siendo apenas unos cachorros, y la relación que Ramón estableció con ellos fue entrañable. Los domingos, después de misa, y las tardes en que regresaba temprano del colegio, el niño solía ir más allá de los límites de la ciudad, acompañado por sus dos labradores, con los que compartía galletas, carreras y su predilección por el silencio. A sus padres apenas los veía, pues cada vez con más frecuencia ella dormía todo el día y al caer la tarde salía a hacer vida social, como llamaba a los paseos nocturnos de los que regresaba con nuevas picadas rojas en los brazos; y el padre, o bien permanecía hasta muy tarde en sus oficinas, tratando de salvar los negocios de la quiebra a que los empujaba la desidia de su hermano mayor, el accionista principal, o se encerraba en sus habitaciones, sin intenciones de ver ni hablar con nadie. De cualquier forma, la vida hogareña seguía siendo apacible, y los perros la hacían incluso satisfactoria.
Cuando la policía se presentó en la casa de Sant Gervasi, llevaban en las manos dos opciones para el destino de Caridad: o la cárcel, acusada de planear atentados contra la propiedad privada, o el manicomio, como enferma de drogadicción. Sus compañeros de lucha y juerga ya estaban en ese momento tras las rejas, pero la posición social de Pau y los apellidos de ambos habían mediado en la decisión policial. Además, uno de los hermanos de Caridad, juez municipal de la ciudad, había intercedido por ella, presentándola como una enferma sin voluntad, manipulada por los diabólicos anarquistas y sindicalistas enemigos del orden. En un esfuerzo por salvar su propio prestigio y lo que podía quedar de su matrimonio burgués y cristiano, Pau consiguió una solución menos drástica y prometió que su esposa no frecuentaría más los círculos anarquistas ni se relacionaría con la droga, y dio su palabra (y seguramente algunas buenas pesetas) como garantía.
Dos meses más tarde, finalizado el tratamiento de desintoxicación al que Caridad había aceptado someterse, la familia salía para aquellas vacaciones en Sant Feliu de Guíxols, donde vivieron unos días cercanos a la felicidad y la armonía perfecta, y así los conservaría Ramón en el recuerdo, convertidos en el mayor tesoro de su memoria.
Mientras el vientre de Caridad crecía, la familia transitaba una dócil cotidianidad. Los negocios de Pau, sin embargo, apenas conseguían recomponerse en medio de la crisis a que los abocaron la ruptura con su disoluto hermano mayor y las demandas cada vez más exaltadas de los trabajadores. Luis, el que sería el último de los hermanos, nació en 1923, poco antes de que se iniciara la dictadura de Primo de Rivera y en medio de la tregua que Caridad quebraría un año después: porque el odio es una de las enfermedades más difíciles de curar, y ella se había hecho más adicta a la venganza que a la propia heroína.
Caridad regresaría a su mundo anárquico de un modo peculiar. Su hermano José, el juez, le había comentado que atravesaba serios problemas económicos, debido a deudas de juego que, de ventilarse, podrían acabar con su carrera. Caridad prometió ayudarlo monetariamente a cambio de información: él debía decirle quiénes serían los jueces y cuáles los juzgados donde encausarían a sus amigos anarquistas detenidos. Con esos datos, otros compañeros comenzaron una campaña de intimidación a los letrados, que recibieron cartas en las que los amenazaban con las más diversas represalias si se atrevían a imponer condenas a cualquier libertario. Pau Mercader descubrió muy pronto la fuga de capitales y comprendió por qué vía drenaban. Con la debilidad que lo caracterizó siempre en su relación con Caridad, el hombre solo tomó medidas para evitar que ella pudiera manejar sumas importantes y volvió a concentrarse en los negocios que trataba de mantener a flote desde su nueva oficina de la calle Ample.
Al ver cómo su aporte a la causa se veía obstruido, Caridad se rebeló ante tal mezquindad burguesa: volvió a los lupanares, donde bebía y se drogaba, y a los mítines, en los que pedía a gritos el fin de la dictadura, la monarquía, el orden burgués, la desintegración del Estado y sus retrógradas instituciones. Su hermano José, ya a salvo de sus apuros, planeó entonces con Pau la salida más honorable y consiguieron que un médico amigo ingresara a Caridad en un manicomio.
Quince años después, Caridad describiría a Ramón los dos meses en que vivió en aquel infierno de duchas frías, enclaustramientos, inyecciones, lavativas y otras terapias devastadoras. Que hubieran tratado de enloquecerla era algo que todavía la enervaba hasta la agresión; y si no lo consiguieron fue porque Caridad tuvo la fortuna de que sus compañeros anarquistas acudieran a salvarla de aquella reclusión amenazando con barrer los negocios de Pau y hasta el mismo manicomio si no la liberaban. La coacción surtió efecto y Pau se vio obligado a traer de regreso a su mujer, quien solo volvió a entrar en la casa de Sant Gervasi para recoger a sus cinco hijos y unas maletas con lo imprescindible: se iba, a cualquier sitio, no sabía dónde, pero ya no volvería a vivir cerca de su marido ni de sus familias, de los cuales, lo juraba, se vengaría hasta hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra.
Ante la evidencia de que ya nada podría detenerla, Pau le rogó que no se llevara a los niños. ¿Qué iba a hacer con cinco chicos?, ¿cómo los iba a mantener?, y, sobre todo, ¿desde cuándo los quería tanto que no pudiera vivir sin ellos? Tal vez como otra forma de venganza hacia el padre, que les profesaba un cariño distante y silencioso, pues no sabía ser de otro modo; tal vez procurándose algún soporte espiritual; quizás porque ya soñaba hacer de cada uno de ellos lo que cada uno de ellos sería en el futuro, el hecho es que, decidida a llevarse a sus hijos, ningún ruego la hizo cambiar de opinión.
Algo de novedad y aventura tuvo para los chicos mayores lo que sucedería a partir de ese momento. Ramón, acostumbrado ya a los arrebatos de Caridad, asumió el trance como una explosión pasajera y solo lamentó tener que separarse deCuba y Santiago, pero se tranquilizó cuando la cocinera de la casa le aseguró que los cuidaría hasta que él regresara.
En la primavera de 1925, con sus hijos a rastras, Caridad cruzó la frontera francesa. Aunque su propósito era llegar a París, la mujer decidió hacer un alto en la apacible ciudad de Dax, tal vez porque en aquel momento se sintió turbada, como si necesitara rediseñar los mapas de su vida, o porque se convenció de que destruir el sistema y a la vez criar a cinco niños puede ser más complicado de lo que aparenta, sobre todo cuando (paradojas de la vida) no se tiene suficiente dinero.
Poco después de llegar a Dax, Ramón y sus hermanos, con excepción del bebé, Luis, ingresaron en una escuela pública, y Caridad comenzó a buscar compañía política, que muy pronto halló, pues anarquistas y sindicalistas había en todas partes. Para mantenerse a flote, ella empezó a vender sus joyas, pero el ritmo de gastos impuesto por las noches de tabernas, cigarrillos, algún que otro pinchazo de heroína y comilonas (solo un comunista puede tener más hambre y menos dinero que un anarquista, aseguraba Caridad) resultó insostenible.
Para Ramón se inició en esa época un aprendizaje que comenzaría a redefinirlo. Acababa de cumplir los doce años, hasta entonces había sido un niño matriculado en escuelas exclusivas, criado en la abundancia, y de pronto, solo con dar un paso, había caído si no en la pobreza, al menos en un mundo mucho más cercano a la realidad, donde se contaban las monedas para las meriendas y las camas se quedaban sin hacer hasta tanto uno mismo las tendía. La pequeña Montse, con diez años, había recibido la carga de cuidar y alimentar a Luis, mientras Pablo había asumido el incordio de la limpieza. Jorge y él, por ser los mayores, se responsabilizaron de hacer las compras y, muy poco después, de preparar las comidas que los salvaron de morir de hambre cuando Caridad no regresaba a tiempo o volvía drogada de los compromisos de su vida política. Cada cual se bañaba cuando quería y cualquier pretexto para no ir a la escuela era aceptado. Sus amigos en Dax fueron hijos de aldeanos pobres y de emigrantes españoles, con los que disfrutaba saliendo a los bosques cercanos a recolectar trufas, guiados por los cerdos. En aquella época Ramón también aprendió a sentir sobre su piel el ardor de la mirada gélida, cargada de desprecio, de los jóvenes burgueses de la pequeña ciudad.
Después de pedir informes a Barcelona, la policía de Dax decidió que no quería a Caridad en sus predios y, sin mayores contemplaciones, le exigieron que tomara otro rumbo. Por eso tuvieron que hacer de nuevo las maletas y salir hacia Toulouse, una ciudad mucho más grande, donde ella pensaba que podía pasar inadvertida. Allí, para evitar la presión de la policía y convencida de que las joyas no darían para mucho más, Caridad comenzó a trabajar como maestresala de un restaurante, pues tenía maneras y educación para la faena. Gracias a los dueños del lugar, que pronto les tomaron afecto a los muchachos, Jorge y Ramón pudieron ingresar en la École Hóteliére de Toulouse, el primero para estudiarchef de cuisine, Ramón para mâitre d'hôtel, y la estabilidad recuperada los hizo abrazar la ilusión de que volvían a ser una familia normal.
Definitivamente, Caridad no había nacido para sentar burgueses a una mesa y sonreírles mientras les sugería platos. Preñada con la furia de la revolución total y el odio al sistema, su vida le parecía miserable, el desperdicio de unas fuerzas que exigían a gritos un cauce liberador. Aunque nunca pudo aclararse el incidente, Ramón pensaría toda su vida que el envenenamiento masivo de clientes del restaurante que se produjo una noche solo pudo ser obra de su madre. Por fortuna nadie murió, y la duda sobre la intencionalidad y, por tanto, la autoría del atentado, no llegó a ser aclarada. Pero los dueños del negocio decidieron prescindir de ella, y el comisario encargado del caso, con sobradas razones para sospechar de Caridad, se presentó en la casa varios días después y le exigió que se esfumara o la metería en la cárcel.
Antes incluso del envenenamiento de los comensales, Caridad vivía en un sopor, y se movía como un péndulo de las explosiones de entusiasmo o de ira a unos silencios depresivos en los que caía por días. Era evidente que su vida, carente de un sostén ideológico firme, había extraviado sus sentidos y, al verse privada de la posibilidad de lucha y demolición, frente a ella solo se abría un círculo vicioso de depresión, furia, frustración, de donde no conseguía salir. Perdió entonces el control y trató de matarse ingiriendo un puñado de pildoras tranquilizantes.
Jorge y Ramón la descubrieron solo porque esa noche decidieron entrar en su cuarto para llevarle un poco de comida. Los recuerdos que Ramón conservaría de ese momento siempre fueron borrosos y apenas podría pensar que habían actuado por reflejo, sin detenerse a razonar. Un Ramón desesperado la sacó a rastras de la cama, anegada de excrementos y orines. Ayudado por Jorge, que usaba una prótesis metálica a causa de la poliomielitis que le había dejado secuelas en una de las piernas, consiguió arrastrarla a la calle. Sin fijarse en que le desgarraban los pies contra los adoquines, sin reparar en el frío ni en la lluvia, lograron llevarla hasta la avenida y tomar un coche hacia el hospital.
Nunca volvió a hablar Caridad de aquel episodio y ni siquiera pronunció jamás una palabra de gratitud por lo que sus hijos habían hecho por ella. Ramón pensaría, durante muchos años, que su silencio se debió a la vergüenza provocada por la patente flaqueza en que había caído, ella, la mujer que quería cambiar el mundo. Además, al salir del hospital Caridad había tenido que aceptar, para mayor humillación, que su marido, avisado por los muchachos, se responsabilizara ante los médicos con su custodia: la única ocasión en que Ramón vio llorar a su madre fue el día en que se despidió de Jorge y de él, para marchar con Pau y sus hijos pequeños hacia Barcelona.
En medio de la tormenta de amor y de odio en que vivieron por tantos años, Caridad nunca sabría, pues Ramón tampoco le regaló jamás el placer de confesárselo, que en aquel momento, viéndola partir rescatada por la encarnación misma de lo que ella más despreciaba, él dejó de ser un niño, pues se convenció de que su madre tenía razón: si uno quería saberse realmente libre, tenía que hacer algo para cambiar aquel mundo de mierda que laceraba la dignidad de las personas. Muy pronto Ramón también aprendería que ese cambio solo se produciría si muchos abrazaban la misma bandera y, codo con codo, luchaban por él: había que hacer la revolución.